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La tecnología comunicando a las dos mujeres, la tecnología responsable indirecta de lo que le pasó a Leo. Todos los trabajos, todos los lugares, todas las acciones, todas las relaciones siempre tuvieron y tienen la posibilidad de un imprevisto en el medio, para bien, o para mal.
Leo, joven rondando sus treinta años, avezado trabajador de la tecnología informática que - por dicha razón- debía viajar a menudo a lugares donde explicar y ayudar con sus conocimientos en la instalación de internet y otros asuntos relacionados, encontró una muy mala pasada de la vida en uno de sus viajes ¿Destino? ¿Karma? ¿Casualidad? ¿Accidente como cualquier otro? ¿Hay accidentes “como cualquier otro”? Sólo en las estadísticas. Para las personas es un 100% su destino, estuviera escrito en el Libro Mayor, o no.
Leo el joven atractivo, seductor que se sabe seductor, inteligente, audaz, despierto, rápido. Lo que no pasa en una vida siempre puede pasar en un segundo. Y cambiarte la vida. La vida también había cambiado para María que crió sus tres hijos sola, como tantas mujeres separadas de sus parejas, padres de sus hijos pero que lo olvidan cuando se van. Esas épocas en que, contra viento y marea, se arremanga la mujer para cuidar su manada. Y en los pocos ratos libres, se prepara y se forma en algo para ampliar sus posibilidades laborales, para seguir cuidando su manada.
María era idónea en las cuentas y direccionó su energía “sobrante” a estudiar y recibirse para crecer profesionalmente, y lo logró. María guerrera. Más que cualquier líder de cualquier organización. Así son las mujeres protegiendo a sus familias. Salvajes, incondicionales, eternas, totales. Y así comenzó la odisea de María cuando, en uno de los viajes de Leo a otra provincia, no daba noticias por días, cosa que desacostumbraba hacer.
“Recalamos en un mundo raro” escribe Ángeles Mastretta, “somos una paloma querida y otra negra. Nos gritan las piedras del campo, nos falla el corazón, tenemos mil amores, del cielo nos cae una rosa, limosneamos amor”. Todo puede ser motivo de rabia o de pasión para una mujer, pero los hijos, los hijos son una cuestión de Amor.
“Cantábamos una canción de amor como quien canta un villancico”, continúa escribiendo Ángeles Mastretta, “para jugar a la Pájara Pinta había que repetir una copla inolvidable. A los cuatro años, uno se arrodillaba sin pudor a los pies de su amante, se levantaba fiel y constante y le pedía un besito de su boca. Algunas veces, todavía, una parte de mí tiembla con la niña arrodillada que pedía un beso como quien pide agua”1.
Esa parte de niña tiembla en la madre que desconoce por un tiempo -corto o largo- dónde está su hijo. Esa parte que busca el beso pero no hay ante quién arrodillarse. Esa madre que en un minuto recuerda como un destello el embarazo, el parto, los primeros pasos y todo el caminar. “Leo tuvo un accidente mientras andaba en bicicleta”, escuchó María después de docenas de llamadas por teléfono.
Un accidente.
¡Ay! El hijo. No saber dónde está, qué tipo de accidente, cuánto daño ocasionó y ¡estar a miles de kilómetros del lugar! No saber por dónde empezar a buscar.
Las redes que Leo ayudaba a instalar a raíz de sus conocimientos informáticos le ayudaron también a tejer otro tipo de red. Una red amorosa, con alguien especial, en uno de los lugares en el interior del país, donde sus viajes de trabajo lo llevaron. Algo que asomaba con otra cara (un poco más profunda) que las relaciones ocasionales de siempre y, por ello mismo, generadora también de algunos conflictos.
Comenzó a viajar más seguido hacia aquel lugar que, por otro lado, lo fascinaba además en su geografía, en su aire puro, paisajes y paseos. Pero volvía siempre al lugar dónde vivía. Hasta que un buen día decidió probar cuán serio era eso nuevo que se venía gestando. Y allí se fue con sus inquietudes, su pasión y su vida toda, a instalarse a la provincia del interior.
Los días pasaban tranquilos, entre su trabajo, la vida y el romance recién estrenado. Aunque cada uno en su casa, eso sí. Todo un desafío ir construyendo algo entre dos seres que se atrajeron, se conectaron y ahora quieren saber si eso es algo más profundo u otra de las relaciones que - por el simple hecho de ser humanos y andar buscando siempre con quién estar (porque sí, somos seres gregarios)- pasaría luego de un tiempo como una experiencia más.
Se comunicaba a menudo con María por teléfono, Tenían una relación fluida desde siempre. María respetaba sus decisiones, lo sabía hombre ya aunque, como toda madre siempre tenía la tentación de soltarle un consejo, una sugerencia y, a veces, sus ganas de decirle directamente qué debía, o no, hacer.
Como con la bici “que no es bueno, que estás muy expuesto, que tu cuerpo es el escudo protector y no te puede dar ninguna protección; pero sí, ya sé que uno va más despacio en bici que si te hubieras comprado una moto... Igual, no sé, bueno... ¡Tené cuidado por favor!”.
Las cosas con su flamante novia no andaban muy bien. Leo joven, seductor, no se sentía preparado para estar con sólo una mujer por largos períodos; nunca lo había estado y tal vez le pareció que había sido apresurada la decisión de “oficializar” la relación.
Lo más importante de todo es aprender a amar incondicionalmente. La mayoría de nosotros hemos sido educados como prostitutas. Siempre se repetía lo mismo: «Te quiero si... » y esta palabra «si...» ha destruido más vidas que cualquier otra cosa sobre el planeta Tierra. Esta palabra nos prostituye realmente, pues nos hace creer que con una buena conducta o con unas buenas notas en la escuela, podemos comprar amor. De esa manera, nunca podremos desarrollar nuestro sentido del amor o nuestro sentido de autoestima
Elizabeth Kübler Ross2
Soledad allá lejos, en una casita alquilada de provincia, escribía citas como esta mientras escuchaba los audios de María y trataba de formarse un perfil de ella, del hijo, de la situación. Al mismo tiempo que pensaba en el trabajo que la había llevado hasta ahí, por una promesa incumplida pero que, de igual modo, marcó su destino. Si el Uno Todopoderoso se lo hubiese concedido ahora estaría haciendo esta labor con la sonrisa pegada a sus labios; en cambio así, le parecía estar dando sentido a lo que le restaba de vida.
Y María, su pedido. Hubiese querido contarle a María lo que la llevó tan lejos a poco de conocerse y con escasa -o nula- posibilidad de que María pudiera viajar a verla. Pero no pudo. Por eso ahora, había que escuchar el pedido atentamente. Tratar de captar las emociones, las intenciones, los procesos, los sentimientos profundos manifestados en esos pocos encuentros que habían llegado a tener; y ensamblarlos después con los audios que le iban llegando, gracias a la tecnología.
La invitación a escribir el libro con la historia de María y Leo le había llegado por una amiga en común. Una amiga que ya conocía la obra de Soledad y a la que le pareció pertinente contarle la búsqueda de María, de algún escribiente ya que ella no se consideraba tal. Apenas comenzando la tarea de conocerse y de saber de qué iba todo, Soledad recibió el llamado telefónico en el que le decían que su solicitud de trabajar como “estimuladora de niños” en una zona rural, del Sur del país, había sido aceptada.
Zona de estepa y viento, árida. Escuela albergue donde llegaban los niños con los cachetes hinchados y enrojecidos, los labios paspados y hasta cortados. Miradas perdidas, palabras calladas, gestos escasos, risas inexistentes. No pudo contárselo a María, porque la idea estaba unida a aquella promesa, cuando en el lecho de muerte de su hijo, hizo desde el fondo del corazón la más profunda oración de su vida: “Si lo salvás, dedicaré mi vida al servicio de los niños”.
1 Ángeles Mastretta (1998) “El mundo iluminado”. Madrid. Alfaguara.
2 Elisabeth Kübler Ross. Ídem nota 1.