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2. La reunión
ОглавлениеLuís, en cuanto salió de la estación de autobuses, llamó a Sofía. Estaba libre unos días y tenía ganas de verla. Sofía quedó en pasar a recogerlo enseguida, si no tenía nada más que hacer. A Luís le pareció bien y se puso a caminar hacia el lugar del encuentro: en el cruce de la Avenida Finisterre con la Glorieta de Ronda de Outeiro, justo donde comenzaba el polígono de La Grela-Bens. Cuando Luís llegó, Sofía ya le estaba esperando de pié junto a un viejo Land Rover.
–¡Madre mía! Mira que has cambiado, casi no te reconozco -dijo Luís mientras le daba un abrazo a su vieja amiga.
Sofía se rió. La verdad es que tenía razón: hacía unos años que se había teñido el cabello de rojo y que había decidido llevarlo muy corto; además, se había fortalecido con el trabajo al aire libre y tenía un montón de pecas en la cara debido al sol.
–Pues tú no has cambiado nada, a no ser por esa panza -respondió ella mientras abría la puerta del coche. –¿Cómo es que estás por aquí? Creía que estabas casado, con hijos y un buen trabajo.
–Y así es –respondió Luís sentándose en el asiento del copiloto y poniéndose el cinturón de seguridad –La empresa me ha mandado a hacer una gestión para el bufete. Tengo un par de días libres, ya te lo dije cuando te llamé, y pensé que era un buen momento para visitar a una antigua compañera de piso.
–Y pensaste bien –respondió Sofía arrancando el coche y dirigiéndose hacia Arteixo.
Mientras Sofía maniobraba con el coche en la locura de circulación de la carretera que les llevaría hasta donde vivía la restauradora de muebles no dijeron nada. Unos minutos después Sofía, después de adelantar a un camión con cerdos, volvió a hablar.
–Te vas a llevar una buena sorpresa cuando llegues al pueblo.
–Todavía no me lo puedo creer, lo conseguiste. Cuando, hace unos años, me lo contaste en una carta, pensé esta Sofía es la pera: un pueblo sin coches.
–Pues sí, conseguí encontrar un montón de gente que pensaba como yo y compramos el pueblo entre todos. Las verdad es que era una empresa muy arriesgada, sobre todo porque la mayor parte no nos conocíamos. Pero el anuncio del periódico atrajo a mucha gente y después de una buena criba logramos juntarnos unas quince personas de las más dispares profesiones. Hay escritores, pintores, albañiles, un par de arquitectos, un carpintero, informáticos. Muy variado todo. Luego fueron llegando más con las mismas ideas. No es una comunidad idílica, tenemos nuestras diferencias, pero en lo esencial estamos todos de acuerdo: ni coches ni motos. Los únicos vehículos aceptados son los tractores y algunas máquinas para trabajar la tierra, pero esas están siempre en las leiras5 , en el pueblo, lo que podríamos llamar el casco urbano, no hay ninguno. Incluso hay un agricultor que trabaja la tierra como hace más de un siglo: con un arado romano tirado por bueyes.
–Pero tú has venido a buscarme en coche.
–Sí, pero ya verás, no entrará en el pueblo. No pienso contarte nada más, ya lo verás cuando lleguemos.
El viaje hasta el pueblo fue muy corto. El nombre del pueblo era O Moucho y hacía ya muchos años que la gente se había largado de allí. Sofía pensó comprarlo para instituir aquella comunidad tan especial. Tardaron bastante en localizar a todos los propietarios de las casas y casi no tuvieron problemas para convencerlos para que se las vendiesen, las viviendas estaban a punto de caerse de viejas y que unos cuantos locos de la ciudad decidiesen volver a habitarlas.... si pagaban bien por ellas, a los propietarios les daba igual. Allí tenían todos los servicios: tienda de comestibles, una guardería, teléfono e internet, calles limpias, un par de bares, un lugar comunitario y hasta un club de cine.
La carretera que llevaba hasta O Moucho era comarcal y acababan de arreglarla y no tuvieron ningún problema para acceder al pueblo. Los que más llamó la atención de Luís fueron un par de construcciones grandes de piedra, sin ventanas, y con unas puertas de madera muy grandes, que había a la entrada y preguntó a Sofía por ellas.
–Eso es lo que nos ayuda a que no haya coches en la población –dijo mientras se acercaba a la vivienda de la izquierda, donde, una tabla encima de la puerta, ponía: Deja aquí tu vehículo.
Cuando apenas se encontraban a cuatro metros de la puerta Sofía cogió un chisme que tenía cerca de la palanca de marchas y pulsó un botón rojo, la puerta se abrió y Sofía metió el Land Rover en aquella construcción. Al mismo tiempo que el coche entraba por la enorme puerta el local se iluminó y Luís pudo ver que aquello era en realidad un garaje donde, en ese momento, se encontraban puestos en perfecto orden una buena cantidad de vehículos de todas las marcas y colores.
–¡Arre demo6 ! –exclamó Luís –así que, en realidad, sí tenéis coches.
–Sí que tenemos. Ten en cuenta que hay cosas que tenemos que comprar fuera del pueblo y hay que llegar hasta Arteixo o Coruña para conseguirlas y hasta aquí no llegan los autobuses. Pero ningún coche pasa este límite. La cerradura, construida por uno de los habitantes es muy segura y todos tenemos un chisme como este para poder acceder al garaje –explicó Sofía mientras terminaba de aparcar, apagaba el motor y sacaba el cinturón de seguridad –Ahora te voy a mostrar la otra construcción.
Luís estaba perplejo. Bajaron del coche, salieron del garaje y Sofía cerró la puerta pulsando el botón verde del chisme que había cogido con anterioridad. Enseguida cruzaron el camino y fueron hasta la construcción que se encontraba enfrente. Casi del mismo tamaño pero un poco más alta, tenía, de la misma manera que la otra, una tabla encima de su puerta que ponía: Coge aquí tu vehículo. Sofía no utilizó ningún chisme electrónico para abrirla sino que levantó un palo que había atravesado en la puerta que, esta vez, eran un poco más ancha que la puerta del garaje.
En este lugar no había luz eléctrica, unas ventanas estrechas casi en el límite del techo dejaban pasar la luz del exterior y unos faroles colgados de una cuerda en la misma entrada, para que quien lo desease los cogiese, eran toda la iluminación que había. Sofía esperó un poco a que Luís se acostumbrase a aquella penumbra y cuando su amigo lo hizo descubrió, como suponía, su cara de asombro.
–¡Es una cuadra!
–Exacto. Aquí tenemos caballos, mulas, asnos y vehículos de ruedas por tracción animal. Sólo de esta manera se puede entrar en el pueblo, o caminando. Está prohibido cualquier otro vehículo. Ven aquí –dijo Sofía mientras cogía uno de los faroles y lo encendía pulsando un botón que había en su base y se ponía a caminar hacia la derecha de la puerta de entrada de las cuadras. –Aquí tenemos alforjas. Cuando vienes de la ciudad de la compra, coges una de ellas, se la pones a uno de los asnos encima y cargas la alforja con lo que sea; si las cosas son muy grandes, coges uno de esos carros y un caballo o una mula. ¿Qué te parece?
–¡Esa increíble! ¿Nunca tuvisteis problemas?
–Jamás. Mi casa no queda lejos. ¿Quieres que cojamos algun animal o prefieres ir andando?
–Creo que caminando –respondió Luís –hace tanto que no monto a caballo que no sé si me acordaría de cómo se hace.
–Vamos.
Sofía apagó el farol, lo dejó colgando junto con los otros, cerró la puerta con el madero y entraron en el pueblo. Tuvieron que caminar todavía unos treinta metros antes de ver la primera vivienda. Todas eran casas de piedra, con las ventanas nuevas y cada una de ellas tenía un pequeño espacio verde detrás: algunos lo utilizaban como huerto, otros preferían comprar todo eso en la tienda que había al final de la calle, casi enfrente de la guardería, y en ese espacio tenían muebles de jardín o juguetes para los niños. El pueblo consistía en unas veinte casas distribuidas de manera irregular a ambos lados de la carretera, y alguna más apartada hacia las leiras, que estaban en la parte derecha del pueblo, en cuanto se entraba en él. En la parte derecha, al final de la carretera, estaba la guardería, y siguiendo el camino, un poco apartada, a la izquierda, una ermita del siglo XIII, restaurada recientemente por sus habitantes. Justo a su lado, una construcción nueva, hecha de granito, albergaba el local comunitario, que era también donde estaba el club de cine.
Los bares, uno de ellos enfrente de la tienda de comestibles y al lado de la guardería y el otro casi al principio del pueblo, eran muy acogedores, con una gran barra de madera muy pulida y, en lugar del huerto, con un sitio preparado en la parte de atrás para sentarse en el verano a tomar las consumiciones mientras se gozaba del paisaje de las leiras bien cuidaddas y de un hermoso monte al fondo. El pueblo estaba rodeado por una fraga7 , llena de caminos rurales y corredoiras8 por donde se podía pasear o hacer rutas a caballo. O Moucho era el último pueblo del monte y tenía un montón de terreno comunitario por donde estaba prohibida la circulación de coches, incluso, en un alarde de cooperación, los guardabosques también iban en mula o a caballo para vigilar el monte. A Luís le pareció increíble que un lugar así pudiese existir a tan pocos kilómetros de Arteixo. Realmente era asombroso.
–¿Te gusta? –preguntó Sofía.
–Mucho. ¿La gente puede venir a visitaros?
–Claro, siempre que se cumplan las normas básicas de funcionamiento, todos son bienvenidos. De hecho, estamos pensando construir un pequeño hotel, de acuerdo con el entorno, por supuesto, para la gente que desee pasar con nosotros una temporada o unos días. En mi cassa tengo en estos momentos un par de huéspedes. Vamos.
Se pusieron de nuevo a caminar hacia el principio del pueblo, la casa de Sofía era la primera a la izquierda según se entraba en O Moucho. De piedra, como todas, tenía una planta baja y otro bajo techo. Se entraba en ella por una puerta de madera muy típica, de estas que están partidas por la mitad a lo ancho. A la derecha del pequeño vestíbulo estaba la cocina con todos los adelantos modernos y además una lareira9 , enfrente de ella estaba el salón, decorado de manera rústica con muebles de castaño y con un equipo de televisión moderno y no demasiado grande. A continuación del salón, justo al lado del arranque de la escalera, estaba la biblioteca y, más allá, el dormitorio de Sofía. Por la otra parte, atravesando el pasillo, estaba el taller de restauración de muebles que estaba comunicado con el almacén, donde Sofía amontonaba los muebles ya arreglados y los que esperaban su turno, por medio de una puerta corredera y, enfrente de ella, otra puerta que daba a la parte de atrás de la casa, donde había un jardín con flores y manzanos, nogales, almendros, limoneros y un par de robles bien grandes, debajo de los cuales había un par de mesas de piedra.
De repente empezó a sonar una música muy bella que provenía del piso superior.
–¿De dónde viene esa música? –preguntó Luís que no había visto en ninguna de las habitaciones nada que pudiese producirla.
–En la parte de arriba, debajo del tejado, hay más habitaciones, y en este momento tengo dos personas invitadas. ¿Quieres verlas?
–No sé. ¿No les molestaremos? –respondió él, no muy convencido de desear ver gente nueva, y más si no la concocía.
–Yo pienso que no. Ven.
Subieron por la escalera de madera, que tenía una barandilla del mismo material, hasta llegar al desván que estaba dividido en habitaciones de la misma manera que el piso bajo. Fueron directamente a la estancia que se encontraba en medio, en la parte derecha de la escalera, Sofía llamó a la puerta, la música bajó de volumen y Luís pudo escuchar unos pasos que se acercaban, cuando la puerta se abrió Luís dejó escapar un grito de alegría.
–¡Carla! ¡Jorge! ¡No me lo puedo creer! –exclamó al mismo tiempo que se acercaba a sus viejos amigos y les daba un abrazo, emocionado. –¡Mira que eres argalleira10 ! ¡No decirme nada!
–Deseaba ver cómo reaccionabas al verlos –respondió Sofía. –Además, yo quería decírtelo pero ellos, cuando llamaste el otro día, estaban delante cuando respondí a la llamada, me hicieron señas para que callase.
–¿Qué hacéis aquí? ¿Cómo os ha ido en la vida? –preguntó Luís mientras entraba en la habitación y se sentaba entre Carla y Jorge, en un enorme sofá que había a la derecha de la puerta.
–Una visita a Sofía. De vez en cuando nos juntamos aquí o en mi casa, en Venecia –respondió Carla que se había dejado crecer su cabello rubio y ahora llevaba dos trenzas.
Luís se quedó por un momento mirando a su amiga: siempre le habían gustado sus ojos verdes con aquellas largas y espesas pestañas. En ese momento vestía un pantalón corto de color azul oscuro, que dejaba ver unas largas y fuertes piernas morenas, y unas sandalias.
–¿Sigues en Venecia?
–Claro. Aunque en una época estuve más de aquí para allá que en mi casa, debido a los estudios, pero sigo allí, ahondadno den la historia de mi familia y con mis estudios de alquimia, con la ayuda de mi pariente del siglo XVI Pierofrancesco, al que veo, como ya sabes, con la ayuda de las sombras.
–¿No te apetecería volver a Venecia? –interrumpió Sofía.
–¡Hombre, sí! Pero ahora no tengo demasiado tiempo.
–Tienes todo el que quieras, podemos ir cuando nos apetezca –dijo Sofía –Si quieres ahora mismo.
–¿Cómo?
–Sofía dibujó una sombra aquí mismo. ¿Quires verla? –intervino Jorge. –Yo vengo de vez en cuando a través de ella.
–¡Déjate de sombras, ya tuve bastante hace años! A propósito, hay algo que tengo que contaros y que me tiene preocupado desde que te llamé esta mañana.
–¿Qué es?
–Vi a Klauss-Hassan en Coruña.
–¿Estás seguro? –preguntó Sofía mientras se movía inquieta en el sofá y echaba una mirada a Jorge que se había puesto blanco como el papel en cuanto escuchó el nombre del espía turco.
Luís, a continuación, empezó a contar cómo había llegado a Coruña en avión y cómo había visto dos caras conocidas pasar en un Land Rover mientras estaba esperando un taxi que lo llevase a la ciudad y cómo, cuando iba a coger un autobús para ir a Betanzos, de repente se había dado cuenta de que la persona que había visto en el aeropuerto era el espía turco que tanto trabajo les había dado en el pasado.
–El otro sería Francesco dalla Vitta –dijo Jorge.
–No lo sé, podría ser. Estoy convencido de que quién conducía el coche era Klauss-Hassan.
–Seguro que está organizando algo de nuevo –intervino Carla –¿Qué vamos a hacer?
–Nada –respondió Sofía. –No nos incumbe. No estamos en peligro. No sabemos si hizo algo ilegal. No podemos hacer nada. ¡Venga! Olvidémosnos de ese par de mangantes y vamos a dar una vuelta por el monte antres de comer. Jorge, tú tienes ropa para dejarle a Luís, ¿verdad?
-Sí, tengo. Ven conmigo.
Los dos amigos se levantaron del sofá y salieron de la habitación para ir a la habitación de Jorge que estaba justo a la izquierda, según se salía por la puerta. Sofía tenía mucho gusto decorando y había arreglado una estancia cómoda en esa parte del desván. El cuarto, de la misma manera que el de Carla, en el que habían estado hasta ese momento, estaba alumbrada por medio de unas claraboyas en la parte opuesta a la puerta. Había un sofá que se convertía en cama, grande y mullido, una mesa con un ordenador y una silla, unas estanterías con libros y también un armario para la ropa. Las paredes estaban decoradas con fotografías de los alrededores del pueblo y el suelo de madera estaba cubierto por alfombras de vivos colores. Jorge abrió el armario y con un gesto invitó a Luís a escoger la ropa que le apeteciese.
-Volviste a la Universidad, ¿no? –dijo Luís mientras revolvía entre los pantalones del armario.
–Sí. Y sigo. Ahora he cogido unas pequeñas vacaciones y he decidido venir a visitar a Sofía. De vez en cuando aparezco por Coruña y recorro la ciudad recordando mi antigua vida. Tú estás en un bufete en Madrid.
–Sí. En Baker & MacKenzie –respondió Luís mientras cogía unos pantalones vaqueros parecidos a los que llevaba puestos.
–¿En serio? Allí trabajaba mi hermana. Puede que la conozcas. Uxía Lerma.
–Claro que la conozco. ¡Mira que soy parvo! No la había relacionado contigo –respondió Luís mientras se cambiaba de pantalón –Es una muchacha fantástica, responsable y trabajadora. Bueno, ya está.
–Ponte también una camiseta, no vayas a arruinar esa que llevas –dijo Jorge observando la que llevaba puesta Luís, deportiva pero de calidad.
–Sí, tienes razón –respondió su amigo mientras revolvía en los cajones del armario hasta que encontró una de color azul oscuro y la cambió por la suya –Ya estoy listo, nos podemos ir.
–¿No pensarás ir con esas zapatillas deportivas? –preguntó Jorge mirando para el inmaculado calzado de Luís.
–Da lo mismo, no te preocupes. Vamos a dar esa vuelta por el monte.
Los dos amigos salieron de la habitación en dirección a donde se encontraban Sofía y Carla que, en ese momento, estaban conversanco animadamente en italiano.
–¿Sabes italiano? –preguntó Luís, asombrado, a Sofía.
–Me lo enseñó Carla, durante todos estos años en que nos estuvimos viendo, tuve tiempo de aprender bastante. ¿Entonces, nos vamos?
–Vamos –respondió Luís.
La fraga que rodeaba el pueblo estaba llena de corredoiras y senderos de todo tipo y Luís, tanto tiempo acostumbrado al paisaje de encinas, romero, jaras y tomillo de la sierra de Madrid, pensó que aquello no era un monte sino una selva. Allí se mezclaban los castaños con los helechos, los robles, los fresnos, los abedules, pinos y laureles, con las zarzamoras y los toxos11 . Estaba empezando a arrepentirse por no haberse cambiado de calzado, pero ya no tenía remedio. Carla y Sofía iban delante, seguían hablando en italiano; Luís, aunque no conocía muy bien esta lengua, notaba algo raro en la forma de hablar de las dos amigas, a lo mejor Carla le había enseñado algún dialecto. Él y Jorge iban casi cuatro metros detrás de ellas ya que Luís no podía ira tan deprisa como deseaba por culpa del terreno irregular por donde estaban caminando, su amigo estaba hablándole de su vida en la universidad.
–¿No te casaste? –preguntó Luís al tiempo que intentaba no pisar una bosta de vaca que había en medio de la corredoira.
–No. ¿Quién me hubiera aguantado?
–No digas tonterías. Hablando de otra cosa. ¿Qué sabes del comisario Soler?
–Desde entonces no lo hemos vuelto a ver, puede que siga en Madrid. ¿No lo viste por ahí?
–Es muy grande –respondió Luís mientras ponía un pie en una piedra para no pisar el barro que había en esa parte de la senda debido a una pequeña fuente que surgía desde una roca, al lado del camino. –A veces encuentra gente que hace años que no veías pero es muy difícil; además, él trabaja por el centro y yo estoy en la parte norte de la ciudad, y casi no salgo de ahí. Pero no te preocupes que intentaré investigar su paredero y te lo diré. ¿Sofía, dónde nos llevas? ¿Queda mucho?
–Estos tipos de ciudad no tienen ningún aguante. ¿Verdad? –dijo Sofía dirigiéndose a Carla.
–Tienes toda la razón. –respondió su amiga que caminaba tan ligero como ella y no le importaba ir en pantalón corto y estropear sus piernas con las zarzas y los tojos.
–No tardaremos mucho más, estamos a punto de llegar. Ya verás. Es un lugar precioso.
–Si tú lo dices... –respondió Luís que estaba arrepintiéndose de haber venido a visitarla, no porque le molestase su compañía sino porque ya había perdido la costumbre de andar haciendo el tonto por los caminos rurales y se estaba empezando a cansar y no deseaba reconocerlo delante de sus amigos.
–¿Tampoco sabéis nada de María del Mar y de Steven? –preguntó Luís mientras evitaba, de milagro, pisar una babosa negra y muy gorda que estaba cruzando en ese moemnto delante de él.
–Se casaron –respondió Jorge.
–Se veía venir. ¿Dónde están viviendo?
–Fueron a vivir a Inglaterra, de hecho cerca de donde sigue estando el jefe de Steven, Williams, en el condado de Sussex. Viven en el campo, en una casa con huerto. Tienen un hijo de doce años, que se llama igual que su padre. María del Mar está trabajando en casa, en la huerta, atiende al marido y a su hijo y escribe.
–¿Y qué escribe?
–Novelas de espías. Cuando se acabó la aventura de las sombras se casaron y luego, pasado el tiempo, María del Mar sintió que echaba de menos la emoción de la aventura y las persecuciones y se puso a escribir. No lo hace nada mal y ha publicado alguna novela. En la última carta que recibió de ella Carla, le decía que, a lo mejor, escribiría lo que nos pasó hace años. ¿Te importa que lo haga?
–¿A mí? no. Pero ya tiene ganas de recordar todo aquel follón. ¿Y Steven?
–Pues sigue en el servicio secreto, pero no tan activo. De vez en cuando le encargan alguna misión para que la lleve él directamente. Por lo general está enseñando a los nuevos agentes cómo deben comportarse y actuar y tiene un equipo propio a sus órdenes.
–¿Qué pasó con Teresa y con Ricardo?
–Pudes verlos en Coruña. Teresa tiene una tienda de antigüedades en la Ciudad Vieja, cerca de la Plaza de las Bárbaras. La encontré por casualidad una de las veces que fui a Coruña mientras paseaba por la zona. Sé que hace años no habla con Carla ni con Sofía pero no sé la razón. Ninguna de ellas dice nada. Pero debió de ocurrir algo muy gordo entre ellas porque si no, no se entiende.
–Puede que mañana vaya a hacerle una visita. Tengo muchas ganas de verlos y saber cómo les fue.
–¡Ya llegamos! –gritó Sofía dándose la vuelta desde el final del camino.
Jorge y Luís apuraron el paso, el primero ya sabía lo que Sofía intentaba mostrar a Luís pero no dijo nada. La cuesta era muy empinada y a Luís, poco a costumbrado a estos menesteres de pasear por el campo gallego, le costó un poco llegar hasta el final pero cuando lo hizo se quedó de piedra: justo enfrente de él había un arroyo y en la misma orilla en que se encontraban un molino; se veían un montón de piedras a su lado y dentro algunas herramientas y más madera.
–¿Es hermoso, verdad? Pues imagina cuando acabemos con la restauración y podamos ponerlo de nuevo en funcionamiento –dijo Sofía.
–Sí que es hermoso.
–Pensamos dedicar parte de las leiras a cultivar maíz y traerlo aquí para hacer harina; queda mucho hasta que acabemos de ponerlo a punto, pero todos estamos muy ilusionados.
Sofía le enseñó a Luís el interior del molino y luego estuvieron un rato dando vueltas por las corredoiras próximas y también cruzaron el arroyo por un pequeño puente de piedra, casi un kilómetro río arriba, y que también habían restaurado los habitantes de O Moucho. Después de mostrar a Luís la margen del río opuesta a la del camino por donde habían venido y las cuevas cercanas, donde en la Guerra Civil se habían escondido muchos huidos, decidieron que ya era hora de volver a casa para preparar la comida.
Luís, poco acostumbrado a estas caminatas, estaba cansado pero también hambriento, así que, cuando por fin la comida estuvo dispuesta en la enorme mesa de la cocina, Luís comió como si tuviese quince años.
–El pollo estaba increíble. Creo que jamás he probado un pollo asado como este. ¿Cómo lo has hecho? –preguntó Luís mientras tomaba un sorbo de su vaso de vino. –Y el vino también.
–No tiene nada que ver con cómo lo cociné, estos pollos los críamos aquí; en la casa que hay detrás de la guardería hay un espacio a propósito para que los animales estén libres y comen millo12 y otras cosas hechas por nosotros mismos. Los que no nos comemos los vendemos en la feria semanal que hay en Arteixo. También estamos abastecidos de huevos y verduras. Y ya estamos pensando en comprar unas cuantas vacas lecheras para no tener que comprar la leche. Hace diez años tuvimos un par de ellas pero enfermaron y tuvimos que sacrificarlas. Y una buena vaca lechera uesta un dineral. Intentamos ser autosuficientes y no depender de las tiendas que hay en otras poblaciones próximas. A veces no te queda más remedio, pero si podemos hacerlo nosotros mismos, mejor.
–¿Y hoy no hay postre? –preguntó Carla apartando su plato hacia el centro de la mesa.
–Pues claro que hay. Lo hizo Jorge ayer por la noche.
–¿Pero tú sabes cocinar? –preguntó Luís.
–¿Tú, no? –respondió su amigo científico.
–A Luís pídele un par de huevos fritos y poco más –añadió Sofia mirando a su antiguo compañero de piso –¿No es verdad? Por lo menos hace quince años en Madrid era así.
–Pues sigo igual. Comer me gusta, pero meterme en la cocina... ¿Y entonces que hay de postre?
–Unas chulas de pan con leche cocida con canela y limón –dijo Jorge mientras se levantaba de la silla e iba hacia la cocina, apartando del fuego una tartera grande.
–¡Chulas! Hace años que no las tomo. ¡Me encantan!
–Te lo dije –añadió Sofía mirando a Jorge.
Estuvieron casi una hora de sobremesa y luego, después de una comida tan copiosa, decidieron echarse una siesta y subieron al primer piso donde, aparte de las habitaciones que ya había visto Luís por la mañana, había otra más, enfrente a la que ocupaba Jorge, y que era un pequeño salón donde Sofía había puesto un sofá que cuando hacía falta se podía convertir en una cama y, para asombro de Luís, justo a su lado, Sofía tenía instalada una sala de esgrima, con dos pistas electrificadas y un montón de espadas, tanto deportivas como de esgrima medieval, floretes y sables.
–¿Cómo te ha dado por la esgrima? –preguntó Luís admirando la sala y asimismo la disposición de las armas en las paredes y los armarios donde su amiga guardaba trajes, caretas y zapatillas deportivas.
–Tuvo la culpa Carla, ella practica este deporte en Venecia y como viene bastante amenudo a visitarme al final me convenció para poner una sala, me enseñó y cuando está aquí nos tiramos bastante tiempo en esta sala, sobre todo antes de la cena estamos aquí un buen rato. Si quieres luego...
–Ya veremos. Ahora me apetecería descansar un poco –respondió Luís saliendo de la habitación y dirigiéndose al que iba a ser temporalmente su cuarto.
–Hasta luego, por la tarde daremos una vuelta por el pueblo y te presentaré a algunos de mis amigos. Descansa, que lo vas a necesitar. –dijo Sofía cerrando la puerta.
Al llegar la noche Luís estaba hecho polvo. Después de la siesta, él y sus amigos estuvieron caminando por el pueblo: fueron a los dos bares y allí le presentaron a un montón de gente, jugaron al parchís, al dominó y a las cartas, en el que estaba más cerca de la casa de Sofía y, luego, en el otro, estuvieron echando una partidas de futbolín y de billar. En los dos sitios hablaron con un montón de personas y hasta cantaron mientras bebían del vino que hacían en la aldea. También fueron a ver la iglesia y las leiras que había detrás de las casas. Como sino bastase, cuando llegaron a casa de Sofía se metieron en la sala de esgrima y estuvieron casi hasta las diez de la noche. Luego volvieron a bajar a la cocina, cenaron algo ligero y Luís, que ya no podía con su alma, decidió irse a dormir mientras sus amigos, incansables, se quedaban en la planta baja hablando y mirando un programa de televisión.
Al día siguiente se despertó totalmente recobrado. La luz entraba por la claraboya que había en el cómodo sofá cama donde había dormido y le daba directametne en la cara. En esta estancia había también un pequeño aseo y Luís se lavó un poco y se puso su ropa, la misma que había traido el día anterior, no sabía que se iba a quedar a dormir y no se había traído nada para cambiarse. Después del desayuno se iría a Coruña, ya vendría otra vez antes de marcharse a Madrid. Ahora tenía que volver, pasar por el hotel para ver si alguien había dejado un mensaje. Esperaba, pensaba mientras se vestía, que el abogado aceptase la oferta de su empresa, a lo mejor ya había llamado, a lo mejor no lo había hecho.
Bajó las escaleras y vio, cuando llegó a la planta baja, que la puerta del taller de restauración de Sofía estaba abierta y su amiga estaba con una brocha extendiendo un producto pegajoso sobre una pequeña mesa. Llamó a la puerta. Sofía levantó los ojos.
–¿Has dormido bien? En la cocina hay leche y bollos o puedes calentar las chulas de anoche. Espera que voy contigo y así descanso un poco –dijo Sofía mientras metía la brocha en un recipientre de cristal que estaba lleno hasta la mitad de un líquido transparente de color marrón, quitaba los guantes de algodón blanco que tenía puestos, los dejaba encima de la mesa de trabajo y limpiaba las manos en un trapo rojo que llevaba en la cintura.
–Si son las ocho.
–Yo me levanto a las seis y media, tomo un café con leche y me pongo a trabajar. Luego, hacia las ocho, vuelvo a desayunar más fuerte, así que ya era la hora. Carla y Jorge también están afuera, están dando una vuelta por el monte haciendo fotos, no tardarán en llegar.
–¡Y yo que pensaba que me levantaba temprano! –dijo Luís mientras se sentaba en la mesa de la cocina delante de un cuenco de café con leche y un gran trozo de pan de brona. –Bueno, tengo que irme, en cuanto lleguen me despido de ellos y me voy. ¿Me podrías llevar aunque sea hasta Arteixo para poder coger el autobús de vuelta a Coruña? No quiero molestar y veo que estás ocupada trabajando.
–¿Por qué no te quedas un día más?
–No puedo. Tengo que ir a Coruña, ni siquiera tengo ropa para poderme cambiar.
–Si es ese el problema seguro que Jorge te puede dejar de la suya –respondió Sofía mientras le daba un mordisco a una rodaja de pan de millo con mermelada de fresa.
–De todas formas, antes de marcharme de Coruña volveré por aquí. Lo he pasado muy bien y os echaba mucho de menos.
–En cuanto lleguen te llevo a Coruña y espero que vuelvas y no lo estés diciendo para que te deje en paz.
–No, te lo prometo, antes de irme a Madrid te llamaré para quedar contigo. ¿De acuerdo?
–De acuerdo.
Ya había pasado una semana desde su llegada a Coruña y Luís, mientras se acomodaba en su asiento del avión, estaba pensando en todas las cosas que había hecho en este tiempo: había estado con Sofía, Carla y Jorge en la aldea de la primera y lo había pasado muy bien con ellos, tanto la primera vez como el sábado pasado, cuando regresó para despedirse de ellos. También había estado con Ricardo y Teresa, había algo raro en ellos, puede que hubiera pasado demasiado tiempo desde la última vez que los había visto, a lo mejor eran manías suyas, a lo mejor no, pero los notó nerviosos por su presencia, aunque intentaron disimularlo. Conociendo por Jorge la manía mutua que se tenían Teresa y Sofía no dijo nada a la primera sobre su visita a O Moucho. El abogado lo había llamado el viernes a su teléfono móvil para quedar con él esa misma tarde en su despacho. A Luís le pareció que iba a rechazar la oferta de su bufete y tuvo razón. El abogado se sentía halagado pero no deseaba marchar de su ciudad, en Coruña era alguien, en Madrid sería uno más de los que trabajaban en un bufete importante y, aunque sabía que podría ganar mucho más dinero, prefería la tranquilidad de una pequeña ciudad. De todas formas, estaba dispuesto a hacerles cualquier favor que le pidiesen, si estaba dentro de sus atribuciones hacerlo, en un futuro. Se dieron un apretón de manos y se despidieron. El resto del tiempo lo dedicó a ir al cine y a caminar por la ciudad. Llamó a su mujer un par de veces y también habló con sus dos hijos. Enseguida estaría de vuelta en Madrid. Sofía le había dado la dirección y el teléfono de Steven y María del Mar y estaba deseando escribirles una carta para saber qué había sido de sus vidas, también le había prometido a Jorge que intentaría encontrar al comisario Soler.
¡Mira qué es difícil a veces conseguir información!, pensaba Ariel mientras salía de la sede de la Sociedad Fuilatélica de Coruña casi a la hora de cerrar, a las nueve menos cinco de la noche. Había estado hablando un buen rato con la persona entendida en monedas pero sobre lo que a él le interesaba no tenía información en la sede de la asociación, a lo mejor en casa, en su ordenador, podría encontrar algo. Ariel no lo apuró, le escribió su dirección de correo electrónico para que le mandase la información, o le dijese dónde podría conseguirla, y se la dió al hombre, un señor mayor, alto y todavía fuerte, y muy amable.
No había ido a vistar a su prima Sofía el fin de semana; lo había llamado ella el viernes para decir que tenía invitados y que sería mejor quedar para el siguiente. A él le daba igual, de hecho prefería estar solo con su prima. No es que no le gustasen sus amigos, conocía a dos de ellos, Jorge y Carla, con los que, le había dicho, había pasado una aventura muy peligrosa hacia años, pero desde luego eran gente un poco rara, sobre todo la mujer veneciana.
No había vuelto a ver a Uxía desde el día que habían comido juntos. Lo había llamado ella a su trabajo por la mañana para saber cómo le iba con la investigación sobre la moneda. Ariel le había dicho que todavía no había ido por la Sociedad Filatélica y la muchacha le había respondido que intentaría investigar algo por su cuenta en Internet y que ya lo llamaría si encontraba información sobre la manera de hacer moneda en la época de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. A vez si por esa parte tenían más suerte que con la Sociedad Filatélica. Ariel ya había estado buscando información en Internet pero por el momento no había encontrado nada, sólo unas cuantas fotos de monedas, con la información de sus características técnicas y poco más. A lo mejor no había buscado lo suficiente, a lo mejor tenía que seguir buscando. ¿Y si recorriese las tiendas de antigüedades? A lo mejor en alguna de ellas podía encontrar monedas de la misma época; a lo mejor en las viejas tiendas de la Ciudad Vieja alguien sabría algo sobre monedas antiguas. Lo que sí tenía claro era que tenían que ser locales a donde la gente lleva lo que sus abuelos y bisabuelos acumularon durante años y que ninguno de los herederos quiere. De vez en cuando se encuentran, de esta manera, cosas muy curiosas y raras. Lo que no sabía era cúando podría hacerlo. Su horario de trabajo era de nueve y media a dos de la tarde y luego desde las cinco hasta las ocho y media de la tarde, e imaginaba que las dichosas tiendas tendrían un horario parecido al suyo, y como la tienda de fotografía donde trabajaba estaba en una calle muy concurrida y mucho más los sábados, también trabajaba ese día. A lo mejor Uxía podría echarle una mano, pensaba Ariel mientras caminaba hacia su casa. Miró el reloj, todavía no eran las nueve y media, a lo mejor Uxía estaba en el piso que compartía con su hermana, que estudiaba Filoloxía Galega en el campus de Elviña.
Cruzó la Plaza de Pontevedra a paso ligero, intentando no tropezar con el montón de gente que transitaba por ella y por las calle de los alrededores. Hacía un rato que había empezado a llover y, de repente, salieron, no se sabe muy bien de dónde, un buen número de paraguas que dificultaban la circulación de los que no los llevaban, como le ocurría a Ariel, debido a la poca consideración de la mayoría de los que llevaban tan incómodo artilugio para ampararse de la lluvia. Ariel, en ese momento, no tenía ni el chubasquero, sólo una ligera cazadora vaquera que estaba comenzando a empaparse. En cuanto llegase a casa se daría una ducha, se pondría el pijama y luego, antes de cenar, llamaría a Uxía.
–Entonces, ¿no te importaría hacerme ese favor?
–No. Puede ser divertido recorrer las tiendas –respondió Uxía cuando Ariel le explicó lo que deseaba que hiciese.
–¿Y cuándo lo vas a hacer? ¿No trabajas también por las tardes? –preguntó Ariel mientras vigilaba las patatas que estaba friendo en la sartén que tenía al fuego.