Читать книгу Agatha Christie - María Soledad Romero - Страница 4

PRÓLOGO

Оглавление

Leer la historia de la vida de Agatha Christie es el equivalente a pasar las páginas de una increíble novela de aventuras. Las hazañas literarias de la mujer que pasó a la posteridad como referente inequívoco de las novelas policíacas son ampliamente conocidas. Con su prosa atemporal, audaz y entretenida logró conquistar al público durante las más de cinco décadas en las que se mantuvo activa, convirtiéndose en un tiempo récord en la autora más traducida del mundo, por delante de dos de sus ídolos literarios de la infancia: William Shakespeare y Julio Verne. Sin embargo, su faceta como exitosa autora de misterio eclipsó muchas otras dimensiones de una mujer polifacética que, movida por su vitalidad, se lanzó sin complejos a conquistar con entusiasmo todos y cada uno de los intereses con los que se cruzó a lo largo de sus ochenta y seis años de vida.

Educada en los valores victorianos que compartió durante la infancia con su madre, Agatha creció en el seno de una familia acomodada que le proporcionó una inusual educación por la que estuvo agradecida toda su vida. Tras la muerte de su padre, creció rodeada de mujeres fuertes junto a las que aprendió una lección que convirtió en una directriz vital inquebrantable: la mejor forma de aprender es sintonizar con aquello que resulte más atractivo y ponerlo en práctica, experimentarlo en primera persona. Hacer las cosas, en lugar de teorizar sobre ellas.

Con este principio en mente, Agatha se sumergió a fondo en todas las disciplinas que la atraían, llegando a dominar actividades tan diversas como el piano y el canto, la fotografía, la química, el surf o la cerámica prehistórica. Del mismo modo que trabajó a conciencia para dominarlas, fue capaz de renunciar a algunas de ellas con una gran serenidad cuando los inesperados giros de la vida así se lo requirieron.

Movida por su insaciable apetito por descubrir nuevos mundos, viajar se convirtió en una de sus más grandes pasiones. Desde que la autora pisó suelo extranjero de adolescente, cuando su madre la envió a París para que completara su formación, Agatha supo que no podían contenerla más límites que los de la propia Tierra. Su casa era ella misma, por lo que prácticamente no pasó ni un año entero en el mismo lugar. Melbourne, Bagdad, El Cairo, Wellington... Agatha logró pisar los cinco continentes mucho antes de que el avión se convirtiera en el método de transporte habitual. Prefirió siempre el tren, y, arriesgada y determinada en todas sus decisiones, montó en el Orient Express para cruzar Europa y Asia sin más compañía que la de su máquina de escribir, ávida de conocer otras culturas y dejar atrás el Imperio británico que teñía medio mundo de aburrida cotidianidad.

Pese a que su éxito como escritora empezó resultar evidente cuando rondaba los treinta años, Agatha no se consideró a ella misma como tal hasta mucho tiempo después. Empezó a escribir como respuesta a un reto, como una afición que le permitía encajar las piezas de un enrevesado acertijo en sus ingeniosas tramas. Sin embargo, para ella tener éxito no equivalía a dedicar hasta la última gota de energía a esa actividad que eventualmente se convirtió en su profesión, sino a jugar bien las cartas para gozar de los placeres de la vida, como la gastronomía, las conversaciones inteligentes, el buen sentido del humor, ver crecer a su hija o los largos recorridos a bordo del Orient Express. Agatha vivió con una intensidad plena todos los instantes de su vida. Esta celebración de la cotidianidad le abrió camino a una existencia dichosa en la que el gozo de vivir fue el compás que le permitió encontrar siempre el rumbo hacia la felicidad.

Y aunque exprimió cada segundo de su vida para disfrutar al máximo cada instante, no pudo trabajar en el dispensario del hospital durante la guerra sin obtener un diploma en farmacia, ni visitar los yacimientos arqueológicos de Siria e Irak con asiduidad sin convertirse en una gran conocedora de la cerámica mesopotámica. Sin premeditarlo, pero sin echarse jamás atrás por el hecho de ser mujer, fue una de las primeras personas en montar en avión y de los primeros europeos en hacer surf, y gastó su primera paga en un automóvil que jamás se cansaba de conducir, apasionada por la sensación de velocidad y de independencia que le proporcionaba su Morris Cowley gris.

Si bien Agatha no se propuso derribar ninguna barrera impuesta a su género de forma consciente, fue enfrentándose a un prejuicio detrás de otro sin rendirse jamás, logrando trazar su propio camino con gran independencia de las presiones sociales. A mediados del siglo XX no solo tuvo que defender su voluntad de viajar sola o de trabajar en tiempos de guerra, sino que también se enfrentó a aquellos que se oponían a otras decisiones más controvertidas para la época, como el divorcio, considerado una prueba de fracaso femenino, o el matrimonio con un hombre trece años menor que ella.

La prolífica vida de Agatha y su deseo de enfrentarse siempre a nuevos horizontes se refleja en su obra. Podía haberse limitado a la novela de misterio y, sin embargo, poco tardó en dar el salto a la radio, el cine y el teatro. Y fue en las tablas donde, cuando todos la consideraban en la cumbre de su carrera, la autora de Asesinato en el Orient Express alcanzó su mayor éxito: El estreno de La ratonera, obra que no ha dejado de representarse ni un solo día desde que se estrenó en 1952, batiría todos los récords en el mundo del teatro.

La creadora de uno de los detectives de ficción más famosos de todos los tiempos, Hércules Poirot, no se contentó con el personaje que generó su principal fuente de ingresos y decidió explorar otras posibilidades ideando una nueva investigadora que llegaría a ser tan popular como su colega masculino de profesión: Miss Marple. En esa detective de edad madura Agatha fue vertiendo detalles de muchas mujeres a las que conocía, así como de sí misma. Mujeres aparentemente sencillas, pero sagaces, vivas, inquisitivas y extremadamente inteligentes. Las maravillosas dotes de observación de Agatha resuenan con fuerza en Marple y en muchos otros personajes femeninos de sus obras.

En los últimos años de su vida, la reina Isabel II reconoció la importancia de la autora al nombrarla dama del Imperio británico, y su fama se hizo aún mayor. Pero ni siquiera cuando la salud y la movilidad empezaban a flaquear se convirtió en la afable y canosa escritora que nos ha legado el imaginario, pues la que parecía una escritora convencional ni siquiera tenía un despacho. Escribía en cualquier parte, y solo se sentaba delante de la máquina rodeada de papeles y muy concentrada cuando un periodista así se lo pedía para tomarle una fotografía.

Agatha fue muchas mujeres: Agatha Miller, la niña apasionada que devoraba libros tras aprender por ella misma a leer; Agatha Christie, la escritora que se encontró con el éxito de imprevisto; Agatha Mallowan, la infatigable fotógrafa y ayudante en los yacimientos arqueológicos de Siria e Irak; e incluso Mary Westmacott, el pseudónimo con el que la famosa autora escribió los libros más personales de su carrera.

Pero ante todo fue una mujer que nunca aceptó el lugar al que su época la relegaba, a la que nadie fue capaz de convencer de que no podía hacer algo hasta que lo había intentado por sí misma y cuya sed de experiencias, determinación y rechazo de los convencionalismos fueron muy adelantados a su tiempo. La vida de Agatha, la misma que quedó escondida detrás de esa apariencia de anciana bondadosa, queda desgranada en estas páginas mostrando todas las facetas de una mujer que, en lugar de esforzarse por encajar en los moldes de la época, amoldó la vida a su gusto, dejando tras de sí un legado que va mucho más allá de su extraordinaria carrera literaria.

Agatha Christie

Подняться наверх