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1 UNA DAMA CON UN PLAN

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No sabes si puedes hacer algo hasta que lo intentas.

AGATHA CHRISTIE


Agatha Miller era una gran conversadora, fruto de su excelente educación y de su actitud curiosa y siempre atenta a los detalles. En la imagen de la página anterior, la joven en París, en 1906.

Acodada en la borda del SS Heliópolis, Agatha Miller contemplaba extasiada cómo la costa de Egipto comenzaba a dibujarse en el horizonte. El flamante barco de pasajeros que cubría la ruta entre Marsella y El Cairo había sido botado solo unos meses antes, en la primavera de 1907. Poco a poco, ante sus ojos se iban desvelando los contornos de un país que hasta entonces no había sido más que un exótico espejismo en su mente. Mientras los más de ciento sesenta metros de eslora del SS Heliópolis se desplazaban suavemente por las aguas del Nilo, la joven Miller reflexionaba sobre la importancia de la aventura que estaba a punto de emprender. Junto a su madre, Clara, Agatha se disponía a pasar tres meses en El Cairo, con el objetivo de materializar un deseo largamente anhelado: su presentación en sociedad. Agatha por fin iba a convertirse en miembro activo de los círculos sociales, participando en fiestas y celebraciones que le permitirían entablar relación con otros muchachos de su edad y ponerse a prueba en ese ámbito inexplorado. A principios del siglo XX, este era un momento de vital importancia para una dama de clase acomodada como ella. Tanto era así que su propia madre se refería a este acontecimiento como «el derecho a nacer» de una joven, el momento en el que una Agatha adolescente debía romper su crisálida, deslumbrar con sus dones más extraordinarios y, con suerte, encontrar el marido adecuado.

El destino elegido por madre e hija no era caprichoso ni aleatorio. En la primera década del siglo XX, el interés por Egipto y su historia estaba en su máximo apogeo. El país africano se encontraba bajo dominio británico y constituía uno de los protectorados más ricos del imperio. Para los visitantes, el principal reclamo, además de los consabidos intereses artísticos y arqueológicos, eran los grandes beneficios que la zona proporcionaba al Imperio británico, expandido en esa época por los cinco continentes. Por ese motivo, a Agatha la acompañaban en su travesía muchos otros ciudadanos británicos que, como ella, pertenecían a la clase alta, pues no eran pocas las familias acaudaladas que elegían Egipto como lugar de recreo o como destino militar, hospedándose en los hoteles del país durante meses o incluso años. Otros, como Agatha y su madre, habían escogido ese destino precisamente para beneficiarse de la compañía de la copiosa colonia británica que se reunía allí, mucho más selecta, variada y numerosa que la que nutría los círculos sociales de otras muchas ciudades del Imperio británico.

Mientras el barco se dejaba mecer por el vaivén de las olas, Agatha fantaseaba con su futuro, preguntándose cómo se desarrollarían los acontecimientos y emocionada ante la perspectiva de lo que un evento de esa magnitud significaba para una joven de diecisiete años. Aunque la Agatha adolescente se moría por pisar las calles de El Cairo y divertirse codeándose con otros jóvenes británicos, los nervios que revoloteaban en su estómago le recordaban que la ocasión era una oportunidad para lograr algo mucho más importante que encontrar marido: empezar a tomar las riendas de su propia vida.


La vida que Agatha Mary Clarissa Miller dejaba momentáneamente atrás había empezado en la pequeña villa de Torquay, Inglaterra, el 15 de septiembre de 1890. Fruto del matrimonio entre Frederick y Clarissa Miller, Agatha, la menor de tres hermanos, había nacido y se había criado en una residencia ajardinada conocida con el nombre de Ashfield. La mansión, pese a no ser extremadamente lujosa, no desentonaba entre los muchos caserones de clase media-alta que abundaban en la villa sureña, si bien en ella residía una familia poco convencional. Clara era una mujer carismática que se definía a sí misma como médium y aseguraba tener visiones que determinaban sus decisiones. Junto a su amado Frederick, un corredor de bolsa norteamericano despreocupado, algo manirroto y aficionado al teatro, Clara organizaba agradables veladas a las que asistían escritores de la talla de Rudyard Kipling, autor de El libro de la selva, o Henry James, famoso por los minuciosos retratos psicológicos de sus personajes. Del feliz matrimonio nacieron tres hijos: Margaret, a quien todo el mundo conocía como Madge, Louis Montant, único hijo varón a quien cariñosamente llamaban Monty, y, finalmente, Agatha. Madge, con quien la futura escritora se llevaba once años, había heredado el carácter afable y divertido de su padre, y todos los que la rodeaban la adoraban. Y es que el señor Miller pertenecía a la rara categoría de personas que convertían la felicidad ajena en la suya propia, lo que en gran medida contribuyó a que la infancia de Agatha fuera completamente dichosa, y su hogar, un entorno protector y feliz en el que unos padres que se amaban educaban a sus hijos con ternura y en un ambiente de libertad poco común para la época. Los Miller estimulaban las dotes creativas de Agatha y la animaban en su búsqueda de la realización personal, algo bastante alejado de la educación que recibían las muchachas en aquella época. En su autobiografía, Agatha definió esta etapa de su vida como una de las más dulces de su existencia:

Una de las mejores cosas que le pueden tocar a uno en la vida es una infancia feliz. La mía lo fue. Tenía una casa y un jardín que me gustaban mucho, una juiciosa y paciente nodriza y, por padres, dos personas que se amaban tiernamente y cuyo matrimonio y paternidad fueron todo un éxito.

Feliz y libre de cualquier atadura a la hora de explotar su creatividad, Agatha pronto experimentó una auténtica pasión por el suspense. Siendo tan solo una niña, encontraba algo terroríficamente gozoso en el estado de alerta y expectación que provocaban la intriga y el miedo, pues en esas circunstancias, cuando cualquier cosa podía suceder, vivía cada segundo con los sentidos alerta, temerosa pero al mismo tiempo ansiosa por descubrir el desenlace. Los juegos con los que más disfrutaba en su infancia eran siempre aquellos en los que se entremezclaban estos elementos. Consciente del gusto de su nieta por este tipo de emociones, su abuela a menudo simulaba confundirla con la cena y, tras afilar los cuchillos, la perseguía para tratar de hincarle el diente. Otras veces, era Madge quien, accediendo a los ruegos de la pequeña, se presentaba ante Agatha como su hermana secreta, a quien sus padres habían abandonado de pequeña en una cueva a causa de su locura. Su imaginación, tan fértil como voraz, desarrollaba historias y escenas fantasmagóricas y misteriosas, que se nutrían tanto de sus lecturas como de su insaciable curiosidad y del misticismo inoculado por su madre.

Como era de esperar, la formación de Agatha resultó tan poco común como su familia. La señora Miller encaraba la educación de sus hijas del mismo modo que se enfrentaba al mundo religioso. Aficionada al esoterismo en general y poco partidaria de doctrinas concretas, Clara había practicado diversas religiones en un incansable intento por encontrar la que más conectara con sus ideas místicas, y este mismo proceder disperso lo había aplicado a la escolarización de sus hijos. Tras llevar a Madge a un colegio para niñas y enviar a Monty a una academia militar, cuando llegó el turno de Agatha su parecer con respecto a la enseñanza había virado hacia posturas muy particulares. Clara había llegado a la conclusión de que lo único que necesitaban las chicas —su criterio no afectaba a los chicos— era que las dejasen tranquilas. Aire fresco y buena alimentación. Así, en lugar de ir a la escuela o tener institutriz, Agatha se escolarizó en casa. Su madre la animaba a practicar todo el deporte que pudiera, desde largas caminatas por el bosque hasta sesiones de natación en las gélidas aguas del mar, unas pautas realmente inusuales en la educación de una niña de esa época. Exploradora por naturaleza y siempre con un plan o un objetivo entre manos, Agatha disfrutó de una infancia que le permitió experimentar libremente sus intereses, aunque Clara pusiera algunos límites tan insólitos como los estímulos que proporcionaba a su hija. Curiosamente, la lectura fue uno de ellos. Según Clara, Agatha no debía aprender a leer hasta los ocho años, ya que retrasar la lectura era «beneficioso para los ojos y el correcto desarrollo del cerebro».

Sin embargo, la pequeña Agatha no pudo evitar desafiar la autoridad de su madre cuando esta decidió que su hija era demasiado joven para enfrentarse a las palabras, el jeroglífico que más la hechizaba. ¿Por qué tenía que esperar a que alguien le leyera un libro, si podía aprender a hacerlo ella sola? ¿Acaso iba a renunciar al placer de contar una historia, de leerla y asimilarla a su propio ritmo? Esta prohibición era mucho más de lo que una niña inquieta y llena de entusiasmo podía asumir, así que urdió un plan en su mente infantil. Cada vez que le leían un libro, Agatha pedía el ejemplar para ojearlo. Luego, observaba las palabras manteniendo en secreto su verdadera intención, recordando el cuento que acababa de oír y amoldando el sonido a aquellas extrañas grafías, hasta que las palabras, poco a poco, empezaron a cobrar sentido. Cuando iba de paseo con Nursie, su niñera, le preguntaba por el significado de todo aquello que encontraba escrito en las vallas o los carteles de las tiendas. Nursie, que no podía sospechar sus planes, le recitaba cariñosamente cuantos rótulos y letreros se encontraban a su paso. Hasta que un día, cuando la futura escritora aún no había cumplido los cinco años, tomó entre sus manos un libro titulado El ángel de amor y se dio cuenta de que podía leerlo. Triunfante, continuó su lectura en voz alta para que su niñera la oyese. Agatha mostraba orgullosa sus progresos como lectora independiente, el primero de una larga lista de logros que conseguiría impulsada por esa iniciativa y tenacidad que ya desde niña despuntaban en su carácter. Al día siguiente, Nursie se presentó ante Clara con aire consternado y le dijo:


Agatha descubrió sus habilidades artísticas durante su infancia, motivadas por las inquietudes culturales de su padre, Frederick (arriba a la izquierda, padre e hija hacia 1893), por el misticismo de su madre Clara (arriba a la derecha, hacia 1895), y por las dotes literarias de su hermana Madge (abajo a la izquierda, ambas posan hacia 1895). Abajo a la derecha, Agatha toca la mandolina con ocho años.

—Lo siento, señora. La señorita Agatha sabe leer.

La victoria de Agatha no quedó empañada por la derrota de Clara, y desde ese mismo instante la pequeña se convirtió en una ávida lectora. Por su cumpleaños o Navidad, siempre formulaba el mismo deseo: libros, cuentos, historietas y poemas, volúmenes que irían llenando poco a poco sus estanterías. Su padre, por su parte, decidió que, si Agatha ya sabía leer, tenía que aprender cuanto antes a escribir. Tal y como recuerda la propia autora en su biografía, este proceso no resultó «ni de lejos tan placentero», pero la pequeña no claudicó. La perseverancia la impulsó en este camino hacia la escritura y, en el futuro, esta cualidad la ayudó a lograr muchos de los objetivos que se propuso. Curiosamente, como resultado de un proceso de alfabetización tan poco común, a Agatha la acompañaron ciertas faltas ortográficas y una enrevesada caligrafía durante toda su vida.

En 1901, el universo familiar tierno, estimulante y estable en el que crecía Agatha se vino abajo inesperadamente. Con tan solo cincuenta y cinco años, su padre sufrió un fulminante ataque al corazón que acabó con su vida. El duro golpe que supuso la muerte de Frederick sacudió los cimientos de la familia Miller, que se resquebrajaron para siempre. Agatha perdió aquel día la sensación de protección y seguridad que la había acompañado siempre, y la idea de abandono se instauró en ella con más fuerza cuando Madge, que poco antes se había prometido, también abandonó el hogar familiar para fundar el suyo propio. Monty, por su parte, que por aquel entonces tenía veintiún años, ya había comenzado una carrera militar lejos de casa. Así pues, en 1902, Agatha se encontró sola junto a su madre en un inmenso caserón prácticamente vacío.

Pese a su tierna edad, la niña se percataba por primera vez de que su padre no era solo el contrapunto alegre y despreocupado a la inteligencia y serenidad de Clara. Atenta a los susurros, silencios y lamentos que se oían por los pasillos de su casa, la pequeña descubrió que el bienestar de su familia se debía en gran parte a los ingresos de Frederick. Su madre, pese a ser una mujer cuyo consejo era requerido por grandes personalidades, no había sido preparada para el mundo laboral. A principios del siglo XX, aunque las mujeres habían conquistado el derecho de heredar el patrimonio de su esposo gracias al movimiento sufragista, aún eran educadas como hijas o esposas, nunca como personas independientes y capaces de valerse por sí mismas o de ganar su propio dinero.

Para sorpresa de Clara, Frederick había sufrido ciertos reveses con los negocios en Nueva York, y el capital con el que contaban era mucho menor de lo esperado. Aunque el dinero restante les permitiría mantener su posición sin sufrir demasiadas estrecheces, ya no gozarían de los recursos para vivir con la holgura económica a la que estaban acostumbradas.

Sin duda, con la muerte de Frederick todo había cambiado a un ritmo frenético. La ausencia de su querido padre y de sus hermanos, la convivencia con una madre rota por el dolor y que echaba cuentas mientras se sobreponía a la viudedad enfriaron la cálida atmósfera de Ashfield de la que se nutría Agatha, tanto que ella misma explicó más adelante que ese trágico acontecimiento fue un punto de inflexión en su vida, pues supuso el fin de su infancia:

Tras la muerte de mi padre, la vida cobró un color muy distinto. Salí del mundo de la infancia, un mundo de seguridad y despreocupación, y crucé el umbral de la realidad.

Afortunadamente, la señora Miller no tardó en hacer bandera de su fuerte carácter y dejó atrás las lamentaciones para pasar a la acción. Cuando Agatha cumplió los quince años, Clara quiso proporcionar a su hija una educación que la preparase para relacionarse en sociedad según los códigos de la época, por lo que lo dispuso todo para alquilar Ashfield. El hogar donde había transcurrido la infancia de Agatha era una una mansión de estilo victoriano flanqueada por un esplendoroso jardín y cercana a la campiña de Devon. Clara sabía que podía pedir una buena renta por ella y costear así la educación que toda joven de la condición de Agatha necesitaba, una formación que, según sus particulares creencias, solo podía adquirirse en una ciudad: París.

Sin duda, la capital francesa tenía mucho que ofrecer a la joven Agatha. Allí pasó dos temporadas, recibiendo lecciones de canto, declamación y piano en la selecta academia que la señorita Dryden regentaba en la Avenue du Bois de Boulogne, junto al Arco del Triunfo. Tras años recibiendo clase de sus propios padres en Ashfield, con poco o nulo contacto con chicas de su edad, la educación francesa era un soplo de aire tan refrescante que la propia Agatha se referiría a su estancia en París como un momento idílico que le permitió mejorar a pasos agigantados sus habilidades artísticas y que dejaría en ella una huella indeleble: «Los dos inviernos y el verano que pasé en París fueron de los mejores de mi vida».

Agatha aprovechó su estancia para asistir regularmente a funciones teatrales en la Comédie-Française, uno de los teatros más prestigiosos de la ciudad. Su contacto con el mundo del teatro, sin embargo, no se limitaba al patio de butacas. Distinguidos miembros de la escena francesa acudían frecuentemente a la escuela de la profesora Dryden para dar charlas sobre Pierre Corneille, Jean Racine o Molière, lecciones que Agatha escuchaba con la avidez de quien reconoce la pureza de la fuente de la que está bebiendo. Estos encuentros despertarían en ella un interés por el mundo del teatro que mantendría toda su vida. No es casual que en sus memorias alabase este tipo de educación:

Creo que la enseñanza solo puede ser satisfactoria si suscita una respuesta en el alumno. De nada sirve la mera información, pues no aporta nada distinto de lo que ya tenías. Que fueran actrices reales quienes nos hablaban de obras de teatro mientras recitaban palabras y textos, que profesionales de verdad nos cantasen Bois épais o un aria del Orfeo de Gluck, avivaba en nosotras un amor apasionado por el arte del que nos hacían partícipes. Esto abrió ante mí un mundo nuevo, en el que he vivido desde entonces.

Pero París también fue el lugar donde Agatha se topó de lleno con uno de los obstáculos que se interpondría en varias ocasiones en su vida y que desluciría esa idílica época. Por aquel entonces mostraba un innegable talento tocando el piano, habilidad que había desarrollado en largos ensayos de siete horas diarias en Torquay, y en la capital francesa encontraba un contexto inmejorable para progresar con el instrumento. Sus insignes profesores alababan tanto sus dotes como pianista que Agatha incluso fantaseaba con la idea de hacer de su interés artístico su medio de vida, dedicándose a la música de forma profesional. Sin embargo, los ágiles dedos de la joven pianista no eran todo lo que se necesitaba para progresar en el mundo de la música. A los pocos meses de su llegada, la escuela a la que asistía la escogió para dar un recital acompañada por una importante cantante.

Pero el día del estreno Agatha fue incapaz de tocar. Sudaba, se revolvía en su asiento y, por mucho que lo intentaba, sus dedos no respondían a tiempo y percutían la tecla equivocada, casi siempre fuera de compás. Parecía una completa aficionada. El miedo escénico la había paralizado y le había impedido demostrar su gran talento. Su profesor le aseguró que más le valía abandonar su idea de una vida dedicada al piano, pues jamás sería capaz de enfrentarse a un teatro repleto de espectadores. Tras sopesar sus palabras, Agatha abandonó su sueño de ser pianista con sorprendente entereza y optimismo, tal y como rememoró más adelante en su autobiografía:

Si no se puede ser lo que más se desea, es mejor reconocerlo y seguir adelante, en vez de hundirse en lamentaciones vanas e ilusiones. El recibir pronto ese desaire me ayudó para el futuro.

Aunque la lección estaba aprendida, detrás del pánico escénico se escondía también una profunda timidez que no cesó de atormentarla, ya que afectaba a muchos ámbitos de su vida. El hecho de haber crecido en Ashfield, sin compañeros de pupitre y rodeada de adultos, le dificultaba ciertamente el trato con los chicos de su edad y, aunque Agatha nunca supo si aquello era la causa o el efecto de su timidez exacerbada, durante su estancia en París fue acariciando la idea de sobreponerse a lo que consideraba una flaqueza de su carácter.

En 1907, de vuelta a su país natal, Agatha se reencontró con su madre notoriamente debilitada. Ningún médico sabía diagnosticar qué le sucedía. Clara, con su peculiar sentido de la realidad, se convenció de que lo mejor para su salud sería un cambio de clima a otro más seco y soleado, un tratamiento que se ajustaba perfectamente a su última y excéntrica ocurrencia: presentar a Agatha en sociedad en Egipto, donde sus ahorros podían permitirle costear los bailes, cenas y pasatiempos propios de una debutante. Algo así habría resultado inimaginable en Londres, ni tan siquiera en vida de Frederick, ya que los gastos que suponía celebrar un evento de esas características en la capital del Imperio británico habrían diezmado demasiado la economía doméstica. Y dado que Agatha había aprendido a tocar espléndidamente el piano y se había convertido en una armoniosa bailarina, la señora Miller juzgó por bien empleado su capital y se concentró en su siguiente objetivo: alquilar de nuevo Ashfield y poner rumbo a Egipto junto a la menor de sus hijas.


Agatha seguía perdida en sus ensoñaciones mientras caía la tarde sobre el límpido cielo egipcio y el cálido viento le desordenaba el cabello. Desde una de las hamacas reservadas en el SS Heliópolis a los huéspedes de su categoría, Clara Miller observaba a su hija como si por primera vez se diera cuenta de que esa esbelta joven, con su larga melena castaña recogida al estilo griego, tal y como dictaba la moda del momento, había dejado de ser una niña. Agatha sintió en su espalda la atenta mirada de su madre y se giró con una cómplice inclinación de cabeza en la que se mezclaban el agradecimiento y la admiración: su madre le estaba brindando la oportunidad de descubrir ese estimulante e inesperado mundo que comenzaba a desplegarse a su alrededor. La joven estaba decidida a tomar de él cuanto le ofreciera.

Poco a poco, se había dado cuenta de que, aunque su presentación en sociedad y el objetivo de encontrar un buen marido eran costumbres a las que no tenía nada que oponer, no podía confiar su bienestar simplemente a un esposo. Su propia madre había tenido que ser adoptada por su tía Margaret cuando su abuela se quedó viuda, y también ellas se habían visto en grandes dificultades económicas tras la muerte de Frederick. Su verdadero plan era otro: encontrar una profesión que le permitiera desarrollar su talento.

Eso no significaba que estuviera dispuesta a renunciar a sus hermosos vestidos ni a participar en concurridos bailes. No tenía prisa, pues ahora era joven y sabía que ese era el momento de divertirse y gozar de los variados entretenimientos para los que su educación la había preparado. Simplemente, había decidido utilizar el momento que la opinión general consideraba uno de los más destacados en la vida de una joven para satisfacer sus propias ambiciones.

Mientras contemplaba el nuevo mundo de posibilidades que El Cairo ofrecía al visitante extranjero, Agatha esbozó su propósito: los excesivos reparos que habían truncado una prometedora carrera como pianista no volverían a interponerse en sus deseos. Aunque con su pragmatismo habitual había asumido que su destino no estaría ligado a la música, en su mente la aceptación poco tenía que ver con la resignación. Las cenas, los bailes y los eventos propios de una presentación en sociedad constituían para ella, al mismo tiempo, un desafío y una oportunidad que estaba decidida a aprovechar.

Inquieta ante el inminente desembarco en El Cairo, Agatha se había apartado de la barandilla y caminaba ahora de un lado a otro de la cubierta tratando de calmar su agitación. Sin duda, pensaba, uno de los incordios de convertirse en una elegante dama de la alta sociedad británica era que no podía exteriorizar ese desasosiego que le quemaba por dentro correteando como una niña. Llevaba demasiado tiempo navegando y anhelaba un poco de la actividad física a la que estaba acostumbrada, convencida de que el ejercicio, sin duda, habría aliviado la ansiedad y la impaciencia que sentía en esos momentos.

Finalmente, el 23 de noviembre de 1907, Agatha Miller pisó por primera vez suelo egipcio acompañada por su madre. A partir de ese crucial momento empezó a desenredar los hilos con los que posteriormente tejió el velo de crimen, enigma y misterio que todavía hoy cubre el Valle de los Reyes.


Para su estancia en Egipto, Agatha y Clara habían elegido el hotel Gezirah Palace, un edificio palaciego construido para acoger a los invitados de la inauguración del canal de Suez en 1869 y que se había convertido en hotel solo un año antes de la llegada de Agatha, en 1906. Situado a orillas del Nilo, el lugar ofrecía unas magníficas vistas tanto del río como de la ciudad, y sus clientes eran principalmente familias inglesas y miembros del ejército al servicio de Su Majestad. Los pórticos, galerías con columnas y amplios salones de estilo neoclásico transportaban a sus huéspedes al corazón de Europa. Eso resultó en parte una pequeña decepción para Agatha, que estaba ávida de nuevas experiencias, pero nada podía resquebrajar la ilusión con la que la joven empezaba esa aventura. En cierta medida, le resultaba un tanto extraño encontrarse lejos de su Inglaterra natal y, aun así, sentirse como en casa. Egipto era por aquel entonces un protectorado británico, desde la ocupación del canal de Suez en 1892 y la posterior expansión militar por todo el país. Gran Bretaña se había posicionado a la cabeza de la ola de colonización, y sus tentáculos se extendían ya por los cinco continentes, asegurando los recursos y materias primas necesarios para que la Revolución Industrial siguiera su buen ritmo. Junto con la India, Egipto era por aquel entonces una de las fuentes de ingreso y prestigio más importantes del imperio, y eso era algo que se respiraba en el ambiente de El Cairo.

De este modo, a pesar de encontrarse a miles de kilómetros de Ashfield, Agatha se topó de pleno con la sociedad británica de las colonias nada más desembarcar. Al llegar a su habitación, abrió con sumo cuidado uno de los baúles donde transportaba sus pertenencias y observó emocionada toda la ropa que esperaba, perfectamente dispuesta, a que ella la luciera en sus bailes de presentación. Organizó uno a uno los trajes que habían doblado con delicadeza para que el tafetán o la seda se arrugaran lo menos posible. La maleta contenía de todo: vestidos con el escote cerrado o abotonado al cuello, esbeltos corpiños, sombreros de casi un metro de diámetro y un sinfín de pequeños e imprescindibles complementos como guantes, chales y tocados. La moda también era un reflejo de los códigos de la época y, además, para Agatha no dejaba de ser un símbolo de su nuevo estatus. Con sus trajes se enfundaba también gustosa su nuevo personaje: el de la joven dispuesta a deslumbrar con su carácter y en las pistas de baile.

Sin embargo, tal y como había temido desde su partida, entrar a formar parte del mundo por derecho propio era bastante complicado. Pese a la exquisita educación recibida, que debía hacerla brillar en estimulantes conversaciones, los grandes salones atiborrados de gente eran mucho más abrumadores de lo que había creído, y Agatha se sentía aún demasiado cohibida para entablar una conversación con naturalidad. En uno de sus primeros bailes, un joven capitán la tomó de la mano y la llevó con delicadeza hasta la pista de baile. Agatha se dejó llevar por el ritmo de la música y encadenó con soltura los pasos, ¡por fin lograba soltarse y mostrarse con naturalidad! Hasta que una pregunta sin importancia pronunciada por el capitán para romper el hielo la dejó petrificada. Agatha no encontraba el coraje para contestar, ni siquiera para mirar a su compañero de baile a los ojos. Cuando sonó la última nota, el capitán acompañó a Agatha hasta su madre, a la que espetó: «Aquí tiene a su hija. Ha aprendido a bailar. Es más, baila muy bien. Ahora enséñele a hablar».

Aquellas palabras quedaron grabadas en su mente y en sus memorias las describió como un «justo reproche». Aunque estaban destinadas a herirla, después del disgusto inicial decidió obviar la altivez que escondían para centrarse en los dos hechos innegables que evidenciaba el juicio del capitán: que no bastaba con presentarse en sociedad para vencer la timidez y que era una excelente bailarina. Agatha estaba dispuesta a cumplir su plan a toda costa y terminar como fuera con ese retraimiento que le impedía disfrutar del momento. Y si hablar aún no se le daba demasiado bien, se aferraría a una habilidad por la que sí había recibido halagos: el baile.

Así fue como, a través de su destreza en la pista —que hacía que nunca le faltara partenaire—, Agatha fue sintiéndose cada vez más segura. Era innegable que un salón de baile era el ecosistema ideal para una gran bailarina, y gracias al vals y a la polca poco a poco fue apropiándose del espacio. ¡Cómo disfrutaba entonces! Pronto entabló amistad con algunos jóvenes oficiales, que le demostraron que no todos los caballeros compartían la falta de cortesía de aquel joven capitán con el que había bailado a su llegada. Poco a poco la afinidad sentida en la pista de baile se prolongó naturalmente en las discusiones que tenían lugar cuando había cesado la música. Al fin y al cabo, la restrictiva etiqueta no decía nada de que, acabada la danza, no se pudiera conversar distraídamente apoyados sobre las verandas que daban al jardín de los hoteles donde tales acontecimientos se celebraban, o disfrutando de la brisa y las vistas de las fértiles tierras del Nilo en algún balcón, libres de la vigilante mirada de madres y acompañantes.


La experiencia en Egipto fue muy enriquecedora e inspiradora para Agatha, que aprendió a sociabilizar con gente de su edad y a afinar sus innatas dotes de observación. Arriba, la joven de excursión por el desierto. Abajo, el lujoso y exótico Gezirah Palace, donde se alojó con su madre durante su estancia en el país.

Debido a los bailes y a otras actividades sociales que organizaban los hoteles, la lista de nuevas amistades de Agatha no dejaba de crecer, sumando jóvenes de ambos sexos, pues otras muchas chicas habían viajado hasta El Cairo con sus familias con el mismo fin de celebrar su puesta de largo. Así, en esta animada concurrencia de la alta sociedad inglesa establecida en la desembocadura del Nilo, Agatha comenzó a desterrar su carácter retraído y a compartir con extraños su brillante conversación. Aquel ambiente festivo de El Cairo le hizo darse cuenta de que nunca había gozado de una oportunidad como aquella para disfrutar de compañeros de su edad, pues en este aspecto la sociedad de Torquay era muy limitada. En ese nuevo estado de libertad, fue dejándose llevar por la alegría compartida de aquellos jóvenes despreocupados, satisfaciendo junto a ellos sus ansias de vivir plenamente cada momento.

Clara Miller, a la que este repentino cambio en el carácter de Agatha, que se mostraba cada vez más sociable, no dejó de extrañarle, consideró que incluir un poco de cultura en la formación de su hija no estaría de más, por lo que en una ocasión le propuso visitar juntas Luxor y otros lugares emblemáticos de la zona. Clara se topó con la inesperada negativa de su hija, incapaz de renunciar ni por un solo momento a la nueva forma de libertad y expresión que le proporcionaba el hecho de estar con gente de su misma edad y condición. Había dedicado la mayor parte de su vida a convertirse en una dama, así que ahora tenía derecho a divertirse como tal. ¿De qué valía la educación recibida, si no? Se había ganado a pulso los bailes de disfraces y los paseos por el desierto, las tardes en el polo y las mañanas de cháchara en el hotel con el resto de las jovencitas casaderas. Sin lecciones de gramática ni clases de declamación que le ocuparan la mayor parte del tiempo, como le había sucedido en París. ¿Cómo iba a renunciar a la sensación de salvaje libertad que Egipto le proporcionaba?

En efecto, las maravillas de la era de los faraones era lo último que le interesaba en ese momento, y, con el tiempo, se alegró de no haber visitado en esa ocasión estos monumentos, que sí tendrían un gran impacto en ella veinte años después, ya que, tal y como recordó cuatro décadas más tarde en sus memorias: «No hay mayor error que ver u oír las cosas a destiempo».

Por otra parte, los personajes que poblaban El Cairo le interesaban enormemente, y haberse convertido en un miembro adulto de la sociedad no le había hecho perder ni un ápice de interés por el resto de las personas que la integraban, por lo que diseccionaba a los personajes de Oriente con el mismo énfasis que había aplicado a estudiar los caracteres de Torquay. Años más tarde, Agatha calificó su estancia en Egipto como todo un éxito tanto para Clara como para ella:

Mi madre ofreció una vida social a su hija con poco dinero y yo vencí la timidez. [...] Nada me habría librado tan pronto de mi torpeza. Fueron tres meses estupendos. Llegué a conocer bastante bien a veinte o treinta jóvenes; fui a unos cincuenta o sesenta bailes y, además, tuve la suerte de ser demasiado joven y de divertirme demasiado como para enamorarme.

Agatha estaba convencida de haber vencido en Egipto su natural falta de sociabilidad, de la misma forma que su particular intuición le hacía anticipar que el recuerdo que se llevaba de Egipto cambiaría radicalmente su vida, aunque aún no pudiera dilucidar de qué modo.


A principios de 1908, tras tres meses en Egipto, madre e hija regresaron juntas a casa. Aunque Agatha estaba plenamente satisfecha de su aventura en Oriente, también ansiaba volver a su hogar, pues adoraba aquella casa que atesoraba la mayoría de los recuerdos de su infancia. Después de su exitosa presentación en sociedad en El Cairo, la joven de diecisiete años que volvía a Ashfield poco tenía que ver con la muchacha que había embarcado en el SS Heliópolis. Había entrado en el mundo de los adultos y reivindicaba un papel protagonista en él, harta de la actitud contemplativa con la que había tenido que contentarse hasta entonces y ávida de experiencias que le despertaran la misma intensidad que las vividas en Egipto.

A su vuelta a Torquay, continuó con la vida social que había iniciado en el país africano, si bien a un ritmo bastante inferior, pues las rentas de las que ella y su madre disponían no le permitían disfrutar en Inglaterra de los mismos placeres a los que se entregaba en El Cairo. Agatha sentía que no era la misma: su deseo de manifestarse en el mundo había crecido. Esta vez, ese anhelo por adueñarse de su vida la empujaba hacia otro lugar: lo que ansiaba era expresar su creatividad. De este modo, la joven decidió tomar un lápiz y dejar fluir sus ideas sobre el papel, garabateando los primeros versos que llegaron a ver la luz fuera de Ashfield. Se trataba de una serie de poemas basados en Pierrot, Colombina y otros personajes de la Commedia dell’Arte que luego envió a una revista especializada, The Poetry Review, y que no solo se publicaron, sino que fueron galardonados con un premio literario concedido por la misma publicación. Aunque no era una gran suma de dinero, Agatha recibía por primera vez un reconocimiento crítico que impulsaba aún más su afán creativo. En aquella época, aprovechando esa energía, llegó incluso a componer un vals que la orquesta de Torquay interpretó en sus actuaciones.

Así, Agatha quiso presentarse como una artista ante aquel mundo adulto que apenas le había abierto sus puertas. Sin embargo, y muy a su pesar, su actividad creativa se vio inesperadamente interrumpida en el invierno de 1908 a causa una fuerte gripe. No era nada grave, pero a Agatha le fastidiaba tener que guardar cama precisamente en ese momento, y no disimulaba los signos de impaciencia típicos de la fuerza de la juventud encerrada. Tratando de llevar sus pensamientos hacia un lugar más placentero, Agatha, convaleciente en su lecho, jugaba continuamente al bridge. Al ver a su hija, siempre tan activa intelectualmente, jugando sola a las cartas, Clara comprendió que la ociosidad mental a la que se veía forzada podía llegar a empeorar su dolencia:

—¿Por qué no escribes un cuento? —le sugirió su madre.

—No creo que sea capaz —replicó Agatha tras un momento de reflexión.

—¿Por qué no? No sabes si eres capaz o no, pues no lo has intentado.

Agatha miró a su madre con desconfianza. Trató de resistirse vagamente, pero en el fondo sabía que lo había deseado desde hacía tiempo. Había escrito poemas y pequeñas historias desde su infancia, incluso una de ellas había sido publicada en el periódico local, pero, hasta entonces, nunca había osado pensar en sí misma como escritora, pues desde que era una niña consideraba a su hermana Madge, que había publicado algunos relatos en Vanity Fair, la narradora de la familia. Sin embargo, siempre había deseado escribir una historia con una estructura narrativa más compleja, y ahora que había encontrado el momento perfecto, decidió no desaprovecharlo.

Mientras reflexionaba, su madre puso entre sus manos un cuaderno casi nuevo, terminando de convencer de ese modo a la joven enferma que, incorporándose en el lecho, se lanzó a la búsqueda de argumentos. Aquella pugna con el folio en blanco le resultaba complicada. A veces, en sus fantasías infantiles, se imaginaba a sí misma escribiendo una novela; incluso tenía título, Angie, pero no se veía capaz de materializarla en palabras, frases y capítulos. Sin embargo, ahora, a sus veintiún años, pareció como si por fin hubiera encontrado el coraje para plasmar en papel todas las ideas que se agolpaban en su cabeza, y se lanzó de lleno a por ellas. Solo dos días después, había escrito su primer relato: La casa de la belleza. Satisfecha, decidió que aquel cuento merecía letra de imprenta. Desempolvó la vieja máquina de escribir de Madge, un modelo de la marca Empire, puso un carrete nuevo de tinta púrpura y mecanografió las treinta páginas de su primera historia. Más adelante, la autora diría sobre su primer cuento de juventud:

No era una obra de arte, pero creo que era una buena historia; fue el primer texto que escribí que prometía algo. Está escrito de forma amateur, por supuesto, y muestra la influencia de todo lo que había leído la semana anterior. Esto es algo muy difícil de evitar cuando estás empezando a escribir.

A este relato siguieron muchos otros, todos ellos influidos por sus lecturas y por las fértiles creencias esotéricas de su madre, que frecuentaba sesiones de espiritismo y creía firmemente en la influencia de los sucesos paranormales en la vida de los individuos. Clara había iniciado a su hija en este mundo que, por supuesto, no podía dejar de fascinar a una amante del misterio. Tras la enfermedad, Agatha leyó sus relatos de nuevo. Consideró que eran bastante buenos. De hecho, pensó, merecían ser publicados. Y a eso dedicó sus esfuerzos. Decidida a conseguir su propósito, los mecanografió con mucha atención, como había hecho con el primero, y los envió indiscriminadamente a cuanta revista literaria cruzó por su mente, cambiando de seudónimo en muchos de ellos. Sin embargo, pese a sus esfuerzos, todos los relatos sin excepción le eran devueltos con una nota del editor explicándole su negativa.

No era agradable, desde luego, pero no se desanimaba. Tomaba el paquete rechazado, le arrancaba el papel de estraza con la dirección, lo empaquetaba de nuevo y lo enviaba a la siguiente dirección de la lista. Y aunque no todas las derrotas eran iguales para ella, el mismo sentido objetivo de la realidad que la había hecho abandonar su carrera de pianista la impulsaba a seguir enviando aquellos cuentos.

Para un autor desconocido resultaba muy difícil publicar por primera vez, y sus escritos no encontraban la aceptación de ningún medio. No obstante, Agatha, en lugar de desanimarse, decidió que, gracias a esa experiencia, independientemente de los resultados, había adquirido un notable dominio de los instrumentos de creación literarios. Con sus capacidades narrativas más ejercitadas, juzgó que había llegado el momento de dar un paso más en el desarrollo de su talento, como se había propuesto tiempo atrás. Desde la estancia en Egipto, su conocimiento del mundo y la seguridad en sí misma habían crecido lo suficiente como para atreverse a iniciar el proyecto que tanto deseaba y tantas veces había postergado por no sentirse suficientemente preparada: escribir una novela.

Sentada con la pluma en la mano, su mente voló a Egipto y se detuvo en un vívido recuerdo de lo que para cualquier otra persona menos observadora hubiera sido una simple anécdota. Una noche, durante su estancia en El Cairo, Agatha se fijó en una mujer fascinante y en sus dos pretendientes, de características claramente opuestas. La desenvoltura que mostraba la dama en aquellos lujosos salones iluminados por lámparas de araña había cautivado a la joven Agatha: la mujer se sentaba con los dos mismos caballeros interesados en ella sin jamás decantarse por ninguno, e ignoraba los comentarios que, sin duda, despertaba a su alrededor. Agatha, que hasta entonces no había visto a una mujer comportarse con tal libertad en público, quedó tan desconcertada y deslumbrada con esa escena que su mero recuerdo avivó su creatividad en Torquay. Sorprendida, la joven se dio cuenta de que había conocido a los protagonistas de su historia hacía entonces cuatro años. Lo que desconocía en ese momento era que en su memoria aguardaban otros muchos personajes, esperando a que su pluma les diera vida.

Sin embargo, pese a tener tan claro el punto de partida de su novela y disponer de una ambientación tan sugerente como El Cairo, el proceso creativo resultó más duro de lo que Agatha se había imaginado. Tras escribir y releer la mayoría de los pasajes, la joven escritora se daba cuenta de que había algo en la obra que no funcionaba. Perfiló mejor algunos personajes, introdujo una trama secundaria y realizó todo tipo de cambios, pero la estructura siempre acababa desmoronándose. Viéndola rehacer una y otra vez su novela con ahínco, su madre le aconsejó que pidiera consejo a Eden Phillpotts, un famoso escritor residente en los alrededores y amigo de la familia. ¡Visitar a un novelista profesional! Eso era dar un gran paso. Hasta entonces, no había mostrado su trabajo a nadie que lo analizara crítica e imparcialmente. Estaban los editores que rechazaban sus cuentos, claro, pero aquello no pasaba de ser un intercambio algo ajetreado con la oficina de correos.

Le costó reunir el valor, pero había aprendido a no dejar que su timidez se interpusiera en el camino de su realización personal. Además, se daba cuenta de que estaba creando una voz narrativa propia. Anhelaba describir el mundo que había estado observando durante tanto tiempo, sí, pero no solo para reflejarlo, sino también para reflexionar sobre él. Finalmente, cuando consideró que la novela estaba terminada, introdujo un folio en blanco en su máquina de escribir e, inspirada por los recuerdos de su viaje a Egipto, tecleó con decisión el título de su obra: Desierto nevado. A continuación, tomó el manuscrito bajo el brazo, cruzó la calle y llamó a la puerta de Eden Phillpotts, que lo leyó encantado y le dio algunos consejos:

Has escrito algunas cosas estupendas, tienes grandes dotes para el diálogo, deberías cultivarlo para que sea natural. Procura suprimir toda moralización, te gustan mucho, pero resultan aburridas. Deja sueltos a los personajes para que hablen por sí mismos en lugar de sugerirles lo que tienen que contar, y no expliques al lector lo que quieren decir. […] Siento decirte que no es fácil que publiquen una primera novela, de modo que no te desilusiones.

Siendo ya una escritora de renombre, Agatha confesó que siempre estaría agradecida al señor Phillpotts, puesto que supo reconocer su talento literario y sus palabras la animaron a seguir adelante. Además, el apoyo de Phillpotts no se quedó ahí. Veía en Agatha el potencial de una joven promesa y escribió a su representante literario para que le diera su opinión. Sin dudarlo un segundo, Agatha fue a Londres para entrevistarse con Hughes Massie, el agente de Phillpotts, convencida de que su carrera como escritora no tardaría en despegar. Sin embargo, el primer encuentro no salió como esperaba: Massie ni siquiera se había leído el libro y la trató con cierta condescendencia, comentando sarcásticamente el título de la obra. Esto no presagiaba un buen futuro para su novela, pero ni Agatha ni su optimismo estaban dispuestos a adelantar acontecimientos. Mientras los hechos no estuvieran bajo su control, de nada valía preocuparse. Agatha decidió esperar pacientemente la respuesta del representante literario mientras seguía emocionándose con las óperas de Wagner y asistiendo a algún baile de vez en cuando.

En aquellos encuentros sociales, la joven se divertía flirteando veladamente con alguno de aquellos pretendientes que trataban de bailar un vals u otra pieza con ella, o que habían tenido la fortuna de sentarse a su lado durante la cena. El interés que mostraba por ellos y por todo cuanto la rodeaba y su sentido del humor convertían a Agatha en una joven muy atractiva, razón por la cual, pese al giro de sus circunstancias económicas, se la consideraba un buen partido. Era cierto que en aquella sociedad se calibraba la fortuna, pero teniendo en cuenta que la situación económica de su círculo era más o menos desahogada y que el matrimonio debía durar toda la vida, el espíritu alegre, el ingenio y un carácter equilibrado eran cualidades muy valoradas. Por su parte, Agatha sabía que tenía que casarse. Era el destino de toda dama de la época, pues la soltería estaba vista como una tragedia, ya que a la mujer se la consideraba incapaz de procurarse su propio sustento. Sin embargo, las damas victorianas, sobre todo las de más edad, insistían en que no era una decisión en la que debiera precipitarse. El pragmatismo de Agatha se impuso sobre los románticos ideales inculcados desde la infancia y no dejó que su juicio se enturbiara cuando uno de sus pretendientes le envió «las más fantásticas cartas de amor que podría soñar una mujer» ni por el aún más engañoso hecho de compartir los mismos gustos artísticos y literarios que sus pretendientes. Evidentemente, todos estos alicientes la seducían lo suficiente como para sentirse atraída por ellos, pero en el fondo Agatha era consciente de que aquello no significaba nada a la hora de elegir un compañero para toda la vida, y que muchas jóvenes habían malogrado su existencia por no ver más allá de unas señales tan llamativas como superfluas.

Abandoné la etapa de veneración al héroe […]. Ya no tenía capacidad para el amor desinteresado y la inmolación. Comencé a pensar en los jóvenes como tales, criaturas maravillosas con las que daba gusto encontrarse y entre las que algún día escogería a mi marido.

A principios de la década de 1920, Agatha conoció al comandante de artillería Reginald Lucy, hermano de unas amigas de Torquay. Reggie era un hombre paciente, tranquilo y sereno que agradó de inmediato a la joven. Tenía aquella cualidad que tanto apreciaría más tarde Agatha, y que compartía con su padre: era empático y complaciente, podía ponerse en el lugar de aquellos a los que amaba y hacerlos felices. Este rasgo de su carácter llegaba a extremos tan sorprendentes que cuando Agatha aceptó su propuesta de matrimonio, Reggie le recomendó que reflexionara: «No quisiera imponerme de ninguna manera, no hay prisa. […] Eres muy joven y sería un error que te atara ahora». Semejantes palabras no podían sino ejercer el efecto contrario en Agatha, pues deseaba compartir la vida con un hombre que respetara su libertad por encima de todo. El comandante, felizmente comprometido, regresó pronto a su regimiento, y Agatha, aunque hubiera preferido casarse al día siguiente, aceptó la actitud sincera y relajada de Reggie y se conformó con esperar a su regreso para celebrar el enlace.

Mientras tanto, a pesar de que había triunfado en la esfera social, en el ámbito literario el éxito le seguía siendo esquivo. Unos meses después de su entrevista en Londres, Hughes Massie le había devuelto el manuscrito de su novela junto a una carta en la que le explicaba que el libro resultaba difícil de publicar e instándola a dejar ese primer intento en el cajón y dedicarse a otra cosa. Como ya había hecho una vez, cuando el pánico escénico la había empujado a abandonar su carrera de pianista profesional, Agatha asumió con tranquilidad la derrota que suponía abandonar un proyecto creativo al que había dedicado tantas horas y empeño. Esta vez, sin embargo, la escritora tenía claro que el rechazo atañía tan solo a su libro. ¡Reconocía su propio talento! Al fin y al cabo, ese libro era su primera obra, y Agatha, cuya tenacidad iluminaba de nuevo su camino en los momentos más oscuros, era consciente de que solo se fracasa en el último intento. Extenuada por el esfuerzo, volvió al mundo conocido de los poemas y los relatos, enviando su trabajo a revistas y periódicos con el mismo entusiasmo y tesón.

En aquellas mismas fechas, Madge fue de visita a Torquay. Había tenido un niño, James, que adoraba a su tía Agatha y que, como ella en su infancia, disfrutaba con los jardines y bosques que rodeaban Ashfield. Durante esa visita, Agatha habló apasionadamente con su hermana de un libro publicado unos años atrás, en 1907: El misterio del cuarto amarillo, de Gastón Leroux. La novela recurría al enigma de la habitación cerrada, una trama en la que un cadáver aparece misteriosamente en un espacio delimitado, del que aparentemente nadie puede haber entrado o salido sin ser visto. Agatha, y al parecer todos sus coetáneos, consideraban esa novela como una de las mejores de su género. Leerla había sido sin lugar a dudas una experiencia de lo más placentera, pero ¿cómo se había planteado la trama el autor? ¿Cómo había descompuesto la acción en un rompecabezas tan magistral, desgranándolo meticulosamente para que el lector deseara con toda su alma leer más páginas hasta llegar al desenlace? Agatha, a quien su experiencia como lectora de los casos de Sherlock Holmes y Arsène Lupin había llevado a descubrir cualquier pista por bien disimulada que estuviera en el relato, defendía acaloradamente la técnica del autor contra la opinión de su hermana. De pronto, una idea fugaz cruzó por su mente. En realidad, era algo que sabía desde hacía tiempo, pero ahora tenía el coraje y la determinación para expresar en voz alta el deseo que venía fraguándose en su interior desde hacía tanto tiempo. Dejó de lado la discusión sobre Leroux y proclamó:

—Voy a escribir una novela policíaca, Madge.

Agatha ya no era aquella joven dubitativa sentada delante de un folio en blanco tratando de encontrar la forma de expresar convincentemente sus ideas. Había observado con atención los mecanismos del oficio y ahora podía utilizarlos para definir mejor los contornos de su nuevo propósito. Madge, que ignoraba que aquella declaración era la primera señal visible de la idea que llevaba largo tiempo germinando en la cabeza de su hermana, trató de disuadirla.

—Dudo que seas capaz —dijo—. Es muy difícil, yo también he pensado en ello.

—Me gustaría probar.

—Te apuesto lo que quieras a que no lo consigues.

A pesar de que la apuesta era tan solo una forma de hablar, Agatha se tomó en serio el reto. Consideraba a su hermana una narradora nata, pero sabía que se equivocaba. Además, en ese momento volvía a sentir ese impulso, ese anhelo que la había empujado a buscar otra cosa más allá de un buen matrimonio, otra carrera más allá del piano, otro agente literario más allá de Hughes Massie. Entonces supo con certeza a qué quería dedicar todo su talento: iba a escribir una novela policíaca y no cejaría en su empeño hasta publicarla.

Agatha Christie

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