Читать книгу La bicicleta mágica de Sergio Krumm - Marcelo Guajardo - Страница 4
3
ОглавлениеPero volvamos al día del pinchazo de la célebre Caloi azul de Marraqueta.
Con la maquinita pinchada fuimos a ver a don Anselmo, un antiguo entrenador de ciclistas que, ya retirado, había puesto su taller en nuestra cuadra. El local estaba desde hace años, mucho antes de que nosotros llegáramos en 1980. Era una casa verde, igual a la nuestra, pero tenía un gran agujero en una de las murallas que daba a la calle. En lo que había sido un dormitorio de la casa estaba el taller.
Dos mesones de gruesa madera dispuestos de manera perpendicular flanqueaban el espacio central. Al costado opuesto, un tambor cortado a la mitad lleno de agua oscura sobre unos caballetes de madera ennegrecidos por el aceite. En las paredes, un sinnúmero de herramientas y repuestos ordenados por clase y tamaño. Todas las llaves inglesas en un sector, las allen en otro, volantes, bielas y cadenas en otro. Sobre los mesones, algunos tarros en los que sobresalían pernos, tuercas y golillas. Y más allá, colgados del cielo raso, marcos de bicicletas, llantas y neumáticos.
Cuando llegamos, don Anselmo estaba sentado en un banquito carpintero a la salida del taller, bajo un añoso pimiento que daba muy buena sombra. Era un viejito menudo y delgado, siempre con un overol de mezclilla, bigote cano, gafas caídas sobre su nariz, frente amplia y abundante pelo rizado. Hombre de pocas palabras, nos vio acercarnos sin sobresalto y dejó que habláramos primero.
—Buenas tardes, don Anselmo —saludó Lily, y continuó sin esperar la respuesta—. Mire, le traemos la Caloi de Marraqueta para que le arregle este pinchazo —y le acercó la bici al viejo entrenador. Este le echó una mirada al aparato y luego a su reloj de pulsera.
—Nada hasta las tres y media —dijo indicando su reloj que marcaba las tres veinticinco. Nos miramos resignados y nos fuimos a sentar a la cuneta de enfrente.
—Tres y media —gritó un momento después, y entró en su taller.
Mientras arreglaba la bicicleta, y los demás, en especial Marraqueta, permanecían atentos a la operación, me fijé en un rincón del lugar. Limpio de grasa y polvo, parecía tener un tratamiento especial respecto del resto del cuarto. De hecho, se podían distinguir las pequeñas flores lila del papel mural original. Sobre este tapiz, enmarcadas en brillantes marcos de bronce, había tres fotografías de un mismo ciclista. Eran fotografías antiguas, recortadas de algún diario. En la primera, el deportista pedaleaba sobre su bicicleta, levemente inclinado a la derecha, concentrado, con la vista fija en el camino. En la segunda, aparecía el mismo ciclista, esta vez rodeado de una muchedumbre que lo abrazaba y posaba feliz para las cámaras. En la tercera, el pedalero estaba detenido sobre su bicicleta, con las manos en la parte superior del manubrio, serio, posiblemente en algún velódromo, pues al fondo se recortaba la franja blanca característica de este tipo de pistas. Su bicicleta era completamente negra, excepto por cinco letras blancas sobre uno de los tubos del aparato que completaban la palabra “Krumm”.
—¿Quién es él, don Anselmo? —pregunté volviéndome al entrenador.
—Pues un ciclista, chiquillo, qué más, un ciclista —gruñó el viejito.
—Pero cómo se llamaba pues, don Anse —insistió Nando, que también se había fijado en las fotos.
El entrenador dejó lo que estaba haciendo, se quitó los lentes, miró las fotos y algo molesto nos dijo:
—Qué importa su nombre, mejor olvidarlo como lo han hecho todos. Además, no son tiempos para andar buscando nombres—. Dicho esto, volvió al pinchazo de la Caloi, que ya estaba casi lista para dar unas vueltas más a la manzana.