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TRECE

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Sin darse cuenta, con la furia de esa sutil autocompasión, Pietro detuvo la marcha. Ante él, los peñascos redondeados de granito reposaban dormitando en un extraordinario letargo. Apenas respiraban, eran como inmensos bulbos esperando para abrirse en primavera y engendrar plantas arcanas y fabulosas.

El aire frío le segaba las pantorrillas y hacía crujir las hojas secas del suelo como si hubieran sido embestidas por una llama, lo cual no resultaba aventurado si Pietro tenía en cuenta lo mucho que quemaba el hielo sobre la piel desnuda de sus tobillos cuando era niño. Ahora ya no, gruesas calzas de lana cruda le mantenían los pies calientes y sus botas, como nuevas, protegían bien de la helada. En las trincheras había aprendido a remachar las suelas y a engrasar el empeine con grasa de cerdo al menos una vez al mes. Ahora llevaba calzones de terciopelo y una capa de fustán sobre la chaqueta con botones de plomo. Y una camisa inmaculada. Se había afeitado. Quería presentarse en la cita en estado impecable e impresionante.

Cuando estaba previsto que se quedara a dormir en casa de los Mannoni, Annica lo conminaba a permanecer sentado ante la chimenea y la tina en la que ella vertía agua caliente para el baño del señorito Paolo. Y cuando el agua estaba a punto, suficientemente caliente y al nivel necesario, hacía que una chicarrona rural —la nueva sirvienta— llevara allí al señorito y, tras desnudarlo por completo, lo sumergía pacientemente en la tina igual que se sumerge una galleta refinadísima en una taza de té. El señorito Paolo, blanco y con esa piel delicada que tienen los ricos, la dejaba hacer, porque sabía desde mucho antes que no era plan oponerse a Annica. Y como un Cristo muy joven, como los de las basílicas bizantinas, antes de que la barba y todo le creciera, se dejaba bautizar y acariciar con paños templados. Una vez que acababa de lavar y mimar ese cuerpecito santo, Annica lo sacaba del agua cubriéndolo con toallas suaves para que no cogiera frío. Y lo ponía sobre sus rodillas bien envuelto tras sentarse frente al fuego de la chimenea.

—¿Quién es mi amor? —preguntaba a nadie con la voz de una auténtica enamorada—. ¿Quién es mi tesoro?

Luego se volvía hacia Pietro, que no se había movido de donde ella le había ordenado que se quedara y que casi no había ni respirado, y le indicaba con la mirada el agua ligeramente turbia de la tina.

—No pensarás que te voy a meter en la cama así, tan puerco, ¿verdad? —le decía con brusquedad—. Quítate esa ropa.

Seguidamente, entregaba con resignación el cuerpo puro del señorito a la nueva sirvienta, que lo llevaba al dormitorio con el fin de prepararlo para la noche. Luego se ponía en pie, a la espera de que Pietro se quitara toda la ropa, y cuando ya estaba desnudo lo agarraba por las axilas y lo sumergía en el agua usada, y bendita, aún templada.

Lo lavaba sin gracia, tras las orejas y bajo las axilas, le frotaba el cuello y el espacio entre los dedos de los pies. A continuación, le limpiaba las uñas con el cepillo. Luego le lavaba el pelo, con tanto jabón que era necesario sumergirlo por completo para aclararlo. Finalmente, lo sacaba con la misma indiferencia profesional de un obstetra que extrae un feto del útero, y lo secaba con gesto enérgico, como si tuviera prisa por comprobar el resultado obtenido. Después lo contemplaba, desnudo y terso como una pequeña divinidad pagana, y sonreía para sí misma, satisfecha. A pesar del cariño morboso que la unía al señorito Paolo, y que impedía cualquier posible comparación con quien fuera, también esa pequeña bestia, ahora que estaba aseada como es debido, adquiría su propia belleza y un aspecto cristiano.

—No quiero oír voces ni risas —le advertía mientras le ayudaba a ponerse un pijama viejo del señorito que dejaba al descubierto sus pequeños tobillos y sus muñecas delgadas—. Cuando hay que dormir, se duerme —lo regañaba, poniendo de manifiesto que a ella eso de dejar que «su amor» durmiera con alguien de fuera no le gustaba en absoluto.

—Es él, que… —lo intentaba Pietro con un hilo de voz.

—¡No me interesa! —estallaba ella, con esa especie de sorpresa con la que quería expresar cuánto la consternaba que Pietro tuviera siquiera el atrevimiento de tratar de justificarse. Como si un gatito o un cachorro de perro o un oso de peluche tuvieran derecho de réplica—. Aprende a comportarte en la vida, Pietro Carta —zanjaba la cuestión Annica tirando de él hacia el dormitorio del señorito, donde le habían instalado un camastro.

Pietro y Paolo

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