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ОглавлениеPRÓLOGO DE JOAN COSTA
La idea de gestionar la marca ya indica la consciencia de una dimensión de la misma, más allá de su poderosa evidencia visual -por la cual la marca ha sido tan confundida con su “logo”. La Marca es la interacción inextricable de dos marcas: verbal y visual. Ese binomio inseparable hace la doble realidad -tangible y mental- de la marca.
La marca tenía que ser necesariamente visual por tres razones: porque nuestro cerebro visual genera imágenes y nos alimenta con ellas; porque “el hombre cree lo que ve” como decía Brunswicg, y ser visible hace la marca creíble; y también por la potencia emocional de lo visual para crear recuerdo. Y asimismo tenía que ser verbal por tres motivos: porque lo que no tiene nombre no existe; porque nombrar es un modo psicológico de integrar y de “apropiarse”; y, sobre todo, porque su propiedad oral hace a la socialización de la marca.
La síntesis de este tejido de elementos es la naturaleza simbólica de la marca. Ella es el único elemento capaz de evocar automáticamente el significado de la marca y la concentración de sus valores en una misma sensación instantánea. Ningún otro elemento comunicativo posee esta capacidad de síntesis simbólica.
Pero, con todo, la vida de la marca, su cara a cara con la realidad, emerge del encuentro de cómo la empresa se comporta adaptándose al entorno, y de cómo la sociedad, los públicos, reaccionan en respuesta. Y ese encuentro fundamental implica dos factores de gestión: la notoriedad (quantum) y la notabilidad (quali) de la empresa-marca.
El conjunto que forma el comportamiento de la empresa y de la marca -que ha devenido una única y misma cosa- le confiere su personalidad genuina, única e incopiable: toda entidad tiene su identidad. Y esa es la matriz de la gestión marcaria.
Marcelo Ghio conoce bien estos mecanismos desde su triple experiencia: la práctica empresarial internacional, la investigación y la didáctica unida a la divulgación. Sobre este bagaje, Ghio ha introducido su interpretación de los últimos progresos en neurociencia acerca de las sensaciones, sentimientos y emociones, que define su enfoque vinculado al branding.
Creo que este prólogo puede ser útil en la medida que aporte el marco contextual general de la evolución histórica de la marca en sus facetas sociales, económicas, tecnológicas, pero también progresivamente estratégicas y comunicativas.
Puede parecer que la gestión de la marca se creó con el branding, por aquello de que la palabra hace la cosa. Pero en realidad, la marca y la necesidad de gestionarla, se inició al mismo tiempo con las “marcas de comercio” en la Edad Antigua, y ha vivido tres reencarnaciones que han determinado su historia hasta hoy. Los sucesivos renacimientos de la marca son el reflejo de los grandes sistemas económicos: la economía agraria, la economía corporativista, la economía industrial y la Revolución Científica, que reemplazó la Revolución Industrial y cambió el rumbo de la historia.
1. En la Antigüedad, la civilización mediterránea experimentó un gran impulso con la llegada de los fenicios, hacia el siglo XII a.C. Ellos enseñaron a los pueblos del Mediterráneo la navegación, el comercio y la industria, y se les debe también el alfabeto, que fue adaptado a la escritura griega, de la cual derivó nuestro actual alfabeto latino.
Los cuatro aportes fenicios: comercio, industria, navegación y alfabeto, tienen que ver con las marcas. La actividad comercial consistía en la venta y transporte de mercancías a sus destinos, desde Grecia, Fenicia, Roma, Pompeya, Corinto, Barcelona a lo largo de la costa hasta Girona y en Francia, Montpellier y Béziers, Málaga y Huelva, principalmente. Un intenso tráfico comercial por todo el Mediterráneo que se expandía por el Norte de Europa, Norte de África y Oriente Próximo. Lo que se exportaba era básicamente vino, aceite, ungüentos, salazones y en menor escala cereales, miel, frutos secos, aceitunas, dátiles… la célebre dieta mediterránea. La gran mayoría de las mercancías viajaban en ánforas de barro cocido.
Los estudios sobre el comercio entre los siglos IV a.C. y II d.C. ofrecen valiosas informaciones sobre las marcas, que eran producidas y utilizadas por los alfareros y los mercaderes. Las marcas de comercio nacieron con una finalidad explícita. No económica directamente ni comercial, sino policial. Ellas debían identificar el lugar de origen (el alfarero) o el mercader exportador. Las marcas no debían identificar el contenido, sino el contenedor, que siempre era prioritario: las ánforas. Existían dos modos de identificar su procedencia, mediante la forma del cuello y las asas, así como el color de la arcilla, que eran características de determinadas regiones, y, por último, la marca. Las ánforas debían tener marcada, de forma indeleble, el sello distintivo del alfarero o del mercader.
Esta necesidad de identificar era impulsada para impedir los robos por los piratas, lo cual era frecuente en la navegación marítima. Gracias a la marca, cuando se recuperaba lo robado se podía restituir a su origen y proseguir a su destino. Así, la función de las marcas era identificar y afirmar su origen -lo que es en esencia, todavía hoy-. Y su función no era comercial por esta razón, sino policial. Por otra parte, a principios del siglo I a.C., Bélgica era el feudo de las falsificaciones de la alfarería romana que, de hecho, consistía en falsificar las marcas más acreditadas.
¿Cómo eran formalmente las marcas? Por supuesto, en bajorrelieve e incoloras, hendidas en la arcilla y cocidas con ella, de modo que incluso rotas las ánforas, las marcas se podían recomponer e identificar su procedencia. La mayor parte de las marcas eran las letras iniciales, o los nombres ligados y encerrados en un tosco rectángulo -una premonición de los “logotipos” creados por Gutenberg en el siglo XIV-. Los símbolos icónicos, conjugados con letras y nombres imitaban a veces las monedas y reproducían símbolos florales y celestes junto con sellos regios, esfinges, palmeras y otras figuras. Las marcas de los mercaderes evocaban la navegación con símbolos marinos, velas, estrellas y banderas.
2. En la Edad Media, el intercambio comercial se desplazó de la agricultura y la pesca hacia el artesanado, los oficios y las industrias manufactureras. Una serie de cambios y transformaciones afectaron al orden sociopolítico y económico. Por un lado, con la aparición de los gremios, cofradías y cuerpos de oficios en el sistema corporativo (los oficios nacieron en esta época). Y, por otro lado, con el paso decisivo de una sociedad feudal-rural a una sociedad policial-artesanal controlada por el Estado.
La emergencia de códigos simbólicos con los escudos, blasones y la parafernalia militar, el “arte heráldico” tuvo su influencia estética en las marcas de identidad o de reconocimiento (los dos términos eran sinónimos). Dos hechos relevantes transformaron los códigos visuales de las marcas del pasado, por la influencia de los signos de la heráldica (signos de poder) y por la incorporación de los colores y su significado simbólico (emocional), siguiendo la decoración de los escudos.
El segundo hecho relevante que influyó en el tratamiento o gestión de las marcas medievales, siguiendo el ejemplo militar, fue la sistematización en el uso de las marcas para asegurar la completa asociación visual de todos aquellos elementos que ostentaban la marca. Esta saturación de los signos heráldicos identificándose partió del mundo militar. Después se extendería al ámbito feudal, familiar incluso y, finalmente, productivo de los artesanos, los oficios y la manufactura. Los “cuerpos de oficio” (gremios y agrupaciones de artesanos) dieron origen al concepto “corporativo” (del latín corpus, como un todo orgánico). Bajo este régimen de corporaciones, las marcas eran obligadas, tanto para identificar la procedencia como para comprometer la responsabilidad con su firma, la autenticidad y la calidad de las mercancías. En caso contrario, la ley castigaba a los infractores.
Los heraldistas han apreciado una verdadera función militar en estas “decoraciones” con los símbolos y los valores identitarios, que son combinados con otros elementos de comunicación, como el toque de llamada, el escudo de un combatiente especializado, el señor del pendón que reúne un contingente y lo reagrupa en los combates. La necesidad de identificar visualmente y asociar era imperativa en las batallas, pues todos los combatientes iban protegidos por la armadura y el casco, los escudos de defensa y las lanzas, incluso las protecciones de los caballos. Todos llevaban el mismo uniforme, lo que exigió un sistema de marcaje que asegurara el reconocimiento de los contendientes. Así proliferaron los soportes marcados para hacer la identidad más evidente e inconfundible: estandartes, cimeras, emblemas, penachos de los cascos, escudos pintados en adargas, y esa práctica distintiva se llevó hasta el uniforme militar del siglo XVIII, con los fajines, insignias y graduaciones militares.
Una vez perdida la función defensiva y señalizadora en el dominio militar, el escudo, que tuvo sus raíces en el feudalismo monárquico, fue desarrollando una nueva función, pues devinieron símbolos del nombre propio de su poseedor, símbolos familiares de la situación genealógica. Así los escudos se convirtieron en “marca de propiedad”, de pertenencia, herencia y de linaje. Los escudos se repetían sobre los muebles, los inmuebles, las donaciones, las libreas, las alfombras y tapicerías, los objetos, los equipajes. Las funciones del nombre propio, firma y marca de propiedad, subordinados a la jerarquía genealógica (cada vez más ostentosa) secundaron la estructura del posterior sistema de códigos heráldicos -que de hecho eran sistemas de identidad-. Los guerreros se convirtieron en nobles, propietarios de sus títulos y sus privilegios. Los sacerdotes accedieron a funciones que les fueron atribuidas por derecho de por vida. Y los aprendices y los burgueses se afianzaron cambiando su dinero por un oficio, es decir, “comprando” literalmente un estatuto en el que eran propietarios. Una definición del corporativismo medieval era el “derecho a la propiedad”.
La marca de corporación o marca colectiva era exigida en todos los objetos manufacturados. La corporación, que estaba sometida a una reglamentación muy estricta, disponía del monopolio de las ventas y no tenía competidores, pues la competencia estaba prohibida. La marca medieval de corporación tenía un carácter público y estaba destinada a afirmar la conformidad del producto con la exigencia reglamentaria, y servía a su vez para demostrar que cada corporación respetaba los derechos de los demás. Su función, sobre todo, consistía en llevar a cabo un papel policial -y recaudativo- sobre el sistema corporativo.
Las marcas de los artesanos y manufactureros que integraban las corporaciones eran más discretas y venían a ser, además de una señal de origen o de autor, un sello de garantía en caso de reclamación de la pieza. En una pieza de tela se encontraban, en tanto que sellos de garantía, hasta cuatro marcas diferentes: la del obrero que la había tejido, la del tintorero, la de las autoridades que hacían el control de la fábrica (de aquí la denominación “marca de fábrica”) y la del maestro tejedor. A las piezas destinadas a la exportación se añadía todavía la marca del mercader que permitía identificar los productos hasta su destino.
Este era el sistema jerarquizado y controlado de la marca en lo que concierne a la gestión. En la Edad Media se producía porcelana, loza, metal precioso, armas blancas, forja, corazas, cascos, orfebrería. Los mercaderes de agua, emprendedores de trasportes, fueron primeros en todo, seguidos por los carniceros, albañiles, alfareros, metalistas, impresores. Y sus marcas reflejaban en general los atributos de cada oficio. En los ocho siglos que duró el sistema corporativo, la marca fue un instrumento de policía económica en manos del Estado, y fue asimismo el modo prevalente en Europa de la organización del trabajo artesanal y preindustrial.
3. En el siglo XVIII estalla la Revolución Francesa (1789-1799) que tuvo sus causas en el laicismo y el espíritu reformista propios de ese siglo, en la opresión fiscal del campesinado frente a los cada día mayores privilegios de la nobleza y del clero, y en la inutilidad del antiguo régimen medieval. Por ello, la Revolución fue fundamentalmente no rural ni campesina, sino burguesa y significó la aparición de la clase media y el capitalismo en la historia, así como la destrucción del régimen señorial aristocrático y la realización de la unidad nacional y social del país. En la Asamblea de mayo de 1789 se firmó el llamado tercer estado (clase media) que se declaró a sí mismo Asamblea Nacional y fue reconocido como tal por el rey. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano puso los cimientos del nuevo orden.
En este contexto, en el siglo XVIII se proclamaba la libertad del comercio y la industria. Emergía la libertad de mercado, y las corporaciones fueron desmanteladas junto con sus signos distintivos y el sistema corporativo, así como las marcas obligatorias instauradas en aquella época. El principio mismo de libertad del comercio y de la industria implicó el reconocimiento de la iniciativa privada y de las marcas particulares facultativas. Se abría así de par en par el mercado de libre concurrencia y la igualdad de oportunidades. Pero como las marcas todavía no estaban sometidas a ninguna reglamentación, se producían muchos abusos y las usurpaciones de marcas ajenas quedaban impunes. Por todo esto, los industriales y comerciantes reclamaban una reglamentación nueva. El derecho de las marcas apareció entonces como un complemento de la legislación sobre fraudes, lo que era también del interés de los consumidores, pues sentían que se les tomaba en consideración. Así, los dos objetivos de los sistemas socialistas -política económica del Estado y protección de los consumidores- no eran en absoluto ajenos ni incompatibles.
Coincidía con la Revolución Francesa, la Ilustración, un amplio movimiento que se desarrolló entre 1715 y 1789, fundamentalmente europeo que se extendió también a América. La Ilustración tuvo sus precedentes inmediatos en la filosofía racionalista y científica en los que predomina la razón. Y en esta confluencia revolucionaria de la economía y el pensamiento incidía asimismo la Revolución Industrial en 1767 con la máquina de vapor de Watt, el descubrimiento de la lanzadera mecánica y de la hiladora de algodón, que tuvo su principal desarrollo en Inglaterra. El industrialismo aumentó considerablemente la producción, la especialización de la mano de obra y una honda transformación social con la emigración del campo a la ciudad y la aparición de nuevos sistemas de transporte.
La industrialización acentuó la corriente de intercambios. Con el aumento de la producción y todavía sin un mercado que pudiera acceder al consumo a la misma escala con que se fabricaba, las empresas para sobrevivir tenían que vender sus productos y el naciente mercado local no podía absorberlos. Pero en la misma medida que se creaba empleo y se percibía un salario, se facilitaba un excedente con el que se accedía al consumo. Con los desplazamientos en carruajes, la venta llegaba a territorios vecinos. Así empezó a crearse el circuito producción-consumo. En la medida que consumir es destruir, se activaba la producción. Se consume porque se produce -y no al revés-, y así el circuito sin fin producción-consumo afirmó más y más su velocidad de crucero. Más aún con la Segunda Revolución Industrial, que fue la llegada triunfal de la electricidad y el automóvil.
Desde la Antigüedad, los alimentos y bienes de consumo cotidiano se habían vendido a granel, pero a principios del XIX los fabricantes del ramo alimentario tomaron la iniciativa, pasaron por encima de mayoristas y detallistas y presentaron a los consumidores productos ya empaquetados, con el peso comprobado y en condiciones higiénicas -que acabaron con la voracidad de las ratas en los almacenes-. Y como garantía, ostentaban en el embalaje el sello con su nombre: la marca, con el indicativo M.R., T.M. o ® . El producto, portador de su propia marca, con la identidad y la garantía del fabricante fue un paso gigantesco para la gestión de la marca.
Al mismo tiempo, ya había aparecido el Cartel moderno, que llevó las marcas a la vía pública e inauguraba la idea general de publicidad exterior, que colaboraba a la asociación de la marca y los puntos de venta. Al Cartel se añadió el Anuncio en la prensa impresa, y ambos con el Embalaje estructuraron el sistema publicitario-comercial, al que pronto se agregaría el marketing y el merchandising. En este contexto, la protección legal de la marca contribuyó a apostar por la construcción de marcas sólidas, con el refuerzo estratégico del branding que las llegaría a constituir en un valor en sí mismas. La marca, el primer intangible global para la estrategia de las empresas.
Pero antes de eso, en 1907, el gigante alemán de la industria eléctrica recién nacida, AEG, fabricante de turbinas, motores y material de distribución y control de la energía, y a su vez creador de los primeros electrodomésticos, optimizó la idea medieval de identificar sistemáticamente todas las propiedades, instalaciones, producciones, eventos y comunicaciones internas y externas de la firma con su marca corporativa o global AEG.
Por primera vez, una empresa contrataba y elevaba al rango de directores a un arquitecto-diseñador y a un sociólogo. El alemán Peter Behrens y el austríaco Otto Neurath, respectivamente, se encargaron de concebir un “estilo global” de empresa, una identidad marcaria y cultural que determinaría el comportamiento y la trayectoria de la organización. Ese estilo impregnaría tanto las fábricas, talleres y oficinas, viviendas de los obreros y escuelas para sus hijos, exposiciones y establecimientos comerciales, como los productos, lámparas, ventiladores, teteras, bombillas y material eléctrico y, asimismo, las marcas, carteles, anuncios, catálogos técnicos, manuales de uso, folletos, etiquetas, embalajes y papelería. Behrens era arquitecto, diseñador industrial, diseñador gráfico y tipógrafo. Paralelamente, Neurath formalizaba un proyecto de empresa en términos de las ciencias sociales que eran los atributos morales de la imagen pública de AEG. Neurath creó un sistema de signos que llamó Isotype que incorporó al lenguaje gráfico de la economía productiva.
4. En el siglo XX se iniciaba en términos de gestión de marca una etapa en la cual la inscripción de los mass media capitaneada por la flamante televisión, cambiaría el tablero de juego comunicativo. Pero esto no sucedería hasta la segunda mitad del siglo pasado. Mientras tanto, una reinterpretación de la idea no verbalizada de “identidad corporativa” -que había surgido en la Edad Media y fue consagrada definitivamente por AEG- era explotada comercialmente por el pragmatismo americano, con sentido de marketing, en forma de una disciplina del management que tenía nombre propio: identidad corporativa, y que, de hecho, era un aporte (incompleto) al branding. Incompleto porque se ocupaba de la marca como sistema exclusivamente visual de signos, al que tuvo el mérito de establecer la normativa para las aplicaciones de la marca con el fin de asegurar la coherencia en todas sus apariciones y garantizar el refuerzo de la asociación empresa-marca. Pero incompleto, también, porque la marca no es el logo y sus aplicaciones, lo cual corresponde a la simbología identitaria, sino que hay que considerar dos elementos más, para la eficacia de la gestión. Esos elementos que deben ser integrados al branding son, el primero, de carácter sistémico en el sentido global explicado por Mario Bunge, pues la marca es un sistema complejo: la marca es el todo y las partes. El segundo elemento que incluir a la gestión de la marca procede de las ciencias sociales, en concreto de la semiótica vista desde la neurobiología: una marca solo vale por lo que significa para alguien.
La neurociencia estudia la mente, los sentidos, los sentimientos, la emoción y la subjetividad, que intervienen de algún modo en la interpretación de los signos portadores de sentido, y en su valoración.
Estas consideraciones adquieren todo su alcance en la segunda mitad del siglo XX. Con la Revolución Científica provocada por la Cibernética, que derivó en teoría general de sistemas (von Bertalanffy). Fue a este propósito que el gran Mario Bunge escribió: “el universo es un universo de sistemas”, desde lo macro a lo micro. Hasta hoy no existe otra herramienta que iguale a la sistémica para la gestión eficaz de los sistemas complejos. La marca es, inextricablemente, el todo y las partes. Y no se puede gestionar desde una visión fragmentaria.
La Revolución Científica de mitad del siglo XX supuso un nuevo paradigma con cuatro eventos insólitos y todos ellos transformadores radicales del mundo. Aparecían simultáneamente: 1) la Cibernética de Norbert Wiener, después convertida en teoría general de sistemas; 2) la sociología de la comunicación y la teoría matemática de la información de Claude Shannon; 3) se firmaba en París la resolución aprobada por la Asamblea General de la ONU: la Declaración Universal de los Derechos Humanos; y 4) la primera computadora de uso civil era comercializada por IBM; nacería la era digital.
Los mass media pierden la hegemonía con la llegada de los micro media, intermedia, transmedia, hipermedia y los selfmedia con los social media. Este nuevo panorama tecnológico da un giro copernicano al branding. Las neuronas espejo miran a las marcas, que son el reflejo de las personas. Ellas son quienes valoran, o no, las marcas. Tal como escribí en un libro de 2004 (La imagen de marca): “El convencimiento racional por sí mismo no genera acción en el género humano. Se necesita el impulso de las emociones para decidirnos a dar un paso”. He aquí porque la marca-emoción supera a la marca-función. Por eso habíamos subvertido la ortodoxia y propusimos diseñar el deseo antes que el producto. En esta línea de ideas, Marcelo Ghio propone su Oxitobrands, que apunta directamente a la matriz biológica de todas las emociones.
JOAN COSTA
Barcelona / España / 2019