Читать книгу El manual definitivo del ayuno intermitente - Marc Romera - Страница 9
ОглавлениеSi hay una cosa que parece estar clara a día de hoy, es que independientemente de la edad, el momento, el sexo o la localización geográfica en la que se encuentre cualquier persona, a todo el mundo le preocupa su salud. Es evidente. Quizás a estas alturas todos seamos conscientes de que hoy en día vivimos más (la esperanza de vida en España en 2018 fue de 84 años de media, mientras que en 1970 era de apenas 69 años). Sin embargo, la pregunta acertada que deberíamos hacernos es la siguiente.
¿Vivimos mejor?
No importa lo que sea: una pastilla, una dieta «milagro», un «brebaje de Saturno»… todo el mundo quiere aferrarse a algo que le haga mantenerse alejado de la enfermedad y le garantice la mejor calidad de vida (y si es fácil y barato, mejor). A la gente le aburre cansarse (eso de cambiar el ascensor por subir y bajar escaleras o caminar unos pasos en lugar de coger el coche no le viene bien a nadie). Además, con la creciente tasa de personas afectadas hoy en día por enfermedades derivadas directa o indirectamente del sobrepeso y la obesidad como la diabetes de tipo 2, el síndrome metabólico, la hipertensión, el hígado graso no alcohólico, la arterioesclerosis, la insuficiencia cardíaca y un largo etcétera, lo que resulta evidente es que algo estamos haciendo mal (hablaremos de ello extendidamente durante el libro) y la gente empieza a ser consciente de que existe un problema real.
El caso es que bien sean motivados inicialmente por un cambio estético, por la prevención o tratamiento de cualquier patología o enfermedad, por mejorar su rendimiento deportivo, o bien simplemente por conocimiento o curiosidad, la «dieta» más buscada en 2019 en Google fue la del «ayuno intermitente». Y digo «dieta» entre comillas (no te alarmes), porque tal y como desmentiremos a lo largo de las siguientes páginas, el ayuno no es (ni de lejos) ni una dieta, ni un remedio milagroso tal y como lo pintan en ciertos medios sensacionalistas o promueven determinados «fitfluencers». Tampoco es una nueva moda (por mucho que se empeñen en defender algunos personajes públicos, periodistas, deportistas, estrellas de cine u otros famosos). En el mejor de los casos, tal vez sí se podría catalogar como una estrategia efectiva, un protocolo, una herramienta o incluso un hábito (quizás lo más acertado). Pero sin lugar a dudas, insisto: no es una moda.
Hace algún tiempo yo también estaba en la misma posición en la que te encuentras tu ahora. Recuerdo que mucho más allá de mi profesión de entrenador personal y de lo relacionado con las últimas técnicas de entrenamiento o de ejercicio, me encantaba todo lo que tuviera que ver con la salud y la nutrición. Leía cada día acerca de lo saludables que eran los carbohidratos (tenían que constituir un 60 % de la dieta según las recomendaciones oficiales), lo malas que eran las grasas (sobre todo las saturadas), lo saludables que eran los aceites vegetales de semillas y en cuanto a las proteínas (ni buenas, ni malas), en exceso dañaban al riñón. Al final, de tanto repetir siempre el mismo discurso (sucede igual con todas las mentiras) me lo acabé creyendo igual que muchas otras personas. Daba igual el medio, parecía que todos coincidían en una cosa: independientemente de la fuente de información, si querías perder peso todo acababa señalando hacia el mismo lugar: el déficit calórico.
Antes de continuar, considero importante matizar que la teoría de tener que generar siempre un déficit calórico para perder peso no funciona. Está condenada al fracaso una y otra vez. Tal y como veremos a continuación en las páginas de este libro el ayuno intermitente es una estrategia increíblemente efectiva cuando se trata de pérdida de peso; pero no lo es (como defienden algunos «expertos») por generar un déficit calórico, sino por muchas de las respuestas metabólicas y adaptaciones que se desencadenan por su uso.
Entender por qué simplemente es ineficaz a largo plazo aquello de basarse únicamente en el concepto del balance energético prestando atención a una resta (calorías que entran - calorías que salen) resulta sencillo: en primer lugar, LOS HUMANOS NO SOMOS BOMBAS CALORIMÉTRICAS Y NUESTRAS CÉLULAS NO TIENEN SENSORES DE CALORÍAS (SÍ de nutrientes), por lo que resulta imposible y poco preciso determinar qué cantidad de energía utilizamos cada día sin tener en cuenta cientos (tal vez miles) de variables. Como digo, asumir que debemos basarnos en una fórmula de hace ya unos cuantos años que nos diga cuánto comer según nuestro peso, nuestra altura y nuestra edad implica asumir riesgos. Por ejemplo, una gran parte de los aminoácidos que extraemos de la proteína de la dieta será destinada para la creación de nuevas biomoléculas a partir de las instrucciones del ADN y solo una pequeña parte será oxidada a compuestos que pueden utilizarse como energía (a saber: piruvato, acetil-CoA, oxaloacetato, etc.). No contar con todas esas «calorías» sería ingenuo por nuestra parte. Además, una parte de los ácidos grasos que comemos también pueden tener otro destino distinto al de producir energía. Por ejemplo a la formación de membranas celulares y de todos los organelos, la formación de fosfolípidos, neurotransmisores, hormonas, etc.
Por si fuera poco, no todas las grasas son iguales: algunas liberan 7 kcal (las de fuentes vegetales como las del aceite de coco) y otras en cambio, pueden alcanzar hasta 9,2 kcal/g (las de origen animal). Pasar esos detalles por alto sin duda genera mucho margen de error. Además, me gustaría añadir que para degradar los macronutrientes en sus componentes y, de igual modo, para crear nuevas macromoléculas ¡se necesita ATP! ¿Cómo vamos a ignorar eso? O lo que es mejor, ¿cómo podemos calcularlo exactamente, sin temor a equivocarnos?
Si no me crees y eres de las personas que aún defienden el déficit calórico, déjame que te inste a la reflexión tan solo un minuto. Seguro que a estas alturas todos conocemos a alguna persona que siempre fue delgada y que a pesar de estar siempre ingiriendo indecentes cantidades de comida, no engordaba y tenía serias dificultades para ganar peso, ¿verdad? Sin embargo, nadie sabe exactamente el porqué pero esa persona siempre lograba mantener bajos los niveles de grasa corporal. No importaba cuántas calorías consumiera, dos mil, tres mil, cinco mil… siempre se mantenía en el peso. ¿Cómo puede defender eso la teoría del balance energético (CICO)?
Pero la cosa no acaba ahí. Pongamos el caso de María, a la que todos conocemos. Una persona que siempre ha tenido sobrepeso ya desde su etapa de adolescente a su edad adulta. Una mujer que ha probado todo tipo de dietas milagro basadas en reducir drásticamente las calorías y que inicialmente parecía que funcionaban. Sin embargo, a estas alturas todos conocemos el final de la historia. María siempre termina recuperando el peso perdido y un poco más a pesar de todos sus esfuerzos. Los médicos, nutricionistas o entrenadores, en un intento por echar balones fuera y eximirse de toda responsabilidad, dirán que María no estaba siguiendo rigurosamente la dieta, el ejercicio pautado o en definitiva las directrices fijadas. No obstante, todos hemos visto que María estaba haciendo auténticos esfuerzos basados en su fuerza de voluntad para continuar comiendo esa ensalada y ese trozo de merluza a la plancha cuando salía a cenar con sus amigos.
Entonces:
1.¿Por qué María no logra perder peso a pesar de ingerir 1000 calorías por día?
2.¿Por qué Víctor, que es un amigo diabético de tipo 1, antes de ser diagnosticado, empezó a perder peso estrepitosamente a pesar de que su médico le pautara una dieta de cerca de 4800 calorías para alguien de 70 kg?
3.¿Por qué Alejandro no logra incrementar su peso a pesar de acudir todos los días al gimnasio y estar comiendo todo el día (incluyendo batidos de proteína a media noche)?
4.¿Por qué pese a comer exactamente lo mismo desde hace meses, Irene está adelgazando rápidamente y a pesar de decirle a todo el mundo que vive hiperestresada, acaba de perder su trabajo y ha agotado todos sus ahorros, nadie le escucha?
5.¿Por qué Marc y Antonio, pese a ser compañeros de trabajo, pesar lo mismo, medir lo mismo y tener la misma edad, hacen la misma dieta y uno parece adelgazar y el otro engorda?
6.¿Por qué David, que parece conocer bien el efecto del frío, la hormesis y la termogénesis, asegura perder peso ingiriendo las mismas calorías cuando pasa sus vacaciones de invierno en Andorra, respecto a cuando vive el resto del año en Valencia?
¿Donde está el truco?
El truco está en que vale la pena entender de una vez por todas que la pérdida o ganancia de peso viene realmente regulada por las hormonas: las principales y verdaderas responsables de dirigir la orquesta. Por ejemplo, uno no metaboliza los carbohidratos de la misma manera si tiene sensibilidad a la insulina, no tiene problemas digestivos y es deportista, que si tiene resistencia a la insulina, tiene una alteración en la microbiota y es una persona sedentaria con sobrepeso. ¡Pese a comer el mismo alimento y la misma cantidad! De hecho, las hormonas son tan importantes que son las que nos hacen subir o bajar de peso, las que controlan nuestro apetito o nuestra saciedad, las que hacen que consumamos más o menos energía en estado de reposo, las que controlan nuestro estado de ánimo, nuestro sueño, nuestra apetencia sexual, nuestro desarrollo y un largo etcétera. Y como habrás podido entender, es de importancia capital saber qué clase de información reciben a través de los alimentos.
Los defensores del déficit calórico pasan por alto este preciso concepto de la importancia hormonal (las células se comunican entre sí a través de hormonas y neurotransmisores. También a través de ciertas moléculas señalizadoras como aminoácidos, cetonas y demás), centrándose únicamente en el número de calorías y en clasificar los alimentos como buenos o malos, cuando deberían estar dando más importancia a la respuesta hormonal y señalizadora que ciertos nutrientes provocan en nuestro organismo.
Como te decía, cometen el grave error de creer que todas las kcal son iguales («una caloría es una caloría, da igual la fuente», dicen) y que todas desencadenan las mismas respuestas fisiológicas. Nada más lejos de la realidad. 1g de azúcar de mesa (sacarosa) contiene 4 kcal, mientras que 1g de aceite de oliva (grasa) contiene 9 kcal (recuerda que estamos haciendo números redondos para que se entienda el concepto). A simple vista puede parecer todo bastante claro: «La grasa engorda más que el azúcar». Sin embargo lo que no tenemos en cuenta es que la grasa no eleva prácticamente para nada la insulina (principal hormona anabólica que tiene la función de almacenar energía), mientras que el azúcar por su parte la eleva drásticamente, produciendo una respuesta metabólica radicalmente opuesta en dichas situaciones. Todo ello nos conduce finalmente a la conclusión de que algo no cuadra. Además si entramos en detalle al conocer las funciones de la insulina, cuando esta hormona secretada por el páncreas permanece elevada (principalmente tras una ingesta de carbohidratos de elevado índice glucémico) se inhibe la lipólisis y la b-oxidación de ácidos grasos (procesos que engloban lo que comúnmente se conoce como «quema de grasa»), lo cual se traduce en que mientras sigas comiendo cada dos o tres horas (tal y como promueve el viejo dogma basado en las directrices oficiales) y tus depósitos de glucógeno permanezcan siempre llenos, NO accederás a tus reservas de grasa. Y lo que es aún peor: corres el riesgo de almacenar todavía más energía en tu tejido adiposo (tus «michelines») y ganar aún más peso, lo cual sin duda, para alguien que quiere perderlo, no son buenas noticias. Es así de sencillo. Es fisiología.
Con todo, no quiero que nadie me malinterprete o que, por un error de concepto, alguien se aproveche para confundirte. Al final, lo que resulta claro es que para perder peso debe «salir» más energía de la que «entra». ESO ES INDISCUTIBLE. Eso es algo totalmente lógico. Es como decir que para que un bar se llene, debe entrar mas gente que la que sale. Obvio. Nadie discute eso. Sin embargo, insisto: una cosa es eso y otra cosa es creer que por recortar más la energía que entra a través de la alimentación perderemos más peso, lo cual aunque inicialmente funcione, a largo plazo está condenado al fracaso. ¿Acaso alguien cree que el dueño del bar puede tener algún control sobre la gente que entra, la que sale y la que se queda en el bar?
Para que te hagas una idea y puedas llegar a entender la importancia de lo que estoy diciendo, te podría garantizar (al final del libro los adjuntaré) que existen estudios en los que diferentes sujetos fueron sometidos a un tipo de dieta con el mismo número de calorías repartidas en cinco comidas o repartidas en dos y los resultados y conclusiones que arrojaron al final del estudio los investigadores resultaron muy esclarecedoras. Aquellos que consumieron todo el aporte energético en una o dos comidas adelgazaron, elevaron sus niveles de leptina y por tanto su saciedad, mientras que las que las repartieron en varias comidas pasaron hambre, no perdieron peso y generaron una mayor resistencia a la insulina. ¿El porqué de este resultado? Porque comer frecuentemente promueve una elevación constante de la insulina, mientras que alternar períodos de ingesta (a igualdad de calorías) con períodos de ayuno mejora la sensibilidad a la misma y favorece la depleción y utilización de glucógeno por parte de los tejidos, facilitando toda una serie de respuestas fisiológicas muy interesantes para nuestra salud (lo iremos viendo). Por eso no debe confundirse DÉFICIT CALÓRICO con AYUNO INTERMITENTE. Como veremos, son dos conceptos diferentes.
Todo parece encajar. Si para que se movilicen los ácidos grasos almacenados en forma de triglicéridos del tejido adiposo se necesitan determinadas condiciones como la inhibición de la insulina, la activación de las lipasas (enzimas que rompen los triglicéridos de las células grasas para liberar ácidos grasos libres) y la elevación de por ejemplo las catecolaminas entre muchas otras, ¿qué sentido tiene comer constantemente carbohidratos que elevan la insulina (en mayor o menor medida), si se persigue el fin de la pérdida de grasa?
Además déjame que te diga, por si no lo sabes, que muchos de los carbohidratos que ingerimos a través de la alimentación (especialmente los de elevado índice glucémico procedentes de harinas refinadas) cuando nuestras reservas de glucógeno están llenas y las células hepáticas y musculares ya no pueden captar más glucosa, se almacenan (y es un proceso relativamente fácil) en forma de triglicéridos (grasa) mediante un proceso conocido como «lipogénesis de novo». Especialmente la fructosa, un monosacárido contenido en la fruta, en la miel, en multitud de alimentos procesados, bebidas azucaradas, cereales de desayuno y productos endulzados que adornan las estanterías de todos los supermercados.
Nota: Más adelante veremos que la falta de disponibilidad de hidratos de carbono aumenta de manera automática la tasa de extracción de ácidos grasos del tejido adiposo. Además, varios factores hormonales, como la hipersecreción de glucocorticoides por la corteza suprarrenal, la hipersecreción de glucagón por el páncreas y la hiposecreción de insulina aumentan aún más la extracción de ácidos grasos del tejido adiposo. |
En la misma línea, debemos recordar que el azúcar es el causante de múltiples enfermedades metabólicas de gran prevalencia mundial hoy en día. ¿Conoces la resistencia a la insulina? ¿Conoces la hiperinsulinemia? ¿Conoces una patología denominada «hígado graso no alcohólico»? ¿La hipertensión? ¿La inflamación crónica de bajo grado? ¿Conoces un proceso denominado glicación de las proteínas? ¿Síndrome metabólico? Bien, pues los conozcas o no, el azúcar tiene una relación extremadamente directa con cada una de esas afecciones. De hecho, según médicos y cardiólogos de reconocido prestigio a nivel mundial como Stephen Sinatra, Luc Tappy o eminencias como Robert Lustig, un conocido profesor de pediatría en la Universidad de California en San Francisco, es el azúcar y no el colesterol o las grasas de la dieta el causante de la gran mayoría de enfermedades metabólicas modernas. De hecho incluso Varman Samuel de la Facultad de Medicina de Yale, uno de los investigadores más destacados en el campo de la resistencia insulínica, dijo en el New York Times que el azúcar y no la grasa era el auténtico culpable del hígado graso no alcohólico, y de la resistencia a la insulina (y todas las patologías asociadas a esta).
Nota: Si quieres conocer más al respecto del azúcar y sus efectos fisiológicos y metabólicos, existen libros que no puedes perderte como El código de la diabetes, El código de la obesidad, Cerebro de pan, Dieta cetogénica: el protocolo de una alimentación efectiva, The art and science of low carbohydrate living, The art and science of low carbohydrate performance, o La verdad sobre el colesterol. |
Como te decía hace un momento, algo no va bien, y hasta que al final no adquiramos la responsabilidad de entender que si no escarbamos un poco más allá de la superficie de lo que siempre nos han contado en busca de la verdad y decidimos fiarnos de las recomendaciones oficiales (las mismas que nos han conducido al estado en el que nos encontramos), lo más probable es que acabemos padeciendo algún trastorno metabólico o alguna de las conocidas «enfermedades metabólicas modernas» en los próximos años. Y esto no es algo que diga yo, es algo que confirman las estadísticas.
A día de hoy más de un 60 % de la población de Estados Unidos padece resistencia a la insulina y según datos oficiales, se sabe que una de cada cuatro personas en todo el mundo (25 %) también se ve afectada por esta condición, lo cual sin duda son datos escalofriantes y poco esperanzadores.
Lo hemos intentado ya muchas veces a su manera. Hemos pasado hambre, hemos reducido calorías, hemos decidido creer que todo era por nuestra culpa (o nuestra genética desprivilegiada), también hemos hecho un acto de valor al poner en nuestro plato durante muchos meses una hoja de lechuga acompañada de un insignificante filete de merluza y nos hemos pasado mucho tiempo sudando la gota gorda en el gimnasio siguiendo aquello de «come menos y muévete más». Incluso hemos tomado religiosamente todos los suplementos habidos y por haber; todo el arsenal de «termogénicos», «quemagrasas», batidos «detox» y un sinfín de otras muchas cosas que nos han acabado devolviendo al mismo punto de partida: recuperar el peso perdido (o un poco más). ¿Qué hemos hecho mal? ¿De quién es la culpa?
Podríamos debatir y conspirar acerca de los intereses económicos de la industria farmacéutica o alimentaria diciendo que solo buscan promover el hiperconsumo de sus productos o alimentos haciéndonos enfermar con sus directrices obsoletas financiando a los gobiernos y a las diferentes asociaciones para enmascararlo y para luego vendernos la solución en forma de pastilla mágica; pero no lo vamos a hacer.
Podríamos hablar de aquella clase de «profesionales» desinformados y desactualizados que sin embargo alardean visiblemente a través de sus redes sociales refugiándose detrás del título que les otorgó la universidad al terminar su formación académica (que ahora cuelgan en el cuadro de un despacho con orgullo), y que no obstante desde entonces (hace más de veinte años) no solo no han vuelto a abrir un libro de fisiología o bioquímica humana sino que además siguen ofreciendo el mismo método ineficaz desde que comenzaron a ejercer su profesión, recetando las mismas pastillas «milagrosas» que no garantizan resultado alguno. Pero no lo vamos a hacer. No vamos a señalar a nadie.
De hecho, por poder, incluso podríamos mencionar que desde que se publicó en el año 1980 en la portada de la revista Time y a raíz del nefasto estudio Los siete países de Ancel Keys de 1958, que las grasas aumentaban el riesgo de enfermedad cardiovascular, con el consiguiente incremento de los azúcares, se han multiplicado exponencialmente el número de personas con sobrepeso y obesidad en todo el mundo (en 2016, más de 1900 millones de adultos tenían sobrepeso y más de 650 millones eran obesos. Cada año mueren, como mínimo, 2,8 millones de personas a causa de la obesidad o el sobrepeso. La prevalencia de la obesidad se ha casi triplicado entre 1975 y 2016). Pero NO lo vamos a hacer, insisto. NO vamos a señalar a nadie (que alguien se puede sentir ofendido). No vamos a iniciar una guerra. No nos vamos a poner a dar lecciones de moralidad (aunque inste a la reflexión de muchos). No conseguiríamos nada, y al final nos alejaríamos del verdadero propósito de este libro: informar y demostrar. Ayudar a cientos (quizás miles) de personas a mejorar sus vidas, ofreciéndoles una perspectiva diferente basada en la evidencia científica actualizada y en las recientes publicaciones médicas.
Ese fue el principal motivo que me llevó a tomar cartas en el asunto y a querer escribir un libro completo, didáctico y sencillo para que todo el mundo tuviera a su alcance toda la información y el conocimiento necesario (que me costó años de investigación) para poder contemplar otra visión diferente a la conocida hasta el momento, y decidir así voluntariamente qué camino elegir.
Desde hace ya unos cuantos años (los mismos que hace que implemento la práctica del ayuno intermitente en mi vida), yo lo tengo claro. Elijo el camino de la salud, de la máxima energía y vitalidad, de la evidencia y también de la longevidad. Sé que muchos están conmigo.
Ahora la pregunta que me hago es: ¿qué camino eliges tú?