Читать книгу Cuando murieron mis dioses - María Ana Hirschmann - Страница 10

Capítulo 3 Noviazgo con un desconocido

Оглавление

La guerra estaba en su apogeo. Las sirenas de alarma contra ataques aéreos desgarraban la noche con su estridencia. Por la ciudad fluía sin cesar la corriente de refugiados. Los heridos llenaban los hospitales militares. Los huérfanos de guerra se multiplicaban. Nos encontrábamos más que ocupadas atendiendo a toda esa gente infortunada.

En 1944, nuestra vida se había convertido en una lucha frenética por cumplir con nuestro programa de estudios y con nuestro servicio voluntario, las llamadas nocturnas, las emergencias y unas pocas horas de sueño sobresaltado. A esto había que agregar los malestares que nos producía el hambre, la debilidad y los turnos agotadores. Debíamos ir dondequiera surgiese una necesidad, y debíamos estar contentas de hacerlo. Pero a veces nuestros cuerpos apenas podían obedecer una orden más.

Lo más importante de cada jornada escolar era la llegada de la correspondencia. Las cartas eran lo único abundante además de las tareas. Me gustaba recibirlas y también escribirlas. Escribía de noche en el refugio antiaéreo, durante los recreos o fuera de las horas de clase, en cualquier minuto que tuviera libre. Casi cada día recibía un manojo de cartas de amigos, entre los que se contaban soldados y oficiales. Sabíamos cómo nuestros muchachos deseaban recibir noticias y tratábamos de no hacerlos esperar.

La correspondencia no siempre era alegre. A menudo significaba dolor, como cuando una carta dirigida a un soldado le era devuelta al remitente con un sello que decía Gefallen für Führer und Vaterland [muerto por el Führer y la patria]. ¡Cómo apagaban la luz de nuestros ojos y corazones esas pocas palabras debajo del nombre! Con muchos de esos jóvenes habíamos trabajado juntos en las organizaciones juveniles y, cuando partieron para recibir instrucción militar y luego ir al frente, les prometí escribirles con puntualidad. Cumplí con todos ellos.

La primera de las cartas que me fue devuelta era una que le había escrito a Flutl, un joven amigo de la adolescencia. Se trataba de un muchacho alto, rubio, a quien yo admiraba por su sonrisa cautivante, sus limpios ojos azules, su entusiasmo contagioso y su sinceridad.

Durante semanas, no podía creer que estuviera muerto. No, no lo lloraría. No se esperaba eso de una joven nazi, porque morir por la causa se consideraba un altísimo honor. ¿No era el sacrificio propio el objetivo final de todo ser humano? ¿No degradaría el llanto su noble muerte?

Podía dominar mis lágrimas, pero no la perplejidad de mi alma. El muchacho era hijo de padres ancianos. ¿Por qué tuvo que morir? La vida no era más que un enigma.

Varias veces, mis cartas volvieron con el sello fatal. En dos ocasiones, la redacción era distinta: Vermisst and der russischen Kampffront [desaparecido en el frente ruso]. Eso era más terrible que el sello que comunicaba la muerte, porque significaba incertidumbre, prisión, Siberia. Durante años, mantenía en agonía mental a sus familiares, que esperaban que el muchacho sobreviviera de algún modo y regresara al hogar.

La correspondencia ayudaba a soportar la guerra. Como todo el mundo sabía, las autoridades habían ordenado que, en caso de emergencia, el despacho de cartas tenía prioridad sobre el de alimentos. Los soldados podían soportar el hambre siempre que recibieran cartas. El plan funcionaba en ambos sentidos. Para nosotros, era mucho más fácil olvidarnos de la escasa ración y de los reclamos del estómago cuando disponíamos de cartas interesantes para leer.

Cierto día de la primavera de 1942, salí de las clases para recibir mi correspondencia. Entre las cartas, noté un sobre largo y delicado, escrito con una letra que me resultaba desconocida. No podía entender el nombre del remitente. Me fijé nuevamente en la dirección, para estar segura de que era para mí, y lo era. Abrí el sobre y comencé a leer. Entonces, me senté con un murmullo de satisfacción, y llamé a una muchacha amiga para que viniera a ver.

¡Quién lo hubiera creído! Unos meses antes, Anneliese, mi amiga, y yo habíamos escrito cartas dirigidas a un “soldado desconocido”. Algún funcionario del Gobierno había iniciado una campaña para que se enviaran más cartas dirigidas al frente de batalla, y había sugerido que se escribiera a soldados desconocidos. Puesto que en el sobre había que especificar que la carta iba al frente y no requería franqueo, la idea había cundido rápidamente. Casi cada persona escribía por lo menos a un soldado desconocido.

Un día lluvioso, mi amiga y yo escribimos una carta, cada una, a un soldado desconocido, a quien imaginábamos apuesto y valiente. Como a mí me encantaban los uniformes azul y oro de la marina, y ninguno de mis amigos había ingresado en la Armada (la elección normal era el SS), dirigí mi coqueto sobre “A un soldado desconocido de la Armada Alemana”. Pusimos las cartas en el buzón, riéndonos de la ocurrencia.

Pasó el tiempo y, como no hubo respuesta, pronto nos olvidamos del asunto. De todos modos, no nos había resultado muy cómodo escribirle una carta a alguien que no la había solicitado. Ese procedimiento no coincidía con nuestro concepto de la etiqueta o nuestro estricto código del orgullo femenino.

Seis meses después, tenía en mi mano la respuesta a mi carta casi olvidada, y mis curiosas compañeras se ofrecían gentilmente para ayudarme a descifrar lo que yo no pudiera leer. Enseguida, me pareció que quien escribía era un hombre bien parecido, inteligente, culto, amigable y digno de confianza. Había enviado la carta desde un campo de instrucción para oficiales, y se revelaba activo y ambicioso. Contesté inmediatamente, y también él.

A medida que nos escribíamos, el marino comenzaba a ocupar un lugar cada vez más especial en mi corazón. Su letra grande, que evidenciaba confianza, ocupaba mucho papel. Sus cartas, por su volumen, pronto fueron bien conocidas por el cartero y nuestra directora. Al principio, ninguno de los dos hizo mención de los sentimientos que lo animaban hacia el otro, pero nos escribíamos cada vez con mayor frecuencia.

Cuánto significaban esas cartas para mí lo vine a saber después de un año. De pronto, no llegaron más. Pasó una semana, pasaron dos, tres, cinco.

Yo esperaba, y me apenaba. ¿Me entregarían un día la última carta que le había enviado con el temido sello Vermisst...? Escuchaba con ansias las noticias que diariamente transmitía la radio sobre la armada, especialmente las relacionadas con submarinos. Ese año, Rudy se desempeñaba como tercer oficial en uno de ellos, y yo sabía algo de los riesgos que corrían esos hombres.

Las chicas me hacían bromas, divirtiéndose con la tristeza que sentía por un hombre desconocido. Aunque yo lo negaba, no convencía a nadie. Comencé a preguntarme: “¿No estoy haciendo el ridículo? Todo lo que sé de él es lo que me ha enviado en esas abultadas cartas, más una fotografía y unos pocos libros. ¿Por qué me había de preocupar tanto por una persona a la que nunca he visto y que quizá nunca vea, alguien a quien probablemente no le interese nada de mí? O tal vez se interese, como me intereso yo. ¿Por qué escribía tan a menudo, y cartas tan extensas? Quizá su nave se hundió, o simplemente ha decidido dejar de escribir”. Sin embargo, en mi interior sabía que no había muerto, y que algún día nos encontraríamos, en alguna parte. Había llegado a formar parte de mi vida. Debía creer en él y en su futuro.

Cuando después de largas semanas llegó su siguiente carta, la directora esperó hasta después de la cena para entregármela. Yo estaba tan delgada que pensó que me haría bien comer primero para después leer una epístola de veinte páginas.

Abrí el sobre, reprimiendo lágrimas de felicidad y sin hacer caso de las pullas de mis compañeras. La primera lectura de la carta fue rápida; la segunda y la tercera, pausadas y cuidadosas.

Rudy había salido varias semanas en misión de patrulla. En realidad, eran viajes en los que se dedicaban a la piratería. Su carta era un diario y no había podido despacharla durante semanas. Por orden superior, no podía mencionar algunas cosas, pero contaba todo lo permisible. Nunca me interesó saber cuántos barcos habían torpedeado o dónde había operado su nave; deseaba saber de él personalmente. En un párrafo de su carta, decía: “Cuando estoy en el puente durante las largas horas de mi turno de la noche, levanto los ojos y miro las estrellas. Y me pregunto si estarás dormida o mirando las mismas estrellas. Algún día, mi querida corresponsal, vamos a encontrarnos, y estoy ansioso por conocerte”.

Ahora era el momento de hablar con las estrellas nuevamente. ¡Tenía saludos para enviar! En algún lugar del océano, viajaba una pequeña nave. En ella, iba un oficial de ojos castaños y amplia frente. Tal vez miraba las estrellas esa noche, como lo estaba haciendo yo. ¡Cuántos sueños se agolpaban en mi mente! Pero nunca me hubiera atrevido a descubrir mis sentimientos en palabras. Nuestra amistad parecía tan hermosa y frágil que las palabras hubieran destruido su belleza.

En la primavera de 1944, hacía casi tres años que habíamos comenzado a escribirnos, y todavía no podíamos hacer otra cosa que soñar y esperar. ¿Nos encontraríamos alguna vez? ¿Qué íbamos a decirnos?

Como la guerra se agravaba, ese verano nos sacaron de la ciudad y nos llevaron a los montes Sudetes. Los alemanes habían olvidado lo que eran las vacaciones; nosotras, también. Me nombraron supervisora de un grupo de muchachas que debía trabajar en pesadas labores agrícolas. Los hombres que se dedicaban a eso estaban en el frente de batalla. Con desesperación, las mujeres plantaban, cultivaban y cosechaban, mientras aprendían a hacer el trabajo de los hombres, y debían hacerlo más rápidamente.

Nos dolían los brazos de rastrillar, arrancar y levantar desde la mañana hasta la noche. Pero todas entendíamos. La mujer del agricultor ausente, en cuya casa trabajábamos, era suave y maternal, pero se la veía macilenta y agotada. Cada día me ponía algo de comida extra en el bolsillo de mi delantal. Yo trataba de retribuirle mostrándole mi aprecio con un trabajo más diligente. Nos hicimos muy amigas.

El alimento extra, el sol del verano y los largos períodos de ejercicio al aire libre me hicieron muchos favores. No estaba ya tan delgada, y lucía un bronceado saludable. Mi cabello, que lo había usado corto, en un estilo casi masculino, me había crecido hasta pasar los hombros y el sol lo había aclarado hasta dejarlo casi rubio. La guerra parecía algo lejano en nuestro lugar de trabajo. Ninguna incursión de bombarderos turbaba nuestro sueño; solo oíamos el rumor de los bosques. Todas las mañanas los pájaros nos despertaban con sus cantos. El rocío centelleaba como miríadas de diamantes sobre la hierba cuando salíamos para ir a trabajar. Al reunimos junto al mástil para el saludo, nuestras voces repetían el voto con vigor. Era el mejor verano que había pasado durante años; y Rudy aún me escribía largas cartas regularmente.

Una tarde, regresamos de nuestras tareas, nos refrescamos con un baño, nos preparamos para la cena y para la instrucción nocturna. Muchas de las niñas se agruparon en un campo de deportes junto a una compañera con un acordeón. Iban a bailar y conversar un rato. Me había retrasado debido a mis obligaciones directivas, de manera que canturreaba una tonada mientras me pasaba el peine y un poco de crema en mis brazos tostados. No había tenido noticias de Rudy por entonces y trataba, con mucho esfuerzo, de no preocuparme. ¡Casi me disgustaba el hecho de no poder dejar de pensar en él!

Ya era tiempo de regresar a la ciudad. Pronto tendríamos que hacer nuestro equipaje y volver a Praga. ¡Cómo sentía tener que irme! El verano había sido muy tranquilo. Solo tuve algunos roces con una de las directoras, pero, fuera de eso, lo demás había sido un sueño. Lo único que faltaba para que fuese todo perfecto era una visita de... pero, para qué seguir ansiando en vano. Rudy no sería capaz de llegar a ese remoto lugar. (Aunque, quién sabe.)

Mientras bajaba la escalera, tarareaba una melodía. Me eché el cabello hacia atrás y sacudí la cabeza, pues debía dejar de soñar.

De pronto, tuve que detenerme en seco. Por la puerta abierta, entraba un oficial de la marina. Su rostro me resultaba familiar, y súbitamente supe quién era ese hombre. Me sentí aterrada y volé a mi habitación. Allí, me senté en el borde de mi catre, y traté de dominar mi enloquecido corazón y mis alborotados pensamientos. ¡Nunca había estado tan asustada en mi vida! ¿Qué pasaría si él no gustaba de mí? Y ¿qué pasaría si...? Comencé a peinarme otra vez, acomodé la insignia en mi uniforme azul y me miré detenidamente para ver si todo estaba en orden.

Enseguida, oí que me llamaban por mi nombre. Reuniendo todo el coraje que pude, bajé lentamente la escalera y saludé respetuosamente a la directora de turno. Con una chispa de malicia en sus ojos, señaló al marino y dijo:

–Tienes una visita, María Ana. ¡Ven y dale la bienvenida!

Miré de lleno su rostro sonriente y le extendí la mano. Rudy sonrió ampliamente, y dijo con alegría:

–¡Bien, aquí estoy, pequeña Hansi!

Yo asentí y alcancé a tartamudear, ruborizada:

–Sí, ya lo veo.

Como la directora nunca me había visto cohibida, primero se sorprendió y luego se rio con ganas. Eso pareció romper la tensión del ambiente, y ya con cierto aplomo pude darle la bienvenida e invitarlo a unirse al grupo que se entretenía afuera.

De pronto, me di cuenta de que la aparición de Rudy había causado sensación, y me sentí mucho más dueña de mí misma. Lo presenté, con orgullo, a mis amigas, quienes por detrás me hacían señas de aprobación o envidia. Yo sonreía satisfecha.

Cuando llamó la campana para la cena, Rudy fue invitado a comer con nosotras. Lo ubicaron junto a la directora general, una mujer de alto rango y modales muy severos. Yo cumplí con mis deberes de supervisora, pero no podía evitar que mi corazón latiera con violencia, especialmente cuando miraba hacia donde estaba Rudy. Como buen caballero, supo llevar una conversación galante con la directora y, al mismo tiempo, vigilarme de cerca dirigiéndome significativas miradas. Al finalizar la comida, la directora estaba tan bien impresionada con el visitante que me liberó del resto de mis tareas para la noche, como también para el día siguiente, aun antes de que yo se lo pidiera. Como nunca antes había hecho algo semejante, la medida causó verdadera sensación entre mis compañeras.

Luego de cambiarme el uniforme y volver, salimos lentamente, conscientes de que muchos ojos nos observaban. Ya afuera, caminamos hacia la puesta del sol. Todo lo que nos rodeaba parecía encantado, fulgurando con matices dorados y purpúreos. Un extraño silencio parecía interponerse entre nosotros cuando Rudy me tomó de la mano para ayudarme a subir una loma. Allí nos quedamos largo rato mirando cómo se desvanecían los colores, devorados por la noche.

Nos habíamos sentido muy unidos en las cartas. Aunque nunca lo habíamos mencionado específicamente, nuestros sentimientos más profundos se hallaban entre las líneas de cada página. Ahora comprendíamos que había llegado la hora de la prueba para nuestra amistad. Cada uno temía que una palabra equivocada, o un gesto mal interpretado, pudiera romper el hilo tenue. Nuestra amistad estaba haciendo frente a la realidad. No lo miré cuando sentí que Rudy estaba estudiando mi perfil. Pausadamente, la noche se adueñó del último resto de luz dorada.

–¿Estás desilusionada, pequeña Hansi? –preguntó Rudy, quedamente.

Sacudí mi cabeza, negando categóricamente, y respondí con prisa:

–No, ¿y tú, Rudy?

Él negó también, pero ambos sabíamos que estábamos mintiendo. Sí, los dos nos sentíamos chasqueados. No porque no nos agradásemos mutuamente, sino porque éramos diferentes de lo que cada uno había esperado. Los sueños son perfectos; los seres humanos nunca lo son. Dos años y medio de una amistad ficticia tocaba a su fin, y nuestros sueños estaban irremediablemente perdidos. ¿Serían nuestros vínculos lo suficientemente fuertes como para arrostrar la realidad con éxito?

Decidimos hacer la prueba. Nos sentamos en un tronco y conversamos. Yo tenía muchas preguntas que formular, de manera que escuché mientras él me contaba cosas de su vida. Su voz era suave y amable. Se comportaba como un joven, pero maduro al mismo tiempo. Miré cómo las estrellas, una por una, aparecían sobre nosotros hasta que el cielo era un domo tachonado de diamantes que nos rodeaba, inspirándonos nueva confianza. Después de todo, no estábamos desilusionados. Por lo menos yo, súbitamente, me di cuenta de que no lo estaba, porque él en realidad era como siempre me lo había imaginado.

Comprendí también, de pronto, que Rudy había recibido mis saludos en esos años pasados; las estrellas nos hablaban nuevamente, y nos habíamos sentado para escucharlas. Ellas subían por el cielo y brillaban en mi corazón, y sentía que dos ojos centelleaban en los míos, mientras regresábamos tomados de la mano. Ambos habíamos perdido algo; cada uno se había quedado sin su corresponsal. Pero habíamos encontrado algo más precioso.

Al día siguiente, nos sentíamos felices y cómodos uno con el otro. Parecía que nos hubiésemos conocido desde mucho tiempo antes. Le mostré los alrededores y, alegremente, subimos algunos cerros. Lo presenté a “mis” agricultores, que se impresionaron con los “bronces” y medallas que él lucía. La esposa del agricultor en cuyo campo trabajábamos nos preparó meriendas y no aceptó que la ayudáramos en su tarea antes de irnos. Paseamos por los pequeños rincones del campo, donde yo solía sentarme para escribirle y soñar con el momento cuando nos encontráramos.

De pronto, Rudy me tomó entre sus potentes brazos y me besó. Yo me liberé rápidamente y sacudí mi cabeza, disgustada. El quedó completamente confundido y afligido. ¿No se daba cuenta? Yo sabía que había besado a muchas chicas, pero ¿no entendía que entre nosotros sería diferente? Durante años, habíamos considerado nuestra amistad como algo muy especial. ¿Había de ser el nuestro como la mayoría de los “romances” de guerra –pasión, besos, diversión y peleas–, para quedar con un sabor amargo cuando todo terminara? ¡Nunca! Yo no podía enamorarme, desamorarme y volverme a enamorar como algunas muchachas lo hacían. Tal vez fuera soñadora, pero creía que algún día habría un gran amor en mi vida. Posiblemente, esa insólita amistad con Rudy no terminara de un modo vulgar o como un amorío cotidiano.

El rostro de Rudy estaba serio cuando traté de explicarle lo que sentía. Luego, levantándome el mentón suavemente hasta que mis ojos se encontraron con los suyos, me dijo:

–María Ana, ¿te he dado motivos para creer que te trataría vulgarmente, o como un amor pasajero? Te has convertido en parte de mi vida, en mi gran inspiración. No puedo imaginar mi existencia sin ti y sin tus cartas. Tú eres el tipo de mujer que yo quisiera por esposa algún día. ¿Te agradaría?

¿Había oído bien? ¿La propuesta era seria? Nos habíamos encontrado apenas el día antes. Hundí mi rostro en su hombro y sus brazos me rodearon delicadamente. Miré sus ojos, y el corazón me dijo que había hallado el gran amor de mi vida.

Después, cuando caminábamos al sol, me habló de nuestro futuro en común. Entonces, dijo:

–Mira, te estoy hablando de nuestro futuro hogar, y descubro que sé muy poco de ti. Hemos hablado nada más que de mí y mi vida; cuéntame de ti, de tu niñez, de tu familia...

Encogí los hombros. ¿Qué podía decirle? ¿Contarle de la casita entre los bosques y de la cama de paja en que dormía? ¿Entendería? Él era único hijo varón de una familia rica. Tenía dinero, seguridad y los lujos de una vida acomodada aun en tiempos de guerra. ¿Debía contarle de cuando mi madre me despidió en la estación, preocupada porque podía olvidarme de Dios? ¿Entendería todo eso? Él era de familia luterana, pero la religión no le importaba nada. Era nazi, como yo, y confiaba en el Führer y en el futuro del Reich. No, en realidad no había mucho que contarle.

–Rudy, hay poco que hablar de mí. Soy huérfana y fui criada en un hogar adoptivo. Como tú sabes, fui elegida poco después de la ocupación de mi país para prepararme como futura líder juvenil. Esa carrera es mi vida. Todo gira alrededor de eso. Ni siquiera he pensado en el matrimonio porque podría interferir con mis planes. ¿No se me derrumbaría todo si me caso? Debo servir a mi país algún día, por todo lo que estoy recibiendo en educación.

Rudy rio, divertido.

–Bueno, schatzi [querida], ¿no podríamos hacer todo eso juntos? Tan pronto como termine la guerra, tengo planes de ingresar en la marina mercante, y estaré mucho tiempo afuera. Puedes cumplir con tu vocación y enseñar. Yo no te ocuparé todo el tiempo.

Sonreí, aliviada. ¡Cuán sencillo era todo, cuán grande y sencillo! Era tiempo de dejar de lamentarse y actuar. Había llegado el gran momento de mi vida. Había encontrado a mi amor y podía confiarme a sus manos. Rudy era inteligente, maduro y prudente. Tenía la respuesta para todos mis problemas, y yo era una pobre mujer que no cesaba de quejarme.

Pero ahora sabía que alguien me amaba, y por primera vez me atreví a corresponder a ese amor. La guerra, los torpedos, las bombas, la muerte, todo parecía imposible mientras nos hallábamos sentados en el pasto florido, con vacas que pacían a un lado y majestuosos árboles al otro, y en las alturas unas blancas nubes esponjosas que se desplazaban por el brillante cielo estival por sobre las montañas. Tal vez estuviera soñando y me despertara para descubrir que todo se había esfumado, pero disfrutaría del sueño mientras durara. Miré el rostro de Rudy con una nueva confianza.

–Rudy, el mundo en que vives me parece muy distinto del mío. No sé si podremos fusionar nuestros mundos como para que nuestro compañerismo sea armonioso. Pero estoy dispuesta a hacer la prueba. A medida que conozcas mi mundo, tal vez aprendas a comprenderlo, y deberías tratar de amar mi mundo mientras yo hago lo mismo con el tuyo.

–Cabecita perturbada, deja de filosofar –exclamó Rudy, riéndose–. Todo saldrá bien.

Al día siguiente, viajamos juntos a la casa de Rudy. Sus padres eran corteses, aunque algo indiferentes; tal vez porque nuestro compromiso había tomado por sorpresa a la familia y a los parientes. Pero estábamos demasiado ocupados con nosotros mismos y no podíamos atender las reacciones de los demás.

¡Cómo pasaba el tiempo! Tratábamos de ignorar que pronto llegaría el momento de la partida, como si con ese procedimiento pudiésemos detener las horas. Tuvimos una pequeña fiesta íntima, con rosas y bebidas. Luego, fuimos con Rudy a la estación, en un coche tirado por caballos. En tren, viajamos rápidamente hasta Breslau, capital de la provincia de Silesia. De allí partirían en la tarde nuestros dos trenes, en direcciones opuestas. Llegamos antes del mediodía, y Rudy aprovechó la oportunidad para hacerme conocer su amada ciudad en las pocas horas que nos quedaban para estar juntos. Durante siete años, había asistido a la escuela en Breslau, y conocía cada rincón de aquel pintoresco lugar. Al fin llegó el momento de volver a la estación. Por consentimiento tácito y mutuo, sonreíamos y hablábamos de cosas sin importancia, tratando de encubrir lo que sentíamos a medida que se aproximaba la partida.

Rudy debía viajar primero. Recogimos el equipaje y bajamos a la plataforma.

–No te apenes, querida; pronto nos veremos otra vez. Sé valiente y espérame. Nos escribiremos todos los días.

No pude soportar más. Apoyando mi cabeza en su hombro, estallé en sollozos incontrolables. Él sacó un pañuelo blanco y comenzó a secarme el rostro con ternura. Miré sus facciones bondadosas y nuevamente sentí temor, un terrible sentimiento de peligro futuro que había experimentado cuando dejé a mi madre para ir a la escuela nazi. ¿Por qué sentía temor? Trataba de dominarme, pero era imposible. Lloraba amargamente. El corazón se me había endurecido como piedra.

Los encargados del tren dieron las señales de la partida. Rudy me besó una vez más, me dejó y corrió para subir al tren que ya marchaba. Su cara reflejaba la tensión del momento y una gran preocupación por mí. Luchando para calmarme, finalmente pude sonreír a través de las lágrimas, pero no podía hablar. El tren ganaba velocidad, y el brazo de Rudy, agitándose en el postrer saludo, se iba empequeñeciendo hasta que se esfumó en la distancia.

No sé cómo hice para encontrar y subir al tren en que yo debía viajar. ¿Volvería a ver a Rudy? ¿Regresaría de la guerra? ¿Qué nos deparaba el porvenir? Durante unos pocos días había disfrutado del calor del amor, del gozo de estar juntos, de la seguridad de haber hallado un refugio para mi corazón. No pensaba más que en Rudy; no deseaba más que estar con él. Pero los trenes rodaban en la noche: el mío, hacia el este; el otro, hacia el oeste. A él lo esperaba la guerra; a mí, la ciudad.

Cuando murieron mis dioses

Подняться наверх