Читать книгу No solo refugiados - María Fernanda Chaves - Страница 7
Оглавление—Si tuvieran que elegir un regalo ¿cuál sería?
—Un pasaje a Alemania
—Un pasaje a Suecia
—Un álbum lleno de fotos con todos mis recuerdos.
Así empezó la clase de nivel medio de inglés una tarde cualquiera de febrero en Sounion, el campo de refugiados sirios donde trabajé como voluntaria durante el mes de enero de 2017. La pregunta la hizo el profesor, un chico inglés de 19 años que, una vez terminado el colegio, se anotó como voluntario de Organization Earth en Grecia. Quienes respondieron eran refugiados, alumnos, aquellos que intentaban aprender el idioma que se suponía les abriría las puertas de occidente.
En sus regalos no había materiales, ni joyas, ni dinero. Todos soñaban con un viaje, un hogar o los recuerdos perdidos. Así se vive cada día, soñando con que el momento de partir llegue y que no sea otro campo lo que los espere del otro lado.
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A escasos metros del mar, al sur de la Grecia continental, está el campamento para refugiados de Sounion. Las sombras de la guerra recorren los pasillos de piedra impulsadas por el viento invernal. Los niños, ya sin su niñez, juegan a atraparla en las ruinas de un campamento de vacaciones. Como los de las películas.
Trecientas personas esperan allí. Casi el cincuenta por ciento menores. Todos ellos sirios, afganos o kurdos. Muchos viven hace más de un año a la espera de un nuevo hogar. No quieren lástima, solo trabajo y un lugar lejos de la guerra donde comenzar de nuevo.
La vida en el campo no empieza hasta después del mediodía. Un bus recoge a los chicos y los lleva a Lavrio, la ciudad más cercana, para ir al colegio. Quienes tienen más de seis años pueden subir, los más chicos se quedan junto a sus padres. Allí intentan por cuatro horas recuperar algo de su niñez, pero cuando regresan, nada ha cambiado.
Nadie duerme en carpa. Sesenta y siete habitaciones, extendidas con plásticos y pallets de madera como paredes improvisadas, hacen a las veces de casa de familia. Los cubiertos son descartables, y las frazadas con el logo de ACNUR, que no dejan pasar el frío, acobijan entre cuatro y doce personas por el tiempo que dure la espera. Sounion es solo un lugar de paso.
Algunos llegan, así como decimos los argentinos, con una mano atrás y otra adelante. Otros traen algunas pertenencias: juguetes, alguna foto, la ropa puesta, las pocas que pudieron rescatar en la huida. Casi toda su ropa proviene de donaciones al igual que los pañales, elementos de limpieza e higiene personal. Una vez por mes las familias reciben, por parte del Gobierno Griego, entre 80 y 90 euros por adulto, y 50 euros por menor, hasta llegar al monto de 350 euros, que es el máximo.
Dos veces por día la marina griega, quien está a cargo del campo, hace el reparto de comida desde una ventanita de madera que se abre en la sala comedor. Un integrante de cada familia hace fila con un cajoncito esperando su turno. Hay comida para todos. No se puede repetir, pero a veces algún marino cómplice le da una ración más a los chicos.
Pan, pollo, pasta y legumbres son la base de su dieta. La comida no se ve nada mal, pero ninguna comida luce igual después de un año seguido comiendo lo mismo. Por eso, muchas familias usan su dinero mensual para comprar sus propios alimentos los jueves por la mañana, el día permitido, y mezclarla con la que reciben. “Sería mejor que nos dieran la comida sin cocinar, como arroz, pasta y legumbres, así nosotros podríamos cocinar lo que queremos”, se escucha todos los días de una boca diferente a la hora de la comida.
Cuando llegan a Sounion tienen tres opciones: Formar parte de un proceso de integración en Grecia; ubicar a algún familiar en otro país y viajar allí —ya sea en un campo o para realizar el proceso de integración— o aspirar a viajar a Alemania u Holanda y empezar el proceso de integración en dicho país. Cualquiera sea la opción que elijan, los tiempos burocráticos son largos. Muchas familias llevan cerca de un año en el campo y, mientras tanto, su vida transcurre sin hogar, sin trabajo, y sin niñez, en stop.
Durante el día, los residentes pueden ir a pescar, a la playa, nadar o participar de algunas de las actividades del campo. Los voluntarios, jóvenes que vienen de otros países con la sola misión de ayudar, llevan adelante un jardín de infantes con diferentes actividades para niños que aún no pueden ir al colegio, y tienen entre 3 y 6 años, tres veces por semana. Las clases de inglés se dividen por niveles y se dan todos los días en el comedor. Los martes hay fiesta de mujeres y el jardín de infantes se convierte en salón. Las ventanas se tapan y las mujeres de todas las familias, incluso aquellas que no salen de sus habitaciones durante el día, se sacan la hiyab y se ponen a bailar. Los viernes hay noche de familia. Los voluntarios preparan té y después de la cena se pone música fuerte, y los varones padres e hijos se reúnen en el medio de una especie de teatro abierto y se ponen a bailar. Las mujeres filman la escena desde afuera. Ellas no pueden bailar con hombres mayores si no son sus maridos. Algunas salen de la escena y charlan con los voluntarios, juegan, sacan fotos. Los sábados hay clases de música en el jardín para todas las edades. Y futbol en la canchita del campo. Si el día está lindo, también hay audiencia y aplausos. A la noche, hay cine mara chicos. El comedor abre sus puertas y con un proyector donado del tamaño de una caja de bombones, los voluntarios pasan películas infantiles en inglés. Si, todos los chicos hablan inglés.
En Grecia, y en casi toda Europa, este es uno de los mejores campos de refugiados. La gente que allí espera no pasa hambre ni frío. El campo está a una cuadra de la playa, y decenas de voluntarios intentan alegrar sus días. Pero en esta situación no se trata de mejores ni peores. La incertidumbre es parte constante en sus vidas. Vidas apagadas por la guerra, vidas que dieron giros inesperados y cambiaron de un día para el otro y que hoy, lejos del lujo y privilegios de una vida acomodada, solo esperan por un hogar.
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