Читать книгу Esta casa vacía - Marco Antonio García Falcón - Страница 9

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Cuando Tadeo nació, era de madrugada y yo estaba en mi casa, tratando de dormir un poco, porque la dilatación estaba demorando demasiado y el médico me había sugerido descansar. Pensaba entonces en mi hijo, pero también en qué flores le iba a llevar a Micaela cuando amaneciera. Un timbrazo en la oscuridad me sacó de esa duermevela inquieta. Tadeo ya había llegado al mundo, pero algo había pasado. Cuando lo vi, estaba en Cuidados Intensivos, los ojitos cerrados, amoratado, cubierto de cables y agujas y respirando a duras penas a través de una máquina. Uno de sus pulmones no se había desarrollado bien y había que operarlo de inmediato. «Uno de cada diez», me dijo el médico, «se salva en estos casos».

Aniquilado, sin otra alternativa, firmé la autorización. Y yo, que desde siempre he sido una persona vieja, un alma vieja, salí de aquella sala llena de tensión e incertidumbre con cuarenta, cincuenta años más. Yo mismo tuve que darle la noticia a Micaela (al bebé solo se lo habían mostrado un instante para proceder a auxiliarlo) y no sé qué fuerza misteriosa, qué segunda naturaleza me permitió mantenerme en pie en aquellos momentos de irrealidad.

Tadeo resistió. Y lo que vino después es algo que quizá no todos puedan comprender. Cada avance, cada progreso que para otro niño es natural e impensado, para él ha significado un esfuerzo, un desafío y una victoria que celebramos con una algarabía silenciosa. La asistencia profesional puede llegar a ser cara y yo por eso nunca, en el tiempo que estuvimos juntos, rehuí ningún trabajo, ni siquiera aquellos que, me decían mis amigos, ya no eran para mí.

A veces, en medio de mis jornadas interminables, pensaba que me iba a morir, que me desintegraría en mil pedazos mientras me movía, pero no sé por qué tenía la certeza de que mi cuerpo era tan solo una cáscara sin importancia y que me sobreviviría una energía impetuosa, un fantasma de humo que rompería todas las barreras del aire y cumpliría con todo lo que había que cumplir.

Muy tarde, a las nueve o diez de la noche, lo que quedaba de mí llegaba a casa y entonces Tadeo –mi Tadeo– me recibía con un abrazo y con regalos que se ponía a hacer apenas me veía: dibujos de sus juguetes favoritos o libros inventados envueltos en papel bond pegados con cinta scotch y dedicados para mí. Yo casi no tenía energías para jugar y, sin embargo, un nuevo aliento me sobrevenía y me acercaba diciéndole –sin decírsela en verdad– esa frase de aquella otra niña especial que también se inventaba mundos y que tanto me gustaba leer en la universidad:

«Te ofrezco lo mejor que hay en mí, que eres tú».

Eran tiempos difíciles, terribles, en los que la esperanza se iba diluyendo con las horas y había que sacarla a flote cada mañana para poder continuar. Pero, ahora, es peor: Tadeo ya no está, Micaela ya no está y yo solo soy un desesperado fantasma que habita un departamento medio vacío que no le pertenece.

¿Puede haber algo más doloroso que luchar por que el último bote no se hunda y darse cuenta, de pronto, de que este ha desaparecido? ¿Que estamos solos en la oscuridad?

Siempre pienso en mi hijo. Cuando escribo su nombre o pronuncio en silencio sus cinco letras es como si lo estuviera viendo. Uno de los hábitos que más extraño de la época en que todavía éramos una familia, es ir los dos solos al mercado de Surquillo. Allí encontrábamos los alimentos orgánicos que eran los que mejor le venían. En el carro él me hablaba de las cosas del mundo que le interesaban y yo de las mías: era un intercambio provechoso. Pero había también una conexión sin palabras. Un día, mientras salíamos del estacionamiento, lo descubrí esforzándose en abrirse la casaca que con mucho esmero le había cerrado su mamá: quería llevarla exactamente como yo. Y dos domingos después, antes de salir, me preguntó, como si fuera una cuestión de estado, qué cosa me pondría: si zapatillas o zapatos. Ambos nos calzamos zapatos. Cada vez nos sincronizábamos más y a la semana siguiente, en nuestra competencia por ver quién se cambiaba primero, me pilló a medio vestir. «¿Qué es eso?», me miró sorprendido. «Unos boxers», le dije viéndole esa carita que ponía cuando aprendía algo que no se olvidaría. Salió disparado donde su mamá a preguntarle si había boxers para niños y ella le contestó que no había visto y que si había, tal vez no tendrían dibujos ni diseños para niños. Tadeo se quedó en silencio, a lo mejor derrotado o desencantado porque había llegado a un punto donde no podía ceder, pero al rato se oyó su voz firme y clara. «No importa», dijo.

Esta no es la primera vez que me propongo escribir un libro. Mi primera (y única) publicación la hice cuando tenía veinticinco años, esto es, hace diecisiete. Un conjunto de cuentos que compuse muy lentamente, poniendo lo mejor de mí, y que por allí algunas personas recuerdan.

Y es que un libro es como una botella arrojada al mar: algunos la cogen y algo les dice; otros la ven y la dejan pasar; y hay quienes no están en situación para su encuentro. Y una vez que partió, con seguridad vendrán otros. Acaso lo más importante de escribir sea eso: un mar que rebulle, que se abre silencioso ante nosotros y que nos llama, un horizonte al que uno quiere llegar dando brazadas en la oscuridad, ofreciendo todo lo que se tiene, movido por el miedo y una fe misteriosa, porque la promesa de seguir adelante no se alimenta de lo ya conocido sino de lo incierto, de lo que no tiene nombre y de lo que no está.

Únicamente de lo que vendrá.

Es agosto y la luz grisácea que da a la ventana del departamento donde ahora vivo me despierta. Me baño, me cambio y me voy a trabajar. Mi rutina se ha vuelto así: dormir por las mañanas, arrastrarme por las tardes en el cuarto y salir a eso de las seis para ir al diario donde, además de cumplir con mis labores, garrapateo estos apuntes. La única persona que veo durante mis horas de encierro es a Sandrita, la niña que me trae el desayuno-almuerzo del mercado y que me recuerda a…

Subo al carro, que es como una pequeña casa movible. Dante –que ya no está conmigo y es mi mejor amigo– me decía, para darme ánimos, que si conservaba a mi fiel Volkswagen celeste, aún no estaba todo perdido.

Me decía también que el carro es el mejor lugar para escuchar música, y yo le creo. Con las lunas bien cerradas y un equipo más o menos especializado, el carro puede convertirse en una cabina de sonido. La tecnología hace posible, además, que casi toda la música se encuentre en un solo lugar, como si fuera la soñada biblioteca portátil donde con solo evocar un nombre aparecen inmediatamente todos los títulos y uno puede ir armando la disposición de sus estanterías, el mapa de sus preferencias y contradicciones, y dejarse llevar por las asociaciones libres.

Con esas discretas herramientas y una buena dosis de café a la mano –ah, ese combustible para el ánimo, ese sucedáneo de las otras drogas–, experimento lo que llamo mis pequeñas magias inventadas. No insultarme con los otros conductores ni abandonar el carro en los infernales embotellamientos del tránsito limeño es una gracia que agradezco pero que no es la mejor. Lo que sucede no sé cómo explicarlo bien. A veces paso por una calle, y estoy escuchando una canción, y otra vez tengo dieciséis o diecisiete años. Y no es el simple recuerdo de un momento determinado de mi vida sino la sensación nítida, casi biológica, de que el tiempo no ha pasado y que estoy por hacer cosas que después efectivamente hice, o que no hice y que debí hacer. Claro que debí hacer. Y entonces pienso en mi madre muerta, en mis amigos y familiares muertos que no se han ido, que todavía me acompañan y que están en este momento en sus casas o en sus trabajos o en un café, listos a recibirme no bien voltee la siguiente esquina. Y quizá sea verdad eso de que el pasado solo existe mientras uno lo piensa y que, en mi caso, solo existo mientras como ahora lo escribo. Y el aire, aunque reconcentrado, me parece perfectamente respirable. Y mis ojos se impregnan de un brillo especial. Y me veo desde afuera, me veo en esa caja que avanza vertiginosamente o que permanece detenida, y dentro de la cual hay otra más pequeña que es mi cuerpo, puro envoltorio de un núcleo que se me antoja incorruptible y permanente, bombeando en un estado de gracia que solo he alcanzado en la soledad de unas cuantas lecturas. Y con absoluta lucidez soy consciente de las batallas que he perdido, de las otras que todavía libro tenaz, silenciosamente, y también de que estoy vivo, magullado o atenazado o ensombrecido pero vivo.

Y cuando finalmente llego a donde debo llegar, todavía me demoro un poco más en salir. Afuera me espera la rutina con sus grises, puntuales servidumbres. La realidad de todos los días a la que aborrezco y a la que me incorporo, sin embargo, con una especie de fortalecimiento, con algo que se me ha quedado adentro –parafraseando a Eielson– sonando alto, alto. Como un cañonazo.

Esta casa vacía

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