Читать книгу La Llave - María Luisa Ginesta - Страница 10
ОглавлениеSomos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
J. L. Borges,
“La llave de Josefina” es un cuento que uso a menudo como herramienta de conversación o en la terapia que hago en la Fundación donde trabajo. Es una buena analogía, es algo concreto y, sobre todo, es algo que tiene sentido para mí. Fue solo hasta que lo leí que le pude poner palabras a algo que yo sentía o sabía: eso de ir abriendo puertas. Siempre creí que uno iba abriendo puertas como pasando por etapas de juegos, como el “Candy Crush” o el antiguo “Pac-Man”. Cada puerta era una nueva etapa, una nueva aventura en la vida de uno mismo.
Cuando tenía yo 12 años aproximadamente, mi Abuela paterna llegó de visita desde Viña del Mar, donde ella había decidido radicarse, y me entregó una caja con libros. No me acuerdo del ritual, el cual no me cabe duda de que hubo, porque para ella eran importantes los rituales. No se entregaba algo, por muy insignificante o importante que fuese, así como así.
En estos libros, ya entonces viejos, había unos artículos del periódico, recortados y pegados con un pegamento que, seguramente, debió haber sido cemento, porque hasta hoy día no se pueden despegar. Estos artículos estaban escritos, al parecer, por una señora ya mayor, que yo no sabía quién era. Había una sola Mariana en la familia y claramente no era la que firmaba los artículos, ya que la Mariana que yo conocía era muchísimo más joven. No me acuerdo si junto con el ritual de entrega de esos libros se me dijo algo más, pero ahí estaban, en mis manos. A esa edad, leí un par de artículos (reconozco que muy por encima) para tratar de entender por qué me los entregaban a mí, pero no logré ver su trascendencia; claro que a los 12 años, al menos para mí, era difícil ver más allá de la nariz. Entonces los cerré y los guardé en esa misma caja. Por alguna razón, eso sí, me sentía como la guardiana de un tesoro.
Nos cambiamos tres veces de casa y junto con mis papás, mis hermanos, los muebles, cuadros, platos y demases, también se fueron mis “cajas”. Aproveché, eso sí, el espacio disponible y fui guardando, junto a esas reliquias, mis propios diarios de vida. Mal que mal eran un tesoro mío que valía la pena ser guardado.
Me casé y junto con salir de la casa de mis padres salió también conmigo mi caja con mis tesoros que, aún seguía sin entender, ni lo que decían ni por qué aún los conservaba, o qué fuerza me impedía botarlos. Pero eran míos, eran parte de mí. Tuve hijos, me cambié tres veces de casa, incluso nos fuimos a vivir al extranjero y ahí seguían mis libros, dentro de sus cajas, acompañándome a la espera de que algún día me hablaran.
Nunca boté esa caja llena de recuerdos. Si los libros no me decían nada, al menos tenía el recuerdo de la persona que me los había regalado. La caja y yo éramos una, era como trasladarme con mi historia; no importaba donde fuera, mi historia me acompañaba. Nunca, nunca tuve la ocurrencia de tirarlos a la basura o dejarlos atrás a que otros los cuidaran. Siempre conmigo, como con un temor inexplicable de que si no los tenía conmigo se me olvidaría mi historia. Por otro lado, me sentía de alguna forma un Templario guardando el Santo Grial. Aun así, aunque los artículos no me dijeran nada, siempre estaban conmigo y, para esos años, ya no solo guardaba esos libros y mis diarios de vida, sino que era una caja muy llena donde estaban encerrados retratos, muchas cartas, tarjetas, corchos de botellas de champagne con fechas marcadas, flores secas, tantas cosas que me son tan queridas hasta el día de hoy, y aún sigo metiendo cosas.
Hace tan solo dos años atrás, cuando cayó en mis manos el cuento de “La Llave de Josefina”, de Iris Rivera, fue que finalmente me hablaron los artículos. ¿O debería decir que finalmente tuve la capacidad de escuchar lo que me querían decir? Ese cuento fue la llave que abrió el corazón. Es cierto eso que dicen que “las llaves abren puertas y caminos, que nos llevan a lugares inesperados.” Para mí, el abrir esos libros fue como abrir la puerta donde se guardaban las cosas perdidas. Como esas cajas que tienen los colegios donde van a parar todos los chalecos, poleras, delantales que los alumnos van olvidando o dejando atrás. Solo hacen sentido las cosas para quienes las han perdido, de lo contrario un zapato es solo un zapato, pero para quien tiene el otro es una gran diferencia.
Al abrir en ese instante esos libros, algo mágico pasó. Quizás los planetas estaban alineados, quizás había luna llena o menguante o quizás no había luna, no lo sé, pero algo pasó, ya que esos libros los había abierto cientos de veces antes, y nada. Pero aquel día, al dejar entrar aire a esas páginas, ¡todo cobró vida! Salieron letras, palabras, como si cada una estuviese buscando su propia puerta y, como en tantas películas de niños y no tan niños, no solo salieron a respirar las letras, y palabras, sino que salió una mujer en forma de fantasma. Una mujer preciosa, de rostro familiar. Ojos con una chispa, que no necesitaban decir nada porque lo decían todo. Me llamó la atención su pelo muy corto y ondulado de un color cobrizo. A juzgar por sus modales, por su vestir, debía ser muy distinguida, de refinamiento exquisito. Ella, con una gracia inigualable, trataba de sacudirse de forma graciosa, el polvo de tantos años de encierro y de la tontera mía de no poder verla o escucharla hasta ese día. Todo pasaba al mismo tiempo: tratar de ver quién era esta mujer, ver este cuarto nuevo que había abierto, que no conocía, pero en el que había cosas familiares, ¡tanta información! No quería ni pestañear para no perderme ni un segundo de nada. Respirar… Inhalar, retener, exhalar, vaciar…
Ya un poco menos abrumada dejé que las cosas empezaran a decantar y, de a poco, pude empezar a ver y entender un poco más las cosas que tenía olvidadas. Pude de alguna manera reconocer piezas que me faltaban de mi pasado.
—… ¡Qué niña eres todavía! —me dijo Mariana, la mujer que había salido del libro, mientras buscaba un espejo para asegurarse de estar impecable mientras me hablaba…—. El pasado nunca resucita porque nunca muere; puede adormecerse, pero morir, jamás. Es lo contrario de lo que el mundo cree cuando se dice que lo llevamos detrás; yo creo que va delante de nosotros y somos nosotros los que caminamos detrás de él, somos nosotros los que vamos pisando su largo manto, somos nosotros los que lo seguimos; no es el pasado el que nos sigue… Cartas, retratos, objetos ínfimos que nos hablaron al corazón a cierta hora de la vida y a toda edad, a toda hora, en toda época, vuelven a tener su brillo y su emoción.
—Pero si aquellos ojos que ya no nos miran, si esas manos que ya no nos escriben están sepultados para nosotros… —pregunté, ¡sin siquiera cuestionarme que le hablaba a un fantasma!
—Pero quedan sus huellas. Son siempre tesoros para la vejez. No sabes a qué edad, mucho más tarde, volverán a hablarte al alma. A los 70, a los 80 años, puedes romperlas, no a tu corta edad. Pueden quedar mudas para ti un largo tiempo, pero algún día sonará la hora en que despierten nuevamente y oigas su voz lejana que te diga: ¿recuerdas?
¿Cómo le podía preguntar si se volvían a oír, cuando yo las estaba oyendo ahora? Y como si me hubiese leído el pensamiento, Mariana dice: —Defiéndete, niña, de los lamentos de tu corazón. No sabes tú cuán pobre es una vejez sin recuerdos. No entres en el engranaje del modernismo, que solo vive los cuartos de hora sin huellas y sin ideales; defiéndete del miedo a sufrir.
¡Y cuánta razón tiene Mariana! Muchas veces, en amor el sufrimiento nos enseña más que la felicidad.
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