Читать книгу El truco para curar - Marco Focchi - Страница 6
ENCUENTROS CON LA SEXUALIDAD (CONFERENCIA)
ОглавлениеPIERRE LAFRENIÈRE: Querría darles la bienvenida, y en primer lugar al doctor Focchi, quien ha aceptado nuestra invitación para participar en la conferencia de hoy, así como para trabajar con nosotros durante el fin de semana en los asuntos tocantes a la sexualidad y la relación sexual. El doctor Focchi es psicoanalista en Milán, analista miembro de la Escuela (AME), miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) y presidente de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (SLP) en Italia.
La conferencia de hoy se titula «Encuentros con la sexualidad». Es un tema amplio, y puede abordarse desde diversas perspectivas, la más directa de las cuales nos remite a los problemas del deseo, el placer y el goce, los problemas de lo que les sucede a cada uno de los compañeros en el encuentro sexual. ¿Qué es lo que se encuentra? ¿Cuál es el verdadero compañero en un encuentro sexual? ¿Qué tipo de relación une a los hombres y las mujeres en el plano sexual?¿Una de complementariedad, de simetría o de unidad?
Por supuesto, el tema que abordaremos esta tarde no puede dejar de referirse al primer encuentro del sujeto con la sexualidad, la cual no viene de manera simple. ¿Dónde estriba la dificultad? Afrontaré el problema desde el punto de vista del psicoanálisis, que se refiere al fin último de la idea freudiana de que «todo es sexual». Esta interpretación del descubrimiento de Freud fue un escándalo en su época. Existe, en la primera infancia, una sexualidad que no se puede reducir a la genitalidad. A partir de Tres ensayos sobre la teoría sexual, de 1905, Freud trató de determinar lo que orienta el deseo de un sujeto. Pero Freud no se compromete demasiado cuando afirma que la sexualidad es lo que confiere al psicoanálisis su carácter específico. He aquí algunas sugerencias para abrir la discusión de esta tarde. Doy, pues, la palabra al doctor Focchi.
MARCO FOCCHI: Buenas tardes. Agradezco a mis amigos el haberme invitado a hablar hoy aquí, en Pont Freudien, que, en efecto, constituye un puente entre dos continentes, y crea un intercambio para facilitar el trabajo y la transmisión de información entre lo que sucede aquí y lo que se hace en Europa.
Espero que mi acento no sea ningún obstáculo para la comunicación, dado lo imperfecto de mi francés. De un tiempo a esta parte, en Europa, los miembros de nuestra escuela hablamos, e incluso bromeamos un poco, sobre las diferencias de acento entre el francés de Québec y el de Francia. Como soy italiano, debo manifestarme neutral al respecto, a pesar de que mi oído está, obviamente, habituado al acento parisino.
Debo decir que, con anterioridad a esta ocasión, ya había tenido un encuentro con el Québec; no con la lengua pero sí con una palabra. Fue durante un viaje a Nueva Inglaterra, en Estados Unidos. Estaba en New Hampshire, perdido en medio de los Apalaches, y buscaba un pueblecito llamado Bretton Woods, donde se firmaron los acuerdos para estabilizar las tasas de cambio con respecto al dólar. Es muy conocido hoy en día, debido a la crisis mundial, pero se trata de un lugar muy pequeño. Estaba perdido en el campo. Buscaba a alguien a quien solicitar información, cuando por fin veo a un hombre. Me dirijo a él en inglés, y él me pregunta: «¿Habla francés?». Le respondo: «Sí, hablo mejor en francés que en inglés». Entonces comienza a explicarme: «Mire, al final de la calle hay una lumière...». ¡Una lumière! Entiendo que se refiere a lo que en París llaman feu rouge, un semáforo. Entonces, sin duda por exceso de celo, pregunto: «Por lumière ¿entiende feu rouge [luz roja]?». Y me responde: «No, monsieur, ¡también puede ser verde!».
Fue mi primer encuentro con una palabra en Québec. Esta noche hablaremos de otros encuentros; pero, en el fondo, el encuentro con la sexualidad es también el encuentro con una palabra, con una palabra que señala un corte en la lengua, que separa.
Intentaremos abordar en profundidad este argumento a lo largo de tarde.
¿EXISTE UNA SEXUALIDAD «NORMAL»?
Para comenzar, quiero decirles que, en cierta ocasión, un amigo médico, que había organizado una página web sobre salud que recibía muchas consultas relacionadas con la sexualidad, me preguntó si podía responder a las preguntas que le llegaban. «¿Por qué no?», me dije. Tendría la oportunidad de encontrarme con preguntas diferentes de las que me llegan a la consulta, que suelen ser más rebuscadas y sofisticadas. El público de Internet es amplio, y tenía la curiosidad de saber qué cuestiones se plantea la gente en relación con la sexualidad. En efecto, el abanico de preguntas era muy amplio, pero, a fuer de buscar un hilo conductor, diré que me interesaba la calidad. Las preguntas giraban en torno a aspectos cuantificables, como el tamaño del pene o el número normal de relaciones que se debe tener en un tiempo dado. La cantidad. Podían ser cuestiones de carácter estadístico, pero indicaban que la gente quería saber qué es lo normal en lo relativo a la sexualidad. Me preguntaban, pues, sobre lo que se considera normal con respecto al sexo. La gente quería estar segura de que se hallaba ante un posible encuentro extraño, de que lo que descubría en su encuentro con la sexualidad era, en cierta medida, ya conocido. Es evidente que no acudían a mí como analista —tan solo era un mensaje de correo electrónico en Internet—, pero me trataban como si fuese un experto. Tan solo buscaban eso: al depositario de un saber. Intentaban verificar si lo que descubrían en su encuentro con la sexualidad ya estaba indexado, clasificado, incluido en alguna enciclopedia, o escrito. Y para saberlo se remitían a la cantidad, que es la plasmación del saber científico por excelencia.
He aquí la cuestión: la normalidad. Esto significa que se busca hacer pasar el encuentro con la sexualidad a través del saber, es lo que hoy se intenta unir: saber y sexualidad, y que además se ha convertido en algo dominante. Se ha convertido en algo dominante a través de lo que podemos llamar la pedagogía sexual, que es un campo en expansión. Por ejemplo, cuando era niño no había ningún curso de educación sexual en el colegio. Ahora los colegios han entablado una competición —por supuesto, hablo de los colegios en Europa, ustedes me dirán cómo es por aquí— por ver quién organiza más cursos de educación sexual. Nos podemos preguntar de dónde viene este impulso de hacer pasar la sexualidad a través del saber. Podemos tomar un punto de referencia.
LA SEXUALIDAD MESURADA
En la historia reciente —no hace falta ir muy lejos— hubo un momento en que Alfred Kinsey, a quien se considera el patriarca de la sexología —todos conocen el Informe Kinsey—, intentó medir la sexualidad, hacerla pasar al plano de lo mesurable. Esto sucedió a finales de la década de 1940. Kinsey era entomólogo de formación. El entomólogo se dedica a clasificar especies, y Kinsey se especializó en la búsqueda de una muy, muy particular: las avispas. Las había clasificado en millones. Para Kinsey, el saber consistía en acumular casos y ejemplos. Su carrera comenzó cuando una asociación estudiantil femenina lo invitó a hacer un curso sobre el matrimonio y, en el encuentro con los estudiantes, se quedó estupefacto por la inexperiencia de estos en lo relativo a la sexualidad.
Creo que la situación actual es difícilmente comparable, en lo que concierne al conocimiento de la sexualidad, con respecto a los estudiantes de las décadas de 1930 o 1940. En aquellos tiempos, las muchachas todavía creían que para quedarse embarazadas bastaba con que un hombre las besara. A Kinsey lo dejó consternado tanta ignorancia sobre la sexualidad. Es preciso decir que esta experiencia tiene ciertas resonancias para él. Hijo de un pastor metodista con fobias sexuales y de una madre devota, Kinsey había tenido una fuerte educación religiosa, que además lo había inhibido. Tal vez quería saber. ¿Qué hace Kinsey entonces? Extrapola al campo de la sexualidad los métodos de clasificación que utilizaba como entomólogo, y los aplica al hombre y la mujer, con criterios que hoy podríamos considerar discutibles. Quiere medir la sexualidad, pero necesita criterios, y el que adopta es el orgasmo. Considera que hay relación sexual cuando hay orgasmo. Por supuesto, se trata de un criterio discutible: esto puede ser más o menos aplicable para el hombre, pero no para la mujer. En última instancia, no había nada mejor, así que comienza a grabar miles de casos, como lo hacía con las avispas. Hoy en día existen archivos que contienen todo el saber acumulado de este modo, y tenemos un Informe Kinsey que ha dado la vuelta al mundo.2
Kinsey fue, por lo tanto, el primero que impulsó la necesidad de hacer pasar la sexualidad a través del saber. Es cierto que hoy sabemos muchas cosas más. La sexología ha progresado, y las investigaciones también, lo que incluye a Masters y Johnson. Pero lo que apreciamos en el psicoanálisis, por ejemplo, es que cuantas más luces se buscan sobre la sexualidad, más se elude esta.
EL SECRETO DE TODOS Y DE NINGUNO
Algo parecido sucede en un relato bastante conocido del escritor argentino Jorge Luis Borges que se titula «La secta del Fénix».3 Borges habla de una secta, cuyos miembros se dedican a un rito secreto, que consiste en un peculiar comportamiento, descrito con gran arte, y con profusión de detalles y particularidades. Y cuando Borges desarrolla su descripción, cae en la cuenta de que el rito secreto no es otra cosa que el acto sexual. Para esta secta, el acto sexual es aquello que todos hacen pero de lo que ninguno puede hablar. En el fondo, la secta del Fénix es la humanidad entera. ¡Todo el mundo está en la secta del Fénix! Les decía que el encuentro con la sexualidad es el encuentro con una palabra que separa, que hace un corte en la lengua. Si tomamos el ejemplo de Borges, esto se hace evidente: todo el mundo forma parte de la secta del Fénix, todos llevan a cabo un rito del que nadie puede hablar, del que están separados por el lenguaje. Por lo tanto, cuanto más queramos saber sobre este secreto, más oculto permanecerá.
A pesar de todos los esfuerzos por promover la educación sexual y de todos los cursos de educación sexual que se imparten en los colegios, queda el enigma subyacente del acto de hacer el amor, de cómo un hombre puede ser un hombre y de cómo una mujer puede ser una mujer. Lo que se nos escapa no es la técnica, sino el goce. Cuando un niño pregunta por la sexualidad, se le responde con los ejemplos típicos en la asignatura de educación sexual: las flores, los animales, la naturaleza, y los diversos tipos de relaciones y de modalidades. Y aunque se le haya explicado todo esto no se le ha dicho nada, porque lo que él quiere saber, a fin de cuentas, es el secreto del placer que entraña el acto, y no hay palabras para explicarlo.
Entonces ¿cómo ser hombre y ser mujer en la relación sexual? En el psicoanálisis existen diversas orientaciones —a menudo en conflicto entre ellas—, pero si hay alguna idea sobre la que están todos de acuerdo es que ser hombre y ser mujer no depende de la biología, no se trata de algo ligado a la constitución biológica, ni a las características físicas. Se trata de otra cosa, pero ¿de qué cosa?
El psicoanálisis arrojó luz sobre la sexualidad humana, antes de que se publicase el gran trabajo de investigación de Kinsey. El psicoanálisis puso de manifiesto la cuestión de la sexualidad, haciendo tambalearse los hipócritas principios en que se basaba la sociedad victoriana. Fue Freud quien tocó los problemas relacionados con este tema, echó leña al fuego que era la ciencia de su época, plantando cara a los hechos y hablando explícitamente de la etiología sexual.
Era algo que todos sabían, algo así como el ritual de «La secta del Fénix», pero nadie podía hablar de ello. Freud lo afronta, y habla de la etiología sexual. En aquel tiempo era una novedad. Hoy en día estamos habituados a ello, es parte de nuestra cultura, pero en la época de Freud fue sorprendente. Me refiero a los hipócritas puntos de vista de la sociedad victoriana, como parangón.
LOS ENCUENTROS CON LA SEXUALIDAD EN EL MUNDO DE AYER
¿Cómo eran los encuentros con la sexualidad en los tiempos de Freud? Tomemos el plano empírico, el fenoménico: en los tiempos de Freud, en la sociedad victoriana, el encuentro sexual era el burdel, para los hombres, y, en el caso de las mujeres, simplemente no lo había. Era imposible concebir que una mujer tuviera relaciones sexuales. No se podía concebir que una mujer experimentase la sexualidad fuera de la legalidad del matrimonio. Podemos analizar este problema desde diferentes perspectivas.
Por ejemplo, podemos tomar los estudios sociológicos que analizan el problema de la sexualidad en los tiempos de Freud, pero creo que sería aburrido. Prefiero afrontar la discusión valiéndome del testimonio de un escritor que, además, era amigo de Freud. A menudo, los testimonios de un escritor pueden ser mucho más claros que un cúmulo de datos científicos y estadísticos. El escritor del que les hablo es bien conocido: Stefan Zweig, autor de un fascinante libro, de agradable lectura, titulado El mundo de ayer.4 Es una descripción de la sociedad en la que ha vivido y que se ha desvanecido ante sus ojos. En efecto, se titula El mundo de ayer porque en 1942, mientras Zweig lo escribía, el mundo que describe había dejado de existir. Se produjeron las guerras mundiales, que cambiaron la faz de Europa e hicieron desaparecer el mundo donde Zweig había nacido y crecido. Las descripciones de este libro no dejan de sorprendernos, ya que no nos hallamos en la sociedad actual.
Zweig cuenta que existía una moral social, no una moral individual, pero era una moral de escaparate, basada en las apariencias, hecha para exhibirla en público. Esta moral presuponía la existencia de la sexualidad, pero en el ámbito privado: se sabía bien que la sexualidad seguía su curso natural pero, por otra parte, nadie lo admitía. Se sabía que la sexualidad existía, pero no se podía hablar de ella. Algo así como lo que sucede en «La secta del Fénix», un relato de género fantástico, pero que no obstante corresponde exactamente a lo que describe Zweig. Zweig nos permite medir las diferencias extremas que existían en un mundo donde el problema afectaba al hombre y a la mujer. Se aceptaba la idea de que el hombre podía tener estímulos sexuales y, aunque no se hablaba de ello, se daba por hecho. Pero esta misma idea no era aceptable en el caso de la mujer. Admitir que una mujer pudiese albergar deseos sexuales habría sido una ofensa para el concepto de santidad de la mujer. Es decir, la mujer estaba demasiado idealizada, y el solo pensamiento de que ese ángel pudiera estar contaminado por la sexualidad habría destruido su imagen. Según Zweig, parecía que en esa sociedad todos se habían puesto de acuerdo en reconocer que un ser del sexo femenino no podía experimentar el deseo físico, a menos que —y esto es lo interesante— este se lo hubiera despertado un hombre. Por lo tanto, la mujer carecía de impulsos naturales, pero podía experimentar un deseo por corrupción, si se le inducía mediante un impulso externo. En cierto modo, a la mujer se la considera corrupta cuando experimenta este deseo fuera del matrimonio. La sexualidad legal se manifiesta dentro del matrimonio, en el que se podía —aunque no tuviera por qué ser obligatorio— experimentar el deseo femenino. Este cuadro es lo que, para Zweig, supone la moral social.
Este es un testimonio que nos resulta extraordinariamente interesante, y debemos valorarlo y compararlo con la vida actual. Lo primero que debemos observar es que en aquel periodo —es decir, con el sistema de valores que orientaba a la gente de la época— se puede reconocer (como es evidente, en diferentes grados) lo que dice Lacan cuando afirma que «la mujer no existe». Es obvio que hay una diferencia en el sentido que adopta esta expresión. Lacan indica que no existe ninguna característica a partir de la cual se pueda construir la categoría de las mujeres. No existe ninguna característica a través de la cual se pueda reconocer el conjunto de las mujeres. ¿Quién puede reconocer el conjunto de las mujeres? ¡Don Juan! Seguro que todos ustedes conocen el Don Juan de Mozart. El don Juan de Mozart sabe cómo acercarse a una mujer, siente su perfume y dice: «Siento el olor a mujer». Don Juan reconoce a las mujeres a través de su perfume. El «olor a mujer» es la característica que, en su opinión, representa el conjunto de mujeres. Puede tener a cualquier mujer, no importa cuál. Cuando Lacan comenta el mito del don Juan, dice que se trata de un fantasma femenino. Y lo es, pero en el sentido en que solo don Juan puede constituir el conjunto de mujeres, el conjunto del que una mujer puede sentirse parte.
El mundo de ayer del que habla Stephan Zweig afirma, como es evidente, que la mujer no existe, pero de otro modo, porque afirma que la mujer no existe para la sexualidad. La mujer no tiene sexualidad. La mujer está pintada como un ángel en realidad. Los ángeles no tienen sexo, y la mujer es el ángel de la familia. Esa es la imagen clásica.
DAR UN OBJETIVO A LA SEXUALIDAD
Se puede efectuar una segunda observación: para que exista la sexualidad, esta debe estar justificada. No podemos concebir la mera actividad sexual por el placer de practicarla: además, debe haber una justificación para ella. En El mundo de ayer, el matrimonio justificaba la sexualidad de la mujer. La sexualidad queda justificada cuando es legal, y su legalidad se justifica a través del matrimonio. Se podría pensar que esto corresponde a la visión cristiana, que tiende a esconder, reprimir y anular la sexualidad. Y que, si se acepta, solo adquiere sentido mediante la procreación.
Para la doctrina católica, la sexualidad solo se justifica en la medida en que es un vehículo para la procreación. No se hace el amor por placer, sino por dar la vida, obviamente en el contexto de una unión bendecida por el sacramento del matrimonio. Se podría pensar que todo esto recae en la doctrina cristiana que comprime, reprime y subordina la sexualidad.
Si se adopta una visión más amplia, veremos que no se trata solo de la perspectiva cristiana. Damos por hecho que el mundo de la Grecia clásica era más libre que la sociedad medieval en este aspecto. La Edad Media fue sombría y opresiva, mientras que Grecia aparece como un paraíso. Son esquemas preconcebidos. En efecto, también en el mundo griego era necesario justificar la sexualidad. No del mismo modo que en El mundo de ayer, de Zweig, pero de todos modos era necesario justificarla.
En lo relativo a la sexualidad, el mundo griego no fue tan estricto como el cristiano, pero la autonomía sexual también se aceptó pura y simplemente. Podríamos dar varios ejemplos, pero propongo solo uno, y muy importante: los Diálogos de Platón. Se cree que la literatura de Platón puede ser aburridamente académica, pero, ¡al contrario!, se trata de diálogos extraordinarios en los que todo es participativo, sobre todo el amor. El más famoso es El banquete, pero hay otro, Fedro, que trata el mismo tema. Sabrán que, en los Diálogos de Platón, Sócrates habla con sus conciudadanos de Atenas. Y, en Fedro,5 conoce a un retórico llamado Lisia, que es un sofista. Es bien sabido que a los sofistas les divertía encontrar lo contrario del sentido común, y se sentían orgullosos por poder demostrar sus afirmaciones no solo con argumentos aparentes, sino también con una lógica, que a la vez contiene su trampa lógica.
En la representación que hace Platón en su diálogo, a Lisia le divierte escandalizar con su refutación de una idea extendida en la época griega: es aceptable disfrutar de un amante si hay amor.
Es necesario contextualizar: Platón habla del amor homosexual. En Grecia era habitual que un joven de buena familia pudiera ser objeto de atenciones amorosas por parte de una persona mayor antes de que le creciera la barba, y por lo tanto pudiera entablar relaciones sexuales. Hoy lo llamaríamos pedofilia, pero en la Grecia clásica era algo normal. El hecho del consentimiento se justificaba más o menos así: las relaciones estaban bien vistas si un amante, el hombre mayor que deseaba al joven, estaba enamorado. Solo era legítimo que el joven aceptase si se sentía amado. Por el contrario, no estaban bien vistas las relaciones a las que el joven accediera por interés, porque obtuviera cualquier cosa a cambio, ya fuera dinero o prestigio social.
Lisia se divierte dándole la vuelta a esta opinión, y pretexta que es mejor ofrecerse simplemente por sexo que por amor. Y al obrar así muestra cuál es la opinión común. Si bien la sexualidad o las relaciones sexuales en Grecia debían ser justificadas, lo eran por amor.
Hasta hace algunas décadas, esta forma mentis estaba aún viva en nuestra sociedad: una mujer podía entregarse por amor —tenía esa excusa—, pero no era aceptable que lo hiciera por placer. En una memorable imagen del Infierno de La divina comedia,6 Dante nos muestra a Paolo y Francesca, amantes y adúlteros y, por lo tanto, pecadores condenados a andar abrazados para la eternidad. La descripción de Dante nos fascina y nos hace amarlos, porque han consentido el pecado, pero lo han hecho por amor, y en ellos no hay nada de repugnante, como sucede con otros pecadores.
LA REVOLUCIÓN SEXUAL
He aquí la justificación fundamental: por amor. Como pueden ver, esto es ajeno a la época en la que vivimos. Todo esto puede parecernos excesivo, pero debemos tener en cuenta que se ha producido un cambio importante en nuestra época: la llamada «revolución sexual».
La década de 1970 fue la de la contestación y lo que podríamos considerar el primer movimiento globalizado que vivió el mundo. Se produjo una rebelión contra las costumbres y hábitos de la moral establecida por la sociedad, y eso transformó nuestras vidas por completo.
La gente de mi generación vivió la revolución sexual en directo. En aquellos años era poco más que un adolescente que iba al colegio.
La revolución sexual7 es el título de una obra importante de Wilhelm Reich, un psicoanalista poco considerado de un tiempo a esta parte. Nuestra escuela apenas lo estudia como autor, pero sería una lástima olvidarlo, debido a la ruptura que supuso en las reflexiones psicoanalíticas. No solo propuso extravagancias, sino también temas sin duda audaces y en absoluto despreciables.
Pero no podemos decir que el gran movimiento de liberación sexual hiciera más fácil el encuentro con la sexualidad. Si bien ha cambiado por completo nuestra manera de vivir, eso no quiere decir que haya cambiado el asunto de fondo que subyace al encuentro con la sexualidad.
Ahora bien, podemos preguntarnos que, si la revolución sexual ha sido un movimiento clave que supuso grandes transformaciones sociales, entonces ¿por qué no ha resuelto el problema de la sexualidad? Creo que el problema estriba en que la sexualidad, de acuerdo con los teóricos de la revolución sexual, ha estado viciada por una ingenuidad sustancial. La sexualidad se concebía como un conjunto de impulsos positivos, relacionados con el placer, y se creía que se nos negaban y reprimían con el fin de lograr una forma de dominio social.
Uno de los mayores ideólogos de la revolución sexual fue Herbert Marcuse, un filósofo alemán muy famoso en su época que se trasladó a Estados Unidos. Fue alumno del más famoso de los filósofos contemporáneos, Martin Heidegger. Al respecto, hay un libro que seguro que todos leímos en nuestra época estudiantil, Eros y civilización,8 donde Marcuse intenta actualizar la visión que Freud había presentado en El malestar en la cultura.9
En El malestar en la cultura, Freud afirma que en la base de la civilización es necesaria una Triebverzicht, una renuncia pulsional que consiste en negar parcialmente satisfacción a las pulsiones, y esto es un hecho insuperable. Para que exista la civilización es necesario que haya una renuncia en el plano pulsional.
Marcuse pretende actualizar la concepción freudiana, y sostiene que todo lo relativo a la sociedad capitalista debe relativizarse.
¿Qué es lo que regula la sociedad capitalista? La sociedad capitalista es regulada por las necesidades de la producción, que debe crecer siempre. Para corresponder a la necesidad de producción, los individuos deben adecuarse al principio de rendimiento —Marcuse lo llama así—, de modo que la sociedad capitalista se funda en el principio de rendimiento. Lo que regula las vidas de los individuos ya no es el principio del placer, sino el de rendimiento. Para que este pueda funcionar, y la gente se adecue a la producción que necesita la sociedad capitalista, hace falta una represión adicional.
Marcuse no cree que Freud hable solo de represión. Por el contrario, hay una represión adicional que conduce a silenciar el impulso natural sobre el placer, de modo que se produzca una inversión radical. Si el curso natural de la vida se orienta hacia el placer, el artificio de la represión adicional disminuye ese objetivo natural de la vida y la reorienta hacia el trabajo. Marcuse toma algunas figuras míticas y les confiere savia nueva. Toma a Prometeo como un emblema de la fatiga, del trabajo, como un representante a tiempo completo del principio de rendimiento; es decir, de la vida orientada al trabajo. Luego toma a Orfeo y Narciso como iconos míticos del placer, la alegría y la autorrealización.
LA ILUSIÓN DE UNA SEXUALIDAD COMO «POSITUM»
Creo que la ingenuidad de esta concepción reside en el hecho de considerar la sexualidad como algo exclusivamente positivo, cuya liberación, que solo pide un rescate, libre de las cadenas de una sociedad que la reprime.
Otro teórico de la liberación sexual que les he mencionado, y que va más allá de Marcuse, es Wilhelm Reich. Es un psicoanalista, y su propósito es liberar a la gente de su sufrimiento neurótico. Sostiene que el único modo de hacerlo y curarlo es eliminar toda censura sobre la sexualidad. ¿Y esto cómo se hace? Reich llega hasta el punto de poner en duda que haya un buen motivo para tener a los hijos alejados de la cama de los padres. No existe ninguna verdadera razón, lo hacemos solo por comodidad, para obtener placer. Sería justo que los niños presenciaran sin restricciones la sexualidad de los adultos, que la adquirieran directamente de sus propios padres. Reich no pensaba en las clases de educación sexual, sino en que los niños debían aprender sexualidad viendo a sus padres hacer el amor.
Digo que este punto de vista entraña cierta ingenuidad porque piensa en la sexualidad exclusivamente como algo positivo, como un positum, algo que existe y debe liberarse. Es como si nos imaginásemos que la sexualidad es algo que está en un florero. La sociedad nos arropa con su manto y la sexualidad nos impele a salir fuera de sus límites; entonces se aparta el manto y la sexualidad se libera alegre, hecha de puro placer. La ideología de la revolución sexual entrañaba una concesión naturalista de fondo, una suerte de realismo en el que se consideraba la sexualidad como algo intrínsecamente bueno, adscrito a los elementos ordinarios de la naturaleza, a la physis, que es una realidad natural que debe escindirse de la primera.
NO EXISTE LA RELACIÓN SEXUAL
Freud no comparte este punto de vista, y sostiene que los hombres se sienten condenados a la sexualidad, y que harán de todo para liberarse.
No es tampoco el punto de vista de Lacan, que no considera en absoluto la sexualidad como algo natural. Más bien se puede decir que, para Lacan, la sexualidad es un punto de encuentro entre el orden natural y el cultural.
Si adoptamos este punto de vista, no podemos considerar la sexualidad como algo cosificado, una especie de cosa. Por el contrario, el punto de vista de la revolución sexual, de la liberación sexual, considera la sexualidad como algo que hemos tomado de cualquier parte, y que debe salir fuera y desvincularse de sus propias limitaciones.
No es este el punto de vista realista de la res que Lacan hace suyo, porque para él no existe lo que podríamos llamar la res sexual, la cosa de la sexualidad, la cosa empírica de la sexualidad.
Más bien, Lacan entiende que, para el ser hablante, lo real es algo que se pierde. ¿Y dónde lo hace? En la relación sexual, en la que, por lo tanto, no existe nada, ninguna cosa, ningún referente, por decirlo así, ninguna realidad que se corresponda con lo que llamamos «relación sexual».
Como pueden ver, esta realidad es muy diferente de la que nos ofrece el punto de vista liberal, que considera que el ser hablante se inscribe en la sexualidad con despreocupación y alegría. Por el contrario, el campo de la sexualidad es siempre complejo, y la práctica psicoanalítica está hecha para ponérnosla por delante.
EXCITANTE Y REPUGNANTE
Ahora me gustaría hablarles de un caso. En las conferencias, en público, no hablamos de nuestros casos, pero de este sí se puede hablar, sin que ello entrañe riesgo de violación de la intimidad, ya que es bastante conocido. Es el caso de un praguense llamado Franz Kafka, y que ha sido muy estudiado por los psicoanalistas. Su encuentro con la sexualidad es particularmente interesante, y él mismo lo describe con todo lujo de detalles en una de sus cartas a Milena.10
Kafka era una persona llena de problemas, pero no se privaba de tener relaciones sexuales, y de vez en cuando frecuentaba prostitutas de Praga cuando quería divertirse.
En la carta que les he mencionado, Kafka describe el momento de su encuentro con la sexualidad. Aún estaba en la universidad y estudiaba Derecho, una carrera que consideraba tediosa. Un día, mientras se aburre estudiando un examen de derecho romano —no entiendo muy bien en qué consiste el derecho romano, pero me imagino que debe de ser particularmente aburrido— y se pasea de arriba a abajo con el libro, Kafka mira por la ventana, a través de la que ve a una muchacha que trabaja en una tienda que hay frente a su casa. Comienzan a entablar un juego de miradas —no cabe duda de que la muchacha le interesaba más que el libro de derecho romano— y, mientras el día transcurre lentamente, logran entenderse con su juego de miradas y conciertan una cita para esa misma tarde. Kafka, puntual, se presenta en la puerta de la tienda a la hora convenida, pero surge un pequeño problema: hay otro hombre. Kafka no se preocupa. Discreta, la muchacha le hace señas para que la siga. Así pues, sigue a la pareja mientras pasea por las calles de Praga, con algún descanso ocasional. El hombre acompaña a la muchacha hasta una casa, se despide de ella, y esta entra. Después sale de allí. La muchacha está sola por fin, de modo que Kafka puede acercarse a ella y hablarle. Pasean un poco, atraviesan el Karlsbrücke, el puente sobre el río Moldava, y luego se van a un hotel.
En este punto, la descripción de Kafka se hace absolutamente fascinante. Dice que delante del hotel todo le parecía delicioso, excitante y repugnante al mismo tiempo, y que cuando se encuentran en el hotel le parece lo mismo. Después de una noche de amor, excitante y repugnante a partes iguales, a la mañana siguiente atraviesa nuevamente el Karlsbrücke mientras regresa a casa. Podríamos imaginárnoslo como un estudiante que, después de haber pasado una larga noche de amor con una joven desconocida, salta feliz, cantando, sintiéndose en la cima del mundo. Pero no, Kafka no es así, y en vez de eso comienza a preguntarse si lo que ha sucedido le hace sentirse contento. Y se responde que sí, que sin duda estaba contento, pero que la felicidad consistía solo en haber aliviado un cuerpo siempre lloroso, y sobre todo en el hecho de que no podría haber sido peor, más abominable, más sucio. ¡La noche anterior no le parece, pues, ninguna experiencia encantadora!
Kafka vuelve a ver a la muchacha en otra ocasión. Luego parte de vacaciones, y le hace la corte a otra muchacha que encuentra en un lugar de veraneo. Cuando regresa a Praga se da cuenta de que no puede hablar con la joven tendera, y —esto es muy fuerte— escribe que ella se ha convertido en una especie de enemiga para él.
Kafka se da cuenta de que se trataba de una buena muchacha, gentil y amable. Por su parte, ella lo mira maravillada, estupefacta ante su actitud aparentemente incomprensible.
Kafka añade otra reflexión: su hostilidad no provenía solo de lo que había hecho la muchacha en el hotel, una pequeña obscenidad en la que ni siquiera vale la pena detenerse. Pero le quedaba el recuerdo, y sabía que no podía eliminarlo. Además sentía que, desde el primer momento, era consciente de que sus actos desordenados y obscenos habían sido una parte integral del asunto, no necesariamente en el plano material, sino en el moral. También era consciente de que habían sido precisamente la inmundicia y la obscenidad —porque la acción y la palabra de la muchacha eran pequeñas señales— las que lo habían atraído, prepotente, hacia aquel hotel, que de otro modo habría evitado con todas sus fuerzas.
Encuentro fascinante el testimonio de Kafka, porque muestra la irresoluble contradicción del encuentro con la sexualidad, y cómo esa contradicción reside en el objeto mismo. Para Kafka no existe ninguna barrera externa que prohíba el acceso a lo que desea. Es cierto que hay otro hombre, pero es alguien que se va, y la muchacha se despide de él. No hay ninguna prohibición externa, y en el mismo Kafka se verifica una lucha de fuerzas iguales y contrastadas: aquello que lo atrae con violencia, la obscenidad, lo sucio de la sexualidad, es la misma cosa que con la misma fuerza rechaza.
La descripción de Kafka podría parecernos exagerada. En efecto, a menudo ofrece retratos distorsionados de la realidad en sus relatos, pero de ese modo nos pone ante un microscopio, y nos muestra lo que somos cada uno de nosotros.
Creo que este ejemplo nos demuestra que el encuentro con el Otro sexo nos confronta en una incoherencia, una contradicción, una tensión entre dos polos que luchan entre ellos, se encuentra el punto radical de la inconsistencia del Otro, donde sobra algo. En el episodio de Kafka, ese exceso aparece claramente: es la obscenidad, el aspecto más sucio del sexo. En sus novelas, Kafka apenas habla del sexo. Lo hace una vez en El castillo,11 donde el protagonista hace el amor con una muchacha, Frieda, detrás del banco de un bar, entre los charcos que forman los restos de la cerveza, en una habitación desordenada. Kafka pone de manifiesto la suciedad del sexo, como punto de acceso que destruye la consistencia en el Otro.
Es importante advertir que, cuando hablamos del encuentro con el Otro sexo, nos referimos siempre a la feminidad. El Otro sexo es siempre el sexo femenino.
Para Lacan, esta alteridad es la connotación esencial de la feminidad. También para la mujer, el Otro sexo es la feminidad, el sexo femenino.
Se podría pensar y soñar que el encuentro con el Otro sexo implica una suerte de intercambio en un equilibrio simétrico. El hombre desea en la feminidad lo que le falta y, asimismo, la mujer desea lo que le falta y encuentra en lo masculino, como si fuese una correspondencia que el hombre y la mujer buscan el uno en el otro, una reciprocidad secreta. En realidad, no es así. Las cosas van más bien como en los bailes de máscaras en que los dos compañeros se persiguen y se cortejan durante toda la noche y, al final de la fiesta, caídas ya las máscaras, resulta que él no era él, y ella no era ella.
El encuentro cae siempre en esta suerte de engaño. En el ejemplo de Kafka, se puede decir que, también para la joven, el encuentro con el sexo es el encuentro con el Otro sexo, con su feminidad vista a través de los ojos de Kafka.
Esto nos muestra que, para una mujer, el Otro sexo es también el sexo femenino, el encuentro con el potencial de la propia feminidad.
LAS MÁSCARAS DE LA SEXUALIDAD Y SU CAÍDA
El encuentro sexual, cuando tiene lugar, implica una caída, una caída de los rostros. En el encuentro sexual, ser hombre y ser mujer pone en juego los semblantes: el de la masculinidad y el de la feminidad, que se ha descrito como la mascarada femenina.
Cuando caen los semblantes, en el fondo es el hombre quien tiene problemas, porque se trata de un momento de verificación: muéstrame lo que eres en realidad. La caída de los semblantes coincide con la denuncia de una inexistencia, y en este punto cabe hablar de la inexistencia de la relación sexual. La palabra «semblante» significa que estamos haciendo creer que existe algo que en realidad no existe. Esto es lo que hace posible el encuentro entre un hombre y una mujer, que solo puede producirse a partir del semblante. Por esto decimos también que el encuentro con el sexo es siempre traumático.
Freud desarrolla este tema en un texto importante, «El tabú de la virginidad», recogido en una serie de escritos titulada Contribuciones a la psicología del amor.12 En este artículo, Freud escribe que donde hay tabú hay peligro, y que, si hay un tabú, ese es el de la virginidad, lo que significa que la virginidad esconde un peligro.
Los antiguos tenían rituales peculiares para protegerse. Por ejemplo, la tarea de desflorar a la novia después de haber contraído matrimonio podía confiarse a un adulto, o a un sacerdote (en resumidas cuentas, a un especialista), para no exponer al marido al peligro en cuestión.
En la Roma arcaica no había especialistas ad hoc, no había profesionales consagrados a una tarea tan delicada. Entonces se apelaba a una suerte de voluntariado, y eran los amigos del marido quienes se ocupaban de desflorar a la novia. Encontramos el mismo tema en la Edad Media: es el ius primae noctis, que no es un abuso propio del feudalismo, sino un antiguo ritual.
Freud efectúa la siguiente observación: después de la unión carnal cabría esperar que la mujer, al culminar de manera satisfactoria, abrazase al hombre y le manifestase su gratitud. (Freud lo dice sin ironía.) Pero añade una cosa: constatamos que las cosas no son así, y que la mujer pone de manifiesto su desilusión y hostilidad. Freud busca las razones de este comportamiento. Según él, podría tratarse de una humillación narcisista, o de una incompatibilidad entre lo que se esperaba y la realidad del hecho satisfactorio. La razón que aduce en última instancia es edípica. El hombre a quien la mujer aprieta entre sus brazos no está a la altura de su primer amor: el padre. Freud expresa la idea del hastío femenino en una frase muy elocuente:
La sexualidad inacabada de la mujer se descarga en el hombre que le hace conocer por primera vez el acto sexual.13
El problema estriba en que la sexualidad es inmadura; es decir, aún no está madura. Se podría pensar que requiere un poco de tiempo, que aquella vez fue así, y que quizá la próxima será mejor. Pero no, ¡no es así! Nunca llegará el día exacto y adecuado en que todo esté listo. Más bien podemos decir que esta inmadurez tiene algo de estructural. Pero nunca se está listo para ello. La expresión alemana de Freud es unfertige Sexualität, «sexualidad inacabada». Nunca llegará el día en que se esté preparado, maduro o madura.
¿Por qué? Porque no existe ningún conocimiento previo sobre la sexualidad, porque no se sabe de antemano qué hay que hacer, porque no existe ningún manual que nos cuente cómo hacer el amor. O, por el contrario, existen muchos manuales, pero están llenos de mentiras.
Este problema no solo afecta a la mujer. Freud se refiere a la mujer pero, en el fondo, el episodio de Kafka nos muestra lo mismo, que la relación sexual viene acompañada por un sentimiento de hostilidad. Kafka lo expresa de manera muy clara: «Era mi peor enemiga».
Esto pone de manifiesto cómo la sexualidad no va solo en un sentido positivo y absoluto, en el sentido ingenuo en que los ideólogos de la liberación sexual la entendieron.
Siempre hay otra cosa. Si se piensa en el aspecto edípico, el hombre arrastra la amenaza de la castración. ¿Qué quiere la mujer? En última instancia quiere castrarme. Pero también tenemos las calumnias. Tenemos un ejemplo en la Biblia, en la historia de José y la mujer de Putifar. Ella trata de seducirlo, él se resiste, y ella lo denuncia, y lo acusa de haber intentado violarla. Si el hombre tiene la calumnia, la mujer se instala más bien en el desprecio.
¡NO ERES LO QUE PARECÍAS!
Más allá del plano edípico, existe, sin embargo, un punto fundamental donde, con la caída de los semblantes, aparece una especie de espejismo, un estado que puede guardar cierta afinidad con la depresión.
¿Qué es la depresión? Es una especie de luto. La caída de los semblantes es un luto por la desilusión, lo que Freud llamaba «sobrevaloración», Überschätzung, el aura de magia cuya luz aparenta el compañero en los primeros momentos. Esto dificulta la relación entre los hombres y las mujeres después del momento inicial del amor, después del enamoramiento, cuando la caída de los semblantes da lugar a la desilusión. Se puede convertir en enfado, y se comienza a acusar al otro por la menor tontería. Ya se sabe que hay crisis matrimoniales por las cosas más estúpidas: porque el hombre deja sus calcetines en medio de la habitación, porque es desordenado, o porque la mujer se peina y deja sus cabellos en el lavabo. ¡Las tonterías más insignificantes! En realidad no se trata de lo que haga el compañero —son banalidades que se podrían dejar pasar sin problemas—, sino, más bien, de lo que es el compañero, y eso ya es más difícil de perdonar. El problema no es lo que hacemos, sino lo que somos, y el reproche fundamental que le hacemos al compañero es el de que no es lo que parecía. Esta es la acusación de fondo que hace tambalearse las relaciones.
Hay que decir, sin embargo, que la desmitificación no es la única posibilidad que cabe en lo relativo a los semblantes. No solo hay que desenmascarar el engaño. Lacan sugiere que, además, tenemos la posibilidad de dejarnos engañar por el semblante. Podemos hacerlo de dos maneras. Una consiste en lo siguiente: «Te he desenmascarado. ¡Vaya, vaya! Ahora sé la verdad, y ya no te volveré a creer». La otra estriba en que el desenmascaramiento no tiene por qué implicar que rechacemos el semblante. Es posible, con razón, que nos dejemos engañar, en lo que podríamos llamar una complacencia metódica en el engaño, una manera de dejarse engañar sin la necesidad de creer, en dejarse encantar pero a sabiendas de que nos engañan.
TIENES LO QUE NECESITAS, PERO NO LO SABÍAS
Como el tiempo pasa, quiero acabar. Lo hago, pues, con lo que considero un ejemplo significativo, un libro que debería estudiarse en todas las escuelas de psicoanálisis, y que —vaya coincidencia— se publicó el mismo año que La interpretación de los sueños. Me refiero a El mago de Oz. El autor es L. Frank Baum,14 un estadounidense que obtuvo un gran éxito con este libro, al que luego siguió una película de dibujos animados que se cuenta entre las más taquilleras de la historia de Hollywood.
Creo que todos conocen la historia. ¿Cuáles son los personajes? Tenemos a Dorothy, la protagonista, una niña a la que un tornado lleva a un país lejano, donde conoce a unos extraños amigos: un león, un espantapájaros y un hombre de hojalata. El león está convencido de que le falta valor, el espantapájaros quiere inteligencia, y el hombre de hojalata cree que no tiene corazón. Sus aventuras nos muestran que, cuando hace falta valor, es el león el que actúa, y cuando algo debe resolverse mediante la inteligencia, es el espantapájaros el que encuentra la solución, y cuando se requiere un derroche de generosidad, entonces interviene el hombre de hojalata.
Los cuatro personajes van en busca del famoso mago que gobierna el país. Logran que este los admita ante ellos, y sienten su potente voz, que los intimida a todos, y se acercan a él, temerosos. Pero resulta que detrás de una gigantesca máscara que lo representa solo hay un pequeño e insignificante hombrecito. Es él, el gran mago: detrás de la apariencia grandiosa, detrás del semblante, solo hay un hombrecito, un pobre charlatán, y dice: «Me han desenmascarado. Yo soy el mago de Oz. En realidad no sé hacer nada de lo que me atribuyen. No tengo ningún poder. Puedo hacer lo que hago solo porque la gente me cree y me obedece». ¡Qué desilusión! Aun así, el mago se ofrece a hacer algo por ellos, en la medida de sus capacidades, absolutamente irrisorias si se comparan con la fama que lo precede.
Sin embargo, cada uno le expone sus pretensiones. El león dice: «He venido a buscar valor». El espantapájaros añade: «Yo quería ser inteligente». Y el hombre de hojalata termina: «Yo necesito un corazón».
Pero según el falso mago, todo esto es fácil. ¡Se puede hacer! Obliga al león a beber el líquido que contiene una botella, diciéndole que es el valor, y el león no tarda en sentirse más fuerte. Basta con colocar unas agujas en la cabeza del espantapájaros para que este sienta la agudeza de la inteligencia. En cuanto al hombre de hojalata, un corazón hecho de trapo le hace sentirse inmediatamente más generoso.
Como pueden ver, este es en cierto modo el enigma del que estamos hablando: el falso mago está enmascarado, y todos saben que es un charlatán, pero cuando suministra sus remedios —de charlatán—... ¡resulta que funcionan!
Creo que todo estriba en esto. Hay dos posibilidades. Por un lado, podemos desenmascarar las apariencias, desmitificarlas, descubrir que lo que creíamos verdadero no lo es en realidad, y no lograr perdonar al otro porque no es lo que nos imaginábamos que era.
Pero también podemos dejarnos engañar a sabiendas. En el fondo, y en cierto modo, es lo que hacemos cuando mantenemos un amor, que hace más tolerable el aspecto traumático de la sexualidad.
SEÑORA BLANCHET: Buenas tardes. Más que una pregunta, querría hacer un comentario relativo a los programas de educación sexual europeos, ya que usted ha preguntado cómo van las cosas por aquí.
Conozco ambas culturas, ya que obtuve la nacionalidad italiana cuando contraje matrimonio, aunque luego nos divorciamos, y así enlazo con la historia del engaño. Lo que sucede en Italia es que existe cierta hipocresía con respecto a las relaciones entre el hombre y la mujer, porque el Vaticano está aún muy presente y lo vigila todo, de cerca o de lejos. Lo que ocurrió aquí en Québec, con la Revolución Tranquila, es que nos desprendimos de Dios y de las premisas cristianas, aunque aún hay quien se pregunta: «¿Quién es Dios?», «¿Dónde está Dios?». No se ha producido, pues, ninguna integración entre ambas partes: aquí intentamos hacer frente a nuestros demonios después de haber destruido todas las posibles explicaciones de Dios, o, en todo caso, una especie de misticismo. Mientras tanto, la vida sigue en Italia sin que se hable demasiado directamente de la sexualidad, porque el Vaticano hace de pantalla. Eso es todo.
MARCO FOCCHI: Sí, es absolutamente cierto. La Iglesia tiene un peso muy importante en Italia, y ese es el gran problema. En lo que a nosotros concierne, hay un dato crucial. En 1968 se promulgó la famosa encíclica Humanae vitae, que condena cualquier forma de contracepción. Esto redunda en el sentido al que me refería cuando afirmaba que la sexualidad necesita justificarse, ser legal. Con esta encíclica, la Iglesia considera que la sexualidad propiamente dicha está fuera de lugar, y solo es aceptable si persigue fines reproductivos. Esta postura ha provocado un gran debate, y fuertes controversias en Italia. Sin embargo, aquí en Canadá no se reaccionó con igual virulencia porque los obispos canadienses, por primera vez, adoptaron el punto de vista contrario, y esto ha comenzado a hacer que las cosas avancen un poco.
Es cierto que si en Italia le preguntan a la gente qué relación tiene con la Iglesia, el 90 % le responderá que son creyentes, pero los practicantes apenas alcanzan un tercio de los creyentes, poco menos del 30 %. En Italia nos tomamos siempre las cosas con gran lasitud y flexibilidad. Las prescripciones pastorales en materia de sexualidad son aún más rígidas desde que se eligió al nuevo Papa. Al fin y al cabo, si le preguntan el 90 % de personas que se dicen buenos cristianos y que dicen amar al Papa cuántos siguen sus indicaciones, sobre todo en lo que respecta a la sexualidad, verán que no se puede decir que coseche muy buenos resultados. En la práctica, en Italia todo es menos severo, pues la gente no se siente obligada a cumplir con los dictados teológicos. Y creo que esto es lo que nos permite convivir con un Otro como el Papa.
Me gusta su testimonio. Siento curiosidad por lo que sucede aquí, en Québec, pues me han comentado algunas cosas que me gustaría discutir.
RAYMOND JOLY: Gracias, yo también querría comentar algo sobre lo que nos acaba de decir con respecto a la diferencia entre la postura oficial y la vida real en Italia, ya que es muy similar a «La secta del Fénix», el cuento del que se ha hablado.
Como usted nos ha dicho, lo que describía Stefan Zweig en El mundo de ayer cuando hablaba de las diferencias absolutas entre fachada y realidad que imperaban en esa época no es ninguna novedad. La sexualidad —y no creo que haga falta recordárselo— no consiste solamente en el hecho de que los hombres y las mujeres se vayan a la cama juntos. La sexualidad ha encontrado, a lo largo de cada época, la manera de producir algo humano. Por ejemplo, la manera de que los hombres produzcan arte gracias a la sexualidad. Las maneras que tiene el hombre de hacerlo son extraordinarias, y la sexualidad también es extraordinariamente fuerte.
Está bien que nos demos cuenta de en qué consistía la roca que la sociedad hacía recaer en la sexualidad, y eso que solo estamos hablando de Occidente. Imagínense qué pasaría si hubiéramos vivido en otra sociedad, sobre todo en la islámica. Allí tampoco sería divertido. Así pues, no es necesario olvidar que esta roca que causa miedo haya provocado horror. También hay que ver que ninguno de los intentos oficiales de reprimir la sexualidad ha funcionado jamás. Hemos matado a mucha gente, y la hemos quemado. Todo esto es impresionante, pero... Y esto es todo. Creo que ya he dicho lo que quería decir.
MARCO FOCCHI: Sí, de acuerdo. La represión no ha funcionado jamás, y precisamente por eso se abandonaron estos métodos. En el fondo no se puede decir que hoy en día vivamos en una sociedad represiva en lo relativo a la sexualidad. La vida de nuestra sociedad occidental actual no es comparable con lo que era la sociedad victoriana, o simplemente con la de hace algunos años. En cierto modo sucede lo que hemos intentado esbozar cuando hablábamos de la revolución sexual. Por poner un ejemplo, vivimos en una sociedad en la que se puede publicar un libro como el de Catherine Millet,15 que cuenta su vida sexual, y sus múltiples encuentros con hombres, un libro que describe cosas que hace veinte años habrían escandalizado a cualquier mujer. Hoy día, no creo que sea un libro capaz de escandalizar a nadie. Si menciono a Catherine Millet es porque la considero un noble ejemplo de la literatura, un fenómeno bastante difuso. Hay otros ejemplos menos evidentes, como la gran cantidad de libros para adolescentes que tratan de ser imparciales y carentes de prejuicios, que escriben unas biografías que pretenden ser escandalosas. Pero es un esfuerzo algo inútil, ya que no logran escandalizar a nadie. Se pueden leer, y eso está bien. No cabe duda de que todo era mucho más excitante cuando leíamos Emmanuelle.16 ¿Cuántos años hace ya de aquello? Muchos. Hoy ha dejado de serlo, y se ha convertido en un tipo de lectura capaz de aburrirnos.
Es evidente que la sociedad en la que vivimos ha cambiado de registro. Pongamos un ejemplo: el cuadro de Gustave Courbet El origen del mundo,17 que nos muestra a una mujer abierta de piernas. Lacan fue el propietario de este cuadro. Lo tenía un poco escondido, porque lo consideraba excesivo, de modo que no lo exponía, y solo se lo mostraba a sus invitados con gran discreción.
Ahora, por ejemplo, tenemos un pintor cuya obra vi la última vez que estuve en Nueva York: John Currin. Su estilo es muy clásico para los estándares pictóricos, pero presenta temas bastante obscenos, muy hot, muy pornográficos. Exhibe la sexualidad de una manera absolutamente ostentosa, pero no se puede decir que sea escandaloso. Está legitimado por el gran mercado pornográfico. Si alguien ha visto alguna vez una película porno, lo más seguro es que no se escandalice viendo un cuadro de Currin.
El arte busca los límites de la transgresión en otros lugares. Más que en el erotismo, los busca en la muerte. Un ejemplo muy representativo es Damien Hirst, un pintor inglés que ha creado obras como, por ejemplo, una vaca conservada en formol, o un tiburón en un ataúd. Se ha hablado hasta la saciedad de su calavera tachonada de diamantes. En este aspecto sí que creo que hay elementos susceptibles de molestar.
Otro artista que trabaja en este sentido es Maurizio Cattelan, un italiano muy conocido mundialmente. Tuvo un gran éxito en 2004, cuando expuso una obra, Los niños ahorcados, en una plaza de Milán. Colgó unos muñecos en un árbol de la plaza. Representaban el mundo realista de los niños. Esto desató el escándalo. La policía llegó a intervenir. También hubo quien intentó quitar los muñecos de los niños ahorcados, ya que juntar la muerte y la infancia, en una plaza muy concurrida, hirió la sensibilidad de la gente.
Es interesante ver cómo busca el arte los límites. Estos ya no residen en la exhibición de la sexualidad, porque la exhibición y la ostentación aparecen como déjà vu.
Digo esto porque en cierto modo se ha renunciado a la idea de reprimir la sexualidad. Hace falta ver en qué se convertirá la sexualidad en la sociedad del futuro, que los estudiosos de la materia han definido como una sociedad ilimitada.
Vivimos en una sociedad ilimitada. La globalización es la dimensión fenoménica de lo que, estructuralmente, es una sociedad sin límites. Para Bataille, por ejemplo, el erotismo era la transgresión, el hecho de superar un límite. ¿Qué límite se puede superar ahora? Es interesante que nos formulemos estas preguntas, porque de ese modo no podremos decir que en los viejos tiempos las cosas eran diferentes. Estamos en los tiempos modernos. ¿Cómo queremos afrontar, prever o vivir el tiempo en que vivimos?
UNA PARTICIPANTE: Estoy un poco sorprendida por lo que acaba de decir sobre los límites, al preguntarse sobre cuáles son los límites que podríamos superar. Mi percepción de la globalización va más bien en el sentido contrario. Creo que, al menos aquí en Canadá, y a pesar de las apariencias, los límites que se nos han impuesto siguen siendo numerosos. Los que no nos impone la religión, nos los imponen el Estado, las empresas o la sanidad pública, entre otros. Cada institución nos impone los suyos. Por último, me pregunto si los jóvenes no tienen más límites de los que teníamos en nuestros tiempos. No sé si esto es pertinente.
MARCO FOCCHI: Sí, es absolutamente pertinente, y creo que es cierto. Yo me refería a la sexualidad, pero los límites en el sentido que usted dice son los límites de una sociedad que siempre ha sido más autoritaria.
En Italia sentimos esto de una manera particular. Sentimos que vivimos en una sociedad autoritaria. Evidentemente, es un hecho global: las acentuadas exigencias de seguridad, manipuladas con fines gubernamentales, van en este sentido, y es evidente que esto nos impone unas restricciones cada vez mayores.
Si pensamos en la época en que Zweig escribió El mundo de ayer, las cosas eran completamente diferentes. Zweig nos dice que no deberíamos tener pasaporte para viajar en Europa. Hoy día no solo se necesita un pasaporte, sino que también hay que pasar los controles de seguridad, quitarse los zapatos en el aeropuerto, y mostrar todo lo que llevamos en los bolsillos. Por ejemplo, las normas que entraron en vigor después de los atentados del 11-S obligan a presentar tu historial genético, una identificación retinal y una huella digital si quieres entrar en Estados Unidos. Un filósofo italiano muy conocido, Giorgio Agamben, a quien solían invitar a impartir conferencias en Estados Unidos, se negó a prestarse a estas prácticas. Anuló todas sus conferencias en Estados Unidos porque no quería someterse a estas manifestaciones de poder, a estas manifestaciones de biopoder. Cuando se nos comienza a pedir datos relativos a nuestra identidad, y no solo los documentos, sino las huellas biológicas de nuestro cuerpo, es evidente que se va más allá de las redes del poder y, sobre todo, del biopoder.
En este aspecto los límites son siempre más importantes, más restrictivos.
Quizás esto contrarresta una cierta —podríamos decir— ¿libertad? ¡No lo sé! Cierta falta de exigencia relativa a lo que es la sexualidad, cierta flexibilidad con respecto al problema de los límites de la sexualidad. Es cierto que depende del contexto. Quizás aquí, en Québec, la situación sea más flexible que en Italia, pero, a fin de cuentas, la evolución histórica constata una mayor flexibilidad con respecto a la sexualidad.
Pero no es seguro que esto sea una ventaja. ¿Por qué? Lacan, por ejemplo, hablaba de las leyes que gobiernan la sexualidad. Estas consisten en colocar ciertas restricciones, y, decía Lacan, hacen posible en la práctica lo que en otro nivel es la imposibilidad de la relación sexual.
Cuanto más se reduzcan ciertos límites, más se dejará notar lo aislada que está la gente con respecto a la sexualidad. Hay fenómenos conductuales, muy acentuados en Japón, que consisten en que los adolescentes se encierren en sus habitaciones con los ordenadores y se aíslen por completo del mundo. Tal vez este problema sea más extremo en Japón, pero también nos suena en Italia. En el fondo ¿será que la facilidad para realizar encuentros a través de Internet —una modalidad muy extendida en Italia— determina nuestra relación con la soledad? Vivimos en la era de las comunicaciones globales, y los cambios relativos a la información son cada vez más intensos, y vemos producirse, al mismo tiempo, el aislamiento de las personas y el individualismo de fondo de la sociedad contemporánea, que se acentúa en la soledad. No tenemos ninguna receta preparada contra este fenómeno. Disponemos de datos, los tenemos delante de nuestras narices, y es de suma importancia que los tengamos en cuenta para trazar el camino a seguir.
ANNE BÉRAUD: Me gustaría volver sobre un aspecto. En concreto, el Otro sexo, tanto para el hombre como para la mujer, y la feminidad. Usted ha añadido que el Otro sexo, tanto para el uno como para el otro, es en realidad un encuentro con la potencia de la feminidad. ¿Podría enseñarnos la relación que existe entre estos dos términos, feminidad y potencia, y mostrarnos en qué se fundamentan? Tal vez podría aclararnos más este aspecto.
MARCO FOCCHI: Si se piensa en la potencia en el sentido militar, no tiene por qué haber relación alguna. Pero no se trata de esto. Más bien, debemos pensar en alguna figura icástica, representativa. Bush es una representación grotesca pero dramática de la fuerza militar y de la potencia, en el sentido masculino. Obama, que será el nuevo presidente, parece no querer expresar la potencia de la misma manera. Pero ¿quién es más fuerte? Creo que hay que analizar en qué sentido se toma la potencia.
Por ejemplo, en lo relativo al semblante, se nota que el hombre tiene más problemas, porque juega con un límite del que la mujer carece. Esto es lo que Lacan nos enseña sobre la sexualidad. Al constituir el conjunto masculino, existe una excepción que delimita, mientras que, en el conjunto femenino, este límite no existe. En este sentido, hay un conjunto, en el sentido matemático, que podemos decir que tiene una potencia mayor. Es lo que se describe cuando hablamos de la feminidad sin límites. Tomemos ahora el ejemplo de Medea. ¿Quién es más fuerte?, ¿Jasón o Medea? Bueno, creo que es Medea.
KAREN HARUTYUNYAN: Es interesante escuchar las referencias a Marcuse, el marxismo, Reich, el orgón y el proletariado. Todo esto me hace pensar en la frontera que durante setenta años separó Europa occidental de la Unión Soviética. Y en lo que propone Freud cuando habla de la necesidad de sublimar la sexualidad para que sea posible crear la civilización.
Lo comparo con los planes quinquenales de la Unión Soviética, donde había un eslogan con arreglo al cual el sexo no existía en la Unión Soviética. Doy fe de que la realidad de ese país era la contraria: la sexualidad estaba por doquier. Pero la diferencia entre el semblante, donde se requiere concentrar la carga pulsional hacia la productividad, y la realidad de la sociedad..., esta división, esta estratificación de la libido, nos muestra que existen muchas diferencias entre los modos y contextos en los que se revela la sexualidad.
Cuando se toman los escritos de Freud sobre la virginidad, o Tótem y tabú, se ve —y en este aspecto ha estado usted muy acertado— que no se puede partir de la era victoriana y posvictoriana para reconstruir la cuestión de la sexualidad. Ahora estamos constreñidos a tomar en consideración los diversos modos en que la sexualidad se revela y transforma.
Hablando de Reich, usted se ha referido a la educación sexual de los niños. No puedo dejar de trazar un paralelismo entre las experiencias subjetivas que vivió Reich en su infancia, cuando fue testigo de la relación sexual entre su madre y su tutor, y lo que luego sucedió entre su padre y su madre: el asesinato y el suicidio. Esta imagen de la escena primaria aparece en sus propuestas sobre la educación sexual. Hasta que cumplió los quince años, Reich era libre de tener relaciones sexuales en el país donde vivía.
¿Hoy día, y esta es la pregunta, es posible evitar las consecuencias del modo en que nos marcó la sexualidad infantil, para evitar que esto se revele, en la teoría misma, en el modo en que se interpretan ciertas teorías psicoanalíticas?
MARCO FOCCHI: Usted se ha referido a la biografía de Reich, y me parece justo. En efecto, es importante tomar en consideración las teorías de un analista, que es alguien que no es un científico, en el sentido de las ciencias duras. No obstante, sus datos biográficos son interesantes para pensar en la incidencia de sus deseos.
Se ha referido a la libertad sin límites que experimentó Reich. No hay que olvidar que, cuando se habla de Reich, se habla de alguien que ha contribuido de manera significativa al pensamiento psicoanalítico, pero también estamos hablando de alguien que luego cayó en la psicosis. En este sentido, diría que la falta de límites es peligrosa. Este aspecto peligroso de la falta de límites surge de vez en cuando, de maneras escandalosas. Basta ver lo que sucede periódicamente en Estados Unidos, con los llamados rampage killings, las matanzas indiscriminadas como la de Columbine. Se trata de psicóticos que anuncian sus intenciones por YouTube, como acaba de suceder. Son personas a las que no les cuesta nada mostrar lo que tienen en mente. Son psicóticos que estallan llegados a cierto punto. Se producen la destrucción y las matanzas, y se aniquilan a sí mismos. ¿Qué debemos ver en estos fenómenos? Que hay un hueco no marcado, no circunscrito. Es como si alguien caminara sin las coordenadas geográficas, sin un mapa, y se encontrase con este agujero, como si unas arenas movedizas lo deglutieran, y el dejarse deglutir arrastrara consigo la devastación. Este es el peligro de no poner límites.
Si uno de estos casos estuviese en tratamiento habría que diseñar un perímetro en torno al agujero para mantener las distancias, y evitar así que se produzcan fenómenos similares.
Estos fenómenos son muy evidentes en Estados Unidos, pero han existido siempre. El berserk, guerrero escandinavo de la Edad Media, era la misma cosa. Son fenómenos que adoptan diversas formas, según la sociedad y la época, pero se expresan como una forma de destrucción cuando nos acercamos a una carencia peligrosa de límites.
En Italia, este fenómeno está más inscrito en el seno de la familia. La violencia psicótica no se manifiesta mediante matanzas indiscriminadas, sino que estas están orientadas a sacudir el entorno más cercano. No sé por qué. Tal vez se deba a que, para los italianos, la familia sigue siendo un punto de referencia, mientras que su peso es menor en las vidas cotidianas de los estadounidenses. En Italia, si se comprueba el inicio de una psicosis de este tipo, la mayoría de veces se traduce en una matanza en el seno de la familia, y la línea roja que une los fenómenos es una peligrosa carencia de límites.
Viernes, 14 de noviembre de 2008