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CONTEXTO HISTÓRICO-CULTURAL

DE MAYO DEL 68

Francisco José Contreras

UNA GENERACIÓN AFORTUNADA Y ABURRIDA

Mayo del 68 fue en verdad una revolución muy extraña. Es quizá la única de la historia en la que los revolucionarios desdeñaron ocupar el poder casi abandonado por sus titulares (en los últimos días de mayo, con el país paralizado por la huelga general, el Gobierno noqueado y el presidente De Gaulle fugado durante venticuatro horas a la base militar de Baden-Baden);1 pero los soixante-huitards, según su propia confesión, no deseaban ejercer el poder político, sino cambiar la vida.

También es, como indicara Jacques Baynac, la primera revolución que fue fruto no de la miseria, sino de la riqueza.2 Si los revolucionarios clásicos habían acusado al sistema capitalista-burgués de causar pobreza, los de 1968 le van acusar de todo lo contrario: de haber creado la affluent society (Galbraith), la ‘sociedad de la abundancia’.3 De hecho, los franceses llamarían después al periodo 1945-75 los Treinta Gloriosos (los alemanes hablarían del wirtschaftswunder, el ‘milagro económico’): una época dorada de pleno empleo y crecimiento ininterrumpido, con tasas del 5% anual de incremento del PIB. Es cierto que Francia había conocido en la década de los cincuenta la humillación de Indochina y la traumática guerra de Argelia; pero, cerrado el asunto argelino en 1962 y consolidada la democracia bajo la égida de De Gaulle, la historia francesa parecía haber llegado a un final feliz de progreso constante, paz social y universalización del bienestar. La cuestión obrera había quedado resuelta por la elevación general del nivel de vida: la clase trabajadora se había incorporado al sistema.4

Lo que decimos de Francia vale para el conjunto de Occidente. La etapa 1945-68 había resultado brillante también en el aspecto demográfico. Las bajas de la Segunda Guerra Mundial quedaron pronto compensadas por el gran baby boom de posguerra, que se prolongaría hasta principios de los setenta (y el cambio cultural sesentayochista tendría mucho que ver en su final).5 Los cincuenta y primeros sesenta fueron una edad dorada del matrimonio y de la familia nuclear (en la memoria norteamericana, los cincuenta han quedado como la era de Oozie y Harriet, en alusión a una serie de TV protagonizada por una típica familia de clase media). En Estados Unidos —y seguramente los datos son extrapolables a otros países— hacia 1960 había más porcentaje de gente casada que nunca antes o después: el 90% de las personas en la franja de edad de treinta a cincuenta años, según cifras de Charles Murray.6 El divorcio, allí donde existía, era difícil e infrecuente; pese a todo, un 56% de los norteamericanos decían en las encuestas que habría que endurecer más los requisitos para el divorcio, mientras que solo un 9% opinaba que habría que aligerarlos. Un 86% de los norteamericanos de 1960 contestaban negativamente a la pregunta «¿es correcto que una mujer tenga relaciones sexuales antes del matrimonio con el hombre con el que sabe que se va a casar?».

Revolución de ricos, revolución que no busca el poder… y revolución generacional. Mayo del 68 fue protagonizado por la primera cohorte de jóvenes occidentales que no había conocido privaciones en su infancia y que había podido acceder masivamente a la educación superior: en Francia, el número de universitarios pasó de 200 000 en 1958 a 500 000 en 1968.7 Sus padres habían conocido las penurias de la Gran Depresión de los treinta, de la Segunda Guerra Mundial, de la dura reconstrucción de los últimos cuarenta…8 Ellos, en cambio, habían crecido ya con la televisión, con los pañales desechables, con coche en el garaje y con la posibilidad de acceder a la universidad. Eran los beneficiarios de los grandes sacrificios de la generación anterior. Sí, hijos de papá. Niños criados en la abundancia relativa que llegaron a dar por supuesta, a considerar natural esa prosperidad (una de las características del hombre-masa según Ortega y Gasset: dar por supuesto lo arduamente adquirido y heredado).9 No solo a darla por supuesta, sino también a despreciarla.

Pero una generación en sentido histórico no es simplemente una cohorte de edad: es necesario que tenga conciencia de tal y que esgrima alguna idea nueva contra las generaciones anteriores. La condición se cumple plenamente en la generación del 68,10 que salía a manifestarse contra la guerra de Vietnam o a buscar la playa bajo los adoquines mientras en los transistores sonaba My generation, de los Who. En tiempos anteriores, la juventud había sido simplemente una fase de transición hacia la edad adulta: «No hay que tratar a los jóvenes como una categoría separada: uno es joven, y pronto deja de serlo, y ya está»,11 decía un De Gaulle exasperado por el juvenilismo sesentayochista. Cuando el propio De Gaulle fue joven, la juventud era breve: pocos accedían a la educación superior; lo normal era que un hombre de ventidós o veintitrés años estuviese ya casado y trabajando. Ahora, en los sesenta, la sociedad puede permitirse por primera vez el lujo de prolongar la etapa de formación y mantener a una muy numerosa clase juvenil improductiva, exenta de responsabilidades laborales y familiares.12

El joven del 68 está, pues, suspendido en un vacío biográfico históricamente inédito, un hiato entre infancia y edad adulta. En algunos, saber que sus padres a su edad ya estaban trabajando generará una especie de culpabilidad: «Tenía casi 25 años, en esa frontera que, solo unos años antes, implicaba que uno era definitivamente un adulto; pero yo no me sentía adulta en absoluto», testimonia Sheila Rowbotham.13 En otros producirá angustia: el sociólogo Edgar Morin, en artículo publicado en Le Monde en 1963, explicó que la incipiente rebeldía juvenil ocultaba «una angustia ligada al envejecimiento», «el deseo de ganarle tiempo a [la llegada de] la inexorable seriedad, a los conflictos y tragedias reales del hombre y de la sociedad».14

En realidad, el sesentayochismo tuvo mucho de síndrome de Peter Pan. El universitario de 1968 no quiere ingresar en el mundo adulto de límites, obligaciones y responsabilidades, un mundo que le parece mediocre y frustrante. De ahí la contestación a los valores de sus mayores. La vaporosa revolución soñada por los sesentayochistas (cambiar la vida) consistiría en una prolongación infinita —y extendida a toda la sociedad— de la libertad de la juventud.15

Como veremos después, los pensadores del 68 oficiales (los Marcuse, Reich, Lacan, Foucault, etc.) en realidad no eran muy leídos antes de 1968. Las que sí fueron bestsellers hacia 1965-67 fueron las obras de los situacionistas como Guy Débord o Raoul Vaneigem. Esas obras contienen más bien una protesta literario-existencial contra el modo de vida de la generación del wirtschaftswunder (trabajo duro e incremento del bienestar) que una llamada a la revolución social. La Europa próspera y pacificada de los Treinta Gloriosos les parece a los situacionistas gris y aburrida. Por ejemplo, Vaneigem escribe en su Tratado del saber vivir para uso de la joven generación: «Trabajar para sobrevivir, sobrevivir consumiendo y para consumir: el ciclo infernal nos ha atrapado». En la sociedad del bienestar «la garantía de no morir de hambre se compra al precio de morir de aburrimiento». Sí, hemos triunfado sobre la guerra, la peste y la escasez…, pero el resultado es el tedio: «Ya no hay Guernica, ya no hay Auschwitz, ya no hay Hiroshima. ¡Bravo! Pero, ¿y la imposibilidad de vivir, y la mediocridad asfixiante, y la ausencia de pasión? […] ¿Y esta manera de no sentirnos verdaderamente nosotros mismos [tout à fait dans sa peau]?».16

LOS ACONTECIMIENTOS

El desarrollo de los hechos de Mayo del 1968 muestra la misma ambigüedad: una revolución que, aunque use un lenguaje vagamente socialista y diga combatir el capitalismo y el imperialismo, en realidad se refiere primordialmente al individuo y a la vida privada. Por ejemplo, es poco conocido que los disturbios de 1968 fueron preludiados el año anterior por otros, menos traumáticos y duraderos pero muy significativos: un grupo de estudiantes ocupó durante varios días, en marzo de 1967, el edificio de una residencia de estudiantes femenina de la universidad de París-Nanterre en protesta contra el reglamento que prohibía el acceso de los varones a los dormitorios. Quedaba así claro desde el principio que, entre las normatividades rechazadas por los rebeldes de 1968, la moral sexual tradicional ocupaba un lugar importante, y quizá el que más.17 El que se iba a convertir en líder oficioso de los soixante-huitards, el franco-alemán Daniel Cohn-Bendit, también saltó a la notoriedad cuando apostrofó al ministro de Juventud y Deportes, François Misoffe, durante una visita a Nanterre en enero de 1968: «He leído su libro blanco de la juventud, y no dice nada sobre sexualidad». Misoffe le recomendó que se bañase en la piscina helada para calmar sus ardores. Los estudiantes calificaron su respuesta de fascista. (La fascistización sistemática de toda autoridad u oponente —y sobre esto habremos de volver— es otro de los legados del 68: alcanzará incluso a personas que, como el decano Grappin, habían militado en la resistencia y conocido los calabozos de la Gestapo).

Mayo del 68 propiamente dicho comienza el 21 de marzo, cuando un grupo de estudiantes antimperialistas atacan las oficinas de American Express en París en protesta por la guerra de Vietnam —que entra justo entonces en su periodo más intenso, tras la ofensiva del Tet en enero del mismo año— y resultan detenidos varios de ellos. Al día siguiente los estudiantes ocupan varios edificios en la universidad de Nanterre: surge así el llamado movimiento del 22 de marzo. A partir de entonces se sucederán en Nanterre algaradas y asambleas. La extrema izquierda clásica intenta pilotar el movimiento, con éxito solo parcial: se hace patente la dualidad —que formuló acertadamente Jean-Pierre le Goff—18 entre un polo neoleninista y otro cultural-libertario. Por otra parte, dentro de la propia izquierda es claro el divorcio entre los comunistas clásicos y los maoístas entonces en auge (el 25 de abril, estudiantes maoístas de la UJCML escrachan una conferencia de Pierre Juquin, del comité central del Partido Comunista Francés). Ante el desorden generalizado y la imposibilidad de proseguir las clases,19 el decano Pierre Grapin ordena la suspensión de la actividad docente en Nanterre a partir del 3 de mayo.

Pero entonces el epicentro del conflicto se traslada a la Sorbona, en el corazón de París. A partir del 5 de mayo se producen choques con la policía, cada vez más violentos. El pretexto es protestar contra las sanciones académicas dictadas contra los estudiantes que habían dañado las oficinas de American Express. Pero cuando el rector Roche recibe el 10 de mayo a una comisión de tres jóvenes, se ve incapaz de satisfacerlos, porque sus reivindicaciones son tan gaseosas como el propio movimiento; Cohn-Bendit declara al salir: «No hemos hemos entablado negociaciones; solo le hemos dicho al rector que lo que está ocurriendo en las calles es que toda una juventud se expresa contra un cierto tipo de sociedad».20

En la segunda quincena de mayo, la situación nacional llegará a estar fuera de control.21 De un lado, las protestas estudiantiles se hacen cada vez más violentas: casi todas las noches se producen choques con los antidisturbios, a los que los jóvenes llaman nazis (CRS = SS); se desempiedran calles enteras («Bajo los adoquines está la playa»), se queman muchos automóviles y se arrancan más de cien árboles para construir barricadas. Mayo del 68 se saldará con cientos de heridos y detenidos, importantes daños materiales y cinco muertos (dos estudiantes, dos obreros y un policía).22

El momento en que a la Quinta República parece fallarle el suelo bajo los pies llega cuando una parte de la sociedad —del arzobispo de París a los cineastas reunidos en Cannes— se solidariza con los enragés (‘enfadados, enrabietados’) de la Sorbona. El 14 de mayo se declaran en huelga los obreros de Sud-Aviation en Nantes. En pocos días, el paro general se extiende como mancha de aceite. A partir del 20 de mayo, con unos diez millones de trabajadores en huelga, llegará a faltar combustible y productos de primera necesidad. Se producen muchas ocupaciones de fábricas; en algunas, los obreros declaran la autogestión. Un viento de anarquía parece recorrer el país: la liga de fútbol se suspende y jugadores ocupan el edificio de la Federación de Fútbol; los párrocos critican abiertamente a sus obispos; los técnicos de la TV francesa se ponen en huelga y algunos programas no pueden emitirse. En los colegios se suspenden las clases, y los alumnos de los liceos se suman a la movilización, que se está extendiendo de París a las provincias. De Gaulle parece superado por las circunstancias, y su alocución televisada del 24 de mayo carece de nervio y determinación.

Los revoltosos del barrio latino, aparentes triunfadores, no saben qué hacer con su victoria, porque ningún programa concreto tienen, ni el deseo de asaltar el poder del Estado. Ocupan varios edificios, el teatro Odéon entre ellos, donde se vivirá varias semanas en delirante asamblea permanente. Imprimen con ciclostatil el periódico L’Enragé, órgano de la revuelta. En los dazibaos de la Sorbona y el Odéon van floreciendo los famosos eslóganes: «Prohibido prohibir», «No cambiemos de empleador [empresa]: cambiemos el empleo de la vida», «Ni Dios, ni metro» (juego de palabras basado en la homofonía de las palabras francesas para amo y metro: maître, mètre), «Seamos realistas: pidamos lo imposible», «Corre, camarada, ¡el viejo mundo te persigue!», «La noción de normalidad es el principal instrumento de alienación de las sociedades actuales», «Pongamos la sociedad al servicio del individuo, no el individuo al servicio de la sociedad», «Vivir sin tiempos muertos y gozar sin trabas», «Vivir en el presente», «La imaginación al poder», «Crear o morir». No, no era un programa de gobierno.23 Y, junto con los lemas utópico-libertarios, otros más violentos: «Si encontráis un CRS [policía antidisturbios] herido, ¡rematadlo!, “¡Muerte a los gilipollas! (Mort aux cons!)». El con (‘gilipollas’) era, en el imaginario sesentayochista, el francés medio, satisfecho con su horario de ocho a tres, su pisito y sus vacaciones en la playa;24 O sea, sus padres.

Lo que había convertido a Mayo del 68 en un verdadero desafío al sistema era la convergencia de la movilización estudiantil con la obrera. Por tanto, la amenaza empezó a conjurarse cuando el Gobierno consiguió desactivar la segunda con los Acuerdos de Grenelle (27 de mayo), extraordinariamente generosos: subida de un 35% en el salario mínimo, aumento general de salarios de un 10%, reducción de la jornada laboral en una hora. El embajador británico había acertado cuando declaró: «Mientras los estudiantes quieren cortar el árbol de la sociedad, los trabajadores simplemente quieren disfrutar de un mayor porcentaje de sus frutos».25 La mera formulación de las reivindicaciones salariales y sindicales en términos satisfacibles por el sistema implicaba ya romper con el espíritu sesentayochista de enmienda a la totalidad y cambio completo de sociedad.

Sin embargo, todavía tendría lugar el extraño episodio del 29 de mayo: De Gaulle suspende un consejo de ministros y dice que se va a pasar el fin de semana a su casa de campo; en realidad, embarca a su familia en un avión y vuela a la base militar francesa en Baden-Baden (desde la Segunda Guerra Mundial había tropas francesas en suelo alemán). Hasta hoy los historiadores discuten si fue un momento de pánico (cuando aterrizó, le dijo al general Massu «tout est foutu», ‘todo está perdido’), una nueva fuga de Varennes, o si pretendía asegurarse el apoyo del ejército para una eventual represión militar de la revolución.

Sea como fuere, De Gaulle vuelve de Alemania veinticuatro horas después dispuesto a encauzar la situación: en su discurso radiado del 30 de mayo, más enérgico que el titubeante del día 24, anuncia que disuelve la Asamblea Nacional y convoca elecciones legislativas, al tiempo que denuncia «la intimidación, la intoxicación y la tiranía ejercidas por grupos organizados y partidos totalitarios»26 y llama a «la acción cívica» como respuesta. De hecho, la Francia conservadora, ante el vacío de poder, se estaba ya organizando en comités de defensa de la república, y fraternidades de excombatientes se estaban movilizando para una eventual resistencia armada. Pero la respuesta de la mayoría silenciosa no necesitará ser violenta: esa misma tarde, un millón de personas marchan pacíficamente por los Campos Elíseos en protesta contra los desórdenes, con pancartas como «Limpiad la Sorbona» y «Defended a la Francia que trabaja». Muchos trabajadores habían vuelto a sus puestos tras los Acuerdos de Grenelle; las huelgas se desinflan en los primeros días de junio. Y a mediados de mes son desalojados policialmente los últimos ocupantes del Odéon y la Sorbona. Las elecciones del 30 de junio, finalmente, se saldan con un triunfo arrollador de la derecha gaullista, que amplía su mayoría. Más allá del resultado, el hecho mismo de que las elecciones se celebraran implicaba el retorno a una normalidad institucional que la comuna estudiantil rechazaba como fraudulenta y opresiva.

EL POS-68

Mayo del 68 parecía, pues, terminar en fracaso: De Gaulle y el sistema salían reforzados. En otros países donde se habían desarrollado movimientos juveniles análogos —por ejemplo, el verano del amor de 1967, los hippies, la contestación a la guerra de Vietnam, etc., en Estados Unidos— se va a producir también un giro a la derecha de los electores: las presidenciales de noviembre de 1968 las gana el republicano Richard Nixon.

Pero hemos visto ya que los sesentayochistas —o, al menos, el polo cultural-libertario del 68— no buscaban el poder político. La evolución del movimiento en los años que siguen a 1968 puede resumirse así: el polo neoleninista insiste en la búsqueda de una revolución socialista clásica, y se produce en 1968-74 una proliferación de partidos y grupúsculos trotskistas, maoístas, etc., muy activos, que no llegarán a tener mayor incidencia electoral. Los más radicales entre ellos pasarán a la lucha armada, y de ahí la aparición o relanzamiento a partir de 1968 de bandas terroristas como la Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas, la ETA o el IRA (estas dos últimas, junto con la componente nacionalista, desarrollaron también otra marxista-revolucionaria), que se cobrarán entre todas unas 3000 vidas en las décadas de los setenta, ochenta y noventa.

Pero el 68 no ha modelado nuestra sociedad a través de ese activismo político o terrorista clásico, a la postre fracasado, pues la extrema izquierda no llegó al poder. La verdadera herencia inconsciente de Mayo del 68 ha sido la difusión generalizada de la sensibilidad del polo cultural-libertario, como señala Josemaría Carabante: «Los estudiantes no terminaron con el sistema contra el que se levantaron, pero cuando salieron de las aulas contribuyeron a difundir nuevos valores y a cambiar los estilos de vida y las costumbres existentes».27

Los avatares del polo neoleninista no merecen mayor atención, más allá de la amarga paradoja de que mientras los jóvenes checos arriesgaban sus vidas para salir del comunismo (la Primavera de Praga coincide cronológicamente con el Mayo francés, y la represión soviética de agosto se cobraría setenta y dos víctimas),28 en Francia otros jóvenes luchaban por entrar en él. La intervención soviética —que se sumaba a las de Berlín 1953 y Hungría 1956— contribuyó a desacreditar el socialismo real a ojos de los estudiantes occidentales, pero no los llevó a abjurar del marxismo: fabulaban nuevas versiones trotskistas o maoístas (ignorando que el Gran Salto Adelante chino se había cobrado decenas de millones de víctimas entre 1959 y 1961, y la revolución cultural al menos un millón más a partir de 1966), o bien se ilusionaban con los experimentos socialistas del tercer mundo, de la Cuba de Castro al Vietnam de Ho Chi Minh. En Francia bulle en la primera mitad de los setenta una frenética sopa de letras ultraizquierdista, en la que destacan la Ligue Communiste de Alain Krivine (trotskista) y la Gauche Proletarienne de Alain Geismar (maoísta). España atravesará su propio sarampión de ultraizquierda en los primeros años de la Transición: PT, ORT, Joven Guardia Roja, etc. Ni ellos ni sus homólogos de otros países europeos superarían umbrales de voto prácticamente testimoniales.

Junto con los que querían construir la utopía de manera coactiva, imponiéndosela a la sociedad desde el poder político, existían también los que, de manera más coherente con el espíritu anarcoide del 68, se lanzaron a promoverla descentralizadamente mediante experimentos comunales a pequeña escala: «Vivir ya de otra manera, sin esperar a la revolución». Hasta cien mil personas llegaron a vivir en comunas a principios de los setenta, solo en los países escandinavos (la Ciudad Libre de Christiania, en Copenhague, reducida ya casi a un parque temático, es una reliquia fósil de aquella explosión). En ellas se intentaron llevar a la práctica muchas de las ideas sesentayochistas, del amor libre a la abolición de la familia y de la propiedad privada, del retorno a la naturaleza a la desescolarización o el consumo de drogas. Los resultados fueron en general deprimentes. «Ya había doce niños en la comuna; cuando mi pareja y yo anunciamos que íbamos a darle un hermanito a la pequeña Judith, un comunero me dijo ‘¡Pero Judith ya tiene once hermanos!’; le arrojé la ensaladera a la cabeza».29 Enfrentados al reto de cultivar la tierra o fabricar artesanía, los soixante-huitards neorrurales van a descubrir que, después de todo, la necesidad de trabajar duro no era la imposición alienante de una sociedad materialista obsesionada por la productividad,30 y que la carestía es la situación por defecto del hombre frente a una naturaleza tacaña. Un superviviente resumió así la experiencia: «Agotamiento físico; subalimentación; desorganización total; incompetencia; hostilidad de los [verdaderos] campesinos, que se sentían agredidos; drogas; desafueros de los jefecillos: el sueño se convirtió a menudo en pesadilla».31

Mucho más éxito que el activismo neoleninista o el utopismo agro-hippy tendrá la irradiación del espíritu sesentayochista a través de movimientos sociales como el feminismo, la liberación homosexual, el ecologismo o el pacifismo. La idea que subyace —teorizada, como veremos, por autores como Marcuse o Foucault— es la de la sustitución del sujeto revolucionario clásico —la clase obrera— por nuevos colectivos supuestamente oprimidos (o, en el caso del ecologismo, la biosfera en su conjunto, depredada por el productivismo capitalista). Y también la reivindicación del deseo en todas sus formas y el rechazo de todo tipo de tabúes, especialmente en materia de moral sexual.

El editorial inaugural del periódico Tout!, órgano del sesentayochismo en versión cultural-libertaria, lanzaba la idea de una coalición foucault-marcusiana de colectivos en busca de liberación: «Los maricones [sic: les pédés], las bolleras [sic: les gouines], las mujeres, los presidiarios, las que abortan, los asociales, los locos… ¡Todo!».32 El periódico reivindicará «el aborto y la anticoncepción libres y gratuitos», el «derecho a la homosexualidad y a todas las formas de sexualidad» y «el derecho de los menores a la libertad del deseo y a su realización», y se declara en guerra contra la familia tradicional: «La familia es la primera tapadera que reprime nuestros deseos hasta la ebullición».33 Con la excepción del sexo con menores, todas las demás liberaciones irán siendo legalizadas —y asumidas por la sociedad— en Francia a lo largo de la década de los setenta.34

El feminismo de los setenta comenzará en cierto modo como una rebelión dentro del propio movimiento sesentayochista al grito de «¡Lleva tanto tiempo prepararle la comida a un revolucionario como a un burgués!»;35 «¿quién se ocupa de la cocina mientras ellos hablan de revolución?, ¿quién cuida de los niños mientras ellos van a reuniones políticas? […] ¡Nosotras, siempre nosotras!».36 A la supuesta opresión que padece la sociedad en su conjunto se añade, pues, en el caso de las mujeres, una opresión particular, que se yuxtapone a las demás: «Las mujeres —sean mujeres de burgueses, de obreros o de negros— sufren una opresión común y específica, y luchan por su liberación», proclama el número especial de la revista Partisans («Liberación de la mujer, año cero», 1970). Seguirán, en los años setenta, junto con la reivindicación del aborto libre —que triunfa en 1975 con la aprobación de la ley Veil—, los grupos de concienciación victimista, la constante confusión de lo privado y lo social (siguiendo el lema de Kate Millett: «The personal is political») —es decir, la interpretación de todos los fracasos personales en clave de opresión patriarcal-sistémica—,37 la demonización del varón («por su rol de Padre opresivo, [el hombre] es la encarnación de Dios, del Jefe de Estado, del Patrón y de todos los líderes»; es «el Amo, y de él brota todo valor, como el esperma de su pene», proclaman manifiestos feministas de 1970 y 1974),38 la execración de la maternidad (en 1975 es publicado el volumen colectivo Maternidad esclava)39 y, finalmente, el rechazo del concepto mismo de sexo femenino, considerado ahora como construcción cultural alienante, y no ya como determinación natural (esta idea, base de la ideología de género, se encontraba ya en el famoso «La mujer no nace, sino que llega a serlo» de Simone de Beauvoir en Le deuxième séxe (1949), y es desarrollada en 1973 por Elena Gianini Belotti en Du côté des petites filles: el libro venderá 250 000 copias).40

¿DE DÓNDE SALIERON LAS IDEAS DEL 68?: DE GRAMSCI AL FREUDOMARXISMO

Una vez reconstruidos los hechos, vamos a analizar algunas de las influencias intelectuales41 que convergieron en la rebeldía juvenil de los últimos sesenta.

El marxismo es uno de los ingredientes importantes. François Furet escribió que «la idea comunista vivió más tiempo en el espíritu de la gente que en los hechos; en el Oeste que en el Este de Europa».42 Es paradójico que, mientras el marxismo perdía toda credibilidad popular en los países del Pacto de Varsovia (las revelaciones sobre los crímenes de Stalin —admitidos parcialmente por Kruschev en su informe secreto al XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1956— hicieron perder la fe a muchos),43 manteniéndose solo como doctrina oficial insincera de un gigante con los pies de barro, en Occidente conocía una segunda juventud con la intensa marxistización de la universidad y su eco entre los jóvenes.

Ahora bien, el marxismo original iba de tasas de plusvalía, sóviets y fábricas, no de tochos académicos y asambleas de facultad.44 El marxismo clásico consideraba que la superestructura ideológicocultural no era más que un reflejo de la estructura socioeconómica. y que el verdadero motor de la historia era la evolución y contradicciones del modo de producción. La figura clave en la aparición de un marxismo cultural que reconsiderase la importancia de las superestructuras fue, por supuesto, Antonio Gramsci. El comunista italiano había huido a la URSS en 1922, tras la marcha sobre Roma, y comprobado la fiera resistencia que, pese a una implacable represión, seguía oponiendo el campesinado ruso al nuevo sistema. Este anticomunismo instintivo no tenía que ver con intereses económicos, sino con la cultura: echaban de menos sus iconos, sus popes, su zar idealizado y su santa Rusia. Los comunistas hubieran debido conquistar sus mentes antes de aplicar su revolución socioeconómica: Gramsci invierte la tesis marxista-ortodoxa sobre la relación entre estructura y superestructura; la victoria ideológicocultural debería preceder y facilitar a la económica.

Gramsci reformula, pues, el concepto de hegemonía —introducido por Plejnov— atribuyéndole un sentido de dominio de los resortes de producción cultural y configuración de las mentalidades y sentimientos. Para poder cumplir con éxito la revolución socialista, los marxistas deben hacerse antes con la hegemonía cultural, emprendiendo una larga marcha por las instituciones: la Universidad, las artes, el cine, la prensa, la escuela, la Iglesia… El nuevo agente revolucionario ya no es tanto el aguerrido sindicalista como el maestro de escuela que conduce hábilmente a sus alumnos —con el pretexto de la justicia social— al desprecio de la propiedad privada, de la familia, de la moral tradicional y de la religión. En esa labor de zapa, los intelectuales orgánicos del marxismo deben establecer alianzas flexibles con progresistas no explícitamente marxistas: compañeros de viaje antifascistas, feministas, pacifistas, etc. Fue la estrategia recomendada por el genial Willi Münzenberg y plasmada en los frentes populares de los años treinta. El marxismo académico de los sesenta y setenta es marxismo gramsciano. Como señala Roger Scruton, el gramscismo es «la filosofía natural de la revolución estudiantil»,45 por su énfasis en la importancia de las ideas: Gramsci «reformuló el programa de la izquierda como una revolución cultural, una revolución que podía ser cumplida sin violencia y cuyo escenario serían las universidades, teatros, salas de conferencias y escuelas».46

Como el de Gramsci, también era marxismo heterodoxo el propuesto por otra de las corrientes filosóficas que más influyeron en el 68: la Escuela de Fráncfort. Si el punto de partida de Gramsci había sido la derrota de la izquierda italiana frente al fascismo y las dificultades de implementación del socialismo en la joven URSS, el de los francfortianos es el fracaso de la revolución espartaquista de 1918-19, que lleva a la conclusión de que es necesario repensar y desarrollar el aparato teórico del marxismo. Las raíces de la Escuela de Fráncfort son incuestionablemente marxistas: el famoso Institut für Sozialforschung (Instituto para la Investigación Social) creado en Fráncfort en 1923 iba a llamarse originalmente Instituto para el Marxismo, y solo la prudencia frente a las autoridades de la República de Weimar llevará a escoger un rótulo más aséptico.

Simplificando mucho, creo que los francfortianos desarrollan el marxismo en dos direcciones. De un lado, Horkheimer y Adorno, en su Dialéctica de la Ilustración (1947), amplían el enfoque para criticar no solo la explotación de clase en la que supuestamente se basaría el capitalismo, sino más bien el culto a la racionalidad instrumental que se enseñorea de Occidente desde la Ilustración. El consabido rechazo sesentayochista del productivismo y del círculo infernal casa-coche-trabajo bebe en parte de aquí.

De otro lado, autores como Fromm y, especialmente, Reich y Marcuse intentan integrar el marxismo con el psicoanálisis presentando la represión sexual como uno de los fundamentos del orden burgués y teorizando una liberación que será tanto socioeconómica como libidinal.

Este freudomarxismo desfigura aspectos fundamentales de las dos doctrinas integradas. Desfigura especialmente al psicoanálisis, al presentar la represión instintiva como un fenómeno histórico ligado a un determinado modelo de sociedad. Ahora bien, es sabido que para Freud el conflicto entre el superyó (portavoz de los valores y normas sociales interiorizados por el sujeto) y el ello (el estrato salvaje del psiquismo, sede de un insaciable instinto sexual, Eros, y de impulsos agresivos de destrucción y dominación, Tánatos) —conflicto en el que el «yo» intenta una siempre inestable mediación— es consustancial a la condición humana misma, y no a uno u otro modelo histórico de organización socioeconómica.47

Es especialmente en El malestar en la cultura donde Freud concibe la represión de los instintos como el precio inevitable no ya de la cultura, sino de la supervivencia misma del individuo. La condición humana es dolorosa y está siempre amenazada por «tres fuentes de sufrimiento: la supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad».48 Es cierto que el progreso científico-técnico permite cierta atenuación de las primeras dos formas de dolor, y la evolución cultural puede alcanzar cierta atenuación de la tercera. Pero ni la comodidad material ni el alargamiento de la vida conducen a la felicidad:

En el curso de las últimas generaciones la humanidad ha […] afianzado en medida otrora inconcebible su dominio sobre la Naturaleza. […] Pero el hombre comienza a sospechar que este recién adquirido dominio del espacio y del tiempo, esta sujeción de las fuerzas naturales, […] no ha elevado la satisfacción placentera que exige de la vida: no le ha hecho, en su sentir, más feliz.49

El sufrimiento inseparable de la condición humana está relacionado también, según Freud, con el insoluble conflicto entre el principio del placer y el principio de realidad («el designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable»).50 Ahora bien, la energía psíquica de los instintos reprimidos por las exigencias de la vida en sociedad y de la acomodación a la realidad puede ser reorientada de forma creativa mediante el mecanismo de la sublimación: «La sublimación de los instintos constituye un elemento cultural sobresaliente, pues gracias a ella las actividades psíquicas superiores, tanto científicas como artísticas e ideológicas, pueden desempeñar un papel muy importante en la vida de los pueblos civilizados».51

O sea, que Freud reconoce que la represión de los instintos —y especialmente del sexual— es la condición de la civilización, y su posición no anda muy lejos de la que defenderá el antropólogo J. D. Unwin: «Toda sociedad debe elegir entre desplegar una gran creatividad [cultural] o disfrutar la libertad sexual. No puede tener ambas cosas por más de una generación».52 Freud reconoce que «la cultura se ve obligada a sustraer a la sexualidad gran parte de la energía psíquica que necesita para su propio consumo».53 Por tanto, el precio de la liberación sexual sería el declive cultural. Y, en efecto, tras medio siglo de relajación de las costumbres, lo cierto es que cuesta trabajo encontrar a los Mozart, los Tolstói, los Rembrandt del siglo XXI.

El freudomarxismo rechazará esta dura disyuntiva freudiana —o brillantez cultural, o libertad sexual— y sostendrá que es posible una revolución sexual que, al tiempo que permite una gozosa satisfacción de los instintos, facilite el ascenso a un estadio superior de civilización, sin explotación ni dominación. El freudomarxista por antonomasia —que no perteneció formalmente a la Escuela de Fráncfort— fue Wilhelm Reich: que fuese expulsado de ambas ortodoxias (de la Revista Internacional de Psicoanálisis por orden directa de Freud en 1932 y del Partido Comunista Alemán poco después) muestra que psicoanálisis y marxismo no resultan integrables sin tergiversación de ambos.

Reich anticipa el sesentayochismo no solo en su confianza en la posibilidad de una liberación sexual total, sino también en la propensión a considerar fascista a cualquier defensor de la moral tradicional. Pues, en efecto, la familia clásica, y la contención sexual necesaria para su conservación, es el crisol de la personalidad autoritaria, «la cuna de los hombres reaccionarios y conservadores»54 de la pequeña burguesía,55 afirmará Reich en Psicología de masas del fascismo. Reich rechaza la tesis freudiana según la cual la libido reprimida puede sublimarse en creatividad artística o intelectual; en su opinión, el sufrimiento de la represión sexual genera, por el contrario, rigidez comportamental, sumisión y pulsiones sadomasoquistas, y ambas son el fundamento del fascismo y su militarización de la sociedad. Al contrario, la revolución contra el capitalismo y el fascismo —Reich también prefigura al 68 en su equiparación— solo puede comenzar por la liberación sexual general, una liberación que debe incluir a los niños, cuya erotización temprana recomienda el freudomarxismo.56

Pero las obras de Reich —que murió loco en 1957— son de los años treinta; tuvo mucho más influencia sobre la generación del 68 Herbert Marcuse, que publica su Hombre unidimensional en 1964 y profesa en varias universidades norteamericanas. Su contexto histórico no es ya la Europa de los treinta, castigada por la crisis económica de 1929 y el ascenso de los totalitarismos, sino el Occidente exitoso de los sesenta, próspero y democrático. Por tanto, el marcusianismo es una teoría del desenmascaramiento: la «libertad», la «democracia», el «bienestar» que nos venden son engañosos (las comillas irónicas son la aportación tipográfica por excelencia del 68).57 Y el hecho de que tantos conciudadanos se muestren seducidos por esa mentira demuestra, precisamente, que se trata de la dictadura perfecta, más insidiosa que las dictaduras obvias: «El hecho de que la gran mayoría de la población acepte, y sea obligada a aceptar, esta sociedad no la hace menos irracional y reprobable».58

Marcuse no es un comunista tradicional: toma distancias respecto a la Unión Soviética y el socialismo real. Pero en su opinión el mundo libre es tan opresivo como el soviético, si bien en forma más sutil. Se trata de una libertad espuria, consistente en la posibilidad de satisfacer falsas necesidades59 y elegir entre una pluralidad de productos y entretenimientos alienantes: «Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si estos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de esfuerzo y de temor, esto es, si sostienen la alienación».60

¿Y quién decide sobre la verdad o falsedad de las necesidades? No el propio ciudadano común, obnubilado por la alienación;61 solo el filósofo freudomarxista, inmune a la seducción del sistema, está en condiciones de juzgar desde su perspectiva exterior-omnisciente:62

No importa que [el hombre común] se identifique con ellas [sus “falsas necesidades” de automóvil, televisión y casita con jardincito] y se encuentre a sí mismo en su satisfacción; siguen siendo lo que fueron desde el principio: productos de una sociedad cuyos intereses dominantes requieren la represión.63

Así como Marx concebía la verdadera libertad religiosa no como el derecho a elegir entre varias religiones, sino como la libertad de la religión (o sea, la destrucción de todas ellas), así Marcuse concibe la libertad económica no como libertad de contratación y emprendimiento, sino como liberación de la penosa obligación de trabajar y esforzarse: «Desde el primer momento, la libertad de empresa no fue precisamente una bendición. En tanto que libertad para trabajar o para morir de hambre, significaba fatiga, inseguridad y temor para la gran mayoría de la población. […] La desaparición de esa clase de libertad sería uno de los mayores logros de la civilización».64 «La [verdadera] libertad económica significaría libertad de la economía, de estar controlado por fuerzas y relaciones económicas: liberación de la diaria lucha por la existencia, de ganarse la vida».65 También la igualación del nivel de oportunidades y comodidades alcanzada por la sociedad contemporánea es «igualdad en la alienación».66

La convicción de Marcuse —basada en una abismal ignorancia tanto de la economía como de la tecnología— parece ser la de que el desarrollo tecnológico permitiría ya automatizar todas las tareas, de forma que podríamos vivir bien casi sin trabajar; pero un perverso sistema represivo-productivista-belicista nos mantiene en un alienante estajanovismo: «El proceso tecnológico de mecanización podría canalizar la energía individual hacia un reino virgen de libertad más allá de la necesidad. La misma estructura de la existencia humana se alteraría; el individuo se liberaría de las necesidades y posibilidades extrañas que le impone el mundo del trabajo».67 La necesidad de trabajar no se debe a una naturaleza tacaña que solo entrega sus frutos al hombre a un alto precio de esfuerzo, sino a las exigencias de un sistema social irracional: «Los controles sociales exigen la abrumadora necesidad de producir y consumir el despilfarro; la necesidad de un trabajo embrutecedor cuando ha dejado de ser una verdadera necesidad».68

Pero ¿cuáles son las necesidades verdaderas? No termina de quedar claro. Eso sí, para Marcuse es falsa cualquier necesidad que el sistema pueda satisfacer. Por tanto, no está denunciando (solo) el materialismo consumista, etc., y proponiendo un retorno a lo espiritual. Pues reconoce que las iglesias están llenas (hablamos de 1964), pero considera que las necesidades espirituales satisfechas por ellas tampoco son verdaderas, ya que no ponen en entredicho al sistema.69 Lo que permite identificar a la necesidad verdadera, por tanto, es su incompatibilidad con el orden establecido.

Si la URSS y el «socialismo real» no son la auténtica alternativa al capitalismo, es porque también ellos siguen siendo productivistas y estajanovistas. Marcuse no está proponiendo una tercera vía equidistante de capitalismo y comunismo, sino que parece apuntar —de manera muy borrosa— a un nuevo modelo que superaría a ambos.70 De hecho, reprocha a los partidos comunistas occidentales que no sean lo bastante radicales: «Los partidos comunistas de Francia e Italia […] se adhieren a un programa mínimo que margina la toma revolucionaria del poder y contemporiza con las reglas del juego parlamentario».71 Marcuse, como el Sartre del prefacio a Les damnés de la terre, mira esperanzado al tercer mundo, a los movimientos socialista-indigenistas de liberación nacional, como el FLNA argelino o el Vietcong de Ho Chi Minh. Verlos machacar a franceses o norteamericanos suscita en Marcuse una emoción similar a la de Pablo Iglesias cuando ve patear a un policía caído en tierra: «El hecho de que los hombres más pobres de la tierra, apenas armados, tengan en jaque —y esto durante años— a la máquina de destrucción más avanzada de todos los tiempos se alza como un signo histórico-mundial».72

Marcuse es especialmente representativo de la nueva izquierda en su convicción de que los obreros se han dejado atrapar por el sistema: «La clase obrera, en la sociedad opulenta, está ligada al sistema de necesidades, pero no a su negación»;73 Marcuse se lamenta incluso de que «en algunas de las empresas más avanzadas técnicamente, los trabajadores muestran un claro interés por la empresa, […] son conscientes de los lazos que los unen a la misma».74 La actitud obrera frente al sistema es ya solo posibilista, alejada de la radicalidad maximalista, la negación total a la que Marcuse llama gran rechazo. Es preciso encontrar, pues, nuevos sujetos revolucionarios, y Marcuse pone su esperanza en los jóvenes: «La oposición de la juventud contra la sociedad opulenta reúne rebelión instintiva y rebelión política».75 También esboza la sustitución de la lucha de clases por la de razas, culturas y orientaciones sexuales (como denota la alusión a los extraños, queer): «Bajo la base popular conservadora se encuentra el sustrato de los proscritos y los “extraños”, los explotados y los perseguidos de otras razas y de otros colores, los parados y los que no pueden ser empleados. Ellos existen fuera del proceso democrático. Así, su oposición es revolucionaria incluso si su conciencia no lo es. Su oposición golpea al sistema desde el exterior y por tanto no es derrotada por el sistema».76

Marcuse es también típicamente sesentayochista en su vinculación de la revolución social con la revolución sexual. En Eros y civilización (1955) había desarrollado extrañas teorías sobre el falocentrismo como producto del capitalismo productivista: el instinto sexual es concentrado en los genitales para que el resto del cuerpo quede disponible para el esfuerzo laboral. Viceversa, las formas de sexualidad que se apartan de la socialmente aceptada (a saber, el coito genital, necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo), las llamadas «perversiones» (de nuevo las irónicas comillas sesentayochistas), constituyen en realidad formas de resistencia frente a la opresiva lógica productivista-falocéntrica. En la futura sociedad poslaboral, la focalización libidinal en la zona genital dejará de ser necesaria, y todo el cuerpo podrá ser zona erógena.

Como Reich, Marcuse critica al Freud de El malestar en la cultura y su aceptación de la represión sexual como necesaria para la civilización. Marcuse distingue entre la represión básica inevitable y la represión excedente que es consecuencia del modelo social capitalista y de su lógica agresivo-productivista. Gran parte de la represión que Freud da por inevitable pertenece en realidad a ese plus históricamente condicionado. La revolución nos devolverá una sexualidad polimorfa que permitirá placeres insospechados.

La evolución de la izquierda se ha acompasado en gran parte al pensamiento de Marcuse, especialmente en su apelación a nuevos sujetos históricos capaces de encarnar el gran rechazo. Vimos antes como el movimiento feminista francés —igual que el de otros países— derivaba rápidamente hacia el victimismo y un lenguaje de guerra de sexos. Lo mismo va a ocurrir con los frentes de liberación homosexual que surgen a principios de los setenta: de la mera reivindicación de tolerancia hacia su sexualidad diversa evolucionarán pronto hacia la denuncia de una cultura intrínsecamente opresiva a fuer de heteronormativa, hacia la exigencia de redefinición del matrimonio y del modelo de familia, hacia la criminalización de los discrepantes como homófobos, etc. La izquierda ha compensado la atenuación del conflicto de clases con la invención de nuevos conflictos de sexo y de orientación sexual.

Y también se abrirá un nuevo frente por el flanco de la raza. El movimiento antisegregacionista norteamericano —escribe Richard Vinen— tenía hasta 1965 un sello conservador, pues se limitaba a pedir la aplicación consecuente de los viejos principios de 1776 («todos los hombres han sido creados iguales») a los ciudadanos de color (por otra parte, sus líderes eran a menudo clérigos, como el propio Martin L. King, y sus objetivos eran concretos: abolición de la segregación racial y de las limitaciones fácticas del derecho de voto de los afroamericanos en los estados del sur).77

Ahora bien, esas metas fueron alcanzadas plenamente con la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la Ley de Derechos Electorales de 1965. Entonces el movimiento antirracista sufre una mutación parecida a la que estaba experimentando el feminista tras haber conseguido la igualación legal de hombres y mujeres (voto femenino, etc.). En lugar de morir de éxito por satisfacción de sus reivindicaciones, el movimiento entra en una deriva revanchista: ahora se van a exigir medidas de discriminación positiva que compensen las injusticias del pasado mediante nuevas injusticias de signo inverso (por ejemplo, cuotas raciales en las universidades, que terminan implicando que un negro puede entrar con menos nota que un blanco).

Al mismo tiempo, los activistas negros más radicales empezaron a percibirse a sí mismos no como norteamericanos que pedían la rectificación de injusticias, sino como miembros de la raza negra en lucha planetaria contra la blanca. Muchos de ellos habían leído el virulento panfleto descolonizador Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, precedido por un increíble prólogo de Sartre que venía a decir que Europa tenía las manos manchadas de sangre y que los blancos merecían toda la violencia que los hombres de color quisieran desplegar contra ellos.78 El sector más radical del movimiento afroamericano empezó a interpretar en términos de «colonialismo» su relación con la mayoría blanca y a identificarse con la lucha anticolonial de los negros de otras latitudes. Surgieron, incluso, grupos paramilitares como los Black Panthers, que imitaban, al menos en parafernalia (boinas negras, etc.), a las guerrillas del tercer mundo.

PENSAMIENTO 68 FRANCÉS: ALTHUSSER, FOUCAULT, BOURDIEU

Pero volvamos a París. Si Gramsci o la Escuela de Fráncfort son influencias intelectuales que gravitaron sobre el conjunto de la juventud occidental de la época, en Francia eclosionaba en los sesenta una generación de teóricos que ha terminado recabando la etiqueta de pensadores del 68 en sentido estricto: se trata de Althusser, Lacan, Foucault, Deleuze, Derrida… En rigor, su verdadera influencia se desplegó en el pos-68, que es cuando fueron más leídos (hacia 1967 eran mucho más conocidos en el barrio latino los situacionistas).79 Presentan rasgos comunes con la Escuela de Fráncfort, pero también características propias. El aspecto común es un pesimismo cultural que lleva —ha escrito Josemaría Carabante— a «difundir un sentimiento de autoculpabilidad, de rechazo y de vergüenza sobre la propia cultura».80

Este intenso rechazo a la propia cultura viene motivado, como ya sabemos, por el carácter opresivo de esta: el individuo estaría aplastado por instituciones, reglas económicas, leyes, estructuras de poder, tradiciones alienantes.81 Junto al pesimismo, la desconfianza, heredada de los pensadores de la sospecha: la emancipación y el progreso que supuestamente había traído la Ilustración no fueron sino un gran engaño, ya que desembocaron en los desastres de 1914-1945.82 Las grandes palabras de la modernidad —libertad, derechos, democracia, etc.— son desenmascaradas como espejismos y mentiras ideológicas legitimadoras de la dominación. Todo ello, supuestamente, en nombre de la verdadera libertad» y la autonomía del individuo.

La gran paradoja es que los posestructuralistas franceses van a llevar su furia desenmascaradora… hasta la deconstrucción de la noción misma de sujeto. Como vamos a ver, la novedad que traen consigo los maîtres-à-penser del pos-68 es la muerte del hombre. Por tanto, se está acusando a la cultura occidental de oprimir a un individuo que en realidad no existe, pues no es más que el punto de intersección de estructuras (económicas, lingüísticas, psicológicas…) impersonales. La protesta contra una sociedad supuestamente inhumana resulta insertarse en una cosmovisión cada vez más paladinamente antihumanista.83

Pero no deja de haber cierta lógica detrás de esa paradoja. A fuerza de exigir una autonomía individual absoluta —y, por tanto, de privar a la persona de cualquier anclaje sociocultural— se desemboca en la negación del individuo.84 El sujeto liberado de tradiciones, normas, instituciones, termina evaporándose, liberándose de la existencia misma.

Echemos un vistazo a las ramificaciones y paradojas del antihumanismo en algunos de esos autores; un vistazo forzosamente superficial y un tanto simplificador, dada la complejidad de su pensamiento. Por cierto, es una complejidad en gran parte innecesaria, una oscuridad cultivada deliberadamente. Roger Scruton ha hablado del posestructuralismo francés como nonsense machine.85 Dado que se trata de pensamiento de la sospecha llevado al paroxismo,86 un discurso demasiado transparente sería automáticamente sospechoso de ingenuidad o de voluntad de engañar.87 La, a veces, impenetrable complejidad de los Derrida, Deleuze, etc., refleja supuestamente la complejidad de lo real. Por no decir que su absurdo hace eco a la irracionalidad última de la realidad.

• Luc Ferry y Alain Renaut ofrecieron una clave interpretativa del pensamiento del 68 francés que resulta plausible: son autores que parten de Marx, Freud o Nietzsche, pero radicalizan las premisas de estos llevándolas hasta extremos que habrían sorprendido a los maestros de la sospecha originales.88 Así como Lacan pretende ser más freudiano que Freud (vid. nota 86), Louis Althusser es más marxista que Marx al distinguir una fase ideológica y una fase propiamente científica en el pensamiento del de Tréveris, separadas por la ruptura epistemológica de 1845.89 A Althusser le alarmaba el auge del marxismo humanista en los sesenta —al que llama desviación derechista—; por ejemplo, en la obra de miembros de la Escuela de Fráncfort, como Erich Fromm (Marx y su concepto del hombre), y en otros como Adam Schaff o Roger Garaudy. Decreta, por tanto, que el Marx anterior a La ideología alemana es todavía un Marx premarxista, con sus especulaciones sobre la esencia humana, la alienación, el hombre como ser social, etc. Es cierto que Marx ya había denunciado el humanismo en La cuestión judía (1844), pero se trataba del humanismo abstracto de las constituciones y declaraciones de derechos liberales, que intentan encubrir la ausencia de libertad e igualdad materiales con libertad e igualdad formales, y la opresión fáctica con derechos atribuidos al ciudadano abstracto. El Marx juvenil está todavía dominado por la creencia precientífica en una esencia humana, cuya alienación es precisamente la gran acusación que puede dirigirse al capitalismo, y que será recuperada con la revolución: el hombre volverá a ser lo que realmente es. A partir de La ideología alemana, piensa Althusser, Marx deja de especular sobre lo que sea realmente el hombre; de hecho, deja de ver al hombre como sujeto de la historia, reduce a cenizas el mito filosófico del hombre.90 La historia no es la aventura del hombre, sino el resultado la evolución de fuerzas productivas y de la interacción de estructuras (socioeconómicas) y superestructuras (culturales). En definitiva, la gran hazaña teórica de Marx —comparable al descubrimiento de las matemáticas en Grecia— habría sido proponer una interpretación de la historia estrictamente antihumanista, haber conseguido la volatilización de la noción de sujeto.91

Atlhusser, el hipermarxista que acusa de desviacionismo juvenil al creador del materialismo histórico (de Marx, por cierto, se cuenta que dijo «je ne suis pas marxiste» en cierta reunión de la AIT), profesa una versión fuerte de la tesis de la determinación de la superestructura (ideológica) por la estructura (económica). Esto significa que los argumentos no deben ser tomados en serio en sus propios términos, sino simplemente interpretados como expresión de unos u otros intereses de clase: el combate de las ideas y la búsqueda de la verdad son sustituidos por la lucha por el poder. Ya no se prestará atención a qué dice cada uno, sino a quién lo dice (desde qué posición o interés de clase): como dirá Foucault, «la interpretación será a partir de ahora una interpretación basada en el ¿quién?».92 Los profesores, por ejemplo, forman parte del aparato ideológico de Estado encargado de inculcar la ideología que conviene a la clase dominante:93 «Los profesores de filosofía son intelectuales empleados en un sistema escolar determinado, sometidos a ese sistema, y ejercen en masa una función de inculcación de la ideología dominante. Los profesores son intelectuales, por tanto pequeño-burgueses, sometidos en masa a la ideología burguesa y pequeño-burguesa».94 Por tanto, la interpretación por el ¿quién? remite a una nueva interpretación por el ¿qué?. Pero ya no es el qué de lo argumentado, sino el qué de las estructuras de poder e intereses de clase de los que los individuos (los quiénes) son portavoces y peones.

• También en Michel Foucault encontramos esta misma neutralización y absorción del sujeto por estructuras impersonales: en este caso, se trata del «saber» (o bien el discurso o el lenguaje), y Foucault decreta nada menos que la inminente muerte del hombre; el hombre no sería más que un pliegue del saber de aparición reciente y pronta reabsorción:

[E]l hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano. […] El saber no ha rondado durante largo tiempo en torno a él y a sus secretos. […] [El hombre] fue el efecto de un cambio en las disposiciones fundamentales del saber. El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. […] A todos los que quieren hablar aún del hombre, de su reino o de su liberación, a todos los que plantean aún preguntas sobre lo que el hombre es en su esencia, […] a todos los que no quieren formalizar sin antropologizar, […] los que no quieren pensar sin pensar que es también el hombre el que piensa, […] no se puede oponer otra cosa que una risa filosófica.95

Ahora bien, ese saber impersonal —del cual el hombre no sería más que un pliegue— es también poder. La arqueología del saber se corresponde, pues, con la microfísica del poder, pues todo saber implica control y dominación. Y Foucault hará su fama desenmascarando la falsa neutralidad de instituciones clave del saber-poder, como los hospitales, los manicomios, las prisiones…, todas las que den por supuesto un determinado código de normalidad. Su Historia de la locura, por ejemplo, es una denuncia de la falsa neutralidad de la ciencia psiquiátrica, interpretada por Foucault como un mecanismo de control y exclusión. La reclusión de los locos en establecimientos psiquiátricos comienza, según Foucault, en el siglo XVII, en significativa coincidencia con el racionalismo de Descartes o Leibniz, que erige la razón en norma, y por tanto la locura en transgresión: la locura deja de ser entendida por sí misma, como un modo de vida simplemente distinto, para pasar a ser concebida como sinrazón (déraison), lo otro que la razón. La posición de Foucault parece ser la de que la locura no existe y que el verdadero problema es la normatividad de la razón, que obliga a retirar de la vista y del espacio social a los inquietantes irracionales: el problema no es la enfermedad, sino la erección de la salud en norma. En realidad, es la propia idea de norma la que crea la categoría de la enfermedad mental.96 Pues toda normatividad necesita transgresores a los que reprimir, anormales a los que uniformizar o castigar.97 Esta relación represiva/medicalizada que la modernidad establece con la locura contrastaría con la tolerancia de una Edad Media idealizada que habría, según Foucault, respetado al loco, e incluso lo habría considerado inspirado por una genialidad especial.98

En otras ocasiones, Foucault, en un registro más marxista, vincula el grand renfermement (el confinamiento de los locos a partir del siglo XVII), no ya solo al ascenso del racionalismo, sino al capitalismo necesitado de mano de obra barata99 (pues en algunos asilos se pone a trabajar a los perturbados), o a la familia burguesa (pues en el manicomio el loco es equiparado al niño, el cuerdo al adulto, y la locura a la rebeldía contra el padre). En Vigilar y castigar, Foucault añadirá el derecho penal y la política penitenciaria a su mapa del saber-poder. Y en Nacimiento de la clínica incluirá en él también… ¡a los hospitales! Como ha señalado Scruton, caracteriza a Foucault una enfermiza «suspicacia frente a las decencias humanas básicas».100 Solo un ingenuo podría creer que el internamiento de enfermos en hospitales obedece a la pretensión benévola de cuidarles mejor: no, en realidad se trata de control, poder, represión… Lo mismo vale para los manicomios. Y la reclusión de delincuentes en prisiones no es una medida elemental para proteger a la sociedad, sino un rodillo de doblegamiento de rebeldes (pues el crimen es «una protesta resonante de la individualidad humana»). Hospitales, asilos, escuelas, cuarteles, prisiones…, todos forman parte para Foucault de un mismo universo carcelario («¿Es sorprendente que las cárceles se parezcan a las fábricas, a las escuelas, a los cuarteles, a los hospitales, todos los cuales parecen prisiones?»).101 Quizá cambió de opinión cuando, en junio de 1984, fue llevado agonizante de SIDA al hospital de la Salpétrière (por supuesto, su vida homosexual había sido intensamente promiscua, y en su Historia de la sexualidad había deconstruido la noción de normalidad sexual y la distinción entre prácticas sanas y perversas). Quizá agradeció que se ejerciera sobre él el represivo saber-poder burgués para aliviar sus sufrimientos en sus últimos días.

• Así como Michel Foucault mostró predilección por el desenmascaramiento de hospitales y establecimientos psiquiátricos como instituciones de represión, Pierre Bourdieu, otro de los santones del pensamiento del 68, se especializó en la denuncia del sistema educativo. Como en otros países occidentales —España entre ellos— 1945-68 había sido a todas luces un periodo de grandes progresos en ese ámbito, con mejora en la calidad (cualificación del profesorado) y sobre todo la cantidad (universalización) de la educación. El sistema académico estaba funcionando como un auténtico ascensor social, permitiendo que jóvenes de orígenes sociales humildes accedieran a la universidad y, a través de ella, al estrato social-profesional superior.

Pero, como otros aspectos del éxito occidental en los Treinta Gloriosos, tampoco este podía escapar a la pasión deconstructiva del pensamiento del 68. Pierre Bourdieu propone una interpretación marxista según la cual así como un modelo económico se basa en cierta estructura de relaciones de producción, así su superestructura ideológica comporta cierta distribución del capital simbólico y cierta división del trabajo social. La eficacia del sistema educativo como ascensor social es negada por Bourdieu: en un contexto capitalista, la educación está diseñada de forma que quede garantizada la reproducción (La reproducción es el título de su obra más influyente) de la distribución del capital simbólico y del trabajo social (es decir, que los hijos de los obreros sigan siendo obreros y los de los burgueses, burgueses). Una vez más, una falsa neutralidad —en este caso, del sistema docente— permite que, so capa de transmisión de conocimientos objetivos, se inculque en realidad la ideología que conviene a la clase dominante, y que, bajo la apariencia de exámenes y concursos-oposición neutrales, se garantice a los hijos de la burguesía la perpetuación de las posiciones de poder que ocuparon sus padres (se consigue así que «los privilegiados no aparezcan como tales»), mientras que a los de abajo se les hace creer que «deben su destino escolar y social a su carencia de talento y méritos».102 La aparente selección por el talento encubriría la simple reproducción de la estructura de clases. Las ideas de Bourdieu han sido desarrolladas después por toda una legión de sociólogos de la educación (Casella, Tomlinson, etc.), para los cuales, como denuncia Inger Enkvist, «lo interesante es la clase social de los alumnos, y no lo que aprenden».103

Junto con esta requisitoria marxista contra la escuela de los sesenta, en Bourdieu encontramos también ideas llamadas a tener mucho eco en la revolución pedagógica que se pondrá en marcha a partir de aproximadamente 1970; por ejemplo, el cuestionamiento de la autoridad del profesor en clase (un sucedáneo de la violencia física cuya función simbólica, según Bourdieu, es acostumbrar a los jóvenes a la jerarquía y la obediencia, y prepararlos para ser dóciles peones del sistema), o la tesis según la cual la verdadera función de la educación no debería ser transmitir contenidos, sino permitir a los niños expresar su personalidad y enseñarlos a pensar por sí mismos (a lo cual contribuirá mucho el éxito internacional de la obra de A. S. Neill Summerhill: A Radical Approach to Education). La minusvaloración de los contenidos educativos ha conducido al formalismo pedagógico es decir, la obsesión con la metodología docente, constantemente renovada, en detrimento de la materia de la enseñanza.104 El resultado de todo ello ha sido un descenso del nivel de exigencia en los colegios… que ha terminado volviéndose precisamente contra los más pobres, incapaces de matricular a sus hijos en colegios privados más selectivos.105 En este sentido, parece justificada —quizá descontando cierta hipérbole— la dura crítica que dirigió Jean-François Revel a Bourdieu:

La escuela llamada de Jules Ferry [sistema republicano de escuela pública puesto en marcha a finales del siglo XIX] había sido siempre, y era todavía, un ascensor social para los hijos de orígenes humildes. Por tanto, [los ideólogos de ultraizquierda] se las arreglaron para que dejara de serlo. […] Seguidores de Pierre Bourdieu se han hecho desde hace treinta años [escrito en 2000] con el Ministerio de Educación y con todas las palancas del “pedagogismo” —que es una ideología, a no confundir con la pedagogía, que es un arte— y se han salido con la suya: han hecho que la escuela sea lo que la teoría de Bourdieu decía que era. La aplicación de los métodos de Bourdieu ha convertido en exactas las tesis de Bourdieu. Ha transformado en realidades los males hasta entonces imaginarios denunciados por Bourdieu. Ciertamente, como ahora ya no se enseña nada en la escuela, no puede ya servir como “ascensor social”. Fabrica toneladas de “fracaso escolar”, analfabetos inempleables e inempleados.106

Mayo del 68 - Volumen I

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