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Capítulo 1

Desarrollo de los derechos sociales y la migración en el contexto del Estado de bienestar

Ana María Solarte Cuncanchon*

Julio Armando Rodríguez Ortega**

Gildardo Moreno Quiroga***

Introducción

Por derechos sociales se entiende el catálogo de derechos establecidos en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Entre estos, los que conllevan los derechos migratorios y en la tradición del derecho internacional de los derechos humanos se denominan “derechos económicos, sociales y culturales”.

Las migraciones pueden ser de varios tipos: voluntarias o forzadas; internas o internacionales; temporales o permanentes; y por diferentes motivos: persecución, económicos, profesionales, afectivos, familiares, presiones climáticas, etc. En los últimos ochenta años hemos sido testigos de colosales migraciones forzadas de población humana debidas a conflictos armados, llegando a una cifra récord en la actualidad de 59,5 millones de desplazados forzados, de los cuales 20 millones están fuera de sus países de origen (González, 2016).

Se le llaman de esta manera porque es el Estado quien debe proteger esos derechos que nacen desde la colectividad, es decir, la migración como un fenómeno natural que se ha dado desde la creación de la humanidad. Se trata de realidades que deben ser reguladas y protegidas por que la norma, no solo son para los ciudadanos, y que han tenido su desarrollo con el crecimiento y protagonismo en el siglo anterior del llamado Estado de bienestar, dentro del cual se multiplicaron también las funciones públicas de tipo económico y social en el marco de su discrecionalidad, sin que se trate de derechos claramente definidos y accionables frente a órganos públicos.

Acceder a estos derechos tiene un costo económico y su ejercicio es diferenciable según el estrato social al que se pertenezca, aunque ellos ocupen un amplio espacio en las normas constitucionales o en los tratados internacionales sobre derechos humanos. Los derechos sociales que componen a la migración han sufrido a lo largo del tiempo el problema de ser considerados como meras declaraciones de buenas intenciones, como compromisos políticos, e incluso como simples promesas, como por ejemplo la Convención del Estatuto de los Refugiados de 1951, basado en la Declaración de los Derechos Humanos. Se ha cuestionado si son en realidad auténticas normas jurídicas, a pesar de que se encuentran incluidas en normatividades internas, tratados internacionales y leyes de los Estados, pero el principal argumento y discusión es que no son susceptibles de ser exigidas judicialmente (Abramovich y Courtis, 2002, p. 19).

Sin embargo, los derechos sociales marcan la diferencia entre el Estado liberal de derecho y el Estado social de derecho, pues en el primer caso se trata de las garantías liberales negativas, esto es, deberes públicos negativos, caracterizados porque la base de su legitimación es impedir el empeoramiento de las condiciones de vida de los ciudadanos, mientras que en el segundo caso se trata de garantías sociales positivas, que involucran deberes públicos positivos, prestaciones positivas, definidas como derechos sociales, que tienen su base de legitimación en la eficacia del mejoramiento de las condiciones de vida a través de la educación, la salud, la vivienda, la recreación o el trabajo.

Lo anterior significa que si tales prestaciones no son satisfechas, gracias a las garantías de tales derechos, deslegitiman los poderes del Estado, e invalidan sus acciones o sus omisiones. El análisis de las formas de esta deslegitimación constituye el principal problema teórico de la ciencia jurídica garantista (Ferrajoli, 1989, pp. 862-869). La crisis de legitimidad en el Estado moderno se evidencia cuando se observa que no bastan las actuaciones ajustadas a la legalidad, sino que es necesaria la realización efectiva de los fines sociales del Estado y el objetivo fundamental de su actividad en la solución de las necesidades insatisfechas, que no son otra cosa sino el eficaz ejercicio de los aquí llamados derechos sociales, es decir, la educación, la salud, la vivienda y las condiciones de vida acordes con la dignidad de la persona humana, que como prestaciones positivas propias del Estado social de derecho determinan su ilegitimidad (Rodríguez, 1998, pp. 83-94).

La aplicación de los derechos humanos para el caso de los migrantes demanda la aplicación de una política de discriminación positiva. “La migración forzosa es una tragedia de la humanidad y una consecuencia del desamparo del desarrollo económico, social y político. Huir y querer preservar la vida no es un lujo, ni solamente un instinto” (González, 2016). Tanto en el derecho internacional como en las legislaciones nacionales, la discriminación positiva resulta ser un instrumento clave en la consolidación de una política para la reducción de las desigualdades, particularmente entre los diferentes grupos sociales históricamente discriminados. Esta se caracteriza por la aplicación de cualquier regla selectiva; dichas reglas consagran y garantizan determinados privilegios, dando más a los que tienen menos, generando así una situación de discriminación en beneficio de la igualdad.

Estado del arte

La migración es aquella posibilidad de movilización de la población a través de las fronteras de un Estado. Según la teoría neoclásica y Ceballos Medina este fenómeno es un producto de la estructura de oferta y demanda, estrechamente ligado a factores económicos, por el cual los migrantes se desvinculan de su lugar de origen y su entorno social (Ceballos, 2010, pp. 1-212). Los migrantes deciden “emigrar después de un cálculo de costo-beneficio que los lleva a esperar que este desplazamiento internacional les produzca beneficios netos, generalmente monetarios” (Massey, Durand y Malone, 2009, p. 16). La migración, en palabras de la Real Academia de la Lengua (2018), es un fenómeno cambiante y dinámico de desplazamiento geográfico de individuos o grupos colectivos, que responde a los desafíos políticos, sociales, religiosos, económicos y culturales del contexto de los migrantes. En esta concepción, el fenómeno migratorio se presenta como algo restrictivo, desconoce una serie de elementos fundamentales propios en la dinámica de vida del ser humano y sus contextos históricos, sociales y culturales, verbo y gracia, el modelo clásico de atracción-expulsión (push-pull):

La teoría push-pull cumple con esta perspectiva, los trabajadores responden a las señales del mercado empujados o estimulados por condiciones adversas en el país de origen —inestabilidad política, desigualdades económicas, recesión, desempleo— y deciden migrar hacia los centros industrializados donde la demanda de mano de obra crece y las condiciones favorables funcionan como factores de atracción —mayores oportunidades laborales, mejor distribución de los ingresos, salarios más altos—. (Ceballos Medina, 2010, p. 22)

Estas teorías clásicas condicionaron las causas de la migración a la economía; la teoría asimilacionista, por su parte, refleja el interés del inmigrante en la adopción de modos de vida, prácticas y costumbres del país de acogida intentándose en la sociedad reflectora. A este modelo contemporáneo de la migración, se le suma el de las redes migratorias. Esta teoría evidencia “la existencia de diversos vínculos que conectan a migrantes, antiguos migrantes y no migrantes en su área de origen y de destino a través de los lazos de parentesco, amistad y comunidad de origen compartida” (García, 2001, p. 1). Hay una condición de adaptabilidad. Estas teorías desconocen por completo otro tipo de factores, fundamentales en el fenómeno de migración. Se debe aclarar que, a su vez, dicha “problemática”, en función a la causa que origina la movilización, puede connotar en una concepción diferente, aterrizando en el plano de otra problemática, que, aunque inherente al proceso de desplazamiento de un lugar a otro por parte del individuo, se denomina con otro nombre, tal es el caso de los refugiados o desplazados.

La legislación internacional no es ajena a los postulados clásicos en la materia. Asociado el fenómeno a la búsqueda de empleo y el mejoramiento de la calidad de vida, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha elaborado una serie de instrumentos tendientes a regular dicho fenómeno, como el Convenio relativo a los trabajadores migrantes (No. 97), el Convenio sobre las migraciones en condiciones abusivas y la promoción de la igualdad de oportunidades y de trato de los trabajadores migrantes (No. 143), la Recomendación sobre los trabajadores migrantes (No. 86), la Recomendación sobre los trabajadores migrantes (No. 151), el Convenio relativo al trabajo forzoso u obligatorio (No. 29), el Convenio relativo a la abolición del trabajo forzoso (No. 105) y, finalmente, la Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y de sus familiares. No obstante, debe señalarse que dichas prerrogativas, aunque en la órbita del trabajo, garantizan los postulados esenciales de la condición humana. El artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos afirma el derecho a la libertad de circulación y residencia.

Se calcula en la actualidad, según datos de Naciones Unidas, que 244 millones de personas viven fuera de sus países de origen emigrando por diversos motivos. Los migrantes suelen vivir y trabajar clandestinamente, privados de derechos y libertades, cualquiera sea su condición (desplazados o refugiados). Son, por mucho, individuos más vulnerables que el resto de la población, con lo cual la búsqueda de protección y de oportunidades se entrelaza de manera indisociable. Las vulneraciones de los derechos humanos de los migrantes son un hecho innegable, significan un reto de política pública nacional e internacional.

Por su parte, Ferrajoli (2020, pp. 28-30) señala que la mayor parte de tales derechos carecen jurídicamente de técnicas de garantía tan eficaces como las establecidas para los derechos de libertad, lo cual depende en su concepto de un retraso de las ciencias jurídicas y políticas, que hasta la fecha no han teorizado ni diseñado un Estado social de derecho equiparable al viejo Estado de derecho liberal, y han permitido que el Estado social consista en una simple ampliación de los espacios de discrecionalidad de los aparatos administrativos, y el juego no reglado de los grupos de presión, dando lugar a la proliferación de discriminaciones, privilegios y caos normativo. La tarea de los juristas sería proponer las técnicas garantistas de que dispone el ordenamiento, o bien de elaborar y sugerir desde fuera nuevas formas de garantía aptas para reforzar los mecanismos de autocorrección.

Los llamados derechos sociales han sido elevados al carácter de derechos fundamentales, como un derecho de la persona y como un servicio público con función social y se ha dicho que todos los derechos constitucionales son fundamentales porque involucran los valores que los constituyentes quisieron elevar democráticamente a la categoría de bienes especialmente protegidos por la Constitución, sin tener en cuenta su dudosa universalidad, su accesibilidad, su justiciabilidad1 y, sobre todo, la disponibilidad presupuestal para su ejercicio. Sobre el particular, la jurisprudencia constitucional ha evidenciado no pocas contradicciones, pues siempre ha propugnado la primacía de los derechos de la persona y la imprescriptibilidad de los derechos fundamentales, aplicando el principio de la inmediatez, pero ignorando su protección judicial y dejando en manos de la tutela la incertidumbre de unos derechos que el Estado no está en capacidad de satisfacer.

La extensión conceptual de los derechos sociales al carácter de los derechos fundamentales como derechos universales participa en la determinación de los componentes de su legitimidad. La legitimidad y la eficacia en la protección de los derechos sociales, al igual que los principios rectores y la legalidad, son abordados por Luis Prieto Sanchís (1990, p. 12), con fundamento en la información desalentadora que proporciona la realidad política y jurídica, fundamentalmente por la evidencia del notable deterioro de la legitimidad, su ineficacia, su función social y el sustento filosófico que le atañe.

Los derechos sociales tuvieron su origen en las características institucionales de los programas del Estado de bienestar, como parte de las políticas de protección social, para que tales derechos no dependieran de las fuerzas del mercado; es decir, que a veces en el beneficio de un interés propio puede beneficiar a un grupo, “teoría de la mano invisible”. En realidad, lo que hoy se denomina derechos sociales no son otra cosa que la expansión de los servicios del Estado de bienestar en el contexto de la posguerra, como una respuesta al problema del desempleo, la estratificación social, las políticas de solidaridad social y el creciente poder de clase trabajadora y las organizaciones de trabajadores.

Al principio, funcionaron como acuerdos sociales, buscando soluciones distributivas, propias de la social democracia, que involucra servicios sociales, como educación, salud, recreación y vivienda, como respuesta a las necesidades de los asalariados y de los cambios en la familia y en la reproducción familiar, propios de la sociedad industrial, al igual que las nuevas relaciones de consumo y producción, que dan lugar a servicios personales, en el marco de la creación de nuevos empleos. Tales servicios crecieron vertiginosamente, las economías domésticas se enriquecieron y dieron lugar a una maduración del Estado de bienestar (Gosta Esping, 1993, pp. 16-51).

Dichos servicios sociales, que en la actualidad han sido elevados a la categoría de derechos sociales, propios del capitalismo de bienestar social, han logrado el compromiso del Estado para su expansión y su mejoramiento en el campo de la salud, la educación, la recreación y el empleo, abriendo una amplia participación a las mujeres y a las minorías desfavorecidas, buscando prevenir potenciales conflictos sociales, derivados de la estratificación social y de la reducción del mercado de trabajo, aunque las diferencias de clase se reproduzcan dentro de tales grupos.

Por todo lo anterior, los denominados derechos sociales no tienen la universalidad que se les pretende atribuir, sino que son el resultado de la evolución social y política, en la lucha por la redistribución, el reconocimiento y la autonomía personal, en un largo proceso histórico de marchas y contramarchas, que se han transformado en doctrina y plataforma del Estado democrático de derecho, enlazados con el constitucionalismo social y que no son otra cosa que una creación occidental. Si se toma en cuenta su eficacia, los derechos sociales no son más que puras entelequias, a las que se les asigna una dimensión humana e histórica, como resultado de una lenta afirmación, incesante expansión y evidente relativismo, que se hacen depender de una disponibilidad presupuestal.

Su desarrollo constitucional y legal se identifica, como ya se dijo, con el nacimiento y evolución del Estado moderno de bienestar, cuya legitimidad depende de su eficiencia, si se les pretende encontrar una sustentación, pues en las democracias de Occidente no son más que expectativas, cargadas de grandes contradicciones, pues requieren de estructuras organizativas de carácter administrativo no siempre viables desde el punto de vista económico, social, normativo y político. Así pues, los llamados derechos sociales no son más que demandas de la población civil al sistema administrativo, que se responden con la prestación de servicios dentro del Estado de bienestar y cuyo mayor reto lo constituye su disponibilidad económica y la eficacia de su funcionamiento (Mejía y Giraldo, 2008, pp. 176-179).

El Estado, como proveedor de tales servicios sociales, tiene que disponer de mecanismos regulatorios esenciales e insumos fiscales, cuyo objeto es satisfacer expectativas sociales, procesos que otorgan su legitimidad en términos de su eficacia, por tratarse de la satisfacción de necesidades. Cuando esto no es posible, la crisis del Estado de bienestar da lugar a la búsqueda de nuevas alternativas, casi siempre en el sector privado, mediante una mercantilización creciente, que desvirtúa en últimas el carácter de derechos sociales, objeto de esta discusión (Gosta Esping, 1993, pp. 283-293).

Muchos autores enmarcan los derechos sociales más bien como obligaciones y deberes del Estado dentro de las cuales se enumeran: i) obligaciones de respetar, ii) obligaciones de proteger, iii) obligaciones de garantizar, y iv) obligaciones de promover el derecho en cuestión. Las obligaciones de respetar consisten en que el Estado no interfiera, no obstaculice o impida el acceso al goce del derecho; las obligaciones de proteger consisten en impedir que terceros interfieran, impidan u obstaculicen el goce del derecho o efecto horizontal frente a particulares; las obligaciones de garantizar, tanto a particulares como a privados, suponen asegurar que el titular del derecho acceda al bien cuando no pueda hacerlo por sí mismo; y, por último, las obligaciones de promover se caracterizan por la obligación de crear condiciones para que los titulares del derecho accedan a él.

La justiciabilidad o exigibilidad de los derechos sociales se clarifica dentro de la temática del derecho y la justicia en la globalización a partir de la obra de Víctor Abramovich y Christian Curtis (2002), quienes elaboran en el plano teórico un concepto que denominan garantismo social. Se llena un vacío, en una cultura jurídica que no ha tomado los derechos en serio, como lo sugiere Ronald Dworkin, según Vidal (1999, pp. 1-6). Se abandonan las discusiones abstractas sobre la estructura de los derechos y se documentan empíricamente las técnicas y estrategias que pueden garantizar la eficacia de los diferentes tipos de garantías y derechos sociales en los tribunales de justicia y los numerosos obstáculos que interfieren en dichas garantías, tales como el problema lingüístico de su indeterminación, la ausencia de mecanismos jurisdiccionales adecuados y la falta de una tradición jurídica orientada a su justiciabilidad

La legitimidad, y los derechos sociales, como ya se dijo, son los dos componentes de más amplio cuestionamiento en el derecho contemporáneo, por cuanto son muchos los autores que consideran los derechos sociales como simples declaraciones de buenas intenciones o de compromiso político negándoles todo valor jurídico, a pesar de tener el carácter de normas constitucionales o formar parte de tratados internacionales, dado que no resultan exigibles judicialmente. Los derechos solo pueden volverse socialmente eficaces en la medida en que los afectados estén suficientemente informados y puedan ejercer la protección jurídica garantizada por los derechos fundamentales relativos a la administración de justicia. La teoría discursiva del derecho explica la legitimidad del derecho con ayuda de procedimientos y presupuestos comunicativos, institucionalizados jurídicamente, bajo la presunción de que los procesos de producción y aplicación del derecho conducen a resultados racionales (Habermas, 1989, pp. 544-545).

Los derechos humanos desempeñan una función limitadora del poder, es decir, de las decisiones de la mayoría. Los derechos humanos aparecen como derechos morales, en otras palabras, como exigencias éticas, que en consecuencia son derechos que los seres humanos tienen, por el hecho de ser humanos y, por lo tanto, con un derecho igual a su reconocimiento, protección y garantía por parte del poder político y del derecho (Prieto Sanchís, 1990, pp. 65-68). La legitimidad de la calificación de un derecho depende, pues, de su universalidad, dado que estos derechos han sido calificados de innatos e inalienables en todos los miembros de la familia humana según las declaraciones y tratados internacionales. Por esta razón, los derechos humanos, sociales o fundamentales constituyen hoy el horizonte de justicia de toda la humanidad, aunque solo una pequeña parte de esta goce de su efectivo ejercicio en condiciones mínimamente satisfactorias.

En tal sentido, se afirma que el origen popular y comunitario en que se expresa la doctrina del pacto social y su postulado básico de la autoorganización como fuente de legitimidad del poder y del derecho deja claro el principio de que “toda sociedad en la cual no esté asegurada la garantía de los Derechos ni determinada la separación de poderes no tiene constitución” (García de Enterría, 2006, p. 47). El tema de los derechos humanos, en su tendencia universalista y la insistencia en el cosmopolitismo y la ciudadanía del mundo, ha sido recurrente, y el multiculturalismo, la soberanía compartida y el derecho al desarrollo conforman una nueva arquitectura de los derechos, permitiendo observar que el mundo ha entrado en una transición paradigmática, caracterizada por una nueva política de derechos y una nueva forma de lucha de las clases populares hacia soluciones emancipadoras (De Sousa Santos, 1998, pp. 16 y 232).

El jus humanitatis como forma de legalidad transnacional, los derechos humanos en una transición paradigmática, que arrancan desde el derecho al conocimiento y el derecho de llevar a juicio al capitalismo histórico ante un tribunal mundial, el derecho a una transformación hacia la solidaridad del derecho a la propiedad, el derecho a la autodeterminación democrática y el derecho humano principal a organizar y participar en la creación de derechos, se constituyen en dimensiones inseparables del mismo derecho y de la lucha por la calidad de vida como una propiedad global, como un todo a favor de la humanidad (De Sousa Santos, 1998, pp. 237-245).

Las Constituciones no pueden ser simplemente “catálogos de ilusiones”, sino que deben ser verdaderas normas jurídicas vinculantes; es decir, no solo deben ser postulados respetables sino además respetados. Cierto es que el cumplimiento de obligaciones de carácter positivo implica genéricamente el disponer de recursos económicos por parte del Estado, pero también se puede dar la satisfacción de dichas obligaciones a través de otros mecanismos en los que concurran otros sujetos obligados, si se cuenta con esquemas solidarios en los que participen el sector privado y social y por medio de acciones que no impliquen necesariamente la erogación de gran cantidad de fondos, pero que se puedan establecer regulaciones de carácter estructural y funcional para la operación de los derechos, limitar la actuación de los particulares o imponerles cierta obligación positiva, o simplemente proveer el propio Estado los servicios a la población en esquema mixto o concesionado.

La justiciabilidad de los derechos económicos sociales y culturales no es una cuestión ligada únicamente a la cuestión de capacidad de realización económica, ya que dichos derechos no solo implican obligaciones de dar para el Estado, sino un espectro mucho más amplio, y no hay razón para argumentar que no puedan ser reclamados y exigido su cumplimiento ante los jueces y tribunales, de tal suerte que se obligue al Estado a dar satisfacción a las necesidades o intereses tutelados (Abramovich y Courtis, 2002, p. 19). Para calificar a los derechos económicos, sociales y culturales como auténticos derechos, no basta con incluirlos en una constitución, en una ley o en un tratado internacional, sino que debe existir la posibilidad jurídica formal y material del titular del derecho para acudir ante alguna instancia judicial para que en caso de incumplimiento se le satisfaga en el goce efectivo de su derecho. Mientras esto no ocurra, los derechos económicos, sociales y culturales seguirán siendo solo promesas. A este respecto, vale la pena recordar la grave afirmación decretada por el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789, en el sentido de que “toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada ni la separación de poderes, establecida no tiene Constitución” (Díaz Müller, 1991, pp. 78-79).

Los derechos económicos, sociales y culturales, en estructura y esencia, no son distintos de los derechos civiles y políticos, y deben ser considerados al igual que estos últimos como normas de aplicación plena y de observancia obligatoria y, por lo mismo, es imperativo que puedan ser susceptibles de exigibilidad ante los órganos jurisdiccionales, no solo en caso de su violación para restituir a los afectados en el goce del derecho vulnerado, sino también para reparar los daños y perjuicios causados, y de impedir su violación antes de que esta ocurra a través de efectivas medidas cautelares, evitando de esta manera que se causen afectaciones graves e irreparables a los individuos, grupos o incluso la sociedad en su conjunto.

Rodrigo Uprimny, en su trabajo dogmático sobre la prohibición de regresividad en materia de derechos sociales, privilegia un enfoque garantista, pues considera que un Estado democrático debe favorecer la seguridad jurídica de las personas en función de los principios de confianza legítima y de interdicción de la arbitrariedad, pues para que haya desarrollo económico y estabilidad en las reglas sobre la propiedad y los contratos se debe asegurar la paz social y la legitimidad de las instituciones, con la protección de los derechos sociales (Uprimmy, 2006, pp. 1-25).

Es así que la amplia participación de diversos sectores sociales, tradicionales y minoritarios hicieron de la Constitución Política de 1991 una guía exhaustiva de la organización y funcionamiento del Estado colombiano; además de consagrase como un catálogo de derechos y libertades fundamentales de primera, segunda y tercera generación, ejemplar en el ámbito iberoamericano, contando además con amplios mecanismos de protección y participación ciudadana (Montoya Brand, 2008).

En nuestra Constitución Política colombiana, en su artículo 93 señala que “los tratados y convenios internacionales ratificados por el Congreso, que reconocen los derechos humanos y que prohíben su limitación en los estados de excepción, prevalecen en el orden interno”. Ello involucra que los deberes y derechos establecidos en la Constitución Política deben explicarse de conformidad con los tratados de derechos humanos internacionales ratificados por Colombia. En consonancia con lo anterior, el artículo 94 presupone que “la enunciación de los derechos y garantías contenidos en la Constitución y en los convenios internacionales vigentes no debe entenderse como negación de otros que, siendo inherentes a la persona, no figuren expresamente en ellos”.

La teoría contemporánea sobre los derechos fundamentales manifiesta que estos son reivindicaciones de unos bienes primarios considerados de vital importancia para todo ser humano, que concretan […] las demandas de libertad y de dignidad. Estas reivindicaciones […] están legitimadas por un sistema normativo o simplemente por el reconocimiento de la comunidad internacional. (Papacchini, 1997, p. 43)

Los derechos humanos son exigencias mínimas tan elementales que sin ellas resulta difícil llevar una vida digna, predicándose: universales, al reconocérseles a todos los seres humanos; prioritarios, se entiende que en caso de controversia con otros derechos estos se superponen a tales; e innegociables, pues imponen un deber de respeto, garantía y reconocimiento de estos a todos los Estados. Existen diversas formas de clasificar los derechos humanos; como categorías históricas refieren el predominio de su contenido en función de su evolución histórica; toman en cuenta la protección progresiva evocada en sus postulados declarativos, nominando “sucesivas generaciones de derechos” (Pérez Luño, 1991, p. 205).

Como ya se dijo, la vulneración de los derechos fundamentales por omisión absoluta del Estado puede determinarse con la ayuda del esquema de la coherencia y la determinación del contenido de cada derecho social fundamental puede llevarse a cabo mediante un modelo del caso extremo siendo la diferenciación indispensable para fijar el alcance de cada uno de estos derechos. Es así como en el ejemplo se parte del supuesto de que la instauración de la corte europea de justicia, la Corte Europea de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos han contribuido a la promoción de derechos sociales tomando la forma de derechos supranacionales, especialmente para los ciudadanos más vulnerables (Arango, 1997, 34).

En realidad, lo que se está imponiendo es una concepción universalista del derecho y una concepción universalista de la justicia, que le han restado validez jurídica y política al constitucionalismo local. Se evidencia una crisis en la legitimidad, crisis en la validez y crisis en la eficacia, y la carta constitucional consagra normas abiertamente contradictorias, como por ejemplo el Estado social y el Estado neoliberal; la primacía del interés general sobre el interés particular, que rara vez tiene aplicación. La teoría y la praxis constitucional constituyen dos mundos que no se compaginan, mientras por el contrario evidencian serias fisuras, que caracterizan el relativismo de los derechos sociales fundamentales.

La Constitución Política de Colombia escasea de un procedimiento de forma —en términos taxativos— del fenómeno migratorio, solo se limita a delimitar el concepto de extranjero y nacional; solo se puede ver un desarrollo, en el trabajo que la Corte Constitucional ha realizado, a través de la acción de tutela, como el mecanismo más efectivo para la protección o reconocimiento de los derechos humanos. Esto ha permitido profundizar en temáticas fundamentales propias del fenómeno migratorio (el acceso a la justicia, derecho a la vida, derecho a la salud, derecho al trabajo, derecho a la nacionalidad), concatenando postulados del derecho interno e internacional, en función al bloque de constitucionalidad, como forma de atacar una realidad mas no como una necesidad propia del desarrollo de este tema migratorio.

Por lo tanto, la atención de los derechos fundamentales para el caso de los migrantes demanda la postulación de una política de discriminación positiva; “la migración forzosa es una tragedia de la humanidad y una consecuencia del desamparo del desarrollo económico, social y político. Huir y querer preservar la vida no es un lujo, ni solamente un instinto” (González Pérez, 2016). Tanto en el derecho interno como en el derecho internacional, la discriminación positiva resulta ser una herramienta clave en la consolidación de una efectiva estrategia para la disminución de las discrepancias, especialmente frente a estos grupos migrantes.

Aunque la timidez jurídica, en los países desarrollados para la plena configuración de los derechos sociales, como derechos fundamentales, exigible en los estrados judiciales es manifiesta; el rápido progreso alcanzado en sus políticas públicas en aras de la igualdad ha conseguido que tal retraso jurídico sea más que tolerable (Rodríguez, 2008, p. 244).

Considerando el Estado de bienestar, como una vertiente del Estado social y a través de la extensión entre otros del sistema de seguridad social a todos los ciudadanos, sin límites de ingresos, con la pretensión de universalidad serían evidentes implicaciones jurídicas, formalizadas en un entramado de derechos prestacionales, que viabilizan la exigencia ciudadana por vía judicial del cumplimiento del Estado social, obligándolo a la creación de infraestructuras, instituciones y prestaciones en pro de sus ciudadanos (Rodríguez, 2008, p. 244).

Gran parte de la tradición constitucional iberoamericana en materia de derechos sociales se caracteriza por la repetición de tópicos que, a la luz de la experiencia internacional y de la ya considerable acumulación de precedentes nacionales, han demostrado ser formulaciones de tipo ideológico, antes que argumentos sólidos de dogmática jurídica. Las normas que establecen derechos sociales son solo normas programáticas, que no otorgan derechos subjetivos en el sentido tradicional del término, o que no resultan justiciables. De este modo, se traza una distinción entre el valor normativo de los denominados derechos civiles —o derechos de autonomía, o derechos-libertades—, que sí se consideran derechos plenos, y los derechos sociales, a los que se asigna un mero valor simbólico o político, pero poca virtualidad jurídica (Abramovich y Courtis, 2002, p. 19).

Asumir la problemática de la vulneración de los derechos sociales fundamentales nos obliga a recurrir a la teoría argumentativa para demostrar que la desigualdad fáctica materializada en incapacidades, pobreza, déficit del mercado, impiden el reconocimiento de un derecho social fundamental, lo anterior significa que aunque un derecho social fundamental esté claramente reconocido, y mediante la argumentación normativa se pueda individualizar; esto no significa que pueda tener eficacia, pues finalmente recursos financieros o situaciones de carácter personal pueden llevar a la ineficacia o inexistencia de los derechos sociales fundamentales o de otros derechos.

A partir de este momento, los tres problemas que se formularon al comienzo sobre la existencia, el contenido y la eficacia de los derechos fundamentales se trasladan al Estado en la siguiente forma: la obligación de dar un trato igual a los iguales y desigual a los desiguales; la obligación de equilibrar los desequilibrios fácticos mediante medidas sociales eficaces, es decir, dar plena vigencia al derecho fundamental de la igualdad fáctica y, tercero, la obligación de proteger la dignidad de todos los humanos a partir del libre desarrollo de su personalidad sin menoscabo de la protección al derecho a la vida, a la inalienabilidad corporal.

Frente al tercer problema, se evidencian las condiciones materiales de los derechos sociales fundamentales, pues el Estado ante la obligación de protección mencionada no actúa para todos de modo fáctico positivo y dicha omisión se constituye en condición suficiente para que se produzca un daño al titular del derecho social fundamental e indirectamente un daño frente a otros derechos fundamentales.

Conclusiones

La justiciabilidad de los derechos sociales está vinculada con la falta de especificación concreta del contenido de estos derechos. Cuando un tratado internacional de derechos humanos habla de los derechos de los migrantes y los contenidos que esta misma conlleva. Evidentemente, la exigencia de un derecho en sede judicial supone la determinación de un incumplimiento, extremo que se torna imposible si la conducta debida no resulta inteligible.

La determinación del contenido de todo derecho de categoría constitucional se ve afectado por el mismo inconveniente, que radica, en el fondo, en la vaguedad característica del lenguaje natural en el que se expresan las normas jurídicas y que requiere la tarea de especificación de su contenido y límites, a partir de distintos procedimientos para la determinación de su significado —principalmente, la reglamentación legislativa y administrativa—. El desarrollo de una dogmática de los derechos sociales, tanto en sede nacional como internacional, constituye una tarea en muchos casos pendiente, que ofrecerá elementos de especificación más detallada del contenido de los derechos sociales.

Las supuestas distinciones entre derechos civiles y derechos sociales (derechos de primera y segunda generación) no son tan tajantes, pues la principal diferencia reside en la distinción entre obligaciones negativas y positivas, según la cual los derechos civiles se caracterizarían por establecer obligaciones negativas para el Estado, mientras que los derechos sociales exigirían obligaciones de tipo positivo. En el primer caso, se dice, el Estado cumpliría su tarea con la mera abstención, sin que ello implique la erogación de fondos, y por ende, el control judicial se limitaría a la anulación de aquellos actos realizados en violación a aquella obligación de abstención. Contra la exigibilidad de los derechos sociales, aun cuando tengan reconocimiento constitucional, se dice que como se trata de derechos que establecen obligaciones positivas, su cumplimiento depende de la disposición de fondos públicos, y que por ello el poder judicial no podría imponer al Estado el cumplimiento de conductas de dar o hacer.

Todos los derechos, llámense civiles, políticos, económicos o culturales, tienen un costo y prescriben tanto obligaciones negativas como positivas. Los derechos civiles no se agotan en obligaciones de abstención por parte del Estado: exigen conductas positivas, tales como la reglamentación —destinada a definir el alcance y las restricciones de los derechos—, la actividad administrativa de regulación, el ejercicio del poder de policía, la protección frente a las interferencias ilícitas del propio Estado y de otros particulares, la eventual imposición de condenas por parte del poder judicial en caso de vulneración. El Estado dispone de muchos recursos para la protección del derecho de propiedad: a ello se destina gran parte de la actividad de la justicia civil y penal, gran parte de la tarea policial, los registros de la propiedad inmueble, automotor y otros registros especiales, los servicios de catastro, etc. Todas estas actividades implican un costo para el Estado, sin el cual el derecho no resultaría inteligible y su ejercicio carecería de garantía.

Resulta no solo importante sino urgente e impostergable el lograr la plena vigencia y efectividad de los derechos sociales sin límites y restricciones, a fin de lograr lo más pronto posible la tan ansiada justicia social, que hoy más que nunca la humanidad reclama. No cabe ya seguir considerando a los derechos económicos, sociales y culturales como promesas políticas, sino que deben ser considerados como normas jurídicas obligatorias.

Referencias

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Notas

* Abogada de la Universidad de La Sabana, magíster en Derecho Penal de la Universidad Libre. Investigadora del Grupo de Investigación CIFAD de la Facultad de Derecho de la Universidad Cooperativa de Colombia, sede Bogotá.

** Abogado de la Universidad Autónoma de Colombia, doctor en Derecho de la Universidad Nacional de Colombia. Investigador de la Universidad de Boyacá.

*** Auxiliar de investigación, estudiante de Derecho de la Universidad Cooperativa de Colombia, sede Bogotá.

1 Entiéndase como justiciabilidad al mecanismo que tiene cualquier persona para acceder a instancias judiciales nacionales o internacionales, con el fin de lograr que se le reconozca el derecho y su posible reparación.

Desafíos migratorios: realidades desde diversas orillas

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