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MARCOS RIVAS

Guitiriz, febrero de 1950

La primera vez que su vida se congeló como un glaciar fue una lluviosa tarde de febrero de 1950. No sería la única.

La distancia entre su feliz vida y su triste porvenir la marcaron tres timbrazos.

Ring... Ring... Ring.

Concha descolgó el teléfono para recibir la terrible noticia.

Era la primera vez en sus diez años de vida que Marcos se había separado de sus padres, Isidro y Martina durante tanto tiempo. Aquellos cuatro días se le habían hecho interminables, aunque Concha, su acogedora vecina, se hubiese esforzado en hacerle sentir como en casa, y hubiese alternado los cuidados de su octogenaria madre con las atenciones a Marcos.

Era también la primera vez que sus padres viajaban fuera de España. Aunque su destino estuviese sólo a trescientos kilómetros de Guitiriz, Oporto había estado en sus planes desde hacía mucho tiempo.

No se lo habían podido permitir hasta entonces.

Isidro había ido guardando celosamente en una lata cada mes una pequeña parte de su paga, hasta conseguir lo suficiente para pagar la gasolina y un modesto hostal a las afueras de Oporto. Seguía teniendo la sensación de que estaba en perpetua deuda con su esposa. Al fin y al cabo, ella había renunciado a su vida de comodidades por él.

El padre de Martina, Rodolfo, era el fundador de una de las principales empresas textiles de Barcelona, y provenía asimismo de una familia acomodada, por lo que, a lo largo de su vida, únicamente se había relacionado con personas de su mismo status, tal y como se encargaba de recordarle a su hija una y otra vez cuando les contó que se había enamorado de un simple empleado de mantenimiento.

Se habían conocido en una de las visitas que la familia solía realizar cada año en primavera al Balneario de Guitiriz. Hasta allí se desplazaban desde Barcelona para disfrutar de unos días de descanso en aquellas aguas medicinales que tan bien sentaban a Rodolfo, que padecía de psoriasis. Martina conocía bien aquel balneario y a sus empleados desde que lo visitaba desde niña. Pero aquel año, todo fue diferente.

Aquel que había sido, precisamente, el primer año que Martina se había mostrado reticente a acompañar a sus padres. Tenía casi veinte años y se consideraba ya demasiado independiente para seguir pasando aquellos días de vacaciones con ellos. Ella era una joven con un carácter que se iba tornando cada vez más rebelde, y que nunca había terminado de comulgar con los estrictos usos y costumbres de sus padres.

Durante los dos primeros días, trató de mostrar su fastidio perdiéndose por el balneario con la novela en la que andaba ensimismada, lejos de los ojos de sus padres. Acudía a comer y a cenar con ellos a regañadientes, dejando claro en todo momento que había sido un error obligarla a ir con ellos hasta allí, y pensando que tras aquella batalla psicológica, sin duda al año siguiente accederían a permitirle quedarse en Barcelona.

El tercer día, salió de su habitación rumbo a la biblioteca del balneario dispuesta a encontrar otro libro que le ayudase a pasar el día lo más rápido posible. Al acceder a la enorme estancia, comprobó con alegría que no había nadie más, por lo que se dedicó a merodear tranquilamente entre las largas hileras de estanterías repletas de títulos. Finalmente, se decidió por uno de nombre significativo La Libertad. Se repantigó en uno de los sillones y se dispuso a pasar las horas muertas perdiéndose entre sus páginas. Cuando estaba ya absorbida por la trama, un joven accedió a la biblioteca sin darse cuenta de que había alguien más en la estancia.

—¡Discúlpeme, señorita! —exclamó el joven al percatarse de su presencia.

Martina se incorporó de un salto, alisándose el vestido y tratando de recuperar la compostura. Entonces, observó que el joven portaba una escalera y que iba vestido con el uniforme azul marino del balneario.

—No hay de qué. Puede continuar con lo que tenga que hacer —contestó.

Martina se sentó en el sofá con la espalda muy recta y las piernas una junto a otra ligeramente ladeadas, e hizo como si se sumergiese de nuevo en la lectura, desatando una lucha interna contra sus ojos, que sólo querían posarse de nuevo en aquel atractivo joven para observarlo mejor. Finalmente, dando la batalla por perdida, bajó el libro apoyándolo en sus piernas y miró detenidamente al chico. Debía de tener más o menos su edad, y no es que fuese arrebatadoramente guapo, pero había algo que la había atrapado desde el principio. Era su mirada. Cálida y honesta. Transparente, podría decir.

—¿Cómo te llamas? —consiguió decir, ya tuteándole.

El joven, que estaba subido a la escalera cambiando la bombilla de uno de los apliques, detuvo su movimiento sin llegar a girarse. No estaba seguro de que se estuviese dirigiendo a él. Martina carraspeó, y él terminó girándose lentamente, sin llegar a mirarla, todavía pensando que aquellas palabras no iban dirigidas a él.

—Me llamo Isidro, señorita.

Martina sonrió.

—Puedes tutearme.

Isidro le devolvió la sonrisa avergonzado y entonces sus miradas se engarzaron.

—¿A qué hora terminas? —le preguntó Martina con el corazón galopándole en el pecho.

Y así, comenzaron cinco días que marcarían su vida para siempre. Cinco días de citas secretas, de conversaciones, de paseos por el río y de besos robados. Cinco días que le bastaron para darse cuenta de que se habían enamorado.

Cuando regresó a Barcelona continuaron su relación escribiéndose cartas casi a diario y, tal y como iban pasando las semanas, se dio cuenta de que no quería vivir sin él. Esperó pacientemente hasta la visita al balneario la siguiente primavera. En el fondo, escondía el pequeño temor de haber idealizado aquella relación y de encontrarse con una persona diferente a la que tenía en su mente. Pero en cuanto se vieron, constataron que la semilla que había nacido un año atrás había crecido hasta florecer en un amor fuera de toda lógica y distancia. Y fue allí mismo, en el balneario de Guitiriz donde una mañana Martina presentó a sus padres a Isidro como su novio. Al día siguiente, la obligaron a hacer sus maletas y regresaron a Barcelona en el primer tren que pudieron coger. Aquel humilde joven no cumplía las expectativas que tenían para su hija.

Pero Martina, desoyéndolos, siguió adelante con aquella relación alternando la distancia con las pocas visitas que Isidro se pudo permitir realizar a Barcelona. Cuando cumplió los veintiún años y les anunció que se casaban, su padre ya había tomado la decisión de retirarle la palabra y además desheredarla. Josefina, la madre de Martina, trató de mediar y poder llegar a un entendimiento, pero su severo marido la instó a acatar su decisión y sacar a su díscola hija de sus vidas.

Ni siquiera la avisaron cuando su único hermano, diez años mayor que ella, falleció tras una larga enfermedad; ni ese fatídico suceso consiguió acercarles de nuevo. Una barrera de hormigón se había interpuesto entre Martina y sus padres, y nada ni nadie sería capaz de quebrarla.

Aun así, Martina e Isidro fueron un matrimonio tremen- damente feliz. Se casaron y compraron una pequeña casa en la Rúa Lameiras, muy cerca del balneario. Isidro continuó con su trabajo allí y Martina aprendió a coser y comenzó a trabajar haciendo encargos para una modista de Lugo. Tres años después, vivieron el nacimiento de su hijo Marcos como el más dichoso de los acontecimientos que había sucedido en sus vidas.

Y, de hecho, pocas veces se habían separado de él hasta entonces, cuando Isidro se había afanado en reunir el dinero suficiente para poder ofrecer a su esposa un pequeño pedacito de ese mundo que se estaba perdiendo por su culpa.

Cuando Concha colgó el teléfono sin ser capaz de dirigir su mirada a Marcos, éste supo que lo que fuere que le acababan de comunicar tenía que ver con sus padres.

Pasaron muchas horas hasta que fue de verdad consciente de lo que suponían aquellas palabras. Sus padres habían fallecido en accidente. Sus padres nunca regresarían de aquel viaje. Sus padres nunca volverían a estar con él.

Se había quedado solo.

Los días siguientes pasaron en una nebulosa. Los acontecimientos se sucedían sin que tuviese ningún control sobre ellos. Las largas horas de la noche agazapado junto a Concha, el lastimoso trayecto en coche hasta el cementerio, la visión de los dos ataúdes que desaparecían en el foso y, sobre todo, la incertidumbre.

No sabía qué sucedería a partir de entonces.

Que supiese, no había nadie más allá de sus padres. Pero no se atrevía siquiera a preguntarlo. La idea del orfanato planeaba por su cabeza una y otra vez, mientras él intentaba evitar que aterrizase. Sólo quería concentrarse en no olvidar el rostro de sus padres, su caluroso abrazo, y el dulce canto de su madre mientras cosía concienzudamente los encargos.

Cuatro días después, la respuesta llegó sola.

—Tesoro… tenemos que ir a la casa de tus padres —le dijo suavemente Concha—. Debes recoger tus pertenencias. Te tienes que ir a vivir a Barcelona con tus abuelos.

Aquella fue la primera vez que Marcos tenía noticias de que tenía abuelos. A sus abuelos paternos los llegó a conocer, pero habían fallecido cuando él tan sólo tenía cuatro años. Y de los abuelos maternos, lo cierto era que no había oído hablar nunca, como nunca había oído hablar de nada relacionado con la vida de su madre antes de vivir en Guitiriz. No era que se lo ocultasen, simplemente nunca se había hablado de ello y nunca se había parado a pensar demasiado en aquello.

Y, aunque no conocía de nada a aquellos señores, el simple hecho de saber que no estaba completamente solo en este mundo, en cierto modo le reconfortó. La horrible idea del orfanato por fin podía ser descartada, y se abría ante él una pequeña luz en aquel túnel en el que se había convertido su vida.

La organización del viaje le abstrajo de la enorme tristeza que asolaba su interior. Se afanó en recoger sus pertenencias del que había sido su hogar, se despidió de Concha sin saber entonces que jamás volvería a verla, y soportó estoicamente las largas horas de tren junto a la reservada funcionaria del Ministerio que le acompañó hasta Barcelona para hacer efectiva la tutorización por parte de sus ausentes abuelos: Josefina y Rodolfo.

Recorrieron en taxi las calles de la ciudad. Marcos, que nunca había ido más allá de Lugo, admiraba asombrado aquellas hermosas vías salpicadas de imponentes edificios. También sus habitantes parecían diferentes. Además de estar viendo en aquel recorrido mucha más gente de la que había visto en toda su vida, le impresionaron sus elegantes vestimentas, que parecían sacadas de los folletines que consultaba su madre cuando cosía. Marcos no podía evitar imaginar una y otra vez cómo serían sus abuelos. Y, aunque nunca los había visto, y nadie le había explicado por qué hasta entonces no había tenido noticias de ellos, tenía la secreta certeza de que con ellos volvería a sentirse protegido y amado como lo había estado con sus padres.

El taxi por fin se detuvo frente a un edificio señorial. La funcionaria se apeó junto a él y le acompañó hasta la segunda planta. Cuando pulsó el timbre, el corazón de Marcos latía a mil por hora. Por fin iba a conocer a sus abuelos.

Una joven muchacha con delantal abrió la puerta y les invitó a pasar. Marcos admiró asombrado el piso que se extendía ante él. Esculturas de mármol, hermosas lámparas, mullidas alfombras y enormes cuadros se perdían en las numerosas estancias que se adivinaban desde allí. La funcionaria intercambió unas breves palabras con la doncella y, tras un breve «Aquí estarás bien», se marchó por donde habían entrado. Marcos se quedó allí plantado mientras la doncella asía su maleta y le guiaba por las diferentes estancias.

—Esta será su habitación, señorito Marcos —le dijo al acceder a una regia estancia salpicada de retratos de señores con cara de mal genio y con una enorme cama con dosel—. Ahora puede tomar un baño y echarse a descansar. Mañana le acompañaré a su nueva escuela.

Y desapareció cerrando la puerta tras de sí.

Allí no había ni rastro de sus abuelos.

La isla de los olvidados

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