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INTRODUCCIÓN

FORMA Y CONTENIDO DEL TRATADO DE «LAS LEYES»

Entre las obras que escribió Cicerón el tratado sobre las Leyes ocupa, a nuestro juicio, un puesto especial. Por una parte ha sido una de las obras menos traducidas y estudiadas a lo largo de los siglos y, por otra —y en plena contradicción con lo anterior—, ha sido de las más alabadas por sus lectores o estudiosos y también de las que mayor influencia, aunque retardada, han ejercido en el pensamiento jurídico posterior, en concreto en los aspectos moral y político. Dicha singularidad, con el resto de sus características, va a ser objeto de nuestro análisis.

Sabemos que Cicerón se dedicó a diversas actividades; en efecto, la política, la oratoria, la abogacía, la filosofía, incluso la poesía en diferente grado y con distinto éxito, le ocuparon parte de su vida. Pues bien, en nuestro criterio el De Legibus se nos presenta como un compendio de todas ellas; de hecho la variedad de estilos y temas que encierra este tratado ha llevado a algunos estudiosos a considerarlo como un conjunto de tres composiciones diferentes, tesis que sin embargo no ha llegado a prosperar nunca. Pero si, efectivamente, no podemos aceptar tal conjetura, sí hay que notar que en él encontramos muy distintos tonos y aspectos.

Por esa razón, al tratar en primer lugar de las fuentes del De Legibus hay que distinguir las que se refieren al aspecto formal y de conjunto de las que vienen determinadas por las corrientes filosóficas, e igualmente de las que inspiraron la parte jurídica, que ocupan casi por completo los libros II y III. En los tres apartados es fundamentalmente el propio Cicerón el que señala cuáles han sido sus principales puntos de inspiración.

La concepción del tratado, lo mismo que del De Republica , al que complementa, está basada en una obra paralela de Platón, como el autor latino reconoce repetidas veces. A Platón se remonta también gran parte de los elementos formales: la circunstancia de que en ambos libros de Las Leyes sean tres los personajes que intervienen (en Platón, un ateniense, el cretense Clinias, y el lacedemonio Megilo, y en Cicerón Tito Pomponio, apodado Ático por su procedencia de Atenas, y los dos hermanos, Quinto y Marco Tulio); el escenario en que el propio Cicerón propone tratar el tema de las Leyes, igual que lo hicieron los interlocutores del diálogo griego, alternando el paseo entre altos árboles con el descanso —aspecto este al que volveremos después y que supone una de las grandes particularidades de la obra—; igualmente el tono sublime, sobre todo en determinados pasajes culminantes, y varias ideas fundamentales, como la de la felicidad relacionada con la virtud; incluso algunas fórmulas de expresión tienen su base en el diálogo platónico.

La exposición de las Leyes propiamente dicha va precedida de una disertación sobre la naturaleza humana y la relación de ésta con la divinidad y con el derecho. Se trata, por tanto, de una discusión de carácter filosófico que ocupa el libro I y parte del II. El conocimiento de las doctrinas que aquí defiende se remonta al estoico Diódoto, maestro y durante una temporada huésped de Cicerón, cuyas enseñanzas sustituyeron a las de la Academia de Filón y le atrajeron más que las epicúreas de su amigo Ático, y a otro estoico, Panecio, admirador y seguidor de Platón y de Aristóteles, que, como aquéllos, defendió la teoría de la eternidad del mundo y afirmó que la Filosofía se basaba en la naturaleza y era dirigida por la razón. Este filósofo, desde que vivió en Roma a partir del 144 a. C., antepuso las virtudes características de los grandes romanos, como la generosidad, la justicia y el valor, a las propias de los estoicos, como la paciencia y la resignación. Así, la influencia que recibió del entorno de Roma fue similar a la que él mismo ejerció sobre los romanos y sobre el propio Cicerón. Su discípulo Posidonio, que se caracterizó por unir estrechamente Historia y Filosofía, sobre todo en lo que se refiere al mundo romano, estuvo en Roma en el año 86. Tal vez allí le escuchara Cicerón, o quizá en Rodas, donde Posidonio enseñó y Cicerón permaneció por algún tiempo para instruirse. También hay que mencionar entre sus inspiradores al académico Antíoco de Ascalón, de quien posiblemente recibiría la idea de conciliación de distintas teorías filosóficas, aunque Cicerón muestra tanto su aprecio por él como su oposición a algunos puntos de su doctrina.

Con el fin del libro I queda terminada la parte más filosófica del tratado y, tras una nueva alusión al entorno, Cicerón anuncia la exposición de las leyes referentes a la religión. Éstas aparecen introducidas con un proemio en el que se señala la relación de la ley con la justicia, la honestidad y la inteligencia divina. Zaleuco, Carondas y el propio Platón sustentan en el arpinate la inspiración de estos principios. Respecto a estas leyes, que serán posteriormente comentadas y explicadas, Cicerón parte de la tradición griega y romana, y justifica la grandeza de Roma desde el mismo Rómulo por la bondad de las instituciones religiosas, que ocasionalmente se mezclan con los más viejos mitos. Especial importancia da a algunas instituciones, como la de los augures, mientras que, en cambio, desconfía de ciertos principios, como la superstición, y se muestra escéptico respecto a otros, como el de la adivinación, punto en el que se aparta de Posidonio y sigue a Panecio. En aquella época en que se producían muchos cambios y novedades muy grandes en el ámbito religioso, un hombre como Cicerón debió de preferir la observancia de los deberes públicos y atenerse a unos principios generales, no detallados, a plantearse las dificultades que ocasionaba la situación religiosa del momento.

El libro III comienza con una alabanza de Platón, a la que sigue una introducción semejante a la del libro anterior. Inmediatamente empieza la exposición de las leyes civiles relativas a las magistraturas, para las que de nuevo parte, como observa Quinto, de la misma Roma. En cuanto a las fuentes jurídicas, el propio Cicerón alude a las autoridades de Grecia que le sirvieron de ejemplo: Teofrasto, el estoico Diógenes, Panecio, Aristóteles, Heráclides Póntico, Dicearco, Demetrio Falereo, por delante de los cuales pone a Platón, siempre presente, a Solón, y a Aristóteles, en concreto por la Constitución de Atenas. Dentro del mundo romano, Cicerón parte del texto de las XII Tablas que fue el fundamento de las relaciones entre los habitantes de Roma y cuyo principal fragmento es precisamente el que ha sido transmitido por el propio Cicerón en este tratado; en segundo término contempla la obra de Tiberio Coruncanio, cónsul en 280 a. C., la de Sexto Elio, cónsul en 198 a. C., la de Lucio Acilio, algo posterior, que también fue cónsul. El conocimiento que el de Arpino acredita de todos ellos contribuyó, sin lugar a duda, a su formación de jurista y le capacitó, por tanto, para escribir sobre las Leyes. El trato, como discípulo y amigo, con los Escévolas, la familia más importante de juristas de Roma, pudo ser el acicate que le impulsó a componer un tratado paralelo al de Platón, lo mismo que su relación con otros autores contemporáneos como Varrón, Catón o Bruto.

En consonancia con la diversidad que hemos expuesto tenemos que notar también ciertos datos que ponen de manifiesto la singularidad de la obra. Por una parte, el marco en que se desarrolla la acción es único por su lirismo dentro de las obras de Cicerón. Su origen está en Platón, en particular en el Fedro , pero Cicerón lo recrea de un modo particular, como si quisiera introducir al lector en el diálogo, hasta el punto de que recuerda la puesta en escena de una obra de teatro. Tal impresión se mantiene a lo largo del tratado con cierta correspondencia entre el cambio de rumbo de la conversación y el paso de un escenario a otro, como lo sugiere Ático al principio del libro II, cuando al pasar del Liris al Fibreno pide a Marco Tulio que escriba acerca de las Leyes. Este aspecto poético, casi bucólico, que da pie a diversos excursus y que, como decimos, es único dentro de las obras de Cicerón, sirve de marco para una de las exposiciones filosóficas más elevadas del autor; en ella la filosofía aparece como un don divino concedido a través de la mente humana, por la que el hombre puede conocerse a sí mismo, apreciar las virtudes, despreciar los dolores y los miedos y saber en definitiva distinguir y razonar debidamente. Todo ello le permitirá ser feliz, y emplear el razonamiento no sólo en su propio beneficio, sino también para regir a los demás y contribuir a la bondad y justicia de los pueblos. Estos asertos se aproximan al terreno teológico y dejan traslucir de nuevo la influencia de Platón y su conocida teoría de la relación entre el bien supremo y la bondad; y, por otra parte, en tales pasajes el lenguaje y el estilo se hacen más espirituales y trascendentes. Desde estas reflexiones llega Cicerón a otros temas más prácticos como la naturaleza del derecho, las leyes naturales o las leyes civiles. En este ámbito el tratado de Las Leyes es la obra de Cicerón que mayor acopio de documentación ha aportado para el conocimiento del orden jurídico y de su historia, y una de las que más ha contribuido a lo mismo de las escritas en latín. Pero en esta parte más técnica y concreta el autor no es ni mero transmisor de datos, lo cual ya sería importante, ni sólo un entusiasta de Platón, sino que refleja su propio pensamiento, como cuando señala la importancia de la religión y de las instituciones piadosas con un espíritu fundamentalmente práctico, porque están destinadas a hacer que los hombres sean mejores, sobre todo en lo que se refiere a la vida pública, o cuando muestra la actualidad de ciertos problemas candentes, como los abusos de las delegaciones, la existencia de los tribunos de la plebe, las condiciones de los senadores, su actuación en la asamblea, o al abogar por la creación de un cuerpo que sea garante de las leyes, similar al de los nomophýlakes de Grecia, innovando respecto a la tradición romana, que carece de cargos semejantes.

En todo ello hay que ver, además de su entusiasmo por Platón, la atracción que sentía el latino por la política y su preocupación por el estado, de modo que, si la inspiración de este escrito, como hemos dicho, parte del ateniense, el contenido está adaptado a su pensamiento, ciudad y época, y en definitiva, a la realidad romana, lo cual él mismo y sus interlocutores reconocen en la obra. Pero, por otra parte, hay que decir que con todas las semejanzas y diferencias tanto formales como internas entre Las Leyes de uno y otro —Platón dicta unas leyes ideales para una ciudad ideal, Cicerón se basa en las de Roma para perfeccionarlas— la mayor similitud está en que los dos buscan las leyes más perfectas para la mejor ciudad.

REPERCUSIÓN DEL TRATADO DE «LAS LEYES» EN SU ÉPOCA Y EN LA POSTERIDAD

El aprecio por el De Legibus , como se ha insinuado, es más de la época moderna que del tiempo del autor. De hecho ni sus contemporáneos mencionan la obra, ni Cicerón se refiere a ella en los otros escritos. Las primeras alusiones que se apuntan como posibles son las de Cornelio Nepote (fr. 58 Marshall), posterior a su muerte, y la de Plinio (Nat. 7, 187), ya del siglo siguiente, y ambas son dudosas. Este silencio ha dado pie a la hipótesis, defendida por varios estudiosos, de que el autor no llegara a publicar la obra. Para fortalecer dicho supuesto, que hoy es generalmente admitido, algunos añaden otros argumentos, como la carencia de un prólogo propiamente dicho, presente en la mayoría de sus tratados, e incluso el deficiente estado en que nos ha llegado la obra. Se admitan o no estos datos como prueba, lo que sí se acepta hoy día comúnmente es que Cicerón escribiría la obra inmediatamente después de terminar el tratado de La República , esto es en el año 52 o 51, fecha corroborada por la mención de algunos sucesos, como la muerte de Clodio y el destierro de Cicerón, y por el tono de la obra más bien optimista, alejado todavía de las terribles sacudidas de la guerra civil. La composición sería interrumpida no mucho después, y quedaría terminada poco antes de su muerte, tal vez hacia el 46 o 45. Ático habría publicado más tarde el texto dejado por Cicerón.

A pesar de todas estas circunstancias, el De Legibus ha sido para algunos autores, como se ha dicho, una de las obras más importantes de Cicerón por la influencia que ejerció en la posteridad. El contenido jurídico e histórico ha ayudado a enriquecer el conocimiento de muchos puntos concretos, pero también el conjunto de la obra, con el desarrollo del pensamiento jurídico, unido al filosófico, ha contribuido a formar la mentalidad propia del legislador que tanta gloria dio al pueblo romano. Desde un punto de vista más general se puede recordar el juicio del español Luis Vives, que llegó a afirmar que el tratado de Las Leyes merecía ser leído, releído y aprendido de memoria, y que su contenido, junto con el de Los Deberes , constituía un logro tan elevado, que ninguna sabiduría humana podía haberlo alcanzado sin especial ayuda de Dios (cf. Praefatio in Leges Ciceronis , 22 y 24, ed. Matheeussen, págs. 9-10).

Pero tal aprecio y una influencia notable de la obra en el pensamiento y en la sociedad tardaron muchos siglos en llegar. Entre los contemporáneos de Cicerón el tratado De Legibus sólo aparece citado o reflejado en la obra de Cornelio Nepote como se ha dicho, y en el resto de la Antigüedad, además de Plinio el Viejo, lo mencionan y citan algunos escritores como Plutarco, Lactancio, San Agustín, ciertos gramáticos y Macrobio. De ellos es Lactancio, el Cicerón cristiano de Pico della Mirandola, el que contiene en su obra mayor número de citas (hasta diez), y son el mismo Lactancio y Macrobio los que han conservado fragmentos que no han llegado hasta nosotros en la transmisión directa. Estas menciones manifiestan que el tratado ciceroniano se conocía y se leía y que además se apreciaba, sobre todo desde el punto de vista histórico, filosófico y gramatical. Por otra parte, parece natural que las leyes universales de Cicerón no encontraran mayor eco en la época que le tocó vivir ni en la inmediatamente posterior, llenas de convulsiones políticas, ni más tarde en el Imperio, que continuó la jurisprudencia tradicional centrada en la solución de los casos particulares.

En la Edad Media aparece el texto del De Legibus , como se explicará más adelante, en el norte de Francia (siglo IX ) y en el sur de Italia (siglos XI y XIII ); y desde la restauración literaria y cultural del siglo XII las copias del tratado se extienden en número apreciable por Francia, Alemania, Inglaterra e Italia; en esta última se difunden en abundancia desde el siglo XIII , y sobre todo en el siglo XV por la actividad de los primeros humanistas. Pero la relativa abundancia de copias procede de intereses diversos, que se reflejan en la condición de sus posesores y de los que las encargan: hasta el siglo XIII son sobre todo monasterios, catedrales y en menor medida colecciones particulares; desde el siglo XIV a las bibliotecas de estos centros se suman las de ciudades con universidades, y pasan a ocupar el primer lugar las colecciones de los humanistas, a las que siguen las de políticos, comerciantes, eclesiásticos, profesores de universidad, etc. (cf. Schmidt, Die Überlieferung , págs. 434-415). Ahora bien, la existencia de esos manuscritos y la continua actividad de mejora del texto no significó una repercusión considerable en el pensamiento jurídico o en las ideas políticas. Y la razón es la misma que se ha señalado para la Antigüedad. El estudio del Derecho tenía como base las colecciones de textos jurídicos del mundo romano, sobre todo las que se confeccionaron por iniciativa e impulso del emperador Justiniano. Los textos se comentaban, y también, según las tendencias o preferencias de cada período de la historia medieval, se discutían dialécticamente o se organizaban y exponían de acuerdo con el método escolástico adaptándose en la presentación a las formas de quaestiones, summae, specula , etc. Fueron las ediciones impresas, a partir de la editio princeps de 1471, que luego proliferaron en los siglos XVI y XVII , unidas al interés de los humanistas por todo el legado de la Antigüedad, las que produjeron una difusión mayor de la obra y una lectura más amplia y profunda. Expresión de esta situación es el elogio de Vives al que se ha aludido más arriba.

En todo caso, hay que decir que su utilización y su influencia real dependió de las circunstancias dominantes, políticas, sociales e incluso filosóficas o religiosas. A partir del siglo XVI el universalismo del De Legibus tiene un reflejo en el pensamiento moral, jurídico y político de los iusnaturalistas, tanto de los iuspublicistas españoles de los siglos XVI y XVII como de los deístas británicos y franceses de los siglos XVII y XVIII , como manifiestan los elogios y citas de Locke, Montesquieu y especialmente de Bonnot de Malbly y de otros. El éxito y la lectura del tratado ciceroniano se acentuaron más cuando algunas de las ideas de los pensadores encontraron aceptación en los políticos y revolucionarios franceses.

En el siglo XIX , en cambio, a pesar de que sus comienzos coincidieron con el nacimiento de la filología clásica moderna, disminuyó el aprecio por este tratado, y consiguientemente su lectura y trascendencia, como sucedió en general con los escritos de Cicerón. A esto último contribuyó en parte la idea, defendida por el gran historiador Th. Mommsen, de que la importancia real del autor de Arpino era menor que la que reflejaban sus escritos. Es verdad que esta tendencia ha tenido su contrapeso en el siglo XX , en el que de nuevo la figura de Cicerón ha vuelto a ocupar un lugar destacadísimo en las letras latinas. Sin embargo, existió otra razón para que la atención al De Legibus quedara en segundo plano, que fue el descubrimiento del palimpsesto Vaticano con fragmentos del De Re Publica. Desde entonces el debate acerca del pensamiento político de Cicerón ha quedado centrado en este último tratado.

APORTACIONES MORALES Y JURÍDICAS

Cicerón dice, con más ingenuidad que desprecio por el derecho civil, que éste no tiene importancia en el plano del pensamiento, aunque en la vida práctica se revele como necesario. La razón de tal afirmación se debe a su intención de remontarse a una esfera superior en la que haya un derecho universal e intemporal. En esta búsqueda se encuentra la verdadera dificultad de la obra y también su grandeza. Los romanos consideraban el derecho ciudadano como el resultado de la razón puesto por escrito; era, por tanto, difícil y casi absurdo buscar un derecho superior al representado por estas leyes positivas, muy alejadas de las de los griegos. Las naturales inclinaciones especulativas de éstos vendrían favorecidas por los rudimentarios ordenamientos de las ciudades, mientras que los pensadores romanos se encontraban frente al pétreo derecho civil, forjado por el sutil sentido práctico, orgullo de la Civitas y legado supremo de Roma a la cultura occidental.

Sin embargo, es Cicerón quien, nada menos que en Roma, propone el reconocimiento de un derecho natural, superior a las leyes positivas; y lo explica, cuando al principio de su reflexión se plantea el origen del derecho, que, en su opinión, no puede estar sino en la moral y en la razón, premisas que aparecerían, como se ha dicho, en las construcciones iusnaturalistas de la Edad Moderna y, entre ellas, en la de los iuspublicistas españoles del Siglo de Oro. Para ello Cicerón, alejándose de teorías relativistas que forman la base de tendencias sociológicas tan predominantes en la actualidad, hace ver lo absurdo que resulta que unas instituciones, o una mayoría de ciudadanos, sean quienes decidan lo que es justo o injusto; el error de esta doctrina lo demuestra a través de muchos ejemplos de la historia. Cicerón sigue la tradición estoica para sostener que la tendencia a reunirse en comunidades, esto es, el hecho político, está en la misma naturaleza humana, pero va más allá de reconocer la adaptación de cada ordenamiento al ámbito de la comunidad en que ha de regirse, lo que es el historicismo natural, y sostiene la existencia de un derecho superior de signo universal. No se trata, pues, del ius ciuile , que había alcanzado su mayor plenitud y vitalidad en esa época, ni tampoco del ius gentium , que recogía las normas comunes a los pueblos civilizados, sino de un derecho más amplio, que habría de llamarse con el tiempo ius naturale , al que el arpinate hace derivar de la naturaleza racional: él es el vínculo del hombre con la divinidad que permite distinguir lo justo de lo injusto. Pero tampoco se trata de lo que llamaríamos un iusnaturalismo puro, en el que no interviniera la capacidad humana, como queda de manifiesto cuando le dice a su hermano Quinto que la causa de los litigios está sobre todo en el desconocimiento del derecho.

El resto del discurso apunta a la virtud como meta de la naturaleza humana. Es el mismo valor moralizante que Cicerón atribuye al culto a los dioses, a la obediencia a los augures, al respeto a los antepasados y a la tierra consagrada. Todo ello forma parte del papel moralizador de la ley, que impregna el contenido general del tratado, y tiende a robustecer los gobiernos, a dar estabilidad a las ciudades y a procurar la conservación de los pueblos. Se debe todo a un comprensible anhelo de tranquilidad en los revueltos tiempos en que vivió, cuyo símbolo literario queda muy bien recogido en la «encina mariana» a la que el autor se refiere al principio de la obra. A la vista de los siglos posteriores podría decirse que el árbol del iusnaturalismo plantado por Cicerón no ha dejado de dar frutos ni de ofrecer frondosa sombra al pensamiento jurídico de los tiempos siguientes.

Al final del libro III y de la misma forma que ocurre a lo largo de toda la obra, se anuncia lo que se va a tratar a continuación, que sería la exposición del derecho referente a los magistrados. Esta parte de la que tenemos noticia, como vamos a ver más adelante, habría sido especialmente interesante por la aportación que habría supuesto a la historia y al conocimiento jurídico, pero desgraciadamente no ha llegado a nuestras manos.

LA TRANSMISIÓN DEL TEXTO DEL TRATADO DE «LAS LEYES». MANUSCRITOS MÁS IMPORTANTES

Como se ha dicho a propósito del eco que tuvo el De Legibus entre sus conciudadanos, todos los datos hacen pensar que el autor no llegara a publicar esta obra, sino que fuera Ático quien la editara y la diera a conocer después de muerto Cicerón. También según se ha indicado, el texto del tratado lo conocieron algunos autores de la Antigüedad ya nombrados 1 ; se trata de citas directas o indirectas, de las que sólo cinco ayudan de algún modo a la constitución del texto: dos citas directas y una indirecta de Lactancio y dos citas directas de Macrobio, no conservadas en la transmisión directa. Especial importancia tiene una cita de Macrobio (siglo V ) introducida como perteneciente al libro V, por la que podemos deducir que el texto que este autor manejaba constaba al menos de cinco libros, dos más de los tres que han llegado hasta nosotros. Las otras cuatro citas se presume que podrían encajar de algún modo en lagunas del texto transmitido.

En lo que se refiere al estudio de la transmisión directa del texto y la relación entre los distintos manuscritos, contamos con los trabajos publicados en los últimos años por P. L. Schmidt, especialmente con su amplio estudio acerca de la transmisión del De Legibus en la Edad Media y el Renacimiento (1974), y por J. G. F. Powell con su edición oxoniense de 2006, a los que hay que añadir el comentario de A. Dyck de 2004. Resumimos brevemente sus conclusiones.

El tratado De Legibus que hoy día podemos manejar se ha conservado en la colección de nueve obras filosóficas de Cicerón llamada «Corpus de Leiden», ciudad en la que se encuentran algunos de sus principales testimonios textuales. Los tres códices más antiguos que contienen el texto de este corpus , en el que el De Legibus ocupa el último lugar, son el Vossianus 84 (A ), el Vossianus 86 (B ) y el Heinsianus (H ). Los dos primeros se escribieron en el siglo IX en el nordeste de Francia, y H en el siglo XI en el monasterio de Montecasino. El arquetipo al que se remontan fue un códice escrito en minúsculas en el mismo siglo IX ; en él, por lo que toca a nuestro tratado, faltaban ya el final del libro III y al menos otros dos libros, como se ha indicado, y se encontraban abundantes errores y lagunas. De dicho arquetipo proceden dos ramas: B e y. B se presenta como un subarquetipo independiente; del otro subarquetipo y derivan tres familias: por un lado A , que se contamina también con la tradición de B ; por otro, el ejemplar, llamado w por Schmidt, al que se remontan H y L (Londiniensis Burneianus 148), éste copiado en el siglo XIII igualmente en Montecasino; y por otro, el ejemplar, llamado V por Schmidt y e por Powell, de los tres recentiores , E (Leidensis Perizonianus F. 25), S (Parisinus Latinus 15084) y R (Rotomagensis 1041), del siglo XV . Todos estos códices (BAHLESR ) forman el conjunto fundamental para la constitución del texto. Además se cuenta con otro códice P (Berolinensis Philippsianus 1794), que contiene sólo el De Legibus , copiado en el siglo XII en París, emparentado con la familia de ESR y en cierta medida con B y con A .

A y B fueron copiados pronto en Corbie probablemente por Hadoardo, que introdujo correcciones (A 2 de Powell); y de Corbie las copias pasaron a otros lugares. Una de especial interés es F (Florentinus Laurentianus S. Marco 257-II), combinación de A y B , enriquecida en F 2 con apreciables conjeturas. Ésta, después de dar lugar a otras copias, se guardó en la catedral de Estrasburgo. P , por su parte, es el principal representante de una tradición, p —edición aparte del tratado de Las Leyes , cuyas copias se extendieron a partir del siglo XII por Francia, Alemania e Inglaterra—. Petrarca introdujo este texto en 1350 en Italia, donde también llegó a ser el más corriente.

Por otro lado, Poggio Bracciolini en el siglo XV (1417) encontró el códice F y comparándolo con otro de la línea de p creó su propio texto (Vaticanus latinus 3245): en él, aparte de correcciones y conjeturas, marcó prácticamente todas las lagunas reconocidas posteriormente y asignó a las personas del diálogo sus partes correspondientes: así ofreció un texto que se extendió por todas partes, más cómodo de leer que el del tipo p . En su tradición se encuentran las primeras ediciones de imprenta a partir de la edición romana, considerada editio princeps , de Schweynheym y Pannartz (Roma, 1471), y la edición veneciana del mismo año (Venecia, 1471) de Wendelin von Speyer (Vendelinus de Spira).

El tratado se imprime después muchas veces sea dentro de los Opera omnia de Cicerón, sea en ediciones particulares. Se pueden recordar, después de la de A. Minutianus todavía en el siglo XV (Milán, 1499), Jodocus Badius Ascensius (París, 1521), Aldo Manuzio (Venecia, 1523), R. Étienne (París, 1546-1547), D. Lambinus (París, 1565-1566), en el siglo XVI ; y posteriormente las de Graevius (Amsterdam, 1677-1761), J. Davis (Cambridge, 1727, 17452 ) y J. A. Melón (Madrid, 1797), en los siglos XVII y XVIII ; J. F. Wagner (Göttingen, 1804), J. N. Lallemand, G. H. Moser y F. Creuzer (Frankfurt am Main, 1824), R. Klotz (Leipzig, 1841), J. Bake (Leyden, 1842), C. F. Feldhügel (Zeitz, 1852-1853), J. Vahlen (Viena, 1871; Berlín, 1883), G. Sichirollo (Padua, 1878), C. F. W. Müller (Leipzig, Teubner, 1878), P. Ed. Huschke (Leipzig, 1879), A. du Mesnil (Leipzig, 1879), W. D. Pearman (Cambridge, 1881) en el siglo XIX ; Th. Schiche (Leipzig, 1913), C. A. Costa (Turín. 1937), K. Ziegler (Heidelberg, 1949, 19632 ), A. D’Dors (Madrid, 1953), G. de Plinval (París, 1959), K. Büchner (Turín, 1973), K. Ziegler (Berlín, 1974), W. Görler-K. Ziegler (Freiburg-Würzburg, 1979), N. Rudd y Th. Widemann (Bristol, 1987), Nickel (Zürich, 1994) en el siglo XX ; y finalmente en el siglo XXI tenemos por ahora la obra —comentario con discusión del texto— de A. Dyck (Ann Arbor, 2004) y la edición de J. G. F. Powell (Oxford, 2006).

En la mayor parte de estas ediciones de imprenta continúa y se acentúa progresivamente la búsqueda del texto auténtico. Para conseguirlo humanistas y filólogos se apoyaron en la selección de los manuscritos, en su comparación, en la acogida o rechazo de las conjeturas propuestas, en la introducción de otras nuevas, etc. Sólo en la segunda mitad del siglo XIX comenzaron los editores del De Legibus a seguir, unos más y otros menos, los principios de crítica textual de Lachmann.

A esta época pertenecen las dos ediciones de J. Vahlen. La primera (Viena, 1871) tenía en cuenta sobre todo los manuscritos A y B , mientras que la segunda (Berlín, 1883) incluía también el H y estudiaba las lecturas de los tres.

En la segunda mitad del siglo XX K. Ziegler editó varias veces el tratado, como aparece en la lista que precede: dos ediciones en Heidelberg 1950, 19632 en la colección «Heidelberger Texte»; la tercera edición, revisada por W. Görler ya fallecido el autor, se publicó en Freiburg y Würzburg en la misma colección (1979); también apareció editado el De Legibus , junto con el De Re Publica , en Berlín (1974) con el título Cicero Staatstheoretische Schrifte: Lateinisch und Deutsch. Ziegler introdujo en sus ediciones muchas correcciones y conjeturas nuevas. En cambio W. Görler, revisor de la tercera edición, se mostró partidario de respetar la tradición fundada en los manuscritos A , B y H , dejando un margen muy estrecho para la introducción de cambios.

La edición de J. G. F. Powell de 2006 admite en lo fundamental la descripción de la transmisión alcanzada por los estudios de P. L. Schmidt, resumida más arriba: rebaja en cierto modo la importancia de A , revaloriza B , y atiende también a los otros testimonios que se han nombrado.

TRADUCCIONES Y EDICIONES

Las características antes señaladas de la mala calidad del texto transmitido y la idea de que la obra sería más bien útil para juristas que histórica o literaria, ha ocasionado que ésta no haya sido muy preferida por los traductores.

En español contamos con las versiones de F. Navarro Calvo, Madrid, Biblioteca Clásica, vol. VI, 1884. Muy posterior es la de Álvaro D’Ors, Madrid, Clásicos Políticos, 1953, que acompaña a su edición; a nuestro juicio lo más destacable de esta versión es que el autor, jurista especializado en derecho romano, hace su aportación como profesional del derecho, especialmente en el vocabulario técnico y en el análisis previo de la obra. Muy poco posterior es la traducción de Roger Labrousse, Ediciones de la Universidad de Puerto Rico-Revista de Occidente, San Juan de Puerto Rico-Madrid, 1956; como en el ejemplo anterior, la traducción está enriquecida por un extensísimo prólogo general y uno particular de cada libro y por una gran abundancia de notas. Son también de señalar las ediciones de bolsillo de José Guillén, Madrid, Tecnos, 1986, y la de Juan María Núñez González, Madrid, Akal, 1989; ambas publicadas con la traducción y estudio conjunto de La República. En cuanto a las escritas en otras lenguas citemos en francés la de Ch. Appuhn, París, Garnier, 1954, y la de G. De Plinval, París, Les Belles Lettres, 1959, que acompaña al texto latino. En inglés la de C. W. Keyes, Harvard, (con varias reediciones), Loeb Classical Library, 1928, también con texto latino; la de N. Rudd-J. G. F. Powell, Oxford, 1998, con texto latino; J. E. G. Zetzel, Cambridge, 1999. En italiano: D. G. Sichirollo, Padua, 1878. En alemán: K. Bücher, Stuttgart, 1969; K. Ziegler, Berlín, 1974, con texto latino; R. Nickel, Zúrich, 1994.


1 Prescindiendo de Plutarco, que escribió en griego, los autores enumerados como conocedores de la obra son Cornelio Nepote, Plinio el Viejo, Lactancio, San Agustín, algunos gramáticos y Macrobio.

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