Читать книгу Esta casa vacía - Marco Antonio García Falcón - Страница 11

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Antes, cuando dictaba muchas horas, uno de mis sueños más recurrentes era abandonar esa vida y trabajar en algo donde no tuviera que ver a nadie ni hablar con nadie. Quién diría que ese sueño se cumpliría. Ahora he vuelto a una de mis ocupaciones iniciales y me paso casi todo el tiempo solo, frente a la pantalla de una computadora, o delante de un manojo de hojas de prueba, sin tener que dirigirme a ninguna persona, salvo para cuestiones muy puntuales.

Al principio pensaba que la corrección de textos era una tarea importante. Uno lucha por purificar el lenguaje y los resultados de esa actividad minuciosa, de gran alerta, a veces obsesiva, son compartidos y apreciados por otros gracias al milagro de la publicación. Hoy tengo una idea distinta. Es un trabajo como cualquier otro, incluso menos valorado, y uno puede hacerlo con la eficacia y la dedicación de una máquina que le pasa un barniz más o menos brillante a un producto cuya calidad y sentido son ya inmodificables. Un maquillaje. Una aplanadora de asperezas. Eso es lo que nos toca hacer a los correctores de texto.

Ver el oficio de esta manera no solo te aligera sino que te hace más eficiente y quizá por eso me han dado dos turnos en este diario que maneja tantas publicaciones y de las cuales me ocupo de las inactuales. La paga es buena para el promedio y, además de estar solo, puedo ponerme a escribir mis cosas en los ratos que tengo libres y hacerlo con la certeza y la determinación de quien sabe no encontrará otro momento mejor.

Escribir para atrapar el instante. Escribir para tratar de entender.

Siempre me ha gustado esa idea de Frank Kermode: escribimos y leemos para intentar darle un orden, una coherencia a una realidad que en el fondo no la tiene. Por eso desde chicos nos atraen los relatos, las historias con principio y con final, porque nos dejan la sensación de que la vida se dirige hacia alguna parte, de que tiene un sentido.

No sé en qué momento descubrí a Alejandra Pizarnik. Me parece que leí «Cantora nocturna» y me volqué a leer toda su poesía. Y más tarde siguieron las biografías, las cartas, los testimonios de quienes la habían conocido, sus diarios. Esos textos los encontré medio escondidos, pero una década después los difundirían por todos lados las editoriales grandes. El mito ya se había consolidado.

Sacha, Buma, Blímele, Laura, Alejandra. Tenía tantos nombres como fantasmas la atormentaban. Y su insignia era explorar su orfandad y su extravío para fijarlos en la palabra. En la palabra exacta. En su voz lacerada por las sombras. Una poesía donde convivían dobles, monstruos, niñas y lobos enfrentados a la inevitabilidad de la noche, a los bordes de ese abismo sin fondo que puede ser el silencio.

Vivió treinta y dos años encerrándose cada vez más en sí misma. Su lucidez verbal era extraordinaria y, sin embargo, se desplazaba por el mundo como un ser irreal, como una pordiosera a la que nadie podía dar cobijo. Era una mano sedienta que pedía agua. Una extranjera perdida en un país invisible. Una noche, ya no aguantó más y en el cuartito en que realizaba sus ceremonias nocturnas, rodeada de muñecas y sobrevolada por pájaros de papel colgados en el techo, se hundió para siempre en el sueño denso del seconal.

Al otro día, las amigas que encontraron su cuerpo desnudo descubrieron que había escrito en la pizarra –aquella pizarra que, puesta sobre la cabecera de su cama, miraba obsesivamente– lo siguiente:

«Solo quiero llegar hasta el fondo».

Y eso es lo que quiero hacer yo también con esto que escribo.

No le dije nada a Micaela de lo que estaba haciendo, ni dejé que se enterara. Empecé a llevar una doble vida, y solo quien ha pasado por eso sabe el enorme grado de tensión y excitación que existen. Veía a Micaela a las seis cuando salía de la academia, íbamos a tomar un café o a comer y, después de dejarla en su casa, a eso de las nueve de la noche, me iba a buscar a Tamara al Británico, donde estudiaba inglés después de cumplir su horario de prácticas. Allí empezaba la locura. Tamara era una muchacha y le gustaba salir a bailar, a divertirse. Casi siempre íbamos a algún pub o discoteca y volvíamos al elemento que nos había unido o que había alisado el camino: el alcohol. Picados, nos íbamos a comer algo o nos metíamos de frente a algún hotel. Y yo, que ya estaba agotado por mi jornada que empezaba a las siete de la mañana, adquiría una energía inusitada. Algo había en el cuerpo de ella, en la forma en que me deseaba, en la entrega y la pasión que me ofrecía, que hacía que no me importara nada y que me convirtiera en una persona que yo mismo desconocía.

Ella, por lo demás, tenía una capacidad de erotización que me sorprendía pero que, al mismo tiempo, me encantaba. Alguna vez ni siquiera llegamos al hotel y terminamos haciéndolo en el baño de un grifo. Alguna vez me la corrió en el auto y se tragó mi semen mirándome a los ojos entre contenta y agradecida. Y como sabía que me volvían loco sus senos, se ponía unos escotes inquietantes o me dejaba con la boca abierta con la lencería que se compraba. Por lo general, la llevaba a la una de la mañana a su casa. Para mi suerte, vivía con una prima con la que compartía un pequeño departamento y a la que no le importaba mucho lo que hiciera, salvo que fuese a meter a los enamorados porque entonces –ya les había pasado– empezaban las habladurías de los vecinos.

Es difícil permanecer callado en estos casos. Y muy pronto me vi contándole a Dante, en nuestras periódicas reuniones de fin de mes, lo que estaba viviendo. Antes de que pusiera algún «pero», antes de que saliera en defensa de Micaela, a quien conocía y estimaba, le dije que estaba en perfecto control de la situación, que se trataba solo de una cana al aire (una que nunca antes había tenido y que acaso me podía ser permitida por la proximidad de mi matrimonio) y que, más temprano que tarde, daría por terminada sin causarle daño a nadie. Dante me escuchaba con una anuencia cómplice, aunque no del todo completa. Y conforme pasaban las semanas, me mostraba sus cuestionamientos. «Sigues viviendo tu fin de semana permanente», me decía medio en serio medio en broma, luego de que le contara lo extenuante de mis días y viera en mi cara las huellas de un agotamiento extremo. «A mí lo que me preocupan son tus deudas», me apuntilló un día sacando cálculos de los gastos que representaban todas mis correrías. Y era que yo, irresponsablemente, sin imponerme ninguna restricción, costeaba todo con tarjetas de crédito que sabe Dios cuándo pagaría.

Pasé así dos, casi tres meses. Un día, Micaela me sorprendió con una llamada: quería que nos viéramos antes, en un café que habíamos dejado de frecuentar y que había sido recién remodelado. Temí lo peor y me preparé para amortiguar el golpe. Pero la encontré muy tranquila. Nos tomamos un café (ella, que nunca tomaba café) y me preguntó cómo me sentía, si todo estaba marchando normalmente. Le hablé de la tensión de los exámenes parciales en la universidad, de las notas que tenía que presentar. Entonces me miró a los ojos. A menos de medio metro, en esa terraza cálida en la que el sol se ponía con lentitud, quería verme mentir. Comprobar hasta dónde podía llegar. Estaba al tanto de todo. Alguien me había visto, luego otra persona y ella se había atrevido –como nunca– a entrar a mi correo. Allí había mensajes no para Tamara, sino para Dante en los que se traslucía en lo que estaba metido. Luego, me había seguido. Conocía perfectamente mi rutina. Lo había pensado y había comprendido que no tenía sentido llorar o hacerme un escándalo porque lo principal ya se había perdido. Yo me había «caído» para ella. Ya no me tenía confianza. Y así se tratara de algo pasajero, eso modificaba nuestros planes, nuestras vidas. Mejor era que nos separásemos. Me lo decía con una dignidad, con una prestancia que me impedían hablar. Me estaba cortando con la frialdad que se tiene ante un desconocido. No, no era lo que me hubiese imaginado. Pero tampoco mi actitud fue la que me habría esperado. Le dije que tenía razón. Que, frente a la contundencia de los hechos, no podía sino hacer lo que ella quisiera. Y luego la vi partir, y no hice nada por detenerla, y me quedé allí sentado con la extraña, turbadora sensación de que había perdido algo importante, fundamental en la vida pero que, como en esas relaciones atávicas que reclaman su fin, era ahora libre, impensadamente libre.

Deambulé un rato con el carro y por inercia me descubrí en Miraflores, rondando como siempre el Británico. «¿Pasa algo?», me dijo Tamara. «Estoy con la corregidera», le respondí. Me acarició la cabeza y ese gesto de ternura me encendió de deseo. «Hay que irnos a un hotel», le dije. «¿Así nomás de frente?», me sonrió, mirándome admirada pero lista para seguirme la corriente. Compramos en un grifo un paquete de cervezas, que bebí con un ansia animal. Creo que, como nunca, anduve callado, reticente y cuando nos acostamos, aturdido por el alcohol y las ganas de no pensar, le hice el amor con una furia descontrolada, una energía profunda que al principio ella interpretó como una brusquedad innecesaria pero a la que, por su propia impulsividad, no se resistió. Lo hicimos cinco veces, yendo más allá de mis fuerzas, y me quedé intentándolo una vez más hasta que un vértigo fulminante me nubló la vista y todo se apagó.

El sueño. La necesidad de que el cuerpo descanse. Al otro día amanecí mejor. O peor. Otra vez me invadía esa sensación inusitada de libertad, de que mi vida podía tomar el curso que yo quisiera. El futuro no importaba. Lo único que valía era el instante.

Me olvidé de Micaela. O me dije que ella estaría bien así, lejos de mí. Y viví con Tamara algo que podía llamarse una relación. Nos veíamos más, andábamos más tiempo juntos, y eso la entusiasmó, le dio la idea de que lo nuestro podía llegar lejos. Me volví un adolescente, cambié de ropas y de costumbres, empecé a vincularme con sus amigos, a ser parte de su mundo joven. Y esa cercanía, que ella sentía tan bien, me hizo daño. Empecé a sentir celos, a cuestionar sus amistades, a vigilar sus salidas, cosas que a ella en un principio le gustaban pero que, por mi insistencia, sintió como una amenaza. Había por eso conatos de pelea, tensiones que crispaban el aire, pero que lográbamos atemperar con el alcohol y el sexo.

El alcohol era nuestro dios, la carretera por la que nos emparejábamos e íbamos a la misma velocidad. Y el sexo era el lugar de llegada y el lenguaje que permitía que nos entendiéramos sin interferencias. El alcohol primero y después el sexo. Sobre esos rieles andábamos.

Pero conforme pasaban los días y, sin proponérnoslo, tratábamos de tener una relación más normal, fueron apareciendo las grietas. Fisuras que acaso ella no sentía, pero yo sí. Su juventud, su manera despreocupada de vivir, sus amigos, su obsesión por la ropa, por la moda, por estar alegre, todo eso me fue pareciendo insulso. El sexo siempre era un paliativo para mi aburrimiento, pero también se me hizo un territorio conocido. No era que ya no me excitara como antes (ella tenía la capacidad de excitarme solo mirándome), pero el sexo empezaba a tener menos fuerza frente al tedio. Había días en que salíamos con sus amigos, o estábamos conversando sobre temas que ella proponía y no me interesaban, y entonces yo experimentaba la sensación clarísima de estar de más. De querer largarme de allí para siempre. Y ni siquiera pensaba en mi pasado. Ese presente, de haber sido elegido por mí con la más absoluta cordura, no era el que quería vivir.

Y allí estoy sintiendo que el tobogán frenético al que me había subido llegaba a su fin, que pronto regresaría a pisar tierra firme. Tengo la imagen de aquellos momentos –de aquellas semanas, en realidad– como una nebulosa negra, ingrata. Intenté muchas estrategias. Primero, ir disminuyendo las horas que pasábamos juntos, con el pretexto de que tenía mucho trabajo o que gastábamos demasiado y ya no tenía plata. Luego, tratar de hacerle ver que nuestras diferencias de edad y de personalidad eran insalvables (le llevaba once o doce años, pero a esas alturas se me hacían muchos más). Y frente a todos esos obstáculos ella se mostraba animosa, comprensiva, dispuesta a adaptarse a las circunstancias. Entonces se me dio por pensar que quizá no solo era el sexo lo que nos unía, que quizá podía haber otros puntos de contacto. Pero apenas me vi otra vez envuelto en su mundito, en ese medio que me parecía tan idiota por predecible y mecánico, me volvían las ansias de fuga. En una de esas, a la salida de una fiesta en la que ella estaba feliz y yo aburridísimo, tuvimos nuestra primera pelea de verdad. Le dije lo que pensaba, se lo dije con violencia y ganas de herir, y ella estuvo a punto de golpearme, pero se contuvo, paró un taxi y se fue. Nos dejamos de hablar por varios días. Pero al cabo otra vez estábamos comunicándonos, acordando dónde vernos, y terminamos en un hotel al que yo llegué con una excitación atrasada que traté de cobrarme de la mejor manera, y del que salí con la seguridad plena de ser un adicto, de estar encadenado a una droga.

Hubo dos peleas más de ese tipo, a las que siguieron reconciliaciones similares. Pero en la tercera, que tenía todos los visos de repetir la mecánica, algo extraño pasó. Lo recuerdo claramente porque era la primera vez que experimentaba algo así. Habíamos durado casi una semana sin hablarnos, hasta que ella buscó un pretexto y me escribió un mensaje de texto preguntándome por una prenda suya que creía perdida pero que, en realidad, estaba refundida, como muchas otras cosas suyas, en la maletera de mi carro. Me dijo que iría donde le dijera a recogerla y yo le prometí pasar más bien esa noche por el Británico. Así lo hice. Me estacioné al frente de la puerta, en la Bajada Balta. La vi salir y mientras trataba de ubicarme, la miré bien y la sentí como una persona desconocida, alguien que no tenía nada que ver conmigo y que sin embargo creía conocerme y buscaba a ese que supuestamente era yo. Me encontró, la hice pasar y empezamos a hablar. Sin asperezas, como si nunca nos hubiésemos peleado. «Te invito un café», me dijo y yo acepté con una amabilidad y una docilidad que eran nuevas en mí. Fuimos al Café de la Paz y allí, sentados en la parte del fondo, me habló con una dulzura y una inteligencia que no olvidaré. Me describió con extraordinaria exactitud quién era ella y quién era yo, qué nos había unido y qué hacía que nos atrajéramos y, sobre todo, me habló de cuáles eran mis miedos, qué cosas me molestaban y qué podíamos esperar para un futuro si nos atrevíamos a continuar juntos. Ella estaba decidida a dejar todo lo que a mí me atemorizaba o me exasperaba, cambiaría o mejoraría no porque quisiera complacerme, sino porque se había dado cuenta de que lo único que deseaba en la vida era estar junto a mí. Yo la escuchaba hablar admirado, de veras sorprendido no solo porque era la mejor chica que uno se podía imaginar, sino porque me veía allí también, lejos de mí, salido de mí, como un espíritu o una energía bamboleante, que podía quedarse sobrevolando a esa pareja que conversaba tan civilizadamente allá abajo o podía seguir su camino y vagar por el mundo, con una hermosa libertad. Me vi y me oí decir cosas sensatas, frases que a ella la colmaron de esperanza y de alegría, y que a mí también me conmovieron desde la tranquilidad y la distancia en que me encontraba. Salimos, volvimos al carro y, como quien empieza una nueva vida, la dejé en la puerta de su casa. Teníamos todo claro, el mundo era nuestro y el fantasma del deseo se había esfumado o al menos en esos momentos no se hizo presente. La besé larga, sinceramente, como el hombre más enamorado del mundo, y ella se despidió con un rostro de satisfacción que me llenó de ternura y agradecimiento. «Mañana te busco a la salida de tu trabajo», le prometí mientras le sonreía y encendía el auto.

Nunca más la volví a ver.

Esta casa vacía

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