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CUIDADO

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El bosque está lleno de animales. El despecho es uno de ellos.

MARÍA NEGRONI

Soy yo quien los desconecta. Quien les quita teléfonos y dispositivos. Quien los lleva a sus cabañas, aún asustados. Quien les cuenta de los horarios de la electricidad y la escasez del agua. Quien les desea buena suerte.

O quien les dice, a los pocos que preguntan por el ruido, que en esa casa que ven ahí cerca se fabrican ataúdes.

Lo digo con una sonrisa, pero nunca nadie se ríe.

Los pasajeros llegan siempre con cara de perdidos. Les cuesta despedirse de sus teléfonos y pantallas. Me ven depositarlos dentro de una caja, con una etiqueta, y estoy segura de que algo de ellos se queda allí también. De a poco los voy ubicando en sus cabañas estrechas, solo una cama, una mesita de noche, un armario de madera y el baño. Las comidas se realizan en un comedor, por grupos; tenemos también una biblioteca en la que podría haber más libros. Los pasajeros a veces dejan los suyos, cuando terminan la estadía, el tratamiento, más o menos felices. Nada muy bueno, la verdad, best sellers que se olvidan rápido, a veces incluso revistas. Ahí se quedan, sin marcas interesantes que vigilar. Hojas pegoteadas, manchadas con café. Libros tristes.

Yo vivo junto a mi hermana en la casa principal. Fue mi elección no alojarme en las cabañas, aunque todos los días me toca ir a hacer las rondas para inspeccionar que nadie se haya escondido algún aparato en los calzones. No queríamos llegar a ese nivel de paranoia, pero había casos desesperados de vez en cuando. Gente que ofrecía plata, regalos, por unos minutos de conexión. Solo revisar un correo que estaban esperando, me juraban, solo decirle algo a la familia, urgente.

Solo un rato.

La respuesta era siempre no.

Soy también yo la encargada de revisar las cabañas antes de que se realice la última limpieza. La que encuentra calcetines enredados en las sábanas, la que luego va a donar la ropa que quedó por ahí tirada. La que lleva las galletas y chocolates a la cocina. La que vacía lo que queda de los productos de belleza en el lavamanos.

Ahora guardo el último celular en la caja y acompaño a una mujer rumbo a su habitación. No me mira ni me habla, está demasiado desabrigada para este clima. Tirita. No tengo nada para ofrecerle y en las cabañas no hay calefacción. No sé qué tiene que ver el frío con todo el procedimiento.

Clara alguna vez me lo explicó, pero ya no me acuerdo.

Hace tres semanas que la acompaño en el sur. A ella y sus perros. Raúl anda en uno de sus viajes, filmando algo que luego seguro se gana muchos premios de festivales con nombres difíciles de pronunciar.

Mejor así.

Nunca me ha caído bien.

Clara dice que está feliz de que esté aquí. Que no le gusta quedarse sola tanto tiempo. Pero yo la veo jugar con sus perros entre sonrisas que nadie más aquí tiene. Hay una felicidad rara en ella, algo que debiera estar prohibido. Nunca tuvo hijos y ya no va a tener.

Parece no arrepentirse.

Pongo mi computador sobre un escritorio que mira al lago, una mancha celeste que a ratos me da nostalgia. Dejo también mis diccionarios, mi libreta de apuntes. Sobre la cama está la bandeja con el desayuno. Rocío, la mujer que nos ayuda con la cocina, me lo trajo en un gesto que me conmovió.

Hace años que no tomo desayuno en la cama.

Muerdo una tostada y algo en mí se revuelve. No alcanzo a llegar al baño, derramo todo junto a la puerta. Menos mal que la pieza de mi hermana está en el piso de abajo y que a esta hora debe estar todavía durmiendo. El olor ácido ya va subiendo por las paredes o puede que sea yo la que lo siente en todas partes: en mi nariz, en mis brazos, en el pelo. Mojo una toalla y la paso por el suelo de madera. Me lavo la cara y me miro, pálida y ojerosa, en el espejo del lavamanos.

Todavía no se lo cuento a nadie.

Lleno de agua la tina y echo un líquido para hacer burbujas. Lo dejó uno de los pasajeros, de los pacientes, de los huéspedes. Nunca sé cómo llamarlos.

Mi cuerpo sigue igual, aunque me duelen los pechos cada vez que los toco. Me pican los pezones, siento que del sexo me sale un olor distinto. A veces, antes de acostarme, meto un dedo y me lo llevo a la nariz.

Siempre me gustó sentirme sucia. Ahora, en cambio, las náuseas me sorprenden y me humillan. El mundo entero parece impregnado de un olor que no soporto.

Aprovecho de bañarme mientras dura el agua caliente. Son solo unas horas, luego todos quedan condenados a las duchas heladas. Más frío. ¿Por qué era lo del frío? Sumerjo la cabeza y, por un instante, no puedo oír nada.

Obligo a mi cuerpo a aguantar la respiración. Luego me arrepiento.

Me da miedo hacernos daño.

Es raro que mi hermana quiera vivir aquí. Siempre pensé que vendería la casa al primer atisbo de oferta. Yo me quedé con el departamento de Santiago y me deshice de él lo más rápido que pude. Luego compré otro en un nuevo barrio, que se pareciera lo menos posible al de mis viejos. Pero ella había querido ir allá a perderse y Raúl la había seguido. O a medias, la verdad. Pasaba gran parte del año de gira. No era una relación a distancia, pero casi. Y ambos parecían satisfechos con el arreglo.

Quién era yo para juzgarlos.

El terremoto los había pillado camino al sur. A ellos, a nuestros padres. Camino a reacondicionar la casa para transformarla en uno de esos bed and breakfast que estaban tan de moda. Su sueño de jubilación.

El auto iba cargado de bidones de parafina. Eran tiempos de emergencia y la gente no andaba manejando con mucho cuidado.

Fue solo un instante. O eso nos dijeron.

Ayudo a Rocío a preparar el desayuno para los demás. Muelo el café y ordeno las tazas en unas pequeñas torres. Vierto la leche dentro de un jarro de vidrio. Me hago cargo de los huevos. Rocío pasa un trapero y prende la chimenea para que esté al menos tibio cuando lleguen todos.

Son siempre puntuales.

Para gente adicta a sumergirse en sus pantallitas en cuanto abrían los ojos, esas horas de la mañana podían ser funestas.

No quiero dar un mal ejemplo ni tentarlos, así que agarro la camioneta de mi hermana y me invento algún trámite que ir a hacer al pueblo. Allá prendo el celular y espero.

Me cuesta revisar los mensajes. Hay llamadas perdidas, mensajes en el buzón de voz que nunca oigo.

De esa persona a la que yo debería querer.

Cuando regreso, ya hay huéspedes en terapia de grupo. Matías, uno de los psicólogos a cargo, me hace una seña con la mano cuando me ve pasar.

Imagino cómo será sentarse sobre él. Ahí, en esa misma silla en la que ahora se le ve tan compuesto. Cierro los ojos, trato de imaginar sus manos bajo mi falda. Sus jadeos en mis oídos. Pero vuelve el asco y abro los ojos.

El libro que traduzco es una novela de fantasmas. Éxito de ventas en Estados Unidos y Europa, casi no pude creer mi buena estrella cuando me contactaron. Hacía varios meses que yo no me animaba a traducir ni a escribir nada, después del fiasco ese con una editorial española que luego quebró y esos libros que, con suerte, circularon por algunas ferias antes de ir a dar a los mesones de saldos. Todavía tengo un ejemplar en mi repisa con el plástico sin abrir. Así me había relacionado siempre con mis malas decisiones. De lejos y sin poder tocarlas. Selladas al vacío.

No me pidieron que interactuara con los pacientes más allá de la primera admisión pero, la verdad, el día a veces se me hace largo, y siempre me las arreglo para colarme en alguno de sus juegos. Todos con premios lamentables, que mi hermana o yo compramos a la rápida en ese almacén lleno de cosas chinas.

No cuesta mucho acercarse. Están desesperados por hablar, por contar por qué están ahí, por convencerte de que no están locos, que no son adictos, que esta fue una decisión simple, trivial, como elegir un lugar para pasar las vacaciones.

De todos ellos, con quien mejor me llevo es con Esteban. Quizás porque no anda dando tantas explicaciones. O porque día por medio me ruega que lo lleve al pueblo para conectarse desde algún cibercafé y horas más tarde me pide perdón con notitas que desliza bajo la puerta de mi oficina.

Me da las gracias por decirle que no.

No sabe que cada vez me cuesta más.

Fue su mujer quien le pidió que ingresara. Tiene dos hijos, pero no habla mucho de ellos. De Laura, en cambio, habla en cuanta oportunidad tiene. No sé si para dejarme en claro que está comprometido y que no trate nada, o tal vez de puro aburrido. A veces me pregunta: «¿Habrías hecho lo mismo tú?» Y yo le respondo que no sé, que me faltan detalles de la historia, que con las pocas piezas de puzle que me ha entregado, todavía no sé si estoy armando un paisaje o un cuadro dentro de un museo. Y él se ríe y me pregunta si tenemos rompecabezas en la sala de juegos. Ojalá de esos bien grandes, miles y miles de piezas, que lo mantengan ocupado hasta la salida. Lo dice y hay una chispa de esperanza en el fondo de sus ojos, pero en la sala no hay puzles y en el pueblo solo encuentro de esos infantiles que se podrían armar con los ojos cerrados.

La mujer sin abrigo —que sigue tiritando, aunque me he ofrecido a comprarle un chaleco, por aquí sobran las ferias de artesanía— lidia con la ansiedad sacándose los pelos de la cabeza. Ahí está, en una esquina, sentada con gesto ausente, escarbándose. Nadie le dice nada, pero de a poquito comienzan a notarse los pelones, ahí al centro, como una calva rara.

En estas semanas he visto a otras mujeres hacerse daño sin darse cuenta o tomándolo como un mal necesario. Chicas que se rasguñan las piernas, que se sacan pedazos de uña, que se muerden los labios hasta hacérselos sangrar. No parece dolerles. Tampoco distraerlas.

Yo, por las tardes, bajo a la bodega a mirar todos esos artefactos. Cromados, de pantallas grandes o pequeñas, con sus botones a los costados, sus carcasas de plástico o de cuero. A veces enciendo alguno y me paseo por sus fotos, por sus correos electrónicos.

Son más entretenidos que los libros que dejan.

Mi hermana es enfermera. Imagino que sus estudios le son útiles en esta posada. Me gusta ese nombre: como un pájaro que se posa, como algo momentáneo que ya va a pasar, que está pasando.

La posada está siempre llena. Me costaba creerlo antes de venir, pero en estas semanas he podido comprobarlo. Las listas de espera, los e-mails suplicantes que debo contestar con mi tono más cortés. «No queremos perder a clientes que podrían venir en temporada baja», dice Clara. Aunque de un tiempo a esta parte siempre es temporada alta.

Para obligarlos a dormir, cortamos la electricidad a las diez de la noche. En cada cabaña hay una vela que no se repone. Una vez consumida, la oscuridad es innegociable. La luz hay que administrarla con cuidado. Al principio, me consta, a todos les cuesta un mundo ajustar sus horarios. Hago rondas por fuera de las cabañas y escucho sus pasos de un lado a otro, entre sus cuatro paredes de madera, desesperados. Algunos salen a dar una vuelta, como sonámbulos. Hay pequeños focos marcando los senderos, apenas con luz suficiente para alumbrar a arañas y sapos. Pero luego de un tiempo se rinden. Imagino que incluso sus respiraciones se acompasan y duermen todos un mismo sueño en el que no echan de menos sus pantallas.

Probablemente me equivoco.

En algún lugar allá afuera está Rodrigo. En algún lugar de mi teléfono —que ahora no tiene señal— se esconden correos amables, mensajes de texto, llamadas perdidas. Fotos.

Mi hermana no pregunta por él. Quiero creer que porque sabe que aún no es el momento indicado, pero lo más probable es que no le interese. O que no se haya dado cuenta. Mi hermana de acero, la que resuelve todos sus problemas de forma civilizada. Con sus perros obedientes y su marido a una distancia que le funciona. Mi hermana con el corazón a cuerda y bien guardado en su caja. Yo con este animal enjaulado que me rasguña por dentro.

No me atreví a encararlo. Dejé una nota sobre el mesón de la cocina.

En alguno de esos e-mails que no abro, me esperan preguntas y, seguramente, más comprensión de la que merezco.

Muchos pasajeros están aquí por problemas de ansiedad. A veces escucho sus sesiones de terapia recostada en el piso que queda encima de la consulta. Ahí se guardan los productos de limpieza y solo yo tengo la llave de ese clóset. La madera se siente fría contra la piel y de a poco van subiendo las palabras de todos. Algunos obsesionados con las redes sociales de sus exparejas, con crisis de pánico después de leer un mensaje algo coqueto o un emoticón de corazoncito. Hombres confesando pasar más tiempo del necesario mirando las fotos de las amigas de sus hijas adolescentes, incluso enviándoles solicitudes de amistad que a veces llevaban por senderos de lo más oscuros. Otros despilfarrando los ahorros de la familia en casinos virtuales o jugando a videojuegos por varios días seguidos y usando pañales.

Nomofobia se llamaba su adicción.

Y la mía era escucharlos.

En ellos reconocía a otros animales enjaulados. Otros, como yo, que no se sentían enteros, que se habían resignado a intentarlo. Otros con deseos atascados. Y es que había llegado a creer que uno tropieza una vez y ya lo entiende todo. A esos maridos infieles que decidían abandonar a sus esposas el mismo día en que tenían a su primer hijo, los que se arruinaban con estafas y deudas, las madres que, en un ataque de desesperación, envenenaban a sus niños, las que se metían con el novio de la mejor amiga el día de su cumpleaños.

Uno se desvía del camino amarillo y lo entiende todo.

Toda la mugre.

Y ahí me quedaba, dejando que sus impurezas llegaran hasta mí, hasta el armario del cloro y los trapos, a ver si quizás, a ver si tal vez, las palabras del psicólogo nos limpiaban.

Cuando veníamos aquí de vacaciones con mi hermana, pasábamos el día entero junto a la piscina. Ella, vuelta y vuelta, en busca del bronceado perfecto. Yo, bajo el quitasol y protegida entre mis audífonos. Mientras, nuestros padres salían en caminatas que duraban horas, leían el diario, preparaban almuerzos. Tenían una complicidad envidiable, un universo propio en el que a veces estorbábamos. Con Clara tratábamos de armar nuestro mundo con los pies en el agua y pequeños ritos cotidianos como ponernos bloqueador en la espalda. Se desabrochaba la tirita del bikini y ahí llegaba yo con las manos brillantes de aceite que se deslizaba, suave, por su piel llena de lunares. Le costaba llegar al tono que le gustaba. Siempre terminaba pasando días enteros cubierta por una capa viscosa de aloe vera, o fucsia y de pie frente al ventilador.

Pero ahora llueve y la piscina está vacía.

Clara dijo que la llenarían en cuanto dejara de llover.

Esteban me hace un gesto con la mano. Me acerco con mi bandeja (un caldo de pollo, pan y mantequilla, no me atrevo a comer nada más) y él se hace a un lado.

El vapor de la sopa entibia mi cara, empaña mis anteojos que luego dejo sobre la mesa. Él se ha servido un poco de todo. Es inevitable. Casi todos los pacientes suben de peso durante su estadía. Son pocos los que se motivan con el ejercicio y las actividades al aire libre. Por lo general se dedican a jugar cartas. O a leer y a ver cómo cae la lluvia. A tragar todo lo que les pase por delante.

Le cuento que todavía no encuentro un rompecabezas como el que quiere. Los ojos le brillan, ansiosos. Me gustaría llevarlo conmigo al clóset donde guardamos los dispositivos. Dejarlo ahí un rato, calmar sus ganas. Que vea porno, los correos de la oficina, que apueste por internet, lo que sea su felicidad. Pero me resisto.

Me dice que ya no sueña. Que los primeros días tuvo pesadillas, pero ya no más. Que apoya la cabeza sobre la almohada y la noche cae sobre él como una colcha de lana pesada. Como un animal dormido.

Lo dice y no sonríe.

Bajo la mesa mueve, nervioso, una de sus piernas. Juguetea con la comida. Apila todas las arvejas a un costado del plato, revuelve el puré con la cuchara, parte la carne en pedazos diminutos, como si estuviera por alimentar a un niño.

Le pregunto por ellos. Cómo se llaman, cuántos años tienen. Pero no responde.

Tampoco me pregunta por qué estoy aquí.

Por las noches ceno con Clara en la casa principal. Una ensalada, un guiso, nunca postre. Mi hermana me cuenta que el negocio va mejor de lo que esperaba, que necesita contratar a más gente. Intenta convencerme de que me quede. Aquí puedes escribir, si quieres. Podrías hacer talleres, me dice, con esa sonrisa con la que miente.

Los perros siempre están a nuestros pies mientras comemos. Ella los acaricia, les canta canciones inventadas, sus manos blancas se pierden entre sus pelos. Yo me quedo con las piernas tensas. Temo que en cualquier momento se lancen a morderme un tobillo. A veces imagino que se llevan uno de mis pies en el hocico y lo entierran bien lejos. Allá, en la caseta de las herramientas, donde escondíamos los cigarros cuando chicas.

Nuestros padres nunca nos dejaron tener mascotas. Pero Clara siempre soñó con perros enormes que aparecían en todos sus dibujos de niña. Les ponía nombre. Los dibujaba en su diario de vida. Me pregunto qué pensarían ellos si vieran ahora esta casa, su casa, invadida por huesos de plástico y juguetes, o a los animales durmiendo muy campantes a los pies de la cama en la que ellos pasaron tantas noches.

Rodrigo nunca vino a la posada.

Nuestros padres no supieron de él.

Conociéndolos, habrían dicho que era muy bueno para mí. A ellos no podía engañarlos, veían sin problema al animal enjaulado y sarnoso detrás de la sonrisa que me habían enseñado a llevar a todas partes.

—Ya va a volver —me dice Clara mientras termina de escribir la lista de compras que debo hacer en el supermercado.

Han sido solo un par de horas, pero todos comienzan a desesperarse. El agua sale de a gotas ridículas, justo lo suficiente para lavarse los dientes, no sin algo de esfuerzo.

Muchos han decidido no salir de sus habitaciones. Otros caminan entre las plantas.

Es un lindo día.

Clara me entrega la hoja de papel y yo la doblo sin mirarla. Me subo a la camioneta y salgo del estacionamiento. Puedo sentir las miradas de los pacientes instalados en las ventanas, odiando mi libertad de movimiento. No me importa. Les hago una seña con la mano. Son quince minutos hasta el pueblo. El paisaje es hermoso, me calma hasta en mis días más tristes. Verde y más verde, campos, vacas, lecherías. El lago. Avanzo un poco por el camino de tierra y comienzan a sonar las notificaciones en mi teléfono. Buzón de voz. E-mails. Mensajes directos en las distintas redes sociales en las que tengo cuenta.

Me pregunto si se le ocurrirá venir a buscarme. La posada no debe ser tan difícil de encontrar.

Quiere que vivamos juntos. Yo ya no soporto más de unas horas a su lado. Siempre inventando salidas a comprar algo, reuniones hasta tarde. Me da tanta rabia no poder querer la vida tranquila que me ofrece. A veces sueño con tener un interruptor en mi cabeza que, al apretarlo, me ayude a compartir mis tiempos y espacios sin estas ganas de salir corriendo. A creer que todo está bien, que Rodrigo es un hombre bueno, que me respeta y me admira, que quiere que sea feliz.

Que mi situación es envidiable.

Que no se le dice que no a la buena suerte.

Pero quise irme, quiero irme. Es difícil conjugar los verbos por estos días.

Me envalentono y le pongo play a uno de los mensajes. La voz de Rodrigo inunda la cabina de la camioneta.

Cuando regreso, el agua ya sale a chorritos tímidos. El aburrimiento de todos es incandescente.

A veces nuestras verdades más importantes decidimos contárselas a extraños. Apoyo la cabeza contra la madera fría del suelo y agudizo los oídos. Cierro los ojos y puedo imaginarlos a todos en círculo. Uno a uno, voy oyendo sus reflexiones de estos últimos días. Hay una mujer —¿Margarita?— que no deja de tener pesadillas e imagina luces y teléfonos que suenan sin que ella pueda contestarlos. Otra voz pregunta cuándo podrá recibir su primera visita. Matías responde que pronto, aunque yo sé que faltan al menos dos semanas.

Entonces lo reconozco. Esteban carraspea un par de veces antes de hablar. Siempre lo hace.

Y me entero de los intentos. Cuatro.

Y de esta, su última oportunidad.

Nunca lo he oído hablar en ese tono, como arrastrando las palabras. Como apagándose. Me cuesta entenderlo. De pronto un fragmento se destaca, nítido.

—Las plantas —dice—. Quiero que se callen las plantas.

Una burbuja sube por mi garganta, llenándome de asco. Alcanzo a ponerme de rodillas para vaciarme. Por un momento se hace un silencio y temo que me hayan escuchado, pero Esteban retoma su relato.

—Hablan entre ellas y no las entiendo. Hay un… un zumbido.

Me arde la garganta, me duele. Con cuidado, busco un trapo en la repisa más cercana y limpio el suelo. Siento que se mete entre mis dedos. Me aparto un mechón de pelo, mojado. Hediondo. Siento líquido dentro de la nariz, la garganta en carne viva.

—Algunas noches no me dejan dormir —llega desde abajo—. Quiero irme.

Mi cuerpo vuelve a doblarse, ahora sobre el trapo. Siento que algo me late dentro de la cabeza.

No escucho nada.

Miro mi reloj. La sesión debe estar a punto de terminar.

Me arrastro despacio hasta el baño más cercano. Lleno un recipiente con agua y vuelvo a limpiar mi desastre. Me esfuerzo por respirar solo por la boca. Siento la espalda mojada. Por la ventana veo a Clara, jugando con sus perros. Les tira unas pelotas y se las traen de vuelta. Lleva puesto un chaleco gris larguísimo que le llega hasta las rodillas y que disimula su cuerpecito flaco y a punto de quebrarse.

Echo desodorante ambiental antes de cerrar la puerta.

Me quedo en mi pieza el resto de la tarde. Le digo a Clara que algo que comí en el pueblo me ha caído mal al estómago. Me mira con desaprobación, nunca ha entendido mis ganas de comer; ella lo hace apenas y con desgana. El cuerpo entero me molesta: las sábanas, el roce de la ropa, no logro quitarme el olor a vómito de encima, a pesar de haberme duchado ya dos veces.

Siento que Clara puede olerme y lo sabe todo.

Fue ella la que recibió la llamada.

Ese día yo estaba en la casa de una amiga. Tenía diecisiete años. Clara, veinticinco.

Se demoró dos horas en contármelo.

Cuando vuelve, me hago la dormida. Escucho cómo deja una bandeja sobre el escritorio, cuidando de no derramar su contenido sobre los libros.

Abro los ojos: sopa de pollo.

El olor inunda la pieza y vuelvo a vomitar.

—Me envenenaron —le digo a Esteban, cuando me encuentra al día siguiente paseando por el huerto.

Quisiera preguntarle si son estas las plantas que le hablan, pero me aguanto. Está ojeroso, y sin muchas ganas de conversar, pero camina a mi lado, siguiendo mi ritmo de anciana.

A lo lejos se ve la sección de los adolescentes. Corren en círculos alrededor de una cancha. Allá los instructores son militares retirados y la terapia se combina con ejercicio. No me gusta hacer las rondas por esas cabañas, siempre las dejo para el final. Son jóvenes de miradas vacías, que los primeros días lloran de angustia al no poder conectarse. Incluso hay habitaciones para los padres. Son ellos los que los traen aquí: obligados. Impotentes. En sus sesiones, sus palabras se quiebran en verdaderos aullidos de dolor: hablan de sus vidas conectadas, esas que pueden manejar, mientras el mundo de sus familias está lleno de gritos, expectativas o indiferencia.

Repaso el mensaje de Rodrigo en mi cabeza. Me pide perdón por apurarme. Dice que puede esperar, que quiere esperar, todo lo que sea necesario. Su voz suena a ruego y odio que me rueguen. Insiste en que respeta mis tiempos. Que, por favor, vuelva pronto a Santiago. Que hablemos.

El pasto está mojado y nuestros zapatos se van manchando con barro. Esteban me pregunta si quiero volver a la casa, pero le digo que mejor sigamos. Que quiero agotarme, le insisto, mientras miro de reojo a los muchachos que corren y corren.

—Ya no aguanto esto —agrega él por lo bajo, como si no esperara mi respuesta—, ni siquiera me dejan llamar por teléfono.

Le tirita una de las manos cuando señala hacia adelante a unos juegos infantiles que están al fondo del bosque. Así le decíamos cuando chicas: ir a jugar al bosque. Esos cuantos árboles dando un poco de sombra justo al fondo del patio.

Cierro los ojos y puedo vernos recostadas sobre el pasto y sin hablarnos. Enteras. Antes de todo.

Ahora, en cambio, yo tenía otras vidas a las que no me acercaba. Y, en una de ellas, mi hermana lloraba todas las noches. Vivíamos juntas en un departamento lleno de fantasmas. Cuando se fue, ya no pude seguir ahí.

—¿Alguna vez viviste acá? —pregunta Esteban.

—No, solo veníamos los veranos. Esta casa era de mis abuelos. Después fue de mis papás. Estuvo arrendada mucho tiempo. Mi hermana la transformó hace unos años. Se asoció con un psicólogo que puso todo lo demás.

Empieza a llover, apenas un poco.

El bosque está cerca. Seguimos caminando.

—Laura siempre quiso tener una casa en otra parte.

No puede evitarlo: su voz sale llena de ternura.

—¿Y cambió de opinión?

—No —miro hacia atrás. Ya comienzan a encenderse algunas luces en la casa—. No sé.

Los perros no están por ninguna parte. Esteban parece cansado.

—¿Quieres seguir? —le pregunto.

—Sí, vamos, ya queda poco.

Lo dice e intenta sonreír. Se ve desvalido, frágil. El agua le corre por un mechón de pelo sobre su frente, que se aparta con algo de rabia. No quiere estar aquí y lo sé, lo sabe, lo sabemos. «¿Te hablan también estas plantas?», pregunto, solo formando las palabras con mi boca, a sus espaldas, y sin sonido.

«Ya no quiero estar contigo», ensayo también, y de mi boca sale vapor.

Clara se puso contenta cuando le dije que iría a acompañarla unos meses.

Desde el accidente no volvía a la casa. Me hizo un recorrido por ella como si fuera una pasajera más. Tal vez lo era.

Miro las zapatillas de Esteban: son de tela, debe tener los pies fríos.

Mis botas son de goma y amarillas.

—No entiendo por qué no me dejan llamarla.

La luz cambia bajo los árboles. No son muchos, pero nos esconden del resto.

Nos adentramos un poco más. Sé que ahora nadie puede vernos.

Apoyo mi espalda contra uno de los troncos. El olor a tierra me sube por la nariz.

—¿Pasa algo? —Esteban me mira con preocupación, con lástima, pero sin verme. No está realmente aquí.

Somos casi del mismo porte.

No lo dejo reaccionar, ni pensar si esto es una buena idea. Lo acerco a mí con toda la fuerza que tengo.

La burbuja está quieta; el animal rasguña.

Su boca está fría, cerrada. Lamo el agua de lluvia en ella, muerdo un poco sus labios. Quiere salir de aquí y no herir mis sentimientos. O quiere estar ahí y ser otra persona. Sin culpa.

Su cuerpo responde y me presiona contra el árbol, sin mirarme. Lo siento meter una mano fría bajo mi polerón.

Nadie puede vernos.

Se lo digo, pero no me contesta.

Tiene los dientes cerrados. Mi lengua insiste.

No quiere estar aquí.

«Lo que tenemos es bueno»: recuerdo la voz fantasma de Rodrigo en la cabina de la camioneta. Aunque la primera vez oí mal y entendí otra cosa.

Lo que tememos es bueno.

La corteza del árbol raspa mi espalda. Me duele.

No quiero estar aquí; la bestia va subiendo por mi garganta.

Esteban esquiva mi mirada, pero sus dedos presionan con fuerza. Mi gemido lo despierta y me muerde.

Nadie puede vernos.

Nadie puede escucharnos.

Yo vuelvo a su boca hasta que abro su beso con mi lengua.

Lo que tememos es bueno.

Una música futura

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