Читать книгу La isla de los olvidados - María Vanacloig - Страница 3

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CABRERA, julio de 1977

Cuando salió a navegar esa mañana en la pequeña menorquina, no podía imaginar que terminaría desembarcando en aquella inhóspita isla.

En cuanto había salido a mar abierto, se había ensimismado en sus persistentes pensamientos por el terrible suceso con Teresa y, sin apenas percatarse, comenzó a alejarse cada vez más de la costa de Mallorca hacia el sur. Cuando quiso darse cuenta, el viento había comenzado a soplar con fuerza y las olas le entraban de frente sacudiendo el casco. Sólo entonces, al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que había perdido cualquier noción del tiempo que había pasado desde que había salido de puerto. En el horizonte solo distinguía dos imprecisas formas a cada uno de los costados: Mallorca, al frente, y la pequeña isla de Cabrera por la amura de estribor. Aunque había tratado una y otra vez de redirigir el rumbo de la barca hacia la isla madre, el viento en contra le arrastraba con fuerza hacia Cabrera. Sin tiempo para titubear, mientras el casco se zarandeaba a uno y otro lado, se había visto obligado poner rumbo a estribor para tratar de llegar a la pequeña isla con sus escasos conocimientos de navegación.

Cuando por fin puso un trémulo pie en tierra, le pareció que toda la tensión que había acumulado en las últimas horas se descolgaba por él. Ahora ya estaba allí, a salvo en una cala hasta la que había podido llegar con alivio, tras pasar un buen rato batallando en el agua.

Amarró la menorquina a un saliente y armó de defensas el casco para evitar que los golpes de mar lo sacudiesen contra las rocas y terminasen dañándolo. Tragó saliva angustiado y echó un vistazo al paisaje que tenía ante sí. Decenas de pinares y acebuches escalaban por el acantilado que dibujaba la cala, formando un escenario frondoso del que resultaba difícil saber cómo salir.

Cogió su mochila y caminó hacia una zona que parecía despejada de matojos y árboles. Por lo que sabía, Cabrera sólo contaba con un viejo castillo abandonado y con un faro que custodiaba un farero, el único habitante de la isla, por lo que debía encontrar el faro lo antes posible. Por suerte, comenzaba a atardecer y, en breve, el farero lo encendería.

Comenzó a caminar entre la maleza, tropezando con ramas, arbustos y raíces, y notando cómo su cuerpo empezaba a dar señales de agotamiento. La lluvia seguía azotándole densamente, y su visión comenzaba a aparecer confusa y borrosa. Siguió avanzando varios minutos más sin tener idea de si lo estaría haciendo en círculos o estaría alejándose todavía más del faro.

Entonces, un trueno bramó en el cielo dejando un abrumador silencio a su fin. Se quedó tan desorientado que tropezó con una raíz y cayó al suelo. Permaneció inmóvil, casi sin fuerzas para levantarse, mientras la lluvia seguía cayendo punzante sobre él, azotando un poco más su cuerpo, que había llegado al límite de sus fuerzas físicas y, sobre todo, psicológicas. Pensó por un momento que tal vez lo mejor sería dejarse desfallecer allí, ahora que ya no tenía una vida a la que volver.

Se dio la vuelta para colocarse boca arriba y que la lluvia cayese directamente sobre su cara, mientras empezaba a entrar en un estado de ensoñación. Le pesaban tanto las articulaciones, el torso, la cabeza y la mente que no se sentía capaz de moverse.

Entonces, la oscuridad de sus párpados le devolvió un tenue reflejo amarillo que le hizo salir de su onírico estado. Con el segundo reflejo, sus párpados se abrieron automáticamente. Ahí, frente a sus ojos, apareció la luz del faro, como una estrella que iluminaba su camino y que le invitaba a seguir hacia él.

El instinto de supervivencia actuó por él, y en sólo unos segundos estaba de nuevo en pie caminando hacia aquella luz parpadeante. Calculó que no distaba más de dos kilómetros de allí.

Cuando alcanzó a divisar la fachada del faro, una lágrima se deslizó por sorpresa por sus pestañas, surcando de arriba abajo su embarrada cara.

No sabía si lloraba de alegría o de puro agotamiento.

Los últimos metros habían sido especialmente duros. El faro se asentaba en una península en lo alto de un acantilado y allí surgía de entre las rocas imponente, con grandes rombos rojos que adornaban su fachada. A sus pies, sobresalía una construcción de la que emergía una luz muy tenue, que supuso sería donde habitaba el farero.

Avanzó sin resuello hacia ella y se detuvo frente a la puerta. Levantó el puño e hizo ademán de llamar, pero se dio cuenta de que si la aporreaba, le daría un susto de muerte al farero, así que se acercó a una de las ventanas y observó que el cristal estaba subido dejando al descubierto la mitad inferior de la misma. Cuando iba a meter por allí la cabeza para echar un vistazo, una sombra apareció ante sus ojos.

—¿Quién anda ahí? —vociferó el farero al otro lado de la ventana.

Antes de poder contestar, oyó un clic, clic que despertó todas sus alarmas. Bajó la vista unos centímetros, y apreció una sombra alargada que le hizo saltar como un resorte. Le estaba apuntando con un rifle y le acababa de quitar el seguro.

—¡No dispare! ¡¡No dispare!! —exclamó levantando los brazos y dando pequeños saltos sobre una pierna y otra.

La punta del rifle salió rápida como una culebra por la ventana aproximándose más a su cara.

—¿Quién eres? —dijo la feroz voz.

—Me llamo Marcos. ¡Marcos Rivas! He llegado hasta aquí a causa de la tormenta —balbuceó gritando.

La punta del rifle desapareció, y la ventana se cerró de golpe, como una guillotina que cortaba cualquier posibilidad de acceder al refugio de aquella casa.

Unos segundos después, la puerta se abrió chirriante y apareció ante él una fornida figura.

—Entre —le inquirió secamente.

Marcos se acercó a él con cautela. Todavía no le había podido ver la cara, debido al contraluz, y aquello le inquietaba. Traspasó el dintel con prudencia, y accedió a una sencilla sala, coronada por una amplia chimenea. Montones de libros apilados en el suelo trazaban el camino hacia otra estancia que adivinó sería la cocina. Se giró lentamente hacia la puerta que acababa de dejar atrás, y entonces lo vio.

Le impresionó que aquella templada figura que había vislumbrado en la penumbra perteneciese a un hombre que parecía tener algo más de setenta años. Su frondoso cabello gris se fundía con la espesa barba. Sus ojos, dos hendiduras almendradas, le miraban con desconfianza.

—Marcos Rivas —le dijo, dando un paso hacia él y tendiéndole la mano.

El farero permaneció inmóvil. Miró su mano inerte en el aire y a continuación le miró de nuevo a él. Permaneció así varios segundos, en los que Marcos no sabía si retirar la mano o acercarla más hacia él, por si no le había entendido. Entonces, el farero, ignorando su saludo, avanzó hacia la cocina sorteándole y, cuando ya lo había dejado atrás, musitó:

—Puede llamarme Esteban.

Se metió en la cocina sin decir nada más, y dejó a un confuso Marcos en la sala, sin saber muy bien qué hacer. Oyó a Esteban trastear en la cocina y, mientras caminaba torpemente por la sala, observó una desvencijada mesa, varios cuadernos y una máquina de escribir. Tras ella, había un pequeño aparador atiborrado de libros, entre los que había apoyada una fotografía antigua. Se aproximó hacia allí casi por inercia, y observó que se trataba de un retrato en blanco y negro de una joven mujer de pálido rostro y labios muy finos. Cuando iba a coger la foto para observarla mejor, un leve tintineo le hizo girarse hacia la cocina.

Esteban apareció llevando algo en ambas manos. Avanzó hacia la mesa, apartó algunos cuadernos y depositó sobre ella un plato que contenía un abundante guiso y un vaso de vino tinto.

—Necesitará coger fuerzas —le dijo toscamente.

Marcos se acercó hacia la mesa esperando a que el farero se sentase antes de hacerlo él, pero éste se dio la vuelta y volvió a la cocina. Entendió que debía sentarse sin él, y se situó en el borde de la silla temiendo, sin saber por qué, ponerse demasiado cómodo.

—Muchas gracias, es usted muy amable —profirió.

Se abalanzó sobre el plato y comenzó a ingerir prácticamente enteras las porciones de carne estofada, que le supieron a gloria tras tantas horas deambulando por el mar y por los montes de aquella isla.

—Le sentará bien. Es el mejor vino del mundo —le dijo ásperamente el farero mientras se sentaba a su lado con una botella de vino de Pollença.

Marcos le sonrió amablemente mientras seguía comiendo a dos carrillos y se hacía decenas de preguntas acerca de aquel hombre tan enigmático.

—¿De dónde es usted? —se aventuró a preguntarle.

En las pocas palabras que le había dedicado había percibido un leve acento.

—De aquí y de allí —respondió el farero dando livianas vueltas a su vaso de vino, y mirando fijamente su contenido—. De todas partes y de ninguna.

Marcos comprendió que lo más probable fuese que no tuviese ningún tipo de interés por entablar conversación con él, así que decidió continuar comiéndose el guiso en silencio.

—Aunque podría decir que ya únicamente pertenezco a esta isla —dijo entonces.

Aquello parecía un atisbo de querer continuar con la conversación, así que lo aprovechó.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

El farero miró hacia la ventana, como intentando traspasarla para mirar mucho más allá y perderse en el infinito de la noche.

—Demasiado —contestó quedamente.

Marcos suspiró para sus adentros. Intentar hablar con aquel hombre comenzaba a resultar desesperante.

—Casi cuarenta años son demasiados para estar en cualquier lugar —dijo entonces—. Sobre todo en un lugar como este.

Él, asombrado, hizo un cálculo rápido. Estaban en el año 1977, eso significaba que llevaba allí nada menos que desde finales de los años treinta.

—¿Y ha vivido siempre aquí usted solo? —le preguntó esperando que no se embarcase en otro de sus largos silencios.

—Sí —contestó.

Aquello le hizo comprender la falta de habilidades sociales de aquel hombre. Como ya comenzaba a captar cómo funcionaba, dejó pasar unos segundos esperando que añadiese algo más. Y vaya si añadió algo más.

—Mi esposa y yo vinimos aquí al poco de casarnos. Cuando sólo llevábamos un año aquí, ella empezó a encontrarse mal y a tener fiebre muy alta. Avisé por radio al servicio médico de Palma, pero había temporal, y no podían venir enseguida—le dijo de carrerilla—. Cuando pudieron llegar a Cabrera, al día siguiente, mi esposa ya había muerto. Había sido una meningitis. Su última voluntad fue ser enterrada en Langreo, ella era de allí —entonces hizo una pausa—. Así es como me quedé solo en esta isla.

Había contado todo aquello de carrerilla, como abriendo por un momento la caja de su intimidad, pero cerrándola bruscamente de nuevo, así que entendió que no debía tocar más aquel tema. Se hizo un nuevo silencio en el que Marcos intentó imaginar cómo debía de ser la vida en la soledad allí. Con la única obligación de encender y apagar el faro cada día, quedaban demasiadas horas libres al día como para poder llenarlas y no volverse loco en aquel paraje desértico que tan pocas posibilidades ofrecía.

A decir verdad, poco sabía de aquella isla, siempre misteriosa, con sus violentas corrientes y el desamparo de su territorio, que habían propiciado que muy pocos se atreviesen a aproximarse a ella. Pero además, había detectado que había algo más que provocaba un extraño rechazo entre la población local, quienes tachaban a la isla prácticamente de maldita. Sin embargo, en los cinco meses que llevaba viviendo en Mallorca, no había logrado que nadie le contase por qué. Aquel era un asunto del que nadie parecía querer hablar.

Y ahora se hallaba allí mismo, con alguien que llevaba habitándola cuarenta años. Aun imaginando que evitaría aquella pregunta, tenía que intentarlo, aquel enigma le tenía cuanto menos intrigado.

—¿Señor Esteban, qué ocurre con esta isla? ¿Qué es eso de lo que nadie quiere hablar?

El farero le miró largamente, mientras tomaba un sorbo de vino. Le dio la sensación de que estaba comenzando a hacerle efecto y se sentía más relajado. Entrecerró los ojos, como si estuviese escrutándolo, y entonces los volvió a abrir, dejando el vaso de vino con delicadeza sobre la mesa.

—¿De verdad no sabe nada de lo que ocurrió en Cabrera? —inquirió Esteban.

A Marcos le dio un pequeño vuelco el corazón mientras negaba con la cabeza. Parecía que sí había algo.

—Le contaré algo—le dijo entonces—. El tremendo episodio de trece mil soldados franceses cautivos en esta isla durante cinco años, en lo que se consideraría el primer campo de concentración de la historia.

* * *

Habían pasado cuatro días desde que regresó de Cabrera. No había podido hacerlo en la menorquina, ya que, al ir a por ella a la mañana siguiente de su llegada a la isla, había constatado con sorpresa que ya no estaba allí. Había encontrado el cabo con el que la había amarrado cortado por el filo de las rocas, y no halló ni rastro de la barca en las millas que alcanzaba a vislumbrar desde allí. El farero había tenido a bien acercarlo en su barca hasta Mallorca, al punto más cercano a Cabrera: la Colonia de Sant Jordi.

Pero él ni siquiera había acudido al puerto de Palma por si se había hallado la menorquina dando tumbos a la deriva por aquellos mares. Ni había pensado en que se había cargado uno de los bienes que recibió en herencia junto a la casa de Mallorca. Todo aquello le traía sin cuidado en aquellos momentos. Sólo era capaz de pensar en la historia de los prisioneros franceses que le había contado Esteban.

Aquel asunto le estaba obsesionando hasta tal punto que no le permitía concentrarse en ningún otro propósito. Era la historia más fascinante que había conocido en sus treinta y siete años de vida, y no quería dejarla escapar.

Aquella historia lo tenía todo, era una historia real y desconocida para la gran mayoría, y era, probablemente, uno de los episodios más cruentos de la historia de España. Desde que había salido de Cabrera, lo que le había contado el farero se reproducía una y otra vez en su cabeza.

Trece mil soldados de Napoleón abandonados a su suerte tras la victoria española en la batalla de Bailén en aquella isla inhóspita que por aquel entonces, en 1808, únicamente contaba con la edificación del castillo.

Una barca española llevaba cada cuatro días pan enmohecido y habas, pero sin apenas comida, sin agua y sin ningún lugar donde guarecerse, comenzaron a fallecer por decenas. Los prisioneros comían cardos guisados y otras hierbas que les provocaron perforaciones intestinales, bulbos venenosos que acabaron con algunos de ellos, e incluso caldos cocidos con ropas viejas que les provocaron graves infecciones. Pero la desesperación era tal que terminaron por ingerir restos humanos de los prisioneros fallecidos.

A pesar de todo, los prisioneros empezaron a organizarse. Formaron un Consejo que reglamentaba la distribución de los escasos alimentos, e iniciaron la construcción de cabañas y casas de las que al parecer aún se conservaban restos en la isla.

Pero el gobierno español terminó designando a un cura y después a un gobernador para poner orden en la isla, sometiendo a los prisioneros a trabajos forzados y ordenando ejecuciones para aquellos que quebrantasen las normas o intentasen huir. Y es que los robos, las agresiones y los intentos de huida de la isla estaban a la orden del día.

Aquella suerte de campo de concentración continuó albergando enfermedades, hambre, muertes e historias asombrosas hasta que en 1813, nada menos que cinco años después de su llegada a la isla, fueron por fin liberados. Para entonces, sólo uno de cada tres soldados que llegaron a la isla había sobrevivido.

Desde entonces había vivido cautivado por aquella historia, de la que deseaba conocer todos los detalles, para lograr reactivar su carrera en horas bajas. Al principio, se había trasladado a Mallorca pensando simplemente en pasar unos días, lejos de Barcelona y alejado, principalmente, del asunto que le atormentaba. Y aquella vieja casa de campo en la tranquila pedanía de Sa Indioteria que había heredado, pero en la que jamás había estado hasta entonces, parecía el lugar adecuado para aislarse del mundo.

Aquellos días se convirtieron en semanas, y, para cuando se dio cuenta, ya llevaba allí cinco meses.

Y así, aquella casa rodeada de huertas y aislada del mundo se había convertido para él en su particular fortín. Un refugio en el que convivía con sus atormentados recuerdos por lo que sucedió con Teresa y con su angustiosa espera por el inevitable momento en que recibiría aquella carta, que llegaría sine die.

Pero aquel refugio le había devuelto algo que había perdido desde que sucedieron los desagradables acontecimientos que le habían llevado hasta allí.

Había vuelto a encontrar la inspiración para escribir.

La revista para la que escribía, Erudit, le había dado un prudencial tiempo de excedencia después de que ocurriese todo. Pero, pasados tres meses, su editor había comenzado a insinuarle que debería volver al trabajo y comenzar a enviar alguno de aquellos relatos basados en historias reales que escribía semanalmente para la revista. Al principio, le costó volver a escribir, estaba tan aislado de la realidad que no encontraba ninguna historia que le inspirase. Pasaron varias angustiosas semanas, hasta que decidió que, si no era capaz de encontrar una historia real que le sirviese, se la inventaría. Y así, comenzó a escribir a todas horas. Historias inventadas y en ocasiones inverosímiles, pero al menos cumplía con su compromiso semanal con Erudit, aunque su editor sospechase que todo aquello que narraba nunca había sucedido en realidad.

Aun así, escribía día y noche, inventando sucesos y convirtiéndolos en relatos. De hecho, junto con los matutinos paseos por la huerta, era prácticamente lo único que hacía desde entonces. Así que, puntualmente cada semana, acudía a la oficina de correos de Palma para enviar sus prolíficos relatos con destino a Barcelona.

Pero esa mañana, había salido temprano de su casa y había cogido el autobús de la SALMA que le llevaba a Palma, rompiendo esa rutina que seguía cada día desde que se trasladó allí cinco meses atrás.

Desde que volvió de Cabrera, había indagado en registros, librerías, organismos públicos… pero toda información referente a aquel suceso parecía no haber existido nunca.

Hasta que había pensado en la Biblioteca de Palma, el lugar donde se le ocurrió que sin duda encontraría información acerca de aquella historia que podría terminar plasmando en el relato que relanzaría su carrera. Pasó el dedo por la retahíla de libros que aparecían como una cascada ante sus ojos repasando de nuevo sus títulos. Nada, allí tampoco había nada.

Se encaminó hacia la salida de la sala y carraspeó para que la bibliotecaria alzase su mirada del libro en el que se hallaba enfrascada.

—Disculpe, ¿tienen algún material sobre la isla de Cabrera? —le inquirió.

—Pasillo central a la derecha, letra ce —le dijo la huesuda bibliotecaria enterrando su cabeza de nuevo en las páginas de su libro.

Marcos carraspeó de nuevo. Ella volvió a levantar la cabeza, mirándole con impaciencia por encima de las gafas que hacían equilibrio en la punta de su nariz.

—Me refiero al capítulo histórico de los prisioneros franceses a principios del siglo XIX.

La bibliotecaria bajó de nuevo la mirada.

—Aquí no encontrará nada.

Él puso una mano sobre su mesa para llamar de nuevo su atención.

—¿Sería tan amable de indicarme dónde puedo encontrar algún tipo de documentación sobre este suceso? —le dijo lo más cordialmente que la irritación que le estaba provocando le permitía.

Ella movió la cabeza a un lado y a otro negando mientras musitaba un leve:

—Lo siento, no dispongo de esa información.

Marcos suspiró hastiado. Empezaba a resultar imposible encontrar algún registro que hiciese referencia a aquel suceso.

Salió de la biblioteca y comenzó a caminar sin rumbo por las sinuosas calles del casco antiguo. No era capaz de entender por qué nadie parecía querer hablar de aquel asunto, y ni siquiera hubiesen querido conservar documentación sobre un suceso tan trascendente.

Entonces, comenzó a tener una enorme sensación de pérdida. No porque no encontrase la información que andaba buscando, sino porque su búsqueda se había convertido en el único acontecimiento que le había devuelto por un momento las ganas de vivir. Y si aquello no podía ir adelante, sabía que de nuevo se hundiría en el pozo de indolencia en el que había estado sumido los últimos meses y, en realidad, durante gran parte de su vida.

Llegó a la plaza de Santa Eulàlia y un tumulto de gente tomando café en sus terrazas le hizo avergonzarse de sus incipientes lágrimas. Vio una estrecha callejuela que salía discretamente de la plaza y se dirigió a ella con premura para encontrar algo de intimidad donde poder verter su desdicha.

Y entonces, encontró algo.

Una vieja librería, bajo un letrero añejo que rezaba El Bazar del Libro. Se aproximó a su cristalera y lo que vio a través de ella inmediatamente le atrajo. Montañas de libros apilados unos sobre otros formando muros infranqueables, postales antiguas dispuestas desordenadamente por cualquier rincón, mapas, láminas prendidas por pinzas forrando las paredes, antiguos ejemplares de Paris Match, pósteres de películas en blanco y negro… Allí tenía que haber algún material sobre los franceses de Cabrera, aunque fuese por pura dejadez de los propios dueños.

Caminó por las viejas baldosas que conformaban un mosaico en cuadrados blancos y negros buscando a alguien que pudiese ayudarle. Avanzó por los laberintos que formaban los libros, adentrándose en una atmósfera casi irreal, conformada por el polvo, la penumbra y el inconfundible olor del papel de los libros antiguos.

—Bon dia —le dijo una voz.

Miró a un lado y a otro, pero sólo era capaz de ver libros y más libros.

—Bon dia —repitió la voz.

Marcos avanzó por el pasillo de libros, y por fin alcanzó a ver de quién provenía. Se encontró a un señor de unos sesenta años, con unas pequeñas y redondas gafas sobre la punta de la nariz que lo observaba con curiosidad. A su lado, un enjuto anciano que tendría más de noventa años permanecía inmóvil a su lado, con los ojos fijos en un periódico y que, en aquel escenario repleto de libros y polvo, parecía la momia de Tutankamon.

—Bon dia —contestó Marcos.

El hombre se levantó para atenderle. El anciano permanecía inmóvil en su silla.

—Verá, estoy buscando una información muy concreta, que no encuentro por ningún lado. Al ver su librería he pensado que tal vez éste sería el lugar indicado.

El librero sonrió mientras asentía con la cabeza indicándole que continuase.

—Dígame, ¿qué está buscando exactamente?

Marcos comenzó a hablar poniendo en ello sus últimas esperanzas de encontrar algo.

—Busco algún libro o documentación que recoja información sobre el suceso de los prisioneros franceses en la isla de Cabrera de principios del siglo XIX.

En ese momento, vio algo moverse al lado del librero. Era el anciano, que había movido la cabeza y ahora le miraba fijamente con sus vidriosos y escuetos ojos.

—He buscado por todas partes, incluso en la Biblioteca de Palma, pero nadie parece saber dónde puedo encontrar esta información.

El librero permaneció mirándole por un segundo, mientras notaba también los ojos del anciano clavados en él.

—Lo siento, yo tampoco puedo ayudarle —le dijo finalmente—. No tenemos ningún libro sobre ese suceso.

A Marcos se le cayó el mundo a los pies.

—¿Pero qué ocurre con ese asunto? ¿Por qué parece que nadie quiere siquiera hablar de él? —se aventuró Marcos, ya desesperado.

Pero el librero ya estaba mirando hacia otro lado cuando Marcos le formuló la pregunta: un cliente se había acercado a él para pagar los libros que se llevaba, y había aprovechado para eludir sus preguntas.

—Discúlpeme, he de atender a este cliente —le dijo, evitando mirarle—. Si quiere, puede dar una vuelta por la librería por si encuentra algún otro libro de su agrado.

Marcos se dio la vuelta enfadado notando en su cogote los ojos del anciano, que había seguido mirándole fijamente. Se metió en otro pasillo de libros perdiéndose entre sus recovecos pensando en encontrar algo por sí mismo.

—Psssst —oyó de repente.

Giró la cabeza a un lado y a otro, y vio a otra persona leyendo ávidamente un ejemplar que había cogido de una estantería, y que parecía que hacía tiempo que no levantaba la cabeza del libro.

—¡Psssst, vosté! —escuchó de nuevo.

La voz venía de detrás del muro de libros que se hallaba frente a él. Llegó hasta el final del pasillo y dio la vuelta. Allí vislumbró al anciano Tutankamon, mirándole con los ojos brillantes.

—¿Es a mí? —preguntó Marcos confuso.

El anciano le hizo un gesto con la mano para que se aproximase.

—Lo que està cercant, aquí no ho trobarà…1 —le susurró.

1 Lo que está buscando, aquí no lo va a encontrar.

Marcos lo miró extrañado.

—I ningú li dirà on trobar-ho2 —continuó.

2 Y nadie le va a decir dónde encontrarlo.

La desesperanza que venía arrastrando se agudizó aún más al oír aquello.

—¿Pero existe alguna documentación sobre aquello? —le preguntó entonces Marcos.

Mil arrugas surcaron la cara del anciano al esbozar una sonrisa.

—Així es, jove3.

3 Así es, joven.

—¿Y dónde puedo encontrarla? —le apremió.

El anciano aproximó su cara a la de Marcos destilando un leve olor a orujo.

—Vagi vosté a Sa Bodegueta, aquí devora en es carrer de sa Campana, i li contaré. Tenc sa costum de fugir damunt es migdía per prendre un cafetet amb misteri4 —le dijo con una risita mostrando sus encías coronadas por sólo un puñado de dientes.

4 Acuda usted a Sa Bodegueta, aquí al lado en la calle de la Campana, y le cuento. Tengo la costumbre de escaparme sobre las doce a tomar un café con misterio.

El anciano se esfumó entre los laberintos de libros, dejando a Marcos más confuso de lo que llegó. ¿Qué debía hacer? El viejo parecía estar senil, además de alcoholizado, no creía que pudiese confiar en él. Pero, por otro lado, ¿qué alternativa tenía? Realmente ninguna. Salvo olvidar aquella historia y seguir adelante con… ¿Con qué? ¿Con qué iba a seguir adelante?, ahora que ya no tenía una vida a la que volver. Ahora que de nuevo volvía a estar solo, completamente solo y perdido, como lo había estado durante gran parte de su vida.

Salió de la librería más angustiado de lo que había entrado y, sin saber cómo, inconscientemente acabó frente a una fachada que rezaba «Sa Bodegueta», así que entró a probar el café con misterio.

Casi dos horas después, seguía allí, sin saber por qué o, más bien, sabiéndolo perfectamente. Mientras ojeaba con desgana el periódico que había cogido de la barra, vio por el rabillo del ojo una enjuta figura que se abría paso con dificultad entre las cortinas de la puerta. El anciano se plantó en la entrada y barrió visualmente el bar entornando mucho los ojos como si apenas pudiese ver. Marcos se irguió para llamar su atención, y éste, dando un respingo, comenzó a caminar hacia él con una leve sonrisilla en los labios.

—Aixi que ha vingut —dijo sin ocultar su satisfacción—. Deu d’estar molt interessat5.

5 Así que ha venido. Debe de estar muy interesado.

Marcos decidió que debía escuchar su historia, le hizo un ademán con la mano mientras apartaba una silla para que se sentase con él.

—Así es, caballero. Me gustaría poder conocer algo más de esta historia. Si usted conoce algún dato que…

—Escolti, jove —le cortó el viejo, acercándose a él por encima de la mesa—. Està xerrant amb una de ses poques persones vives que varen tenir en ses seves mans es documents que existeixen damunt aquesta història6.

6 Oiga usted, joven. Está hablando con una de las pocas personas vivas que tuvieron en sus manos la documentación que existe sobre esa historia.

Marcos sintió una oleada de calor interior, no sabía si por el misterio del café, o porque comenzaba a parecerle que Tutankamon podría no estar tan senil. El anciano levantó una mano y el camarero asintió, sin necesidad de preguntar qué deseaba tomar.

—Aquest vell fotut, aquí on me veu, va lluitar en es «bando nacional» durant sa Guerra Civil7.

7 Este viejo fastidiado, aquí donde me ve, luchó en el bando nacional durante la Guerra Civil.

Y entonces, empezó a contarle en su mallorquín cerrado una historia que al principio le costó descifrar, pero que, conforme avanzaba y comprendía la magnitud de lo que le estaba narrando, le fue dejando pasmado.

Ese anciano acartonado había formado parte de una de las milicias de los sublevados que aquel 18 de julio de 1936 se alzó en golpe de estado contra la Segunda República, y que lograron reconquistar Mallorca e Ibiza. Pocos días después del golpe, en el llamado Desembarco de Mallorca, la isla comenzó a ser bombardeada por parte del bando republicano, que trataba de hacerse de nuevo con su control. Ante la grave situación, un comité de las fuerzas nacionalistas decidió salvaguardar las obras de arte, documentación oficial y archivos históricos de Mallorca. Y aquí es donde Marcos agudizó los oídos: todo el material fue trasladado a la isla de Cabrera y almacenado en su castillo para evitar que fuese destruido en los bombardeos.

Los sublevados terminaron enviando solicitud de ayuda militar a la Italia de Mussolini, que intervino enviando a sus milicianos a Mallorca y convirtió la isla en una importante base aeronaval italiana, utilizándola como plataforma aérea de ataque a la España republicana. El llamado Conde Rossi llegó a la isla para capitanear a los milicianos italianos consiguiendo alistar a más de 3000 voluntarios que acabaron derrotando a las fuerzas republicanas, que se retiraron de la isla en pocas semanas.

A pesar de la ayuda que brindaron a Mallorca, el Conde Rossi y sus milicianos sembraron el terror en Mallorca a través de innumerables fusilamientos y violaciones, y campando a sus anchas imprimiendo su propia ley.

Por este motivo, cuando ordenaron trasladar de nuevo todo el material y obras de arte desde Cabrera a Mallorca, los oficiales del frente nacional dieron órdenes al destacamento que debía transportarlo de vuelta de que se dejase en Cabrera toda la documentación relativa al terrible suceso de los prisioneros franceses. Temían que el sanguinario ejército fascista se plantease dar a la isla el mismo uso que se le dio en su momento. No estaban dispuestos a dejar que la pacífica y recuperada isla de Cabrera, volviese a convertirse en un escenario de ejecuciones y horrores.

Y aquel anciano se encontraba, precisamente, en el destacamento que debía transportar aquel material de vuelta y que seleccionó la documentación pertinente que decidieron que permaneciese en Cabrera.

—¿Y dónde está esa documentación hoy en día? —preguntó Marcos con un hilo de voz.

El anciano miró a un lado y a otro para asegurarse de que nadie le oía.

—Al mateix lloc. Al soterrani del castell de sa illa de Cabrera8.

8 En el mismo sitio. En el sótano del castillo de la isla de Cabrera.

La isla de los olvidados

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