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DIECISÉIS
ОглавлениеPietro Carta se puso en camino a primera hora de la mañana, cuando la luna y el sol se confabulaban para darse el relevo, y afrontó la cañada pedregosa cuesta arriba que constituía el camino más corto entre Lollove y Nuoro. Una especie de leve ansiedad hizo que acelerara el paso. La subida era empinada en el primer tramo, luego se suavizaba. Su movimiento comenzó a adaptarse a su respiración, como cuando, tras buscarlo durante mucho tiempo, uno encuentra por fin el ritmo interior, y entonces caminar ya no pesa, sino que más bien parece una bendición. El terreno, poco a poco, a medida que avanzaba, iba cambiando de forma y de esencia, porque lo que estaba llevando a cabo era un verdadero viaje.
Cuando era niño, ese mismo trayecto le parecía infinito e intransitable. Y siempre prefería hacerlo en invierno, a pesar de la tenaza de frío que aferraba sus pantorrillas en cuanto atravesaba el umbral de la puerta. Pero, una vez superado ese encontronazo, era la estación del año ideal.
—Camina.
—Tengo frío…
—Venga, vamos, ¿qué frío, si vas completamente abrigado?
—¡Hace demasiado frío, Pie’!
—Si caminas se te pasa… ¿Quieres moverte de una vez?
Pietro había aprendido de su difunto abuelo Zua que andando se entra en calor, le decía siempre. Y no le faltaba razón. Pero, a pesar de la exhortación, Paolo seguía parado ante la embocadura del bosquecillo en el que los robles pubescentes, al igual que él, parecían congelados en una suspensión del tiempo. No sabía por qué se había dejado convencer para hacer algo así. Para levantarse poco antes de que saliera el sol y encaminarse hacia aquel lugar secreto que Pietro le había dicho que conocía.
—¿Y si nos descubren? —preguntó Paolo comenzando a moverse hacia él, como si con las palabras quisiera contradecir su gesto.
Pietro negó con la cabeza.
—Si nos descubren me la cargaré yo —dijo, para evitar mayor dilación por parte de su amigo.
—¿Falta mucho? —preguntó Paolo cuando, tras acelerar el paso, logró alcanzarlo.
Su estatura era casi la misma. Pietro tal vez medía unos centímetros más, lo cual demostraba que era de buena raza, teniendo en cuenta que se había criado con muchas menos posibilidades que Paolo. Acababan de cumplir once años. Acababan de abandonar sus camas para descolgarse por la ventana de la casa de los Mannoni, la de Paolo, que desde la despensa desembocaba directamente en el campo.
Una aventura que habían acordado días antes, cuando Paolo al volver de la escuela le contó a Pietro, que no podía ir a la escuela, que los zorros no son otra cosa que perros.
—Cánidos. Los zorros son cánidos —especificó.
Y Pietro no fue capaz de ocultar cierto fastidio, no tanto por las cosas que la escuela le enseñaba a Paolo y no a él, sino por las cosas que no enseñaba aquella escuela.
—No se puede decir esa palabra allí —le espetó Pietro, con sincero desconcierto.
—¿Cuál? ¿Zorros?
—Sí, esa —confirmó Pietro con algo de oscuridad en la mirada, pero sobre todo en el ánimo—. No se puede decir.
—¿Y por qué? —preguntó su amigo, no sin cierta provocación.
—Ese nombre allí no trae nada bueno. Tú lo dices y se presenta. Eso es lo que pasa, ¿no lo sabes?
—Claro que no lo sé, son creencias de ignorantes.
—Lo dices solo porque nunca has pastoreado ovejas, y porque nunca has tenido que ocuparte tú de las gallinas en casa.
—Sí, vale, ¿pero eso qué tiene que ver con el nombre? —insistió Paolo.
Y Pietro negó de nuevo con la cabeza, como si estuviera tratando con alguien a quien explicarle las cosas era más que nada perder el tiempo.
—¿Pero tú has visto alguna vez un mariane de verdad? —le preguntó a bocajarro.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad.
—No.
—Pues eso —sentenció Pietro, para precisar que esa admisión hacía inútil continuar con la discusión.
—¿Pues eso qué? —se obstinó Paolo, buscando su punto débil.
—¿De qué te vale conocer cosas por los libros si realmente nunca las has visto?
—Hay un montón de cosas que se pueden conocer sin verlas. Para eso sirven los libros.
—Para eso —se mofó Pietro—. Yo te voy a llevar a un sitio donde podrás ver un mariane, pero no de esos dibujados —fanfarroneó un poco, como solía hacer desde la parte baja en su camastro cuando estaban a solas y a oscuras en la habitación de Paolo, el cual dormía en su altísima cama—. Pero para eso hay que levantarse antes de que salga el sol y caminar un poco.
A Paolo esa propuesta le había resultado apetecible precisamente porque le generaba angustia.
—Si se entera Annica nos mata —se había limitado a decir.
—Salgamos temprano y volvamos antes de que se levante.
Y así lo hicieron, se sumergieron en los olores y en los murmullos de esa hora muerta que no es de pleno sueño pero tampoco de plena vigilia. La hora en la que los animales noctámbulos se disponen a canjear la noche por el día y les ceden el paso a todas esas criaturas de aire o de tierra que habitan el cielo o el suelo.
Hacía frío, en eso no estaba equivocado Paolo, aunque Pietro se había asegurado de que se abrigase bien, demasiado incluso, visto que caminando se entra en calor.
—Venga, que ya llegamos.
—Llevas media hora diciéndolo —protestó jadeando Paolo, que ya empezaba a sudar. De un tirón apartó de la barbilla la pesada bufanda.
—¿Cómo que media hora? Hará diez minutos que empezamos a caminar. Te digo que ya llegamos. Es ahí —señaló un grupo de rocas que rodeaban un pequeño terraplén formando una altiplanicie en miniatura.
Y efectivamente, una vez alcanzado aquel espacio, bajo la luz tenue de una luna casi llena que se abría paso entre las rígidas ramas de los fresnos y de los espinos, vieron lo que a Paolo le pareció simplemente un desmonte del terreno en la base de una roca.
—La madriguera.
Pietro, arrodillándose, se inclinó hasta apoyar la oreja en el suelo. Paolo lo observaba de pie, tratando de respirar lo menos posible. Tras unos segundos de escucha, Pietro metió la mano y toda la muñeca en el interior de un agujero poco más ancho que su antebrazo. Extrajo una criaturilla diminuta que parecía dormida y que emitía un olor nada agradable. Con el dedo índice Pietro le acarició ligeramente el hocico para provocar una reacción que no se produjo.
—Muerta —constató finalmente.
Paolo dio un paso atrás, era la primera vez que se encontraba frente a la muerte.
Mientras tanto, Pietro comenzó a desenterrar otras tres, luego una cuarta cría de zorro sin vida.
—Todas muertas —dijo.
Paolo apretó los labios como si estuviera a punto de llorar. Pietro, mirándolo, se dijo a sí mismo que la infancia no dura lo mismo para todos.
—No llores —le ordenó.
Paolo aspiraba por la nariz más aire del que podía. Sentía que un azote gélido se abría paso en sus fosas nasales y llegaba aún muy frío hasta la garganta.
—Las han abandonado —susurró—. Las han abandonado —comenzó a repetir, como si la cuestión fuera exactamente esa: más que la muerte, el abandono.
A Pietro le quedó claro que con esa expedición corría el riesgo de enseñarle más de lo previsto y que no siempre era una buena idea apartar a Paolo de sus libros.
—No las han abandonado —afirmó—. La madre habrá muerto en alguna trampa —añadió con ímpetu creciente para tranquilizar a su amigo—. Se habrá ido a buscar alimento y ya no volvió, y si no volvió quiere decir que no ha podido. Venga, vámonos a casa.
Paolo, a pesar de haber escuchado cada palabra, no se movió. Mantuvo la mirada fija en la pequeña boca abierta de la madriguera.
—Son solo animales —dijo Pietro como si le leyera el pensamiento.
—También nosotros —indicó Paolo—. Tengo frío, ¿tú no?