Читать книгу Creeme que te escucho - María Isabel Fraire - Страница 3

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I

Y fue así que me decidí a contar esta historia porque ¿quién sabe, no? Cuántas familias habrán pasado por alguna situación similar y creen que sólo le pasa esto a ellos, que son únicas en su dolor. Creo que es importante compartir como seres humanos las experiencias fuertes para entender que a cualquiera le puede suceder. Y el que tiene la suerte de que no le haya pasado pueda ponerse por un momento en esos lugares difíciles y volverse un poco más receptivo, tal vez también más solidario, generoso. No sé...

Le dijo María a Soledad mientras sorbían el café cortado en la confitería que habían acordado para encontrarse. Soledad miraba y escuchaba atentamente. María hablaba ligero, parecía que tenía una necesidad urgente e irrefrenable. Soledad no la interrumpía cuando tomaba la palabra (aunque hubiera querido hacerlo por momentos).

A Soledad la situación no le resultaba tan extraña o, tal vez, un poco. En este caso no conocía tanto a María como sí conocía a quien -hacía ya uno o dos años atrás, sentados en esta misma mesa compartiendo un café- hablaba sobre un tema también muy doloroso. Al igual que hoy también en aquella oportunidad esa persona le había pedido a Soledad que escuchara su historia y que la escribiera y, también como María, pensaba en que podía serle útil a muchas personas.

Cuando las dos mujeres se despidieron quedaron para un siguiente encuentro. Soledad subió al colectivo impregnada de pensamientos sobre los impulsos de la alegría y la tristeza. Le pareció que la alegría no necesitaba contarse ni explicarse tanto como lo tremendo de atravesar situaciones más allá de nuestras propias fuerzas y entendimiento. La tragedia nos hace solidarios y, a veces, la alegría sólo nos despierta envidia –pensó-. Pero movió negando con la cabeza. Esos pensamientos no te llevan a buen puerto.

Caía un atardecer rojizo en la ciudad y se notaba el cansancio en los pasajeros que volvían extenuados a sus casas. Cada uno es una historia, sin embargo no todos se deciden a contarla. En cambio, si se trata de la historia de un hijo, una hija... Toda ceremonia es poca, breve e insuficiente. Nuestros hijos son mucho más valiosos que nosotros mismos y tal vez por eso sea que la especie no se suicida en masa.

Soledad también llevaba inscripto su drama, pero nunca se atrevió a escribir exclusivamente sobre él, aunque lo dejaba deslizarse en cada libro que paría, pariéndolo -cada vez- a su hijo.

El hijo de María se llama Leo. Inmediatamente resonaron asociaciones: león, leer, rugir, saber, resistir, entender. María contaba sobre su exquisita sensibilidad y de su gran inteligencia ya desde niño.

Una vez más se estremeció de ternura, risa y sorpresa contando esa anécdota (¡que a Soledad le pareció extrañísima!) de Leo construyendo una molotov. Había ido a la casa una visita de María; un joven de la escuela militar. Conversando con Leo -que sólo tenía 9 años- le contó sobre cómo una vez había fabricado una bomba casera, una molotov. Lejos de instigarlo a hacerlo (y excluyendo la posibilidad de que se le ocurriera) le pareció al futuro soldado divertido, algo interesante que contarle a Leo niño.

Pero se le ocurrió, y lo hizo al día siguiente de la visita. Cuando María regresó a su casa después del trabajo en la puerta estaba la ambulancia y atendiendo a Leo un médico que le curaba la mano con una quemadura. La abuela, que en ese tiempo se quedaba con Leo mientras María trabajaba, ni siquiera había podido discar el número de teléfono de lo nerviosa y sobresaltada que estaba. El mismo Leo tuvo que hacerlo y fue también él quien reaccionó a tiempo desnudándose enseguida, sino se hubiera quemado todo el cuerpo porque no tenía la ropa adecuada para el fuego.

Leo generaba sorpresa en la familia. Por su sensibilidad, su inteligencia y su rapidez mental. Lo absorbía todo cuánto escuchaba y veía. Tenía respuestas muy maduras desde temprana edad. Incluso su nombre completo, “Leonardo”, da lugar a asociaciones con el genio de Da Vinci. Y tenía la peculiaridad de que sólo respondía a su nombre completo, de otro modo, se negaba a reaccionar. Fue así como en un trabajito del Jardín en que cada niño debía responder a su nombre, él se negó. La maestra sugirió entonces un test para determinar su inteligencia porque venía manifestando ya demasiadas “actitudes extrañas”. ¡Ay! Las maestras. Necesitan la uniformidad de actitudes, respuestas, maneras, para sentirse en control.

El test dio muy por arriba de su edad cronológica ¿Y ahora qué? Hay maestras que acompañan personalmente a los que tienen dificultades de aprendizaje, pero a ¿Quién acompaña a los que reclaman atención y dedicación porque necesitan más, porque se aburren con lo que les proponen?

María y Soledad fueron conociéndose cada vez más a través de los relatos sobre Leo. María los iba desgranando despacio, como sólo las madres saben hacerlo, interrumpiéndose cuando la emoción la tomaba. Lo común es compartir anécdotas que terminan en festejos, risas, comentarios amables. Soledad pensaba lo extraño de rescatar la historia de un hijo que se va aproximando a un episodio trágico, pero ¿acaso pierden valor todas sus aventuras previas? ¿Acaso sólo se convierte en “El hecho” su vida? No. No en tanto y en cuanto su vida sigue; transformada, distinta, y precisamente por eso, contable aún con mayor interés. Dos mujeres, dos vidas. La una escuchando a la otra, la una poniéndose sobradamente en el lugar de la otra pues entendía visceralmente aquello del dolor desde las entrañas.

Y así, por segunda vez, por caminos entrecruzados de manera inexplicable, pero inequívoca, Soledad se convertía en “escritora por encargo” una vez más. En ambos casos de padres dolidos en la profundidad de sus existencias, cuyas almas los habían impulsado con vehemencia a contar. Contar para compartir, para sanar, para mirar a los ojos del mundo habitándolo desde estas experiencias y sentir que, más que nunca, son parte de él. Aunque muchos no lo entiendan porque “a mí no me tocó”, o hasta incluso se atrevan a dar opiniones superficiales y vanidosas sobre estas cosas de la vida que “no te tocaron”, con arrogante falsa verdad de que, llegado el caso, sabrían cómo actuar.

Tal vez los “encargos” llegaban a Soledad porque ella misma era parte de esa tribu de resurrectos. La vida que transitaba la ponía en camino de “hacerse cargo” de otras voces que no encontraban la manera de expresar lo que -a todas luces- sus almas clamaban por manifestar. Y ella, Soledad, era amiga de la palabra desde siempre. De la buena y noble, de la desesperada; de la palabra del Amor y también de la del Dolor.

María Madre, Madre incondicional, con mayúscula. Desde el primer día que Leo y sus otras dos hijas vieron la luz. Como tantas madres, paridoras de esperanza. Guardianas, cuidadoras de la especie en su momento de mayor vulnerabilidad como cachorros, pero siempre presentes durante toda la vida.

María trabajaba con los números y Soledad con las letras, las dos áreas básicas que aprende el humano para su despliegue de la niñez a la adultez. Contar en los dos sentidos: 1, 2, 3, un, dos, tres, 1 2 3 y te dejo cerradas las cuentas, un dos tres y abro la puerta para contarte. Verso y reverso cuánto y cuál; te sumo, te sano, te falta, te falto, te resto, te resta.

Y así comienza esta historia. Pero su comienzo dura muy poco en lo que parecía ser una manera de conocerse, de conocer a Leo a través de María y de conocer a Leo personalmente. Una tarea inconclusa, pero vital, llevó a Soledad lejos de la gran ciudad y la retendría allí por mucho tiempo. El próximo café con María fue “el último café” -como canta el tango- en el que estuvieron cara a cara; pero el primero para decidir qué modo elegir para seguir con algo que ya se perfilaba como indetenible.

¿Habrá que apelar a la tecnología? Preguntó María angustiada.

¡La tecnología! Fuente de avances y retrocesos en la evolución del hombre. Hallazgos maravillosos y aplicaciones, muchas veces, que de lo horrorosas, dan espanto. Esta vez tenían su razón de usarse plenamente. Así lo pensó Soledad también. Apelarían a los teléfonos, los audios, las fotos, las videoconferencias.

Ese día en que Soledad no se animó a contarle a María qué tarea inconclusa la llevaría tan lejos y por tanto tiempo, tampoco quiso pensar que serían dos las tareas inconclusas si no continuaba con lo pactado en la hermandad de Madres, en la palabra comprometida. Hermana yo voy a contar tu historia.

Intertexto obligado para Soledad

Cita de Héctor Tizón:1

[...] ¿De qué puede hablar un escritor de ficciones sino de su propia vida que siempre está absolutamente unida o soldada al mundo y a las gentes que han poblado y pueblan sus ficciones? Y esto es así porque un escritor se narra siempre a sí mismo. Elaboramos nuestra obra con ingredientes de la experiencia – la propia y la ajena-, de la cual nos adueñamos, que incluye naturalmente a nuestros sueños. Ninguno de nuestros personajes particularmente nos representa, pero todos son como un pedazo de uno mismo, como un eco plural y compuesto de la propia vida.

Un escritor - y siempre que uso esta palabra aludo a un narrador- a lo largo de su obra navega erráticamente entre dos extremos aparentemente contradictorios: el mundo y la aldea, o si se quiere, la parroquia y el Universo. Nuestro destino está, a lo largo de lo que somos y de lo que hacemos, entre el exilio y el reino [...]

[...] Sólo cuando hablamos de un modo específico y particular y de la manera más simple y honrada posible, todos los demás nos comprenden ¿De qué habló Joyce sino de las calles y las tabernas de Dublín y de sus vecinos? [...]

[...] Mantengo que lo único que hace feliz a un escritor es escribir, Nunca he comprendido aquello de “los estertores de la creación”, ni a quienes dicen que escribir los tortura como un acto doloroso o el pánico a la página en blanco. Yo nunca he escrito ni todos los días ni me amarro al palo mayor para obligarme a hacerlo, sino que escribo cuando me da la gana. Tampoco me ha apremiado la famosa búsqueda de los temas. Los míos para bien o para mal, han sido siempre pocos y los mismos; la piedad, la muerte, el amor y el tiempo, solapados en crónicas de hechos que ocurren o han ocurrido en determinado lugar del mundo y entre la gente que he conocido y son o fueron mis paisanos [...]

[...] La misión del escritor – o una de ellas quizás la principal- es la de conmover (compadecer, padecer junto) a los demás [...] Un escritor debe huir del desamor o de la indiferencia.

Si un escritor no se conmueve, está muerto [...] Uno continúa escribiendo siempre lo que ya escribieron otros; la verdadera grandeza y el coraje de un escritor estriba en aceptar esos desafíos y narrar lo mismo que ya se ha narrado pero mejorándolo, tratar de acercarse a la perfección que nunca nadie logrará [...]

[...] La literatura no puede cambiar el mundo o la vida. Sólo puede llegar a ser un destello, un fogonazo, un graffiti, un escrito en el muro. Eso es todo lo que puede hacer un hombre llamado escritor para que ciertos momentos de la vida no mueran del todo y para siempre. En eso residen sus límites, pero también, quizá, su grandeza [...]

¿Me comprendés ahora, María?

1 Héctor Tizón (2004). “No es posible callar”. Barcelona. América Latina TAURUS.

Creeme que te escucho

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