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EL VERANO DE LA LIBÉLULA (Un hecho real)

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Estaba en la piscina y el agua me cubría hasta el cuello. Movía brazos y piernas lo suficiente para no hundirme. De vez en cuando, inhalaba un poco más de aire y me sumergía en el agua, entonces el silencio se hacía opaco y me separaba de la realidad.

En estado casi de ingravidez me dedicaba a mis pensamientos que poco a poco se hacían más melancólicos. De veranos ajetreados con niños alrededor; de cubitos, palas, toallas y bañadores llenos de arena, había pasado a un estado de “calma”.

Todo el tiempo deseando que los niños crecieran para tener un poco de tiempo para mí y ahora que lo tenía no sabía qué hacer con él. Me sentía sola aun cuando no lo estaba.

En este estado que podría decirse de simbiosis con el agua, miraba el entorno al que estaba tan acostumbrada y lo observaba con ojos extraños. Me parecía un entorno nuevo; silencioso.

Uno de aquellos días se presentó una libélula de cuerpo rojo y brillante, y de alas maravillosas, y se posó en el bordillo de la piscina. Nos miramos, guardando las distancias, no sé cuánto tiempo.

Todas las mañanas, al entrar en la piscina, aparecía; la sobrevolaba y se posaba en el mismo margen del bordillo, en el mismo sitio del primer día, lo más cerca del agua.

Poco a poco, semisumergida me acercaba un poco más, y con agua silenciosa, me movía hacia ella, que no mostraba signos de salir volando. A los pocos días pude satisfacer mi curiosidad como si de un reportaje del National Geographic se tratase. La observaba; sus ojos, patas y aquellas delicadas y poderosas alas. Ella también me observaría; me miraba con sus múltiples ojos y yo trataba de imaginar cómo me percibiría. Para ella sería un monstruoso animal. Mutuamente nos descubríamos y nos contemplábamos.

Nuestros encuentros se hicieron a diario. Con solo sumergir un dedo del pie en el agua de la piscina, aparecía volando grácilmente, no sé de dónde. Se colocaba en su lugar, el de siempre y pasábamos el rato mirándonos. Todos los días esperaba su visita cierta, ni un solo día dejó de venir y yo volcaba en ella mis pensamientos. Sé que si le hubiese ofrecido mi mano en algún momento se hubiese posado en ella, pero soy miedosa y no me atreví.

Pasó julio y llegó agosto, entonces me dediqué a mi marido. Llegó septiembre con sus ajetreos y obligaciones y llegó un octubre algo lluvioso y frío. Un día de ese mes abrí la puerta de casa para salir y allí, en la alfombra de bienvenida, estaba ella, muerta. En ese momento sentí, supe con certeza, que había estado buscándome y que si la puerta hubiese estado abierta habría entrado para morir entre mis manos.

Aquella libélula había aliviado mi soledad. Nos comunicamos más allá de los sonidos. La intuición y los sentimientos nos sirvieron de comunicación entre dos especies tan distintas.

Desde entonces soy incapaz de matar a ningún insecto, y siento más que nunca que es verdad, que cada ser es único en su especie, si una libélula fue capaz de comprender mi estado, dejarlo todo y volar para estar cada día un poco conmigo. Ella me ofreció su amistad y yo la mía.

Gracias a ella pensé que una etapa de mi vida había concluido. Que al igual que una larva, y como una libélula, debía resurgir y usar aquel tiempo que se me ofrecía para crecer y hacer aquello que hacía tanto tiempo tenía olvidado; escribir.

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