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Capítulo 2

Si se iban a encontrar esa tarde debía ser para algo importante, iba pensando Miriam, mientras golpeaba las paredes con el rollo de cartulina que había llevado para hacer la lámina del aparato respiratorio. La maestra no había dado ningún trabajo en grupo, así que no se iban a reunir para hacer tarea. Tampoco era el cumpleaños de nadie. No iban a ir a la plaza para andar en bicicleta, porque cuando los chicos salían en bici siempre iban solos, no con las chicas.

Si iba Graciela, seguro que también iba Paula, porque siempre andaban juntas. Y si iba Fabián, seguro que también iba Fede, porque a Fabián solo, nunca se le ocurría nada.

Había cuatro, seguro, en esa reunión, pero, ¿iba alguien más? Eso lo podía averiguar por teléfono. Podía llamar a uno por uno y preguntarles si esa tarde iban a la casa de Fabián.

¿Y si todo el grado iba a la casa de Fabián y no la habían invitado? No. No creía. Nunca nadie había podido organizar una fiesta sin que ella se enterara. No era una fiesta, aunque... ¡la fiesta la podía organizar ella! Aunque, si ella no podía ir a lo de Fabián porque no la habían invitado, lo que sí podía hacer; ¡era arruinarles la reunión, o la fiesta, o lo que fuera!

Contenta con su idea metió la cartulina en la mochila y apuró el paso. Tenía poco tiempo, si quería que todo saliera bien.

A las cinco de la tarde, sonó el primer timbre en la casa de Fabián. Fabián atendió el portero eléctrico y escuchó la voz de la madre de Paula.

—Fabiancito…, ¿está tu mamá?

—Se está bañando –mintió Fabián rápidamente.

—Bueno, acá la dejo a Paulita. A las siete la vengo a buscar. Pórtense bien.

Fabián salió a esperar a Paula al ascensor.

—¡Hola! –saludó, mientras abría la puerta del ascensor con un aparatito de control remoto que acababa de inventar–. ¿Cómo hiciste para que te dejaran venir?

—Le dije a mi mamá que teníamos que preparar un trabajo en grupo para Naturales –dijo Paula mientras intentaba cerrar la puerta del ascensor–. Che, se trabó la puerta –avisó.

—Ya sé. Mi control remoto sirve para abrirla, pero se traba en la mitad y después no cierra. Lo tengo que perfeccionar.

—¿Lo hiciste vos? –a Paula le sorprendían los inventos de Fabián, aunque no podía entender cómo le divertía perder el tiempo con eso.

—Sí, nena, ¿no te acordás que te conté? Pero así no sirve. Para mí, es la botonera. Esperá que lo desarmo.

Fabián se metió en su casa y dejó a Paula forcejeando con la puerta del ascensor.

—¡Fabián! –gritó Paula–. No la puedo cerrar.

Pero Fabián ya estaba sumergido en su control remoto con pinzas raras, destornilladores y alambres. Paula tuvo que entrar a buscarlo.

—Te digo que la puerta no cierra –le repitió.

—Bueno, dejala así.

—¿Abierta?

—Sí, ahora voy.

—¿Por qué no llamás a tu mamá? –sugirió Paula que ya se estaba poniendo nerviosa.

—Porque no está –le confesó Fabián sin sacar la nariz del soldador.

—¿Pero no se estaba bañando? –Paula estaba cada vez más nerviosa: si su mamá se enteraba de que estaba sola con Fabián y que además, habían roto la puerta del ascensor, se iba a comer una penitencia de aquellas.

—No. Dije que se estaba bañando para que tu mamá te dejara entrar –le explicó Fabián–. No creo que lo pueda arreglar ahora, se me acabó el estaño.

—Bueno, dejalo y vamos a cerrar la puerta –Paula insistía. Por lo menos que nadie fuera a quejarse.

—Vamos. Traé ese martillo –le dijo Fabián desde el pasillo.

Paula salía con el martillo en la mano cuando sonó el timbre del portero.

—¡Mi mamá! –se sobresaltó Paula.

—No, debe ser alguno de los chicos.

—Seguro que es mi mamá.

—Mirá, quedate tranquila, porque si es tu mamá, no puede subir porque no hay ascensor.

Fabián atendió el portero eléctrico. Paula tenía la oreja pegada al tubo, pero no escuchaba nada.

—No, señora. Mi mamá no está… Paula está conmigo, sí… ¿Los chicos? No, no viene nadie más, estamos solos, pero no podemos bajar porque Paula rompió el ascensor.

A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas. Las piernas le temblaban.

—¿Que se la lleva a su casa? Bueno, pero suba por la escalera porque el ascensor no anda. Tu mamá –confirmó Fabián.

Paula, muda para siempre, agarró su mochila y sin soltar el martillo empezó a caminar hacia la puerta. Escuchaba pasos en la escalera cada vez más cercanos. No se le ocurría pensar, ni siquiera, una excusa para salvarse.

Terminaron los pasos en los escalones y avanzaron por el pasillo. Sonó el timbre del departamento y, sin esperar respuesta, se abrió la puerta. A Paula se le cayó el martillo de la mano.

—Hola… –saludó el papá de Fabián.

Paula se largó a llorar, no sabía bien si del susto o porque el martillo le había dado en el pie.

—¿Pasa algo? –preguntó el padre de Fabián extrañado.

—No, nada, que se trabó la puerta del ascensor –le contestó Fabián haciéndose el desentendido.

—¿Y por eso está llorando? –volvió a preguntar el padre de Fabián, sospechando que le ocultaban algo.

—Eh… sí. Ella, cada vez que se rompe algo, llora. Es muy… sensible. Mirá, llora hasta cuando se le rompe la mina de un lápiz –Fabián se dio cuenta de que no había sido muy convincente–. Cuando la madre hace la comida y rompe un huevo, también se pone a llorar.

Paula se rió. Al fin había zafado. Después de todo, él le había querido hacer una bromita y la tonta se había puesto a llorar. ¡No era para tanto!

—Bueno –dijo el padre de Fabián–, vamos a arreglar esa puerta.

Agarró el martillo, salió al pasillo y pegó un martillazo en el riel.

—Ya está –dijo–. Me tengo que acordar de avisarle al portero que esta puerta se traba todo el tiempo.

Fabián y Paula se miraron. Las paces estaban hechas. El padre de Fabián se metió en la cocina, ellos se volvieron a mirar, miraron hacia la cocina y se tentaron. Fabián escondió el control remoto y Paula se sacó la media para ver cómo tenía el pie. Él pensó que Paula tenía pies muy chiquitos.Ella se puso colorada cuando se dio cuenta de que Fabián la estaba mirando. ¿Por qué esa desgracia de ponerse colorada por cualquier cosa? Sonó el timbre. Era Graciela.

—¿Y Fede? –preguntó Graciela mientras entraba.

—Todavía no llegó –le contestó Fabián.

—Espero que no tarde, a mí me vienen a buscar a las siete –dijo Paula.

—Entonces empecemos –les propuso Graciela.

—No, che, esperemos a Fede –dijo Fabián.

—¡Quién sabe a qué hora viene! –protestó Paula.

—Está bien, lo esperamos diez minutos –Graciela no quería empezar sin Federico. Después de todo, él había ideado el plan.

—Esperen que busco galletitas. ¿Quieren Coca? –les preguntó Fabián.

—Bueno.

¿Para qué había ofrecido Coca si era seguro que no había? Ni siquiera sabía si había galletitas. Algo iba a encontrar. Sí, el tarro de las galletitas abierto y vacío. Su papá se había comido las últimas.

Fabián volvió con dos panes y un sifón.

—Es lo único que encontré –les dijo–. No hay ni manteca.

Lo salvó el timbre.

—¡Fede! –gritaron los tres al mismo tiempo.

Fabián fue a atender.

—Che… ¿alguien le dijo a Roxana que venga? –preguntó cuando volvió de la cocina.

—¿A Roxana? –dudó Graciela–. No. Le habrá dicho Fede.

Llegó Roxana con una Coca en la mano.

—¡Uy! ¡Coca! Mató –fue el saludo de Fabián.

Roxana se sacó la campera y se sentó en el sofá. Nadie hablaba.

—¿Hicieron la tarea de la Foca? –preguntó por decir algo.

—No.

Los chicos se miraron: ¿sabía o no sabía?

—Yo tampoco. No compré ni el mapa todavía –siguió Roxana.

Se volvieron a callar. Mejor que llegara Fede antes de preguntarle nada. Volvió a sonar el timbre.

—¡Fede! –gritaron Paula y Graciela.

—No, Pablo –anunció Fabián asomándose desde la cocina. Y el timbre volvió a sonar.

—¡Fede! –repitieron las chicas.

—Mariana y Lucía.

Entró Pablo con un paquete de papas fritas, Mariana y Lucía con más Cocas. Siguió sonando el timbre. Llegaron Martín, Juani y María Sol. Martín traía una pila de cds y los puso en el equipo. Algunos empezaron a bailar. Fabián seguía atendiendo el portero y trayendo vasos. Las chicas seguían gritando “¡Fede!” cada vez que sonaba el timbre. Llegaron Marina, Guadalupe y Romina. Llegó Diego. Se sumaron al baile. Fabián, Graciela y Paula se miraban. No podían hablar. ¿Por qué no llegaba Fede? Les había hecho una broma pesada. ¿Habría invitado realmente a todo el grado? Lo único que faltaba es que también viniera Miriam. Timbre otra vez.

—¡Fede! –repitieron las chicas incansables.

—Sí, Fede.

Los tres suspiraron aliviados y corrieron a esperarlo al ascensor.

—¿Se puede saber por qué les dijiste a todos? –lo atajó Graciela, furiosa.

—¿A qué todos? –Fede no entendía nada.

—A todo el grado, dejá de hacerte el idiota –le dijo Paula.

—¿Están locos? ¿Qué le dije a todo el grado qué?

—Que vengan a mi casa –le aclaró Fabián.

—¡¡Uy!! Qué plomos están. Está bien, che, disculpen. Se me hizo tarde, no es para ponerse así tampoco, ¿no? –dijo Fede mientras abría la puerta del departamento–. ¿Y esto qué es? –gritó cuando vio a sus compañeros.

—Eso es lo que queremos que "vos" nos expliques –le dijo Graciela.

—¿Yo?

—Sí, vos, que les dijiste que vengan –le reprochó Paula.

—¿Qué te pasa, nena? Yo no le dije nada a nadie –se defendió Fede.

—¿Estás seguro? –le preguntó Fabián.

—No sé –dijo Fede–. Por ahí soy sonámbulo y hablo dormido.

—¿Entonces quién les avisó? –Fabián estaba asombrado y, además rogaba que su mamá no llegara justo en ese momento.

—Averigüemos –Federico paró la música y ante la sorpresa de todos gritó–: ¿Se puede saber quién organizó esta fiesta?

—¡Fabián! –dijeron todos a coro.

—No, yo no fui –se defendió Fabián.

—¡Qué no! A mí me avisó Miriam. Me dijo que vos tenías el teléfono roto y que no podías llamar a todos.

Así que había sido un plan de Miriam. Federico quería irse hasta la casa y reventarla a piñas. Lo convencieron de que era inútil. Evidentemente, en medio del baile, no podían planear la rateada de mañana. La única esperanza era que los vinieran a buscar a todos antes que a ellos tres. Imposible. Miriam había dicho que la fiesta era hasta las diez. Fabián estaba listo. Su mamá iba a volver a las ocho. No había forma de que no se encontrara con la fiesta sorpresa y era difícil que le creyera esta pavada.

Decidieron que lo de mañana iba a ser sin planificar y que cada uno llevaría lo que le pareciera necesario. Y que, en vista de las circunstancias, lo mejor era ponerse a bailar ellos también.

A Paula la vinieron a buscar a las siete en punto, y a Graciela a las siete y media. Federico también se tuvo que ir y Fabián se quedó bailando hasta que se fue el último.

Esa noche, en sus casas, los cuatro estuvieron dando vueltas hasta tarde. Iban poniendo en la mochila todo lo que creían que podía ser útil en un sótano. Después sacaban la mitad, lo volvían a poner. Se durmieron tardísimo, pensando si no se habían olvidado nada; y, con miedo de que alguien pudiera sospechar, pero armando y desarmando una y mil veces ese sueño, ahora posible, que era descubrir un lugar secreto para los cuatro, lejos del mapa de la Foca.

A la mañana siguiente todos se despertaron antes de que los llamaran. Todos menos Federico que, por supuesto, se quedó dormido y llegó tarde al colegio.

Caídos del Mapa

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