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Capítulo 1

El último tren de la historia

Los orígenes de la globalización como proceso histórico

El futuro político, el desarrollo social y económico, la incorporación a niveles de vida más dignos de la creciente masa de personas que en América Latina caen día a día en la oscura franja de los sectores marginales de la sociedad y toda la problemática a la que hoy se enfrentan los países de la región en general, de América del Sur en particular y del área del Mercosur específicamente no posee, por cierto, una resolución sencilla. Sin embargo, no podrá obtenerse, siquiera, un atisbo de solución a todas estas cuestiones sin posicionarse antes de un modo correcto en el marco de la situación imperante en el mundo. Es, pues, necesaria una visión de la realidad universal –dentro de la cual se inserta, obviamente, la región– para saber a qué y cuáles desafíos se enfrenta y se enfrentará en el futuro. Si la visión es correcta, los primeros pasos para elaborar políticas coherentes y eficientes se estarán dando de un modo firme y bien encaminado. Se trata, en consecuencia, de pasar una imprescindible revista a la realidad universal. Tal visión debe ser pues, necesariamente, una contemplación de los hechos en su globalidad. Es decir que debe ir de la realidad a la teoría y no de la teoría a la realidad.

El primer aspecto a esclarecer es el concepto de “globalización” desde un punto de vista “realista”. Esta visión “realista” difiere necesariamente de la idea de “globalización” más o menos bien conocida por casi todo el mundo, consistente en el concepto, bastante vago, de que la “globalización” beneficia por igual a pobres y a ricos, una visión casi “caritativa” que se encargan de difundir profusamente los centros del poder mundial. Quienes vivimos la realidad de la periferia sabemos que esta “visión caritativa” dista mucho de beneficiarnos y, más bien, no hace sino agudizar las problemáticas que, desde nuestros mismos orígenes históricos, nos vienen poniendo a la cola de la distribución mundial de la riqueza y el desarrollo social. Necesitamos una conceptualización de “globalización” que le otorgue a ésta un significado desde nuestra realidad cotidiana, una visión de cuáles son sus consecuencias para los países menos favorecidos y, más puntualmente, cuáles son esas consecuencias para la periferia sudamericana.

Como sostiene Aldo Ferrer, la globalización es un proceso histórico que se encuentra en su tercera ola.[1] Un proceso que comenzó con los descubrimientos marítimos impulsados por Portugal y Castilla y cuyos protagonistas principales fueron Enrique el Navegante, Vasco da Gama, Cristóbal Colón, Hernando de Magallanes y Sebastián Elcano. En un principio, la globalización fue hija del intento luso-castellano por romper el cerco islámico. Ése era el objetivo: “El islam era dueño y señor de todos los puntos de unión del tráfico del mundo antiguo y de todos los caminos que comunicaban Oriente con Occidente, entre la India y Europa, hasta el punto de que, en la Edad Media, era materialmente imposible realizar un comercio importante sin pasar por un puesto aduanero islámico”.[2] El poder islámico había cercado, por el sur y por el este, la pequeña península europea. Amenazaba su existencia misma, planificando cuidadosamente el ataque al bajo vientre europeo mediante la preparación de una flota que debía atacar la península itálica y conquistar Roma –plan que más tarde, aunque sin éxito, los musulmanes pondrían en práctica en la batalla de Lepanto– y se preparaba para atacar Viena que, de ser vencida, abriría las puertas de Europa al poder musulmán. La península europea, cercada por el poder islámico, estaba siendo privada por el este de las especies, un elemento que entonces tenía valor estratégico dado que les permitía a los europeos la conservación de los alimentos que en ese momento les eran escasos para la alimentación de una población creciente.[3] El impulso marítimo de Portugal nace así de una necesidad vital: llegar a Asia bordeando el mundo musulmán. Colón dará a Castilla el mismo objetivo, pero navegando hacia el oeste. El resultado imprevisto del esfuerzo europeo por romper el cerco islámico se llama América. El descubrimiento y la colonización del continente americano llevará al desplazamiento del eje del poder mundial del Mediterráneo al Atlántico y dará inicio, a su vez, al declive del poder islámico que ya había sido duramente golpeado por la invasión de los mongoles. El gran historiador árabe Essad Bey, en su libro Mahoma: la historia de los árabes, sintetiza brillantemente el efecto provocado por el descubrimiento de América sobre el poder islámico:

El islam debía recibir aún otro golpe, más violento quizá, cuya rudeza no se manifestó al principio; pero no por eso dejó de contribuir en gran parte a la ruina del califato. El autor de aquella ruina no pensó, por un instante, que asestaba un golpe mortal al califato y ni siquiera presumió que su hazaña pudiese destruirlo. Será coincidencia, pero nadie sospechaba en el mundo que el día en que Cristóbal Colón descubriera América se pondría el punto final a la historia de los califas. Todas las miradas se dirigieron, desde aquel momento, hacia el nuevo continente. El comercio del mundo entero tomó nuevos rumbos, nuevas direcciones, y el imperio del califa, las grandes ciudades de Oriente, padecieron lo que, desde hace algún tiempo, hemos dado en llamar “depresión” o “crisis económica”. Bajaron los precios; las caravanas, que producían la riqueza del país, cesaron de llegar; las aduanas ya no recaudaban nada; las grandes carreteras comerciales, en lo sucesivo inútiles, no prestaron servicio alguno. La población que ignoraba el origen y la causa de la crisis se hallaba en la inquietud. La gente se sentía acosada por la miseria y las tierras, por falta de cultivo, comenzaron a debilitarse. Simultáneamente se percibía una notable disminución en todas las manifestaciones de la actividad espiritual. El ejemplo más patente de ello fue lo que se ha llamado la clausura de Bab-ul-iyitihad, clausura de la puerta de la ciencia, pues a los sabios musulmanes que, mediante sus profundos estudios habían intentado trasponer los límites de lo conocido, les pareció vano proseguir con sus investigaciones. Entonces sobrevino el derrumbe de la ciencia y del poderío de los árabes.[4]

Diametralmente opuestos fueron el camino y el destino de Europa.

Esta “primera ola” de globalización, que comienza con los descubrimientos marítimos, hace que el territorio del Nuevo Mundo conquistado por Castilla en apenas cuarenta años pase de ser un territorio fragmentado en más de quinientas etnias, lenguas y tribus dispersas, a constituir un territorio unificado lingüística y religiosamente. América pasa de la dispersión a la unidad. Con el mestizaje de la sangre hispánica y la sangre indígena, de la cultura hispánica y la cultura americana autóctona y la evangelización de las masas aborígenes, nace el “extremo Occidente”. Luego vendrá el aporte de Portugal y la conquista inglesa de la franja atlántica de América del Norte que dará origen a la contradicción América sajona-América Latina. Una contradicción que, percibida tempranamente por Hegel, perdura hasta nuestros días: “América es la tierra del futuro donde, en tiempos venideros, habrá una contienda entre el norte y América del Sur, y donde deberá manifestarse la importancia de la historia universal”,[5] profetizará el gran filósofo alemán. Este enfrentamiento entre las dos Américas será, en alguna medida, la continuación de la confrontación anglo-española, de la guerra de baja intensidad sostenida por Inglaterra contra España por la hegemonía del mundo. El teatro principal de operaciones de esa guerra de baja intensidad estuvo en las “Indias Occidentales” que fueron acosadas por la piratería inglesa, fomentada, protegida y amparada por su graciosa majestad británica. Tanto la lucha entre España e Inglaterra como la lucha entre la América anglosajona y la América hispánica tendrán, en cierta forma, un trasfondo religioso. Cuestión que, finamente percibida por Theodor Roosevelt, lo llevará a sostener en 1912, mientras contemplaba las aguas del lago Nahuel Huapi, que “mientras los países hispanoamericanos sean católicos, su absorción por Estados Unidos será larga y difícil”.[6] Mucho más tarde, pero en la misma lógica de pensamiento que Roosevelt, David Rockefeller se manifestará en un sentido muy similar: “Hablando en Roma en 1969, recomendó que se sustituyera a los católicos de allá [América Latina] por otros cristianos”.[7]

La segunda ola

La “segunda ola” de globalización del mundo comienza con la Revolución industrial con epicentro en Inglaterra pero cuya acción intentará, permanentemente, impedir o retardar la industrialización de otras naciones, así como dificultar al máximo la generación de tecnologías ferroviarias locales, predicando, a la vez, las ventajas de la división internacional del trabajo para convencer al resto de las naciones de que dejaran que Gran Bretaña fuera la única gran fábrica del mundo. Francia, Alemania, el norte de Italia y luego Estados Unidos no escucharon aquellos cantos de sirena provenientes de Gran Bretaña y decidieron su propia industrialización, desoyendo los “desinteresados consejos” que el profesor de Glasgow Adam Smith diera al mundo en su famosa obra Investigación sobre la naturaleza y causa de las riquezas de las naciones, a través de la cual Inglaterra logró abrir más mercados para sus industrias que con todos sus cañones.[8]

Es durante esta “segunda ola de globalización” cuando se genera, de una manera muy nítida, la configuración “centro-periferia” que marca al mundo desde la Revolución industrial. Es durante este período cuando la América española emprende su lucha por la independencia, engendrándose al mismo tiempo una guerra civil –enmascarada o abierta, según los casos– entre aquellos que consideran que el proceso independentista debe terminar en la unidad política de la América hispánica y aquellos que, desde las ciudades puertos, aliados a Inglaterra, piensan que lo más conveniente a sus intereses es que, finalizada la guerra de independencia, se conformen, alrededor de las polis oligárquicas, una multiplicidad de Estados hispánicos. La derrota de Simón Bolívar, José de San Martín, Bernardo O’Higgins y José Artigas sella el proyecto inglés de fragmentación y hace que la América española pase de la unidad a la dispersión. Distinta es la suerte de la América lusitana que logra, mediante la fórmula monárquica y teniendo al ejército como columna vertebral del Estado, contener las fuerzas que pujaban hacia la fragmentación territorial. Brasil salva, de esa forma, su unidad territorial y, por ende, nacional. Sin embargo, en algo será igual el destino de las dos Américas, la lusitana y la hispánica: ambas se incorporarán a la economía internacional como proveedoras de materias primas e importadoras de productos industriales, sin realizar ningún esfuerzo industrializador, perdiendo de ese modo el “tren de la historia” por más de un siglo. Al elegir el proyecto propuesto por Adam Smith, muchas de las repúblicas latinoamericanas lograron modernizar sus economías y alcanzar un progreso relativo importante. Pero el modelo elegido contenía, en sí mismo, el germen de su propio estancamiento.

A pesar de ello, la historia volverá a dar una nueva oportunidad a algunos países de América Latina. Esta nueva oportunidad sobrevendrá a causa de la crisis de 1930. Fue por entonces cuando el peso de las circunstancias forzó a la Argentina, Brasil y México a comenzar un anárquico proceso de industrialización a través de la sustitución de importaciones, proce-

so que tratará de ser planificado y teorizado después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, a mediados de la década del 70, cuando estos países comenzaban a encontrar todas las respuestas, la historia se encargaría de cambiarles todas las preguntas y el centro del poder mundial ayudaría, por cierto, mediante la dominación cultural –que ya comenzaba a tomar la forma de la “telehegemonía”–, a que no encontraran fácilmente las nuevas respuestas.

La tercera ola

En 1956, Nikita Kruschev, el pequeño y gracioso ucraniano que había logrado escalar hasta la cima más alta del poder soviético, delante de sus camaradas y desafiando a Occidente lanza su famoso grito: “Os enterraremos”. Kruschev pensaba que, al cabo de unos pocos años, la Unión Soviética estaría en condiciones de producir más toneladas de acero, más cemento, más productos petroquímicos que su enemigo principal, Estados Unidos. En todos los niveles de la producción industrial, proponía Kruschev, la economía planificada del bloque socialista produciría más y más que la economía capitalista del bloque occidental. Pensaba que el marco de coexistencia pacífica –que él mismo había propiciado– le permitiría destinar grandes fondos y esfuerzos hasta ese momento dedicados a la defensa, reencauzándolos hacia un importante desarrollo industrial no armamentístico de la Unión Soviética. Paradójicamente, Kruschev estaba lejos de imaginar que la carrera que él se proponía ganar ya había terminado. El industrialismo comenzaba su fase descendente. Mientras soñaba con más y más chimeneas, en Estados Unidos comenzaba a gestarse una nueva revolución industrial tecnológica –que sería cada vez más tecnológica y menos industrial– mediante la cual se ampliaría, de una manera tremenda, el proceso de globalización, incorporando la totalidad del planeta. Comenzaba así “la tercera ola de la globalización”. Kruschev, sin embargo, no era el único líder político que se equivocaba en imaginar cómo sería el futuro. Muchos, al igual que él, tardarían en darse cuenta de que, ahora que sabían todas las respuestas, algo estaba comenzando a cambiar todas las preguntas. El pensamiento lineal de Kruschev imaginaba al futuro como más de lo mismo: industrialismo extendido sobre una mayor superficie del planeta. Pero el futuro no sería como él conjeturaba, una continuidad del presente, porque la humanidad se enfrentaba a un salto “cualitativo” hacia adelante. Estaba naciendo una “revolución tecnológica” que transformaría las estructuras sociales, el equilibrio mundial, los factores de poder e, incluso, la forma misma de hacer la guerra. Un nuevo tren de la historia estaba en los andenes listo para partir y aquellos que no lograran subirse quedarían fuera de la historia. Tan rezagados, subdesarrollados y dominados como los pueblos que no supieron o no pudieron, en el siglo xix, realizar la revolución industrial. El ejemplo paradigmático de una gran potencia que quedó rezagada, subdesarrollada y dominada por más de un siglo por no industrializarse fue el gran imperio agrario chino. Enfrente de la gran China una pequeña isla, Japón, desprovista de todas las materias primas –las mismas que China poseía en exceso– y gracias a un plan de industrialización acelerado, se convertiría, a partir de 1870 y en el brevísimo lapso histórico de cincuenta años, en una potencia mundial. Precisamente por ello Japón resultó ser el único país asiático que nunca fue sometido por el colonialismo europeo.

El cambio histórico que Kruschev no alcanzaba a visualizar, en el momento mismo en que lanzaba su imprudente desafío a Estados Unidos, pocos años después comenzó a ser advertido y teorizado por numerosos intelectuales que se convirtieron en la vanguardia del pensamiento aunque, al principio, fueron bastante incomprendidos.

Daniel Bell, Zbigniew Brzezinski, Alvin Toffler y Marshall McLuhan, entre otros, se dieron cuenta de que una “nueva civilización” estaba emergiendo, que se estaba ante el amanecer de esa nueva civilización, que ése era el acontecimiento central de la historia que les tocaba vivir, y trataron de encontrar las claves para la comprensión de los años inmediatamente venideros. Intentaron encontrar palabras para describir toda la fuerza y el alcance del extraordinario cambio que se estaba produciendo. Así surgieron expresiones como “sociedad posindustrial”, “era de la información”, “era espacial”, “era tecnotrónica” o “aldea global”.

Herbert Marshall McLuhan advierte, en su célebre libro Guerra y paz en la aldea global,[9] quizá antes que ningún otro, la real disminución de la importancia geopolítica y geoeconómica de las categorías de espacio y tiempo, debido a la tercera revolución industrial-tecnológica que se estaba produciendo. Revolución que será caracterizada por Alvin Toffler como una “tercera ola” de cambio que implicaba un salto “cualitativo” hacia adelante, consistente en “la muerte del industrialismo y el nacimiento de una nueva civilización”,[10] denominada posteriormente por Peter Drucker “la sociedad poscapitalista”.[11] Ya en los años 90 Giovanni Sartori, siguiendo una lógica “macluhaniana” y ante la percepción de los profundos cambios que se estaban ya operando en la sociedad y en el hombre mismo, advierte el peligro de que se esté produciendo un nuevo tipo de sociedad menos democrática: la “sociedad teledirigida”, y un nuevo tipo de hombre, más manejable por los poderes de turno: el Homo videns.[12]

“Sociedad teledirigida” que nos lleva, según Román Gubern, al reino del “fast-food del espíritu”, cuya muestra más palpable son ya los reality shows –pornos legitimados, vestidos de seudosociología, de veracidad documental– que son un indicio de que estamos pasando de la “era de la pornografía genital” a la “era de la pornografía letal”, a la reaparición de la muerte como espectáculo. La lógica del sensacionalismo –explica Gubern– intrínseca a la televisión –dado que ésta es para las industrias culturales dominantes, más que un medio de información y de cultura, un medio de ganar cada vez más mercados y más dinero– lleva, inevitablemente, al establecimiento de una subcultura snuff, caracterizada por la explotación comercial del dolor, de la muerte y de la tortura como espectáculos públicos. Lógi-

ca del sensacionalismo que lleva a que la televisión se convierta en un nuevo circo romano. Nuevo circo romano cuyo primer espectáculo –después vendrán, seguramente, otros– son los reality-shows, donde los medios dominantes, para halagar los más bajos instintos de la plebe, han hecho –a diferencia de lo que ocurría en las películas o telenovelas tradicionales– que la sangre, las lágrimas y el semen sean reales. La televisión, como nuevo “coliseo romano virtual”, les sirve a las elites detentadoras del poder mundial para intentar controlar a las poblaciones de los países centrales, haciéndolas cada vez menos democráticas, imponiéndoles “la cultura del simulacro” en la que “el parecer es más importante que el ser”. En los países periféricos la televisión les sirve a los sectores dominantes de los países centrales para imponer “una nueva colonización ideológica” que impone no sólo marcadores estéticos, formas de vestir, de peinarse, el “McDonald’s del espíritu” sino, y fundamentalmente, el famoso “pensamiento único” que convierte a las leyes del mercado en “legitimadoras políticas y sociales supremas, universales e inapelables”, y que llevó, entre otros factores, a que los países de la periferia sudamericana creyeran, ingenuamente, en la teoría de la globalización “caritativa” y a que sus poblaciones aceptaran, mansamente, la desarticulación del sistema de la seguridad social, la desaparición de las leyes de protección laboral, la apertura indiscriminada de sus economías –mientras los países centrales, más allá de sus declaraciones, mantenían un proteccionismo cerril– y la desnacionalización de sus economías que los llevó, de un modo inevitable, a convertirse en segmentos anónimos del mercado mundial.[13]

Más allá de los temores de Sartori y Gubern y de los aspectos discutibles de sus respectivas tesis, resulta evidente que la revolución tecnológica acentúa la crisis cultural de Occidente, que hunde sus raíces hasta el Renacimiento y la Ilustración. Sin embargo, al mismo tiempo en que se produce la crisis de valores de la cultura occidental acontece, paradójicamente, la universalización de esa cultura a pesar de su crisis axiológica. Como describiera Erich Fromm, en el Occidente opulento el “tener” reemplaza al “ser”, pero la angustia y la depresión se convierten en males endémicos. Como bien apunta Helio Jaguaribe, el Occidente rico llega al siglo xxi sin “opciones válidas capaces de restaurar el sentido de la vida. […] El consumismo”, destaca Jaguaribe, “se desacredita ahora como propósito de vida, para quienes lo pueden disfrutar, por la demostración de su vacuidad intrínseca y, para los demás, por la comprobación de la imposibilidad de generalizar, para todo el mundo, la riqueza de las minorías privilegiadas de los países centrales”.[14] Sin embargo, como ya destacáramos, a pesar de sus perplejidades axiológicas se produce la universalización absoluta de la cultura occidental.

Confrontadas con la ratio occidental y su capacidad de aplicación eficaz en la manipulación científico-técnica de la naturaleza y en la gestión de las cosas humanas, las sociedades no occidentales se ven obligadas, para sobrevivir, a adaptarse a esa ratio. Así procedió Japón con la restauración Meiji y, más recientemente, con su neoccidentalización, después de la Segunda Guerra Mundial. Así procedió China con la revolución de Mao y sus continuadores, después de las tentativas frustradas de Sun Yat-sen.[15]

Mientras que la cultura occidental sumergida en su crisis axiológica se aleja de su fundación religiosa, en la cultura islámica se registra un reacercamiento, un regreso, a ella, a los fundamentos de su fe: el Corán y la vida de su profeta Mahoma que, a diferencia de otros iniciadores de religiones, fue simultáneamente el fundador de una fe y el organizador de un Estado. Sus acciones en ambos dominios, según la teología islámica más aceptada, son “dignas de estudio y emulación”, porque éstas, “a partir de la Revelación, estaban preservadas por Dios de todo error”.[16] Así, en los países islámicos grandes masas buscan, en un nuevo fundamentalismo, la réplica a la cultura occidental y la recuperación de los antiguos valores de su propia tradición. El fundamentalismo islámico es, al mismo tiempo, la reacción defensiva de un ámbito cultural que se siente agredido y la reacción ofensiva de un ámbito cultural que retoma, de sus fuentes originarias, su más pura tradición de guerra santa.

El blanco central del odio fundamentalista será el nuevo epicentro del poder mundial de la tercera ola globalizante: Estados Unidos. Este odio ya se materializó, por vez primera, de modo brutal, en los terribles atentados del 11 de septiembre de 2001. En plena globalización mediática el mundo pudo observar, horas después de esos desgraciados acontecimientos, que numerosos clérigos musulmanes rechazaban el terrorismo fundamentalista porque, según ellos, el islam era una religión de paz, mientras que simultáneamente otros clérigos, acompañados de grandes masas de población, manifestaban su alegría tras los atentados y llamaban a realizar una jihad total contra el mundo occidental. Perplejo, el resto del planeta se preguntó: ¿cuál es el verdadero islam? ¿Dónde está el verdadero islam?

El nuevo epicentro

Así como la revolución industrial tuvo como primer epicentro a Inglaterra, la revolución tecnológica tiene, como centro neurálgico, a Estados Unidos y dentro de éste al estado de California. Si los descubrimientos marítimos que dieron origen a la primera globalización fueron motivados por la necesidad europea de bordear el poder islámico, la revolución tecnológica que desató la tercera ola globalizante fue motivada, en la década del 60, por la necesidad estadounidense de superar a la Unión Soviética en la carrera por la conquista del espacio y en la década del 80 por el intento de neutralizar, a través de la política conocida como de la “guerra de las galaxias”, la amenaza –supuesta o real– del expansionismo soviético.

Poner antes que nadie un hombre en la Luna fue, además de una proeza científica, un objetivo estratégico de Washington para demostrar su superioridad como potencia y la primacía del sistema que representaba. Las investigaciones de la carrera espacial colocaron a las empresas estadounidenses en la vanguardia tecnológica, otorgándoles una ventaja competitiva extraordinaria, al mismo tiempo que modificaron la vida cotidiana en todo el planeta Tierra. El láser, la fibra óptica, las tomografías computadas, el horno de microondas, el papel film y hasta las comidas congeladas tuvieron allí su origen. Las técnicas para deshidratar y congelar alimentos fueron desarrolladas por la nasa para que los astronautas llevaran su comida en pequeñas cajas y pudieran prepararlas fácilmente. También fueron frutos de la investigación espacial los equipos de diálisis para el riñón que purifican la sangre, las técnicas que combinan la resonancia magnética y de tomografías computadas para hacer diagnósticos fehacientes, las cámaras de televisión en miniatura que los cirujanos se colocan en sus cabezas para que los alumnos observen una operación, las camas especiales para pacientes con quemaduras y hasta las frazadas térmicas usadas en los hospitales. La investigación de la fibra óptica permite hoy escuchar un compact disc con un lector láser, que las centrales de celulares transmitan datos o que se emita información bancaria y financiera, en tiempo real, desde y hacia cualquier lugar del mundo.

La revolución tecnológica, que desató la tercera globalización, fue hija directa de la Guerra Fría y del “keynesianismo militar-espacial”, que constituyó la forma alternativa –y encubierta– a través de la cual Estados Unidos siguió interviniendo en la economía después de la Segunda Guerra Mundial, mientras que predicaban urbi et orbi las ventajas de la “no intervención”. Keynesianismo militar-espacial que consistía, simplemente, en ocultar los subsidios bajo el rubro “gastos para la defensa”. Subsidios encubiertos a través de los cuales determinadas empresas, como la Boeing, adquirían una ventaja tecnológica imposible de alcanzar por sus competidoras en el resto del mundo.

Boeing es un ejemplo paradigmático de la intervención encubierta del Estado, en la economía de Estados Unidos, para fomentar mediante subsidios determinados sectores de la industria.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, Boeing prácticamente no hacía ganancias. Se enriqueció durante la guerra, con un gran incremento en inversiones, más de 90 por ciento, el cual provenía del gobierno federal. Las ganancias también florecieron cuando Boeing incrementó su valor neto en más de cinco veces, realizando su deber patriótico. Su “fenomenal historia financiera” en los años que siguieron se basaba también en la largueza del contribuyente fiscal, señaló Frank Kofsky en un estudio de las primeras fases de posguerra del sistema Pentágono (Pentagono System), permitiendo a los dueños de las compañías aéreas cosechar ganancias fantásticas con inversiones mínimas de su parte.[17]

Sin embargo, como destaca Noam Chomsky, el de Boeing no fue un caso aislado:

Desde la Segunda Guerra Mundial, el sistema del Pentágono

–incluyendo la nasa y el Departamento de Energía– ha sido usado como un mecanismo óptimo para canalizar subsidios públicos hacia los sectores avanzados de la industria [...] por medio de los gastos militares, el gobierno de Reagan aumentó la proporción estatal en el producto bruto interno a más de 35 por ciento hasta 1983, un incremento mayor al 30 por ciento, comparado con la década anterior. La guerra de las galaxias (propuesta por Reagan) fue así un subsidio público (encubierto) para tecnología avanzada. […] El Pentágono, bajo el gobierno de Reagan, apoyó también el desarrollo de computadoras avanzadas, convirtiéndose –en palabras de la revista Science– “en una fuerza clave del mercado” y “catapultando la computación paralela masiva del laboratorio hacia el estado de una industria naciente”, para ayudar de esta manera a la creación de muchas jóvenes compañías de supercomputación.[18]

Las consecuencias

Osvaldo Sunkel y Pedro Paz observaron que las globalizaciones, inversamente a lo que pregona el neoliberalismo, acentúan las asimetrías, y demostraron que –al contrario de la idea que vulgarmente se tiene y que se ha difundido a caballo de una verdadera teoría de la “globalización caritativa” según la cual el progreso científico-tecnológico beneficia a todos los pueblos por igual– cada ola de cambio acrecienta las diferencias de desarrollo entre el centro y la periferia. En su desarrollo de esta idea Sunkel y Paz acreditaron que tanto la India como China sufrieron con la primera globalización mercantilista y que la relación entre Europa y Asia, que antes de ese proceso era de uno a uno, pasó a ser, luego de éste, de dos a uno, en favor de los europeos. Después de que la revolución industrial cambiara de modo definitivo las relaciones mundiales –al dividir el orbe entre países “desarrollados” y países “subdesarrollados”–, la diferencia se acrecentó aun más y alcanzó niveles de desproporción cercanos al de diez a uno, siempre a favor de los países desarrollados.[19] “Con la presente revolución tecnológica, asumió proporciones de sesenta a uno.”[20]

En la misma línea de razonamiento que Sunkel y Paz, Alvin Toffler sostiene:

La era industrial bisecó el mundo en una civilización dominante y dominadora de la segunda ola e infinidad de colonias hoscas, pero subordinadas de la primera ola [Toffler entiende por sociedades de la primera ola a las sociedades agrícolas no industrializadas] [...] en ese mundo, dividido entre civilizaciones de la primera y de la segunda ola, resultaba perfectamente claro quién ostentaba el poder.[21]

En la actualidad, “la humanidad se dirige cada vez más de prisa hacia una estructura de poder totalmente distinta que creará un mundo totalmente dividido no en dos sino en tres civilizaciones tajantemente separadas, en contraste y competencia: la primera, simbolizada por la azada, la segunda por la cadena de montaje y la tercera por el ordenador”.[22] En esta nueva estructura de un mundo “trisecado” también resulta claro quién ostenta el poder. En el mundo “trisecado” de los próximos años, las naciones de la primera ola proporcionarán los recursos agrícolas y mineros, las naciones de la segunda ola suministrarán la mano de obra barata y se encargarán de la producción en serie y de las industrias contaminantes que las naciones del centro del poder mundial no quieran tener en sus territorios ni cerca de éstos. Las naciones de la tercera ola venderán toda clase de tecnología de punta: aeronáutica, nuclear, informática... así como información e innovación, instrumental médico de alta complejidad, medicamentos sofisticados, gestión, cultura, educación, adiestramiento y servicios financieros. Se perfila, así, en el horizonte de largo plazo, un nuevo tipo de subdesarrollo: el “subdesarrollo industrial”, es decir, la existencia de un grupo de países industrialmente dotados pero, paradójicamente, subdesarrollados, o sea, sin “poder real” en la escena internacional. Países “neosubdesarrollados”, dependientes y sin capacidad de realizar una política autonómica.[23]

Ya en 1980 Alvin Toffler en su obra La tercera ola se planteaba una interesante pregunta: “Ahora que la civilización de la tercera ola está haciendo su aparición, se plantea la cuestión de si la rápida industrialización implica una liberación respecto del neocolonialismo y la pobreza o si, en realidad, garantiza una dependencia permanente”.[24] Para la Argentina y Brasil podría ser el caso, por cierto, si durante sus intentos de completar sus procesos de industrialización no se crean las condiciones económico-culturales que permitan dar el salto a la tercera ola. Pero el esfuerzo económico-cultural para realizar ese salto resulta tan grande que sólo puede ser alcanzado conjuntamente, sin dispersar esfuerzos.

Otra de las consecuencias de la tercera ola de globalización es que las empresas multinacionales norteamericanas, así como algunas europeas y japonesas, han conseguido una superioridad aplastante sobre las empresas convencionales del resto del mundo. Esta superioridad basada en la no compartida posesión de innovaciones tecnológicas –conseguidas en el caso de las multinacionales estadounidenses, en gran medida, mediante los subsidios encubiertos recibidos de manos del gobierno federal de Estados Unidos– está originando “un régimen privilegiado de comercio internacional que les asegura una superioridad definitiva”.[25] Como destaca Helio Jaguaribe, citando conceptualmente a Luciano Coutinho y João Furtado:

El principio de libre comercio, defendido con tanta vehemencia por Estados Unidos y por las teorías neoliberales, ha sido plenamente superado en la práctica por la red de multinacionales. En realidad, estamos ingresando en la era del fin de la libertad de comercio. Más de un tercio de las exportaciones norteamericanas y dos quintos de sus importaciones se procesan a través de transacciones entre las matrices y sucursales de las multinacionales. Estas transacciones no se originan en la obediencia de los principios de optimización, de la relación costo-calidad, sino en el interés de las empresas por retener sus transacciones en su propia red.[26]

Acertadamente, prosigue Jaguaribe:

El resultado final del proceso de globalización consiste prácticamente en la eliminación de la soberanía de la mayoría de los países del mundo, reduciéndolos a segmentos anónimos del mercado internacional, exógenamente dirigidos por las grandes multinacionales y demás potencias con jurisdicción sobre sus respectivas matrices.[27]

¿Cómo lograr un lugar en el mundo?

¿Qué pueden hacer países como la Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Perú, Paraguay, Uruguay o Venezuela, en estas nuevas condiciones que impone el mundo actual? ¿Qué pueden hacer para montarse en la tercera ola de la globalización y evitar la “africanización” de la región? ¿Qué pueden hacer para evitar que millones de personas sigan vegetando en los Andes o alrededor de las grandes urbes? ¿Qué pueden hacer para librar a millones de niños de los pueblos jóvenes, de las favelas o de la villas miserias, del flagelo del hambre, de la violencia y de la droga? ¿Qué pueden hacer para subirse, en definitiva, al último tren de la historia?

Solos, nada. ¡Ni siquiera Brasil podrá solo! Y, si así no lo entiende, Brasil sufrirá la suerte que le cupo a la China imperial cuando se enfrentó durante la segunda ola globalizante a las potencias colonialistas europeas. El camino solitario al Primer Mundo conduce a los oscuros sótanos del “cuarto”. La Argentina obnubilada del menemismo pagó caro esa ingenua ilusión. Caro pagarán, también, aquellos que intentan hoy, en soledad, vivir de las migajas del gran señor del norte. Juntos, sin embargo, sin vanos intentos por parte del más grande por conseguir una hegemonía regional relativa, todavía tienen una oportunidad. Las puertas de la historia todavía no se han cerrado. Los procesos históricos son largos. El tren ya ha comenzado a moverse pero todavía hay una oportunidad de treparse al último vagón. Sólo deben comprender que necesitan “poder para poder ser” y que sólo pueden “ser” si “son” juntos. Deben comprender que las políticas de “autonomía nacional” tienen que dejar paso a una nueva política de “autonomía continental”. Que si el molino de viento dio la sociedad con el señor feudal y una Europa dividida en condados, marcas y principados con ausencia de un poder central capaz de dirigir el conjunto; y el molino accionado por el vapor, la sociedad con el capitalista y una Europa dividida en Estados nación, la revolución tecnológica lleva a la constitución de los Estados continentales. Estados continentales que, por lo demás, serán los únicos “protagonistas de la historia” por venir.

Si, como creemos, todavía existe una oportunidad para América del Sur de subirse al último tren de la historia esta oportunidad pasa, pura y exclusivamente, por la búsqueda, y el logro, de la unidad continental. Existe, sin embargo, un dilema: ¿cómo alcanzar concretamente la unidad de América del Sur? De igual modo como la alianza franco-germana fue la condición sine qua non de la unidad europea, la alianza argentino-brasileña es el único camino real para alcanzar la unidad de América del Sur. Hoy, esa alianza está en funcionamiento dentro del marco del Mercosur pero, más allá de los discursos, está enferma y esa enfermedad –si no se diagnostica correctamente y se cura rápidamente– puede ser fatalmente disolutiva.

El talón de Aquiles del Mercosur

En los últimos tiempos hemos asistido a una serie de absurdas “guerras”: la de las “heladeras”, la de los “lavarropas”, la de los “zapatos”... entre los dos socios principales del Mercosur. Rencillas que generaron una ola de críticas tanto en Brasil como en la Argentina hacia el proceso de integración mercosurista. Críticas que debilitan, en el imaginario colectivo, la idea misma de la integración entre ambas naciones y que generan “minicrisis” que intentan ser subsanadas, siempre, por un abrazo fraternal entre los dos cancilleres y una declaración conjunta afirmando que los problemas del Mercosur se solucionan con más Mercosur.[28] Sin embargo, no conviene tomar a la ligera estas repetidas crisis que sufre el proceso de integración.

Las recurrentes crisis del Mercosur se deben a que está enfermo. Las crisis son simples manifestaciones de una especie de “síndrome de inmunodeficiencia ideológica” que infectó, paulatinamente, a las elites intelectuales y dirigentes de la región a partir de la década del 80 y provocó la “vulnerabilidad ideológica externa”,[29] la más peligrosa y grave de las vulnerabilidades posibles porque, al condicionar el proceso de la formación de la visión del mundo condiciona, por lo tanto, la orientación estratégica de la política económica, de la política externa y la filosofía misma del proceso de integración mercosurista. Al condicionar el pensamiento, se condiciona también la acción y los gobiernos de la región terminan, por ende, actuando ya no de acuerdo con sus propios intereses sino conforme a los intereses externos que se expresaron, clara y nítidamente, en el llamado “Consenso de Washington”. El Mercosur fue infectado, a través de la dominación cultural que brillantemente describiera Zbigniew Brzezinski en El gran tablero mundial,[30] por el virus del fundamentalismo liberal. Hoy, los gobiernos de Luiz Inácio “Lula” da Silva y Néstor Kirchner tratan, tibiamente, de abandonar los presupuestos ideológicos del neoliberalismo, pero el Mercosur sigue operando en la lógica del neoliberalismo que lleva a confundir integración con libre circulación de mercancías. Concebido a partir de la lógica fundamentalista neoliberal, se convierte en una simple área de libre comercio, en una primera etapa de la conformación de una zona de libre comercio desde Alaska a Tierra del Fuego, en la antesala del alca. Operando el proceso de integración según la lógica del fundamentalismo liberal, la industria brasileña destruirá a la argentina, superviviente al colapso de la convertibilidad, y luego Brasil, privado de su principal aliado estratégico, quedará aislado y sin posibilidad de resistir las presiones para su incorporación al alca. Así, la industria brasileña será a su vez destruida por la estadounidense. Con suerte, sobrevivirán en Brasil las industrias contaminantes, que los países ricos de América del Norte no quieran tener en su territorio, ni cerca de él. Pero dentro de esa lógica la industria brasileña seguirá el destino de la industria argentina. Será sólo una cuestión de tiempo.

Para que este panorama apocalíptico no se concrete, el Mercosur requiere de una política industrial común, basada en una planificación industrial indicativa como la tuvo la Europa de posguerra, que creó la Comunidad Económica del Carbón y del Acero. Europa no dejó librada al simple juego de la oferta y la demanda la producción de acero. El Mercosur no debe dejar librada la suerte de todos los sectores industriales a la supuesta “mano mágica” del mercado, que “todo lo arregla”. Como lo ha repetido incesantemente Helio Jaguaribe, mediante una política de consenso se debe determinar qué sectores serán apartados del libre mercado absoluto para ser planificados indicativamente en el marco de un “neoproteccionismo”, que significa un proteccionismo a plazo extremadamente corto y de forma extremadamente selectiva. No se trata de llevar la idea de autarquía a nivel mercosurista o sudamericano sino de determinar qué sectores productivos del sistema mercosurista –mediante una política apropiada para su desarrollo– podrían adquirir, en plazos relativamente cortos –de diez a quince años– competitividad internacional y transformar esos sectores en sectores de interés colectivo de todos los países que conformen el área de integración. El Mercosur es un área satisfactoria tal como existe hoy para la aplicación de este proteccionismo moderno –aunque el continentalismo sudamericano sería el área ideal–, y conforma un espacio lo suficientemente extenso para poder sostenerlo y para que no tenga, desde el principio, características de rápida obsolescencia.

En el marco de ese “neoproteccionismo” y mediante una planificación al estilo francés, es decir indicativa, se debe construir una política conjunta de programación industrial-tecnológica que reserve, para cada uno de los países, áreas específicas de competencia que les proporcionen ventajas significativas y creen en los otros partícipes “nichos” de absorción de la producción de cada uno de los países. Esto significa que la Argentina y Brasil deben pactar que ciertas industrias van a estar de este lado de la frontera y ciertas otras, del otro lado. Política que podrá ser ejecutada, entre otras medidas, mediante la orientación del crédito y la aplicación de estímulos fiscales. La Argentina y Brasil deben concebir una política industrial comunitaria, aprender a pensar en el bien común del Mercosur entendido como un todo. Se debe avanzar hacia una industria integrada que permita competir en terceros mercados. Se deben integrar las cadenas productivas para competir hacia afuera. Definir un código de conducta común frente a la inversión extranjera. Homogeneizar los incentivos fiscales. No se puede dejar de reconocer, si se realiza un análisis objetivo del proceso de integración mercosurista, que los diferentes incentivos fiscales concedidos por algunos estados brasileños para atraer industrias han provocado que numerosas empresas de capital argentino dejen de producir en su país para pasar a hacerlo en Brasil, lo que ha agravado el proceso de desindustrialización en la Argentina y contribuido al peligroso aumento del desempleo y, por consiguiente, de la inestabilidad social y política.[31] Es evidente que el Mercosur necesita un proyecto concreto que promueva la integración de los sectores productivos para que dejen de competir entre ellos. Lo que se ha hecho hasta ahora en ese campo no es suficiente. La experiencia integracionista en el plano de la industria automotriz está lejos de ser considerada satisfactoria para la Argentina. Las cifras son contundentes y hablan por sí solas. En 1998, la Argentina tenía el 14 por ciento del mercado brasileño de autos, hoy representa apenas el 2 por ciento. Hace seis años Brasil ocupaba el 30 por ciento del mercado argentino, hoy posee el 60 por ciento.

Además, la Argentina y Brasil deben pensar en la industrialización de Paraguay y de Uruguay, proyectar industrias en estos dos países y reservarles a éstas espacios en el mercado brasileño y en el argentino. Paraguay y Uruguay deben ser considerados por Brasil y Argentina como áreas de promoción industrial para que se produzca el traslado de empresas brasileñas y argentinas a esos dos países. Si el papel de estos dos países dentro de Brasil fuese, simplemente, el de productores de materias primas, ¿qué ventajas tendrían en integrar el Mercosur, y no el alca?, ¿es posible que la electricidad de Paraguay sólo sirva para alimentar la industria de São Paulo, Buenos Aires, Curitiba o Rosario?

¿Cuál es la diferencia para Bolivia –Estado asociado al Mercosur– entre exportar su gas, su último gran recurso natural, a California o a São Paulo y Buenos Aires? Para que una integración plena al Mercosur le resultara atractiva a Bolivia, la Argentina y Brasil deberían comprometerse a desarrollar, a partir del gas boliviano, un complejo industrial (petroquímico) en Bolivia y garantizar a la producción de ese complejo un nicho de mercado en Brasil y Argentina. Sólo de esa manera el Mercosur comenzaría a ser para Bolivia una propuesta cualitativamente distinta, es decir más justa, que el proyecto del alca. Podría pensarse también, por ejemplo, en la instalación de un complejo siderúrgico en la región boliviana del Mutúm, que posee una de las reservas de mineral de hierro más importantes del mundo. De esa forma, gracias a la Argentina y Brasil, Bolivia, por primera vez en su historia, dejaría de ser un simple exportador de productos primarios sin ningún valor agregado. Entonces sí los campesinos y mineros bolivianos tendrían una razón de peso para estar a favor del Mercosur y en contra del alca. Entonces sí Perú comenzaría a mirar con otros ojos al Mercosur. Pero, para la realización de esos proyectos, éste necesita superar su “vulnerabilidad ideológica”, es decir, dejar de ser pensado como una simple zona de libre comercio y pasar a ser concebido como “una zona de industrialización conjunta”. El Mercosur necesita una política nuclear única con un centro de investigación nuclear completamente unificado. La investigación y el desarrollo de la tecnología de punta de la tercera ola debe ser realizada conjuntamente como si se tratara de un solo Estado.

La responsabilidad de Brasil

En la realización de ese cambio de concepción y en la ejecución de los proyectos concretos que de ello surjan la responsabilidad mayor le cabe a Brasil. Sería absurdo postular que éste debería cumplir, dentro del Mercosur el rol que cumplió Alemania en la Comunidad Europea. Sin embargo, también es cierto –como afirma el sociólogo uruguayo Alberto Methol Ferré– que la elite intelectual y política brasileña “debe dejar de pensar que lo fundamental es que Brasil se industrialice para comenzar a pensar cómo se industrializa el conjunto”.[32] Si el poder más importante, y por lo tanto con la mayor responsabilidad, no sabe conducir el conjunto, asumiendo los costos del liderazgo, y sigue aplicando una política de incentivos que en la práctica hace que las inversiones no vayan a la Argentina o a Uruguay sino a Brasil –por ser éste el mayor mercado–, el Mercosur está condenado al fracaso. “El liderazgo brasileño”, afirma Methol Ferré, “no se da cuenta, o no se da cuenta suficientemente hasta hoy, de que sólo pueden ejercer un liderazgo si saben fortalecer sistemáticamente a sus socios. Lo que menos necesita Brasil son socios débiles. Porque si sus socios son débiles, no tiene socios y se van... el rey del hemisferio se llama Estados Unidos de América y no Brasil. Entonces, fatalmente, si Brasil no fortalece a sus socios, sus socios van a darle señales al rey. Es tan irremediable como justo. Brasil generará así su soledad”.[33] Brasil “necesita fortalecerse y fortalecer a su socio principal, la Argentina, para que se vaya convirtiendo en fortaleza de sus socios menores hispanohablantes de América del Sur [sin esta actitud] Brasil no podrá generar una real alianza sudamericana”. El liderazgo brasileño debe comprender, cabalmente, que para tener una política en América del Sur, “tienen que ser el mejor socio de los nueve países hispanohablantes de América del Sur. Ése es el nudo de nuestra actualidad histórica”.[34]

La base de la integración no es económica

El desafío del Mercosur no es solamente un desafío económico, es también un desafío cultural. Los países que lo integran deben complementar el proceso de industrialización y subirse al tren de la globalización tecnologizante sin vender, en el intento, el alma. Deben preservar sus identidades culturales. Los países del Mercosur son una parte de América Latina y toda América Latina –a despecho de importantes diversidades nacionales– conforma una sola unidad cultural claramente definida. América Latina, en su conjunto, es heredera y depositaria del humanismo clásico. Como brillantemente destaca Jaguaribe, esto se observa más fácilmente desde afuera y, particularmente, en el contraste entre la América Latina y la América sajona. El contraste se evidencia en la distinta medida en que cada una de las dos Américas dispone de condiciones tecnológicas y de valores humanistas. La América anglosajona es el universo del know how y el sitio de más alta tecnología del mundo, el reino del hombre light, del hombre “descartable”, la cuna de la ideología del consumo que ha vaciado de contenido la existencia humana, la que ha hecho que se perdiera el sentido de la vida y la existencia y que no da respuesta alguna a los momentos trágicos que visitan a todos los hombres y que culminan con la muerte. “Es interesante observar”, apunta sagazmente Jaguaribe, “que el humanismo, en Estados Unidos, constituye una especialidad académica. En América Latina es una práctica cotidiana que la gente hace sin saber que lo hace, por impregnación cultural”.[35] Ésa es la impronta propia de América Latina que debe preservar el Mercosur al mismo tiempo que ejecuta una agresiva política tendiente a alcanzar el desarrollo industrial tecnológico propio de la tercera ola. Esto requiere una política cultural única y una industria cultural audiovisual perfectamente integrada y orientada a preservar la identidad cultural. En la tercera ola las batallas culturales se dan fundamentalmente desde los medios de comunicación que, en el Mercosur, deben ser portadores de un nuevo ideal humanista que le devuelva al hombre el sentido de la vida y la existencia. Como afirma Hans Morgenthau, el imperialismo cultural es la más sutil y exitosa de las políticas imperialistas porque no pretende la conquista de un territorio o el control de la vida económica, sino el control de las mentes de los hombres, a través del cual establece una dominación sobre una base más sólida que la que puede establecer la conquista militar o económica.

La sociedad de mercado-consumo por excelencia es la sociedad estadounidense. En ella se ha producido una alianza entre la elite dirigente y las llamadas “fuerzas del mercado”. En esta alianza, el rol del Estado norteamericano consiste en sostener, precisamente como “ideología de Estado”, la economía “fundamentalista” de mercado. Es cierto que esta ideología presenta “matices” menos dogmáticos cuando gobiernan los demócratas que cuando lo hacen los republicanos.

Esta alianza hace que a medida que la forma de vida estadounidense

–en la cual el ser ha sido reemplazado por la tríada “tener-parecer-aparecer”– se expande por el mundo refuerce, a su vez, la hegemonía norteamericana. Una hegemonía que impone, persuasivamente, su modelo de sociedad. Esta evolución no hace más que robustecer el poder incontrastable de las fuerzas del mercado. A su vez, la aceptación por parte de los países periféricos de la cultura de consumo de la América anglosajona y de la economía “fundamentalista” de mercado como única forma posible de capitalismo refuerza más aún la hegemonía estadounidense. Resulta claro, entonces, que el mayor desafío para el Mercosur consiste en la preservación de su identidad cultural humanista. Una identidad que privilegia el “ser” por sobre el “tener”.

Si la tercera ola es la de la dominación cultural, la autonomía cultural, por contraposición, es la condición necesaria para la autonomía política y el desarrollo económico.

Argentina-Brasil

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