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ОглавлениеDestello. Los primeros años
Así comienza el espacio, solamente con palabras,
con signos trazados sobre la página blanca.
Georges Perec
Levantarte a las seis de la mañana es duro,
pero subiendo un puerto de primera también
te duelen las piernas.
Hay que entrenar la agonía.
Roger de Vlaeminck
Cinco imágenes. Cinco iconos. Cinco estatuas esculpidas en la mente de quienes lo recuerdan. Lo que fue antes de ser. Lo que fue y acabó siendo.
El simbolismo del gesto, de la situación. El millar de momentos contenidos en uno solo, las largas horas que se reducen a un parpadeo. Tantos poemas para sólo cinco versos. Tantas vidas para sólo cinco instantes. Pero qué instantes, claro.
Porque desde el principio se vio que era algo distinto, especial. Quizá fue la espectacularidad, o el fondo de las gestas, el sol abrasador francés, la nube de algodón que empenacha los puertos cercanos a Madrid. Quizá fue eso. O algo más. El magnetismo, el carisma. Se tiene o no se tiene. Y él tiene, tenía, a raudales.
Cinco imágenes. Una nueva era. En segundo plano, un parisino con gafitas, o un rodador vestido de blanco y verde. Al fondo, siempre al fondo, un pretil ensangrentado, la magnificencia de los Alpes, un colombiano de poderosa patada devorando metros como el malo de una película. Al fondo, el origen, que lo es todo, que lo fue todo. Y varios maillots, y bicicletas, y portadas de prensa con su rostro. Por supuesto, el nombre olvidado por el apelativo engarzado para siempre en el subconsciente colectivo. Quien fue pasó a ser, y siempre será.
Y un país que cambia, que se despierta oscuro, aún grisáceo el cabello por cuarenta años de pesadilla. Que se yergue orgulloso, que empieza a mirar más allá, a encontrarse en los ojos de los otros, que abraza fronteras que no son, necesariamente, la suya. Un país al que le crece el pelo, que se pone gafas de sol, que riega de recuerdos los recuerdos de tantos, que emborrona titulares con problemas propios.
Ambos cambian, ambos medran, ambos mutan.
Cinco imágenes. Eso fueron los primeros años de Pedro Delgado antes de convertirse en leyenda.
Primera imagen. Un loco
Al principio, es una foto. Un parpadeo, fugaz, instantáneo. El único capaz de detener el tiempo en ese preciso instante. Este. Ya. Fue y no es. Será, claro, para siempre.
En la imagen podemos ver a un joven, apenas un chavalín. Lleva la boca abierta y los ojos fijos en la carretera, en un punto impreciso que está más allá de nuestro alcance. Quizá, sólo quizá, el horizonte. O el futuro, vaya, que es lo mismo cuando tienes esa edad.
El chico monta en una bicicleta, una Pinarello de tubos redondos y horquilla levemente curva. La cadena va engarzada en el plato grande, posada sobre el piñón más pequeño. Los pedales, paralelos ambos a la carretera. Las ruedas, silencioso milagro de los dioses, permiten ver el reflejo de los radios. Como si un demiurgo juguetón se hubiera propuesto detenerlos cuando más rápido giran. Como si la verdadera estampa pudiera ser contenida en un golpe de luz. Como si estuviera quieto.
Pero no.
El mirar, travieso, se fija en el fondo, en el trampantojo que enmarca lo inmarcesible. Y entonces comprende. Porque, en lugar de figuras, cuerpos, volúmenes, hay un todo imposible de aprehender, una mancha de verdes y grises y amarillos que apenas parece paisaje. Por efecto de la velocidad el mundo se vuelve borroso. Por efecto de la leyenda, su rostro sigue definido.
El cuerpo… el cuerpo va volcado, literalmente, sobre el manillar. El pecho apoyado en la potencia, la cadera elevada unos centímetros del sillín. Te fijas en sus dedos, en esos nudillos que blanquean las morenas manos como si fueran calizas escapándose de la tierra. Coge la cinta con fuerza, sí, pero también con delicadeza, como si bailaran, como si pudiera llevarle aquí y allá y de esa danza dependiera todo su futuro. Como si se jugara la vida en ello.
El Loco, lo llamarán.
Le Fou.
En 1983, el ciclismo español era un moribundo a nivel internacional. De alguna forma se había roto la secreta línea de continuidad que llevaba de Trueba a Fuente y Ocaña, pasando por Berrendero, Ruiz, Loroño, Bahamontes o Jiménez. Una de las tradiciones más ricas de este deporte se quebró con la retirada del conquense y el asturiano, con la decadencia del legendario Kas, con la desaparición, paulatina, de ciclistas hispanos de las carreteras del Tour.
Evidentemente, hubo excepciones. Un Galdós crepuscular aún contó en las pruebas más importantes de fines de los setenta. O la aparición, a principios de la década siguiente, de ciclistas como Marino Lejarreta, como Alberto Fernández, como aquel Julián Gorospe que a punto estuvo de ganarle la Vuelta a Hinault en la primavera de ese 1983. Pero, en general, todo era un páramo. Un larguísimo túnel del cual Pedro Delgado salió como una centella, con esa heterodoxa postura que hemos descrito antes.
En los costados de su cuerpo, en el torso, en las piernas, se puede ver el nombre Reynolds. Y una pequeña corona, símbolo de marca, que preside la letra e.
Reynolds era una empresa navarra que se dedicaba a la fabricación de papel de aluminio, y que llevaba desde 1980 patrocinando un equipo profesional. Pequeño, al principio, creciendo poco a poco. El director era antiguo gregario de Anquetil, tan mal ciclista como inteligente estratega, uno de esos que hacen del silencio una forma de vida hasta que se sacan de la manga una frase tan enigmática que uno no sabe si aclara algo del mutismo o, por el contrario, acaba por enmarañarlo del todo. José Miguel Echavarri había sido pésimo corredor, buen relaciones públicas y albergaba en su interior la ambición de llevar a uno de sus equipos hasta lo más alto. Poco a poco fue creando a su alrededor una plantilla de jóvenes valores, casi todos ellos debutantes en el profesionalismo con el legendario maillot azul y blanco de Reynolds, que habrían de conformar un grupo salvaje en toda regla. Laguía, Delgado, que pasó a profesionales en 1982; Gorospe, Aja, Chozas o Iñaki Gastón. Mucho escalador pequeñito, mucho hombre rápido en metros finales. Quién acabaría siendo grimpeur de leyenda. Quién terminaría por suponer una enorme decepción tras deslumbrar en sus comienzos. Había de todo. Era, en ocasiones, una auténtica jaula de grillos que buscaba pescar en río revuelto y lograr victorias parciales, distinciones menores, premios con los que ir engañando a la necesidad. Hasta aquel 1983.
¿Qué se te ha perdido a ti en el Tour?, le preguntaban a José Miguel Echavarri en las vísperas de julio ese año. Si allí no tienes nada que ganar, si no vais a terminar ninguno. Eso es otro mundo, no puedes entenderlo, es una dimensión superior, no llegamos, no nos da, no podemos competir con ellos. Quédate en casa, si vas a Francia lo único que conseguirás es quemar a tus jóvenes, crearles complejo de inferioridad, que acaben aborreciendo la bici.
Y Echavarri callaba. Sonreía. Silencio.
¿Por qué? Si en abril, en la Vuelta, se había podido competir contra todo un Hinault, ¿por qué no acudir al Tour? Vale que el bretón estaba disminuido, pero al final una leyenda es una leyenda. O el propio Alberto Fernández, que había hecho buen papel el año anterior… Entonces, ¿por qué ese temor a la Grande Boucle? No, ellos, el Reynolds, irían al Tour. A terminar, decía Echavarri, a ver si se podía cazar alguna etapa. A algo más, pensaba, viejo zorro.
Entre aquellos pioneros estaba él. Un chavalín de Segovia, apenas veintitrés años recién cumplidos. Una promesa, con buenas prestaciones en el campo amateur, con prometedoras presencias en la Vuelta a España. Un ciclista sin hacer. Una persona con carácter. Nadie esperaba que se destapase en aquel Tour, en su primer Tour. Pero así son los genios. Inconstantes, sorprendentes. Irreverentes.
Así sería, de ahí para siempre, Pedro Delgado, a quien todos llamaban Perico.
Los primeros compases de la carrera no auguran nada bueno. Allí, en Fontenay-sous-Bois, en plena Île-de-France, estaban todos. Los fornidos belgas, los poderosos holandeses, los implacables franceses. Están, también, esos colombianos que iban a debutar en la prueba y sobre cuyas cualidades para la escalada hablan maravillas. La siguiente gran nación de la bicicleta. Sólo ellos estaban más acongojados que los del Reynolds el primer día, camino de Créteil, tras el prólogo que venció Vanderaerden. Cómo serían aquellas velocidades, cómo conseguir un hueco en el pelotón entre tantos codos, entre tanta bestia. Cómo sobrevivir.
La cosa no puede empezar peor. Algunos corredores del Reynolds, entre ellos Delgado y Arroyo, se despistan en la salida de esa etapa inicial. Tantos periodistas, público, multitudes. De pronto, bocinas, ruido de frenos, cadenas engarzándose. Vamos, vamos, que nos quedamos solos. Y cuando los españoles toman la ruta del Tour, el pelotón corre raudo dos minutos por delante. Si ya os lo decíamos nosotros, qué vais a hacer aquí. Si ni siquiera sabéis moveros en la neutralizada. Id a casa, id. Volved. Al final capturan al grupo. El ridículo, al menos ese, estaba salvado.
Los primeros días son el caos. Se recorre el norte de Francia, y los debutantes deben pensar que están en mitad de la Gran Guerra, pasando por trincheras, por carreteras sinuosas donde silban los obuses. Hay pavés, polvo, pinchazos. Hay emboscadas, tipos como armarios en cabeza, regueros de minutos goteando poco a poco. Hay todo eso y mucho más. Es el infierno. Qué lejos quedan las montañas cuando estás en Normandía, en el Pas-de-Calais, en la Bretaña. Qué lejos.
Pero siempre llegan.
Fue un Tour extraño, marcado por la ausencia del gran dominador de la época, Bernard Hinault. El bretón se había destrozado por completo la rodilla en la Vuelta a España unos meses antes, y su no comparecencia abría un enorme abanico de favoritos entre veteranos como Van Impe o Zoetemelk y jóvenes promesas aún sin madurar como Simon o Fignon. Todo ello depara una carrera rota, absolutamente loca, sin patrón definido, que llega a su primera etapa de montaña con las relaciones de fuerzas por definir.
Y, allí, el milagro. La imagen. Esa foto fija que comentamos.
Hablamos de la etapa clásica de los Pirineos, la de los cuatro grandes cols, la que une Pau y Bagnères-de-Luchon por Aubisque, Tourmalet, Aspin y Peyresourde. La misma que, en sentido contrario y con algunos kilómetros adicionales, hizo Octave Lapize en un lejano 1910. Aquel día, quien acabará cayendo en combate durante la Primera Guerra Mundial llamó asesinos a los organizadores. En 1983, muchos se acordarían de esas palabras.
Porque los Pirineos se transforman en un horno, y todo el ciclismo mundial salta por los aires. Los viejos campeones se quedan en sólo «viejos» y la nueva generación no quiere esperar más. Se produce un golpe de Estado. Los colombianos asombran por su facilidad en la escalada y sus problemas descendiendo. Y dos jovencitos que debutan en el Tour ponen patas arriba la carrera.
El Tourmalet es venerable. Una catedral al aire libre que ha visto pasar generaciones de ciclistas, que ha enterrado los sueños de tantos. Uno de esos sitios especiales, un monumento telúrico en mitad de la montaña que deviene, cada verano, en caldera de sentimientos. Si hablamos de concentración pura de emociones el Tourmalet es, en julio, en el Tour, un espacio mágico.
A veces, surgen espejismos. Como el que lo habita en 1983. Porque de espejismo debe tratarse el ver a un español poniendo de frente la Grande Boucle. Uno con el que nadie contaba, además. Maillot azul de Reynolds, mirada fija en el asfalto, boca siempre un poco abierta. El pelo espeso y rizado, los brazos negros que relucen por el sudor. El cielo es inmenso, índigo, y las ruedas parecen detenerse cuando pasan por un espacio de brea derretida. Pero no le importa. Sólo fija su mirar en la cima, cada vez más cercana. Es Pedro Delgado, y tras conocer la carrera en aquella dantesca primera etapa se ha empeñado en que la carrera lo conozca a él.
A su lado marcha otro atleta de su misma edad. Apenas adolescentes, muchachos en un pelotón de hombres. El otro es rubito, con gafas, cierto aire insolente de intelectual parisino. Le conoce de la Vuelta a España, donde fue pieza importante para Hinault. Se llama Laurent Fignon y será uno de sus mayores rivales durante casi una década. Pero ahora ambos son dos puñados de ilusiones persiguiendo el sueño de los niños. No vencer en el Tour, no. Ni siquiera coronar el Tourmalet en cabeza. Tampoco. Es, solamente, poder pedalear más fuerte, más que nadie. Volar.
La historia tiene final extraño. Mítico pero agridulce. Escalan, rondando las posiciones delanteras, Tourmalet, Aspin y Peyresourde. Pero por delante, en este último puerto, va otro ciclista. Otro joven, un Robert Millar que aparecerá varias veces más en este relato. Lleva ventaja suficiente como para pensar que su victoria parcial está asegurada. Pero Delgado no lo piensa así. Se lanza a un descenso vertiginoso, suicida, en uno de los puertos donde más velocidad se puede alcanzar dentro del ciclismo. Hay ejemplos de sobra, el último en el Tour 2016. Pero en aquel entonces todo es diferente, y la carretera está en peores condiciones, y Delgado ha olido la sangre. Como sus piernas no dan más de sí, como no pueden girar más rápido las bielas de su bici, Delgado innova. Recuerda lo que ha visto hacer a alguien en alguna otra carrera. Y se planta, en esa misma posición. La de la fotografía. Al borde del abismo, a un bache de la tragedia. La prensa al día siguiente lo llamara «le Fou des Pyréneés», el loco de los Pirineos. La imagen en la retina de todos. La mejor carta de presentación.
No pudo ganar la etapa. Millar alcanza la meta con un puñado de segundos de ventaja, sintiendo en la nuca el aliento de aquel segoviano que a partir de entonces iba a ser su peor pesadilla. Tampoco sería suyo ese Tour. Llega a ponerse segundo, pero una enorme pájara en los Alpes lo arroja al fondo de la clasificación. Al final será 15.º, magnífico puesto para un debutante. Otro, el parisino de las gafitas, ha vencido en su primera Grande Boucle. Laurent Fignon es, ahora, el gran patrón del ciclismo.
Segunda imagen. Sangre en piedra
Éxito y fracaso. Placer y dolor. Eso será, siempre, la carrera de Pedro Delgado. Eso será, para él, su relación con el Tour de Francia, la prueba que amó, en la que se dio a conocer, la que se mostrará esquiva como un verso insinuante.
En 1984, el estatus de Pedro Delgado en el pelotón ha cambiado. Ya no es aquel chaval de rostro aniñado y mirada inteligente que sólo tenía que aprender, fijarse en los campeones, ir dando pequeños pasos hasta convertirse en ciclista de verdad. No, después de lo de julio de 1983, después del Tourmalet, y del descenso suicida del Peyresourde, después de la cronoescalada al Puy de Dôme donde fue segundo tras Arroy… después, claro, de la decepción que supuso su enorme pájara…, ahora todos los ojos se posan en él. De joven a promesa, de anónimo a esperanza.
Al fondo siempre, siempre, su destino en blancos y negros. Jamás conoció Perico, ni siquiera en sus primeros días, los grises.
Lo verá primero en la Vuelta, la carrera de casa, donde firma una actuación ilusionante pero irregular. Llegará a ir líder, perderá su puesto privilegiado en los Lagos de Covadonga, una subida que empieza a convertirse en mímesis del propio Delgado, genial e impredecible, relación larga entre ellos dos, con momentos buenos y malos, con tardes de gloria y pájaras incomprensibles. Termina la prueba en cuarta posición, bien clasificado para un chico que apenas acaba de cumplir los veinticuatro años, pero que sabe a poco después de haber visto su desempeño en ciertas jornadas. Da la sensación de que tenía más dentro, de que hubiera podido, al menos, asaltar aquel pódium que se le quedó a apenas diez segundos.
Pero su corazón está en Francia, y su competición será siempre el Tour. Por el calor, el ambiente, el sol del julio galo. Por ser la más grande, la que dibuja mitos, la que cincela campeones de verdad. Por haber sido aquella, claro, en la que se dio a conocer, en la que junto a Ángel Arroyo sacó al ciclismo español de su letargo. Por historia, tragedia y leyenda. Por sentimientos, sensaciones. Su carrera. Y en 1984 va a volver allí, como cada verano hasta 1993, un año antes de retirarse.
En 1984, Laurent Fignon, el rubito parisino que había vencido doce meses antes, se disfrazó de divinidad en el Tour de Francia y empezó a hacer cosas que estaban fuera del alcance de los demás. Igual que más tarde Michael Jordan contra los Celtics, Fignon no era, sencillamente, de este mundo. Dominó en todos los terrenos, de manera titánica, apoyado por un equipo agresivo y en forma estratosférica, y bajo la dirección del gran Cyrille Guimard, lo que en aquellos años era garantía de éxito. Y, además, tuvo enfrente a Hinault.
Bernard Hinault no era el mismo. Después de machacarse la rodilla en la Vuelta y tener que recomponerla, cachito a cachito, en un quirófano, las fuerzas del bretón están maltrechas. No así su fiereza, claro. Y es que Hinault era de esos que devuelven los golpes, de los que pueden parecer muy sosegados cuando están tranquilos, pero se revuelven violentamente cuando se los molesta. En otras palabras, Hinault es siempre más agresivo cuando marcha mal, porque busca castigar a aquellos que antes lo han castigado a él. Hacerles sufrir como él lo hizo. Y en aquel Tour lo iba a probar más que nunca. Superado por Fignon en todos los terrenos, perdiendo un goteo incansable de segundos y minutos en cada etapa importante (prólogo aparte), sólo el orgullo seguía sirviendo de acicate al viejo campeón. Orgullo con sabor a sal, a Atlántico furioso, a palabras masculladas en Ar Brezhoneg saltarín y anguloso. Porque para Hinault el dolor no era lo peor, lo era la rendición. Y esa no se negociaba. Así que atacó, atacó en cada recoveco, en cada esquina de aquel Tour inolvidable. Y fue siempre, siempre, remachado por Laurent Fignon, por el parisino que acabó encontrando en la oposición enconada, terca, del antiguo campeón la mejor forma de motivarse para alcanzar la belleza. Y así, quienes fueron enemigos, acérrimos, devienen hoy en inseparables, seguramente necesarios. Complementarios. Todo sea por lograr la inmortalidad, que es una de las pocas aspiraciones que en verdad merecen la pena.
Alrededor de ellos giraba el resto del pelotón, incapaz de hacer frente a esa descarga de genio y agonía que iban poniendo sobre la carretera ambos franceses. Estaba LeMond, claro, y los colombianos, y Arroyo, y Millar, y también Delgado. Delgado ascendiendo puestos en cada etapa de montaña. Delgado, que llegaba al día de Morzine, a la subida a la Joux Plane, con posibilidades de dar un buen salto en la clasificación. Y entonces ocurrió. La segunda imagen de Perico.
Por delante del pelotón de los favoritos marcha Ángel Arroyo, el abulense que un año antes hizo segundo en París por detrás de Fignon, y que ese julio estaba brillando menos. La etapa parece asegurada, éxito para Reynolds, día de fiesta, en la cena champán. Y Pedro, siempre imprevisible, decide sumarse a la exhibición.
En aquel momento, Delgado era octavo en la general, aunque con serias posibilidades de subir hasta el quinto o cuarto puesto. Luchaba, además, por el maillot a puntos rojos de Rey de la Montaña, que llevaba entonces Robert Millar (figura recurrente, némesis, sombra al fondo). Ambos objetivos eran alcanzables, quizá más el primero, por lo que Perico salta, sin pensárselo, casi en la cima de Joux Plane, dispuesto a recortar un puñado de segundos a los favoritos y, de paso, completar el festival de su equipo. Ya se veía entrando en meta con el brazo en alto, saludando a Arroyo, sonriente. Que todos lo vieran, que se fijaran las cámaras de televisión. Habían vuelto.
La bajada de Joux Plane tiene fama de ser una de las más complicadas y traicioneras de Francia. Asfalto rugoso, en algunas curvas derretido por el calor. Virajes que se van cerrando y cerrando, que dejan al ciclista vencido si ha entrado demasiado rápido. Sombras por doquier que disimulan baches, que esconden peligros. Pendiente y mucha, mucha velocidad.
La segunda imagen de Perico en sus primeros años es la sangre. Sangre que mana por debajo de la manga derecha de su maillot. Gesto de dolor, casi lágrimas en los ojos. Una rueda que se va, gravilla en el piso, un cuerpo al suelo. Delgado lo nota desde el primer momento. Su clavícula se ha roto. No habrá doblete en Morzine, no habrá cuarto puesto en la general, ni ilusiones, ni París. Nada de eso existe ya. Sólo dolor, sangre y dolor. Jamás le gustará a Pedro la bajada de Joux Plane. Allí se dejó la piel en 1984, allí se le escapará un poco del Tour tres años después.
La segunda imagen de Pedro Delgado es la sangre.
Tercera imagen. Invierno
Invierno en primavera, oscuridad, frío y lluvia. Nieve en las cumbres, desconcierto en los valles, caras ateridas, mejillas gélidas. Y la sorpresa, claro. La tercera imagen de Perico Delgado es la más particular, la que mejor define, seguramente, toda su trayectoria como ciclista. Sí, más que Luxemburgo…
Robert Millar era un ciclista pequeñito y fibroso. De pocas palabras, algo arisco con los periodistas, un hombre hecho a sí mismo que tuvo que emigrar muy joven a Francia desde su Escocia natal para cumplir el sueño de hacerse corredor. Eso curte, seguramente, hace que madures antes, que cultives una cierta independencia.
Robert Millar era, además, un tipo pintoresco. Al menos para esa España pacata y aún desperezándose que saludaba los primeros meses de 1985. Porque olviden la Movida, los grupos de música y todas esas cosas que hoy en día nos han querido vender… Eso fue, claro, Madrid, o Vigo, o Barcelona, o alguna ciudad más o menos grande. Pero España era, sobre todo, un espacio rural, un inmenso mar interior que entraba poco a poco en la modernidad. Apenas un par de años antes Laurent Fignon hablaba de las incomodidades casi decimonónicas que tenían algunos alojamientos de la Vuelta en pequeños pueblos de los Pirineos o la cordillera Cantábrica. Sitios legañosos, casi detenidos en el tiempo. Eso.
Y allí, claro, Robert Millar era un personaje distinto. Diferente. También incómodo. Porque tenía el pelo rizado, porque su estilo era atildado, porque no hablaba con los periodistas más que con monosílabos, apenas dos palabras con sus compañeros. Educado y cortés, pero distante.
Cómo no iba a pasar lo que acabó pasando.
Pero hasta llegar a eso asistimos a una prueba distinta, apasionante, con continuas alternativas y comportamientos oscuros por parte de algunos de sus protagonistas. Entre ellos, claro, Pedro Delgado.
Visto con el paso de los años aquella fue una Vuelta extraordinariamente simbólica. Por lo que pasó, por sus intérpretes, por aquel país que cambiaba. Fue, por ejemplo, la última ronda antes de que España entrase en la Unión Europea. La primera ganada por quien habría de ser el ciclista español más popular de siempre. La inicial gran victoria de Perico. Y una muestra perfecta de lo que la leyenda, el desconocimiento y los susurros pueden hacerle a una carrera. Ni más ni menos que engrandecerla hasta no distinguir realidad de ficción.
El maillot, lo primero es el maillot, el que viste Delgado. Ahora es de color azul con ribetes blancos. Orbea, pone, y también MG. El gran cambio, el definitivo salto a la cultura popular, seguramente.
Al final de la temporada anterior Perico Delgado decide aceptar la oferta de Txomin Perurena, y abandona el navarro Reynolds para fichar por el vasco Orbea. La vieja firma de armas, de munición, aquella que había nacido en el siglo xix en Eibar y que había tenido que reconvertirse tras el final de la Primera Guerra Mundial, encontrando la solución en los tubos, los cuadros, las bicicletas. Una de las marcas señeras, que vio como su producción caía en picado en los años sesenta y tuvo que integrarse en la Cooperativa Mondragón y trasladar su sede a la vizcaína localidad de Mallavia. Historia y tradición, representación, también, de una determinada forma de hacer las cosas, de un carácter, de un estilo. Y muchos millones.
Porque Pedro Delgado se había convertido, con este contrato, en el corredor mejor pagado de España. Algo que pesa como una losa, algo que sus detractores no paran de recordar. El ciclista que más cobraba no obtenía resultados, no había ganado apenas nada, era sólo una promesa, refulgente, sí, pero apenas una promesa. La presión, que siempre iba a descansar sobre sus hombros a partir de entonces, empezaba a agobiar a Perico, y ponía sobre él un objetivo muy determinado: tenía que conquistar la Vuelta a España. Cualquier otro resultado sería decepcionante…
Rodeándole había una buena formación, un grupo muy unido que había ido ascendiendo de categoría a la vez que el equipo, y donde destacaba una gran promesa vasca de la época, Peio Ruiz Cabestany, fantástico rodador y pasable en montaña que parecía iba a dar grandes momentos de ciclismo. Al frente, Txomin Perurena, exprofesional casi recién retirado que contaba con más de cien victorias en su palmarés, y que había estado un par de veces en disposición de ganar la Vuelta a España. Alguien, seguramente, más respetado que realmente brillante como director. Querido y apreciado, no temido por sus tácticas o su genialidad. Con todo, un conjunto homogéneo, perfecto para arropar a Perico en la que debía ser su primera gran victoria.
Que lo fue, de hecho. Aunque de forma rocambolesca. Como siempre hacía las cosas Delgado.
El tema empieza en plan histórico. En el prólogo gana un holandés, Bert Oosterbosch, vistiendo el primer maillot amarillo. Este buen rodador fallecerá apenas cuatro años después. Un infarto. Mientras dormía. En la misma época se producen otras muertes en circunstancias parecidas. Eran principios de los noventa y entre el pelotón y algunos periodistas se empiezan a susurrar tres letras en voz baja. E P O. Dicen que si lo de Bert fue por eso. Que si los otros también. Que espesa tanto la sangre que puedes quedarte en el sitio mientras duermes. Que a veces algunos han tenido que ponerse a hacer gimnasia en su casa, asustados ante la posibilidad de ver sus arterias obstruidas por el veneno. Que es mortal. Que es genial. Que es increíble. Que debes probarlo. Que tienes que tomarlo.
El ciclismo entraba, poco a poco, en espacios oscuros.
Con todo, en 1985 aún todos éramos inocentes, los noventa quedaban muy lejos y el mundo era mejor. Al menos, con preocupaciones menores. La única pena era que aquel grandullón había dejado sin maillot amarillo a un navarro, uno también enorme y que parecía pasado de peso, que fue segundo en su debut en la ronda. En la tercera etapa, ese chico encontraría su recompensa, con Oosterbosch quedado en terreno rompepiernas antes de Orense y el amarillo descansando sobre sus espaldas. El mozo en cuestión, que corría para el Reynolds huérfano de Delgado, se apellidaba Indurain. El nombre aparecía en muchos sitios como Mikel.
La relación de Indurain con la Vuelta a España siempre fue tortuosa. Porque comenzó bien, con ese hito que le transformó en el líder más joven de toda la historia de la ronda. Un puesto en la general que mantuvo cuatro jornadas, y que sería, a la postre, su mejor recuerdo de esta carrera. No había cumplido los veintiún años y era una promesa que nadie veía, eso no, como futuro vencedor de grandes rondas. Quizá sí clasicómano, buen corredor, puede que campeón. Pero el Tour… no, aquello era para otros. No había cumplido veintiún años y jamás volvería a ser primero en la Vuelta a España, y nunca ganaría una etapa, y no estaría en disposición de vencer en la ronda, y allí se caería en 1989, y decepcionaría en el 90, y se retiraría del ciclismo en el 96, camino de los Lagos. Amor juvenil, y odio para siempre. Eso fue la Vuelta para Indurain.
Y de entre todos los lugares malditos que tuvo para él la geografía española, el peor fue Covadonga. Los Lagos. Allí perdería siempre sus opciones, allí, sin llegar siquiera a la primera rampa, se bajó de la bici en un triste septiembre de once años después. Y allí, de forma totalmente predecible, abandonó su puesto en la general en 1985, dejando el maillot amarillo a…
¿Querían simbolismo?
Sí, Pedro Delgado.
Porque si lo de Indurain con Covadonga es un amor no correspondido, lo de Delgado tiene más de vodevil de provincias, con episodios épicos y otros cómicos, con momentos de bochorno y sufrimientos que surgen cuando uno menos se lo espera. «Jamás supe qué me iban a deparar los Lagos hasta haber empezado la ascensión», dijo un día Pedro. Pues bien, en 1985 tocó gloria.
Junto al lago de la Ercina, Indurain pierde una minutada, Delgado se impone, accede al liderato y además tiene a su compañero Cabestany como segundo en la general. Jornada ideal para su equipo, que funciona a la perfección. Los dos jóvenes se abrazan en meta, dan entrevistas juntos, todo son sonrisas, buenas palabras. Pese a ello, la Vuelta está lejos de quedar sentenciada, porque los Lagos han sido menos decisivos que nunca hasta entonces y siete ciclistas entraron en menos de medio minuto. Las espadas quedan en alto, pero Delgado, el ciclista que copa portadas en los periódicos, está mejor situado que ningún otro.
Y, al día siguiente, su némesis. El momento fatídico. El final inesperado.
Una etapa durísima, con recorrido quebrado y engañoso por Cantabria. En mitad de la trilogía que componen las llamadas tres colladas (La Hoz, Ozalba y Carmona), a Perico se le cruza un cable y salta tras una escapada intrascendente protagonizada por el francés Simon. Nadie entiende el movimiento del líder, que se muestra más nervioso que nunca. Y la tragedia llega subiendo el interminable puerto de Palombera, una preciosa carretera que serpentea juguetona por las fuentes del Saja en mitad de un bosque de robles y hayas, hasta desembocar en brañas peladas de nieblas eternas. Allí, donde Ocaña regaló su última gran actuación en la Vuelta con un ataque de rabia y dolor en 1976, Pedro Delgado entrega todas sus opciones de victoria. Empieza a ir cada vez más y más despacio, pierde de vista al pelotón de los buenos, consigue rehacerse en la parte alta, donde las nubes son algodones acariciando el rostro de los ciclistas. Pero en el descenso hasta la base de Alto Campoo, última subida del día, el segoviano empieza a vomitar. Algo le ha sentado mal. Los nervios, los esfuerzos, la responsabilidad, quizá. Su estómago se vacía, igual que sus piernas, y pronto pierde comba en las sostenidas rampas que llevan hasta la estación de esquí de Brañavieja. En meta se deja casi cuatro minutos con los primeros. Quien el día anterior triunfó en Covadonga entra hoy, en Alto Campoo, en 34.ª posición de la etapa.
El hundimiento. Pero no la debacle, porque su compañero Peio Ruiz Cabestany aguanta las acometidas de los colombianos, del peleón Millar, y logra heredar la prenda que deja el segoviano. A partir de ahora el puesto de Perico será, deberá ser, el de gregario de lujo. La sonrisa es, en ese momento, de Peio, que atiende a los medios exultante. La nueva esperanza, tan simpático, tan ingenioso. Perico, en silencio, rumia su debilidad. Y avisa. «Si tengo que ayudar a Peio lo haré, pero yo todavía aspiro a ganar la Vuelta.» Días de vino y rosas en el Orbea, mientras se va fraguando, poco a poco, el descontrol.
Porque Delgado no está dispuesto a trabajar, o, al menos, no a cualquier precio, no si eso supone eliminar sus (pocas) opciones de victoria. Y lo demuestra en la primera ocasión que tiene, en el ascenso a Panticosa, allí donde Hinault sufría como un perro un par de años antes. En esa subida, sólo dos días después de su hundimiento de Alto Campoo, Delgado ataca. Un latigazo fuerte, seco, que le sirve para dejar atrás al grupo de favoritos. El problema es que ese movimiento aísla a su compañero Cabestany, el maillot amarillo, que se siente traicionado. En meta, apenas segundos de ventaja para Pedro, cruce de declaraciones ante los periodistas y la sensación de que aún queda mucha Vuelta… dentro y fuera de la carretera.
Las etapas se suceden, con cambio de líder incluido, ya que el escocés Robert Millar se hace con el maillot amarillo en Tremp, después de un golpe de mano auspiciado por varios equipos que coge por sorpresa, y en un mal momento, a los ciclistas del Orbea.
Millar es un ciclista sólido, el mismo que venció en Luchon aquel día en que a Pedro se le ocurrió ser un loco por los Pirineos. Un tipo introvertido, tan extremadamente educado como deliciosamente distante. Pero, digámoslo ya, una rara avis en aquella España de 1985 que todavía no había entrado en Europa y veía la modernidad como algo ajeno, lejano y, sí, antinatural.
Millar era pequeñito, vestía a la última moda, tenía rasgos afilados, mirada inteligente y llevaba siempre perfecta su melena, a veces lisa y a veces rizada. Con ese toque de aparente abandono que en realidad esconde una absoluta coquetería. Muy brit, claro. Además, se había hecho vegetariano, dicen que leía en las carreras (un ciclista leyendo…) y, suprema ignominia, llevaba pendiente. Hoy, cuando los deportistas esconden las orejas con aros de todos los colores y se pintan el cuerpo con cientos de tatuajes que no dudan en exhibir cuando tienen la más mínima ocasión (o sin tenerla), nos puede parecer normal, pero en aquel tiempo era toda una revolución. Que no fue, claro, bien vista por el resto de compañeros, y mucho menos por la afición de la Vuelta. «Españoles, valientes, que no gane el del pendiente.» Si a eso sumamos que Millar era el extranjero que se oponía a la tan ansiada victoria «de los nuestros»… el caldo de cultivo para una etapa llena de conspiranoia estaba dispuesto…
Y llegaría.
Años después, Robert Millar se convirtió en una leyenda. Desaparecido para casi todos, colaboraba regularmente con diversas publicaciones de ciclismo, pero nadie parecía saber dónde vivía. Esquivaba a los reporteros y mantenía una vida que podríamos llamar de perfil bajo. Hasta que un investigador menos educado que los demás, llamado Charles Lavery, lanzó el rumor de que se había cambiado de sexo, se hacía llamar Philippa York y vivía con su novia totalmente aislado del resto del mundo. Acompañaba esta información, que apareció en el diario británico Daily Mail, con unas fotografías donde Millar se mostraba con un aspecto femenino. Nadie confirmó los datos, y el mismo Millar se volvió todavía más esquivo. En su magnífica biografía sobre el personaje, Richard Moore cuenta las dificultades que tuvo para contactar con el escocés, y cómo este último episodio seguramente no ayudó a que su carácter retraído mejorase. Lo cierto es que Millar sí que hizo algunas apariciones, desmintiendo, al parecer, la información de Lavery. Lo mismo daba, hombre o mujer (qué importa), la intromisión en su vida privada había sido brutal y, sí, deshonesta. Una violación absoluta de su intimidad. Hoy en día, Millar sigue acreditado como articulista en prestigiosas publicaciones en inglés (firmando, por si hace falta decirlo, con su nombre, y no con el de Philippa York), pero su actitud continúa siendo poco abierta. No hay entrevistas, no hay declaraciones directas, no hay actos oficiales. Nada. El ciclista que fue un misterio sigue siendo un enigma, y eso es lo que hace, seguramente, más atractiva su figura.
Un último apunte, que quizá ayude a comprender el clima al que se tuvo que enfrentar Millar en la Vuelta a España. Años después, cuando el rumor sobre el cambio de sexo de Millar se había hecho general en el mundillo ciclista, Álvaro Pino dejó para la historia unas desafortunadas declaraciones que, seguramente, le retrataban a él más que a ningún otro, pero que también pueden hablarnos de un momento, de una idea, de un tono. Decía el gallego: «A Robert Millar no le quedó otra opción que cortarse los huevos después de perder una Vuelta con Perico y otra conmigo»…
Verdad o no lo de la operación, Millar era ya un personaje difícil dentro del tradicional y machista mundo del ciclismo, donde las cosas se hacen a las bravas, por cojones, y la educación superior brillaba en aquel momento (y aún lo hace en ocasiones) por su ausencia. Alguien tímido y huidizo. Alguien que no es, claro, uno de los nuestros y que, además, va a ganar a uno de los nuestros. Y eso sí que no puede ser…
Porque realmente Millar va a vencer en la Vuelta de 1985. Y lo va a hacer a lo grande. Mantiene el amarillo en la decisiva contrarreloj del penúltimo día, donde Peio impone su potencia, pero no puede hacer frente a la desventaja que llevaba con el líder y, sobre todo, al infortunio en forma de dos cambios de bicicleta. Tampoco asalta el cielo el colombiano del Zor Pacho Rodríguez, que se queda únicamente a diez segundos de tocar el liderato. Un año después de ver cómo Alberto Fernández perdía una Vuelta por seis segundos, otro pupilo de Javier Mínguez, esta vez colombiano, va a tener que soportar un trago similar.
O no. Porque queda la penúltima etapa, la de la sierra madrileña, esa que nunca había decidido nada, a juicio de los periodistas. Terreno quebrado, duro, atravesando Morcuera, Cotos y Guadarrama. La última esperanza de acorralar al escocés. Pacho Rodríguez a diez segundos, apenas un suspiro, un pinchazo, un momento de flaqueza. Peio Ruiz Cabestany, espléndido durante toda la carrera, a un minuto y quince segundos. «Me da lo mismo ser el tercero que el vigesimotercero», decía el ciclista del Orbea, valiente, prometiendo guerra. Y detrás Gorospe, Dietzen, Delgado.
¿Delgado?
Sí, porque el antiguo líder de la carrera, el hombre del contrato más alto del ciclismo español, el que estaba predestinado a vencer en esa Vuelta, se movía ahora en una anodina sexta posición, a seis minutos y trece segundos del líder. ¿Pacho? Puede ser. ¿Peio? Más difícil, pero, por qué no… ¿Perico? Imposible. La de 1985 no iba a ser su primera victoria en la Vuelta Ciclista a España. Tendría que esperar.
Pero algo ocurrió. Como siempre pasa con Delgado. Cuando tiene todo de cara, la situación se vuelve en su contra. Cuando ha perdido cualquier atisbo de esperanza, aparece una luz al final del túnel. Es su magia, eso que le hace distinto y que le convertirá en fenómeno de masas. Es, fue, en este 1985, una de las etapas más memorables, recordadas y polémicas de toda la historia del ciclismo.
Los hechos, fríos, desapasionados. La jornada amanece umbría, húmeda, con aguanieve en la cima de los altos y niebla, mucha niebla, en los descensos. Bajas temperaturas y lluvia, vaho que se escapa de las bocas de los ciclistas. Condiciones ideales para llamar, en voz bajita, a la épica.
Lejos, muy lejos de meta, empiezan a pasar cosas. Subiendo la Morcuera Peio Ruiz Cabestany tiene problemas y se descuelga de sus dos grandes rivales. Su rostro se congestiona, su pedalada, hasta ese momento dulce, amenaza con romperse. Será Perico Delgado quien de manera voluntaria se deje caer y ayude a reincorporarse a su compañero. El rol del segoviano ese día parece claro… auxiliar a Peio en lo que necesite y, si puede, aprovechar la falta de vigilancia que le regalan sus seis minutos de desventaja para triunfar en su tierra.
Porque la etapa termina en las destilerías de la marca DYC, allí donde todo huele a whisky, donde el aire está untoso de alcohol. Qué mejor lugar para que un escocés, Millar, se convierta en el primer corredor británico que gana una Gran Vuelta.
El siguiente puerto es el de Cotos, que se sube por la vertiente norte antes de descender en dirección a la Comunidad de Madrid. Y allí empiezan a pasar cosas, algunas más extrañas que otras. Por de pronto, la carrera se rompe, los corredores empiezan a repartirse en mil y un grupitos, quedando delante solamente los más fuertes. Además, a unos kilómetros de la cima, Millar pincha. El líder se detiene, cambia de bicicleta, parte a la captura de quienes le preceden. Es una posición complicada, dado que si no logra conectar antes de la cima podría verse en problemas. Así que Millar se exprime, quizá demasiado, y logra cazar unos metros antes de entrar en el llano que separa Cotos de Navacerrada. Él no lo sabe, pero en ese momento el hombre que le va a arrebatar la victoria ya rueda por delante.
Estará, además, el escocés solo, el único Peugeot en el pequeño pelotón de los ases. La mala suerte se ha cebado con el equipo francés, y Simon, su mejor équipier, también pincha subiendo Cotos. Pero él tiene menos fuerza que su jefe de filas, y no volverá a ver al grupo principal. El mundo parece desmoronarse para los pupilos de un desbordado Roland Berland. Todo se tuerce, aunque de forma sutil, con susurros, como una avalancha que se anuncia con pequeños puñados de polvo apareciendo aquí y allá…
Porque los acontecimientos se precipitan. Recio, un potente rodador que corre para el Kelme, ataca justo cuando pincha Millar, aprovechando el desconcierto de todos. Y casi arriba de Cotos hace lo propio Pedro Delgado. De forma sorpresiva, evadiéndose, seguramente, de las necesarias labores de apoyo a su líder Cabestany. Quizá tuvo libertad, pero, con todo, es un movimiento anómalo. Que acabará en leyenda, claro.
Y Perico pronto abre hueco, amparándose en su conocimiento del terreno, que no es otro que las carreteras donde entrena habitualmente. Logra descender Navacerrada fugaz en mitad de un camino ciego, empenachado con nieblas grises que de tan densas parecen poder tocarse. Captura a Recio y a partir de entonces ambos empiezan a entenderse.
Años después Pedro dirá que no fue así, que Recio se hizo el remolón temiendo que Delgado, mejor escalador, lo dejase en el ascenso definitivo a El León. Que sólo después de mucho hablar llegarían al pacto de jugarse la etapa en los últimos metros. Que, que, que…
Lo cierto es que cuando Pedro Delgado contacta con Recio, aún en terreno relativamente llano, este empieza a tirar de él con todas sus fuerzas. Con el coche del equipo Kelme, además, dando ánimos a los dos, claro. Como si fueran del mismo equipo. Porque quizá lo eran, vamos. Y la tragedia de Millar empieza a fraguarse.
Cuando esto termine, y lo haga con éxito, Perico declarará que ha sido una victoria «de todos los españoles». El periodista Javier de Dalmases dejará escrito que quien ha corrido ese día es una selección española que podría rivalizar con cualquiera en el Tour de Francia. No hubo colores, o maillots diferentes, o marcas comerciales. Y eso fue la perdición del escocés… Una de ellas.
El ciclismo estaba recuperándose en España después de una década en la cual había superado una crisis tremenda, con apenas ningún ciclista de importancia y una falta de interés por las bicicletas que incluso había afectado al sector de su fabricación. La ampliación brutal del parque móvil motorizado a finales de los setenta y principios de los ochenta, unida al éxodo poblacional del campo a la ciudad, hizo descender mucho el número de bicicletas vendidas en el país. Si a eso sumamos el desinterés por el ciclismo profesional, podemos entender que este deporte, este campo, era un auténtico erial desde un punto de vista comercial, periodístico y mediático a principios de los ochenta.
Todo había cambiado, como vimos, especialmente a raíz de la participación del Reynolds, y del propio Delgado, en el Tour de 1983. Cada vez más y más personas se interesaban por las dos ruedas, en lo que era una recuperación anhelada (y compartida) por todos, desde periódicos hasta televisiones o fábricas de bicis.
Pero algo fallaba: los resultados. La gran ronda española, la de casa, la que tenían que ganar siempre los ciclistas patrios, estaba huérfana de sus éxitos desde hacía años. Sí, en el 82 se había impuesto Lejarreta, pero con un escándalo de doping y descalificaciones de por medio que poco ayudaban, más bien al contrario, a aumentar la popularidad del producto. Al año siguiente, nadie pudo con Hinault. Y en el 84 fue aún peor, con victoria de un desconocido Eric Caritoux por delante de Alberto Fernández. Apenas un puñado de segundos, pero todo un mundo de prestigio para la prueba.
Por eso «convenía» que en el 85 venciese un español. Todos (bueno, menos los extranjeros, claro) iban a salir beneficiados. Y si ese vencedor era Pedro Delgado, mejor que mejor. Porque Perico era joven, era guapo, tenía carisma y un magnífico futuro por delante. Era el yerno que todas las suegras deseaban, el novio que todas las hijas querían para sí. Tenía sonrisa, simpatía y desparpajo. Y era, además, el mejor pagado. Nada baladí, vemos, en el contexto que estamos planteando.
Y entonces, como por arte de magia, todo se alineó para que Pedro Delgado pudiera vencer en esa Vuelta. Casualmente. O no.
Uno de los aspectos fundamentales que afrontó Fernando VI en su reinado, que se extiende desde 1746 hasta 1759, fue la modernización de la red viaria en la Monarquía española. Fundamentada, además, en un eje que debía comunicar la península de norte a sur, desde el puerto de Santander hasta Sevilla y Cádiz (única entrada de las mercancías americanas antes de la liberalización de tal comercio pocas décadas después) pasando por la capital, Madrid. A tal efecto, y con espíritu ilustrado, el rey encargó la construcción de un Camino Real que pudiera mirar de frente a los más modernos existentes en ese momento en Europa, uno que remontase la meseta vía Reinosa y Campoo, continuase hasta Valladolid y desde allí llegara a la Corte. Y para atravesar el sistema Central hubo de crearse una infraestructura propia, espectacular, la segunda más complicada (la palma se la llevan las espectaculares Hoces de Bárcena, en Cantabria) de toda esa enorme espina dorsal que iba a partir sus dominios. El puerto que miraba directamente a Madrid se llamó Alto de Guadarrama, aunque pronto fue conocido como puerto de El León debido a la escultura que, simbolizando el imperio español, se erigió en su cima. Siglos más tarde, la propaganda franquista lo rebautizó como Alto de Los Leones o de Los Leones de Castilla, en recuerdo a los combates librados allí durante la Guerra Civil. Sitio histórico y trágico, pues.
Aquel Alto de El León fue el primer puerto ascendido en la Vuelta a España, durante la etapa inaugural de la primera edición, medio siglo antes de la cabalgada de Delgado y Recio. Y esa fría tarde de 1985 volvía a reclamar su puesto como punto señero del ciclismo español.
Los dos escapados se entienden perfectamente, con relevos sostenidos, siempre animados desde el coche del Kelme por Rafa Carrasco, director de ese equipo. Delgado no lleva a nadie con él, porque Perurena está unos minutos más atrás, junto a Peio Ruiz Cabestany, que asciende con solvencia, rodeado de sus dos grandes rivales.
Y entonces empieza a suceder.
Porque por detrás el grupo ralentiza su marcha. Los tres primeros están tan cerca en la general que cualquier movimiento puede ser el definitivo. Así que durante toda la subida no dejan de atacarse. Arrancadas secas, violentas pero de poco recorrido. Si Peio se alza sobre los pedales rápidamente, tiene a Pacho Rodríguez y Millar a su rueda. Si es el colombiano el que lo prueba, ocurre lo mismo con los otros dos. Y tras cada intento, un pequeño parón en el que todos ruedan despacio, ocupando a lo ancho la calzada, y por detrás entran más ciclistas. La ventaja de los dos escapados se dispara. Y siguen pasando cosas extrañas.
La primera es que Berland, el director de Peugeot, el de Millar, no se acerca a darle instrucciones a su pupilo, no le canta la diferencia con Delgado, no se da cuenta, no se dará cuenta hasta que sea demasiado tarde, de lo que está pasando. ¿Deliberado? Lo cierto es que tras esta etapa fue despedido fulminantemente del equipo y jamás volvió a dirigir un conjunto. Eso sí, Millar nunca lo culpó del desastre de aquel día. Sus sospechas fueron por otro lado.
El primero en percibir lo que ocurría fue el siempre inteligente Cabestany. Echó cuentas: su velocidad, la que llevarían por delante, el retraso en la general. Echó cuentas y lo asimiló todo, porque el ciclismo no es sólo dar pedales, sino también pensar, y en eso Peio fue de los mejores. Lo comprendió y empezó a actuar. Por de pronto, no volvió a lanzar ataques, intentó ralentizar lo más posible la marcha del grupo de favoritos. Y se mostró esquivo. Si Millar le preguntaba algo sobre la escapada, él fingía no entenderle. Si era Pacho quien le decía que qué estaba pasando en cabeza, le decía que no lo sabía. O, ante su insistencia, le mandaba directamente a la mierda. Y por dentro sonreía. Qué cabrón, pero qué grandísimo cabrón, pudo pensar. Se va a llevar la Vuelta.
Al coronar el puerto de El León, el último de aquel día histórico, se produce una de esas imágenes que devienen en icónicas a la luz de lo que terminó ocurriendo. Allí, el líder, Robert Millar, se acercó a sus rivales y les dio la mano, primero a uno y luego a otro, mientras en un titubeante español decía, voz bajita y educada, «ha sido un placer competir con vosotros. Este año no habéis podido ganar, pero seguro que tendréis muchas otras oportunidades en el futuro». Y Peio, claro, reía por dentro.
Hasta la meta hay cincuenta kilómetros de terreno en principio descendente y luego llano, con toboganes, típicamente castellano. Cómodo, con todo, incapaz de decidir nada en un día normal. Pero aquel no era un día normal.
Por delante, nada nuevo. Relevos perfectos, altísima velocidad, entendimiento absoluto. Y un hueco que se dispara. Tanto que empieza a ser imposible pasarlo por alto. Ni siquiera queriendo.
Las motos de enlace, encargadas de dar las diferencias entre los distintos grupos de la carrera, se muestran aquella tarde especialmente remolonas. Tardando en dar información, picando, cuentan las malas lenguas, por lo bajo. Eso dirá después Millar, eso declarará Berland. El caso es que sólo será a unos veinte kilómetros de meta cuando el estropicio sea conocido por los extranjeros (porque, más que de equipos, hablamos ya de españoles y extranjeros, no sé si ha quedado claro). Por encima de los cinco minutos de desventaja. Y las alarmas que se encienden. Y vuelven a ocurrir cosas raras. Aún más.
Porque Millar se asusta, empieza a mostrarse nervioso. Lo ha comprendido todo, pero lo ha comprendido tarde. Tira del grupo durante unos metros, con fuerza, y rápidamente siente en su nuca el aliento de Pacho Rodríguez. Y recuerda que sólo diez segundos los separan en la general. Y que de nada sirve que no gane Delgado si al final se le escapa el colombiano. Así que deja de tirar, o lo hace con menos fuerza, sin convicción. Mira a su alrededor, busca aliados. Peio está descartado; a Pacho su director, Javier Mínguez, le ha dicho que no ayude. Dietzen, Dietzen, sí, él está interesado en ello, en defender su quinta plaza, en arrebatarle la cuarta a Gorospe. Y Millar va a hablar con él. Negativas. No puedo, me han dicho desde los coches que no te ayude, que me mantenga a tu rueda. Linares, del Teka, ha dictado sentencia. No se persigue a un español, no se da caza, hoy no, a Pedro Delgado. «Una victoria de España», dirá Perico. Y tanto. Millar acabará llorando lágrimas de rabia.
Con todo, no hay nada perdido aún. Berland se retrasa a un grupo que va pocos segundos por detrás del de Millar. En él rueda Simon, aquel que pinchó en el peor momento, el que no ha podido aguantar con su jefe de filas seguramente por ese problema. De hecho, Pascal Simon va muy arriba en la general (terminará la carrera el 14.º) y ha mostrado fuerza suficiente como para ser un équipier de garantías. Además, junto a él está Pensec, otro domestique de Millar que podría ayudarlos en su lucha. Cuando llega el coche de equipo, se extraña, no debería estar allí, qué hace allí. Y Berland se lo cuenta. Ha pasado algo raro. Podemos perderlo todo. Aprieta, intenta contactar con Robert. Simon agacha la cabeza, empieza a tirar como un loco. Se está jugando el futuro de la Vuelta. Al fondo, a sólo unos metros, puede ver los automóviles que siguen al grupo de los tres primeros de la General. Cada pedalada un poco más cerca. Va a lograr contactar con su líder. Lo va a conseguir.
¿Lo va a conseguir?
Y entonces lo anómalo vuelve a cruzarse en el desarrollo de esa etapa. La historia suprema.
Porque, cuando el grupo de Simon se acerca de forma parece que inexorable al de Millar, unas barreras ferroviarias se cierran. Incidente de carrera, uno de los más típicos en el mundo del ciclismo. Si este deporte recorre carreteras abiertas, si plantea toda su identidad en tal hecho, tiene que soportar, de vez en cuando, estos problemas. Ha pasado siempre, y seguirá pasando, es imposible calcular hasta el último minuto a qué hora se rodará por un determinado punto kilométrico. No queda más que detenerse, esperar a que esas barreras se abran y lamentar la mala suerte.
O no.
Porque cuando se vuelven a alzar ningún tren ha pasado.
La historia es suficientemente estrambótica como para creerla inventada, pero lo cierto es que es el propio Richard Moore quien la recoge, de boca del mismo Ronan Pensec, en su libro sobre Robert Millar. Que la barrera se bajó y ellos hubieron de detenerse. Que estuvieron allí durante unos minutos, no sabe cuántos. Muchos, claro. Que jamás pasó ningún ferrocarril. Que las luces se apagaron, el sonido se apagó y los obstáculos volvieron a levantarse. Pero sin que por allí pasara tren alguno. Nunca. Que ya es casualidad, decía el francés. Sonriendo, supongo. El esperpento supremo, ¿no? Demasiado rocambolesco para creerlo. Demasiado incluso para Perico Delgado. Pero ahí queda, expresado, lo que dijeron los protagonistas.
De allí al final nada más, nada que no sea el drama, mascado poco a poco, pospuesto en kilómetros, de un apesadumbrado Millar. Por delante, Recio vence la etapa, claro, y Perico se queda junto a la meta, viendo pasar los minutos. A su favor. Sabiendo, quizá, lo que podía ocurrir, lo que estaba pasando. Y el grupo del líder que llega, con el escocés llorando lágrimas de rabia, prietos los dientes, el rostro demudado. Pasa por la meta y va directamente a encerrarse al coche del Peugeot. A sollozar tranquilo. A dejar salir una frustración tan enorme que uno pensaría imposible que entrase en su delicado cuerpo. Siente que le han robado, que le han arrebatado lo que era suyo. Golpea los cristales, gruñe, grita en silencio, que es la forma más dolorosa de gritar. No tendrá una mala palabra, no acusará a nadie, no la emprenderá con la organización, con los otros equipos españoles, con el mismo Delgado. Nada, educación absoluta. Distancia, altivez. Si ellos me vencen con trampas, yo responderé con dignidad. Pero el sentimiento es diferente. Me lo han hurtado. Era mía y ya no lo es. Por su culpa. De ellos, de todos ellos. Malditos.
Al principio del día, Millar aventajaba a Delgado en seis minutos y trece segundos. Tras esa etapa, Pedro era el nuevo líder con treinta y seis segundos sobre el escocés. Le había sacado seis minutos y cuarenta y nueve segundos.
La tercera imagen de Perico Delgado es esa. Invierno, nubes, lluvia. Lágrimas, victoria, abrazos.
Polémica.
La tercera imagen de Pedro Delgado será un resumen de su vida.
Cuarta imagen. La niebla
La cuarta imagen de Pedro Delgado es una no-imagen. El personaje, disoluto y genial, transgresor y paradójico, bien lo merece. Es una no-realidad, una ausencia, una mentira que dura dos décadas. Es un espacio donde lo ontológico se impone, donde la cuestión última es, realmente, qué está ocurriendo, qué es, sí, la realidad. Es un no ser, un no estar. Con victoria, además.
La leyenda nos habla de una estrategia perfectamente ejecutada por parte del equipo MG-Orbea. De una de esas planificaciones que se van creando en el autobús y nunca salen como se espera… hasta que salen. De una genialidad de Perurena, de una confianza infinita en las posibilidades de Pedro Delgado que acabó bien. Y no. O quizá no tanto. Veamos.
La carrera llegaba bastante decidida a aquella etapa que finalizaba, por primera vez en la historia del Tour, en la estación de Luz-Ardiden. Plenos Pirineos franceses, curvas de herradura por doquier, pendiente media muy sostenida. Antes, Aspin y Tourmalet, nada menos. Etapa reina de esa cadena montañosa, sin duda. Propicia, claro, para el drama.
Hinault había querido dejar bien claro desde el principio de aquella edición que iba a igualar los cinco de Merckx y Anquetil. Así, en la primera etapa de montaña, camino de Avoriaz, pega un hachazo seco, contundente, a un mundo de meta, y sólo el colombiano Lucho Herrera puede marcharse con él. Jugada perfecta, para ti la etapa y para mí la general. Minutada en meta, Hinault de amarillo y el ciclista más fuerte en los puertos de aquel año domesticado. Los colombianos a partir de aquel momento serían del equipo de Hinault a cambio de victorias parciales y el reinado de la montaña.
No lo necesitaba, en realidad, porque su conjunto, La Vie Claire, era un conglomerado de los mejores ciclistas del mundo bajo su mando pagados por el inefable Bernard Tapie, aquel fantoche que llegó altísimo en la cultura del pelotazo francés y al cual le cortaron las alas cuando parecía que se iba a convertir en un Berlusconi galo. Su equipo, apenas un capricho de nuevo rico, era sofisticado y rompedor, con un maillot inspirado en los diseños de Mondrian y los más modernos adelantos técnicos. Una máquina invencible.
Quizá demasiado. Su compañero Greg LeMond, estadounidense pionero en esto del ciclismo, está tan fuerte o más que el bretón. Dice que el movimiento de Avoriaz lo ha tomado por sorpresa, que se quedó detrás para proteger los intereses del equipo, que el que más fácil va en todo el pelotón aquel mes de julio es él. Y empieza a revolotear en su cabeza la idea. ¿Y si…? Hinault es hueso duro, correoso, un competidor de altísima categoría que no se va a dejar amedrentar. Ambicioso hasta el extremo. Y eso está a punto de ser su perdición.
A Saint-Étienne se llega unos días después, tras una larga jornada de media montaña que se acaba haciendo durísima por el fuerte ritmo y el calor. Allí vuelve a vencer Lucho Herrera, con el rostro ensangrentado después de haber besado el suelo en la bajada del col de l’Oeillon. Era un presagio de lo que estaba a punto de ocurrir.
Por detrás, los favoritos se juegan una intrascendente segunda plaza. Pero Hinault quiere demostrar que está de vuelta, que su liderato no es consentido, que puede derrotar a LeMond, a su compañero LeMond, en cualquier terreno. Lanza la llegada y su bicicleta se engancha con la de Bauer. El rostro del bretón besa el asfalto. Cuando entre en meta lo hará con la cara tiznada de polvo, cubierta de sangre oscura y reseca. Al día siguiente, se presenta en la salida de Saint-Étienne con un vendaje y los ojos completamente negros. Su nariz está rota, su Tour se ve comprometido.
A partir de entonces, la carrera cobra otra dimensión, con un Hinault disminuido y un LeMond que se sabe el más fuerte del grupo y amaga varias veces con romper las órdenes del equipo y atacar a su líder, al gran héroe del ciclismo francés. Una situación paradójica, una absoluta guerra de nervios que irá presentando la tensión infinita que iba a ser el Tour del año siguiente. Pero aún había mucho que pedalear hasta París aquel 1985.
Entre otras cosas, el paso por los Pirineos, y esta etapa de Luz-Ardiden. La de la estrategia perfecta. La de la traición que se confiesa años después.
En el Aspin se escapa Peio Ruiz Cabestany, quien tan importante había sido en la Vuelta a España que Perico ganó tan sólo unos meses atrás. Quien, también, había tenido sus primeros roces con el segoviano en aquella carrera. Pronto hace camino, hombre perdido en la general cuya cabalgada no importaba a unos favoritos más pendientes del sufrimiento de Hinault. A LeMond se le aparece el diablo en plena subida para tentarlo. Todo esto será tuyo, tan sólo tienes que atacar. La situación es caótica en La Vie Claire. LeMond, por ahora, se aguanta. Más tarde, en Luz-Ardiden, olvidará todas sus promesas y se lanzará en pos de su primer Tour de Francia. Agua. No sólo no consigue el premio, no sólo no logra arrebatar a Hinault lo que Hinault considera suyo, sino que el bretón se guarda esa afrenta. En su tierra no se olvida, se sigue matando por unos palmos de terreno generaciones después. Él mira, con sus ojos hundidos, aún tumefactas las mejillas. Rumia su venganza.
Delgado se escapa subiendo el Tourmalet, leyenda añeja bajo la niebla en aquella tarde de julio. Será Peio quien corone en cabeza el coloso, quien espere a Pedro en la bajada, quien tire de él con todas sus fuerzas hasta quedar derrengado al poco de iniciar la definitiva ascensión a Luz-Ardiden. Al menos eso dice la historia oficial.
La otra la cuenta el propio Ruiz Cabestany años después. Que él no saltó como parte de un plan preconcebido para que el segoviano triunfara en la etapa, sino buscando su propia gesta. Que el equipo lo mandó parar en la cima del Tourmalet para esperar a su compañero. Que hizo las primeras curvas de esa bajada, en mitad del silencio espeso que sólo la niebla puede regalar, llorando a moco tendido. Sabiendo que perdía una oportunidad de oro, una que a un ciclista como él no se le presenta todos los días. Pero obedeció, cuenta, y tiró de Delgado como si le fuera la vida en ello. Y cuando no pudo seguir la rueda de Pedro volvió a llorar, desconsolado. Eso cuenta Peio, esa es la otra historia de la etapa.
Delgado avanza inconmensurable, ajeno a lo que por detrás está pasando. LeMond ha traicionado a Hinault, que queda derrengado en la carretera. Lucho Herrera, por su parte, ha partido en pos de Perico, quien lleva tras de sí nada menos que al mejor escalador del mundo. Uno que ha olido, además, sangre.
La subida es surrealista. Gris. La niebla ha caído sobre los Pirineos de tal forma que la carrera deviene en una enorme nube de la que, a veces, salen algunas luces brillantes. Coches y motos. Y entre medias ciclistas agachados, encogidos sobre su manillar, avanzando a poca velocidad. Apenas hay sonidos, murmullos todo lo más. Las bocinas que habitualmente preceden a una llegada del Tour se las está tragando el vacío. La sensación es extraña, como si el mundo hubiera dejado de girar. Y allí, al fondo, Pedro Delgado devora metros, mirando atrás, buscando a un Herrera que se esconde por entre la bruma y al que es imposible adivinar. Pero está, cada vez más cerca. Por delante, la angustia.
Al final, Pedro Delgado se impone en Luz-Ardiden, con casi medio minuto sobre Herrera. Es su primera victoria en el Tour. La fotografía resulta gris, algodonosa. Como un cachito de sueño que hubiera sido captado en una instantánea.
Quinta imagen. Lágrimas
La estampa vuelve a mutar. El maillot es otro, ahora blanco y negro, con toques de color verde y rojo. En el pecho y los costados, tres letras, un anagrama: P-D-M. Y el esbozo icónico, una vez más, de la desgracia. Lágrimas. Tragedia.
Pedro Delgado cambiaba por segunda vez de equipo desde su paso a profesionales. El año en la estructura de Orbea había sido fructífero, con grandes victorias como la Vuelta de 1985, pero al final el ambiente se fue enrareciendo por los diversos episodios que ocurrieron tanto en la carrera española como en el Tour de Francia. Y, además, en el ánimo de Delgado pesaban otros dos factores.
El primero era netamente económico. PDM constituía una potentísima empresa holandesa (tenía detrás nada menos que a la Phillips, una de las corporaciones señeras en los Países Bajos, con implicaciones que iban en muchos casos más allá de la propia cultura económica y entroncaban con lo social), que había visto en el ciclismo una inmejorable forma de encauzar su publicidad. Así, de cara a esa temporada 1986 se producía un desembarco en el pelotón profesional que iba a ser a lo grande, fichando a muchos buenos ciclistas a golpe de talonario y llevándose en la figura de Delgado, además, a uno de los grandes corredores de la época. Jan Gisbers, el director, tenía plena confianza en Perico (al menos sobre el papel, como veremos cuando hablemos del controvertido Tour de 1987) y no dudó en hacer al segoviano una oferta irrechazable en lo económico. En los círculos ciclistas pronto surge el chascarrillo… PDM es el acrónimo de «Pedro Delgado Millonario»…
Pero, aunque el trato era imposible de recusar en lo monetario, otra faceta pesó también en la decisión de Perico de hacer las maletas. Una que tiene que ver con el potencial deportivo que todos le adivinaban y que todavía no había podido desarrollar del todo.
Durante sus primeros años como profesional, Delgado alternaba resultados regulares en contrarreloj con otros realmente catastróficos. La conclusión era que llegaba a la montaña, su medio natural, con una pérdida de tiempo tal que resultaba imposible de recuperar. Podía ser animador, podía aspirar a victorias parciales o a un puesto en el pódium, pero la gloria… esa estaba vetada por sus deficiencias en las pruebas individuales. A esto sumaba la sempiterna incapacidad de los españoles para situarse bien en el pelotón, para rodar en los abanicos, para hacer frente a esfuerzos intensos en el pavés. Todo eso, pensaba Pedro, lo lastraba en demasía cuando se trataba de disputar las mejores carreras del calendario. Y él era ambicioso, se había encaprichado de la más grande. Quería ganar el Tour. Así que, dispuesto a salvar esas carencias, aceptó la oferta de los holandeses y se enroló en su conjunto.
Lo cierto es que, en ese sentido, la jugada salió bien a Delgado. Mejoró en las cronos (aunque sus prestaciones más solventes habría de alcanzarlas, paradójicamente, en el equipo donde debutó como profesional) y aprendió a moverse de forma más eficaz dentro del grupo. Pero, sobre todo, se quitó complejos. Se dio cuenta de que, cuando se formaba un abanico, los holandeses (y los belgas y los franceses) sufrían tanto como los demás, y de que si aguantaban mejor el tirón era solamente por mentalidad y práctica. Es decir, que nadie nacía sabiendo y que ninguno era invencible en ningún terreno. Librarse de esa losa mental ayudó a dibujar aquello en lo que Pedro se acabaría convirtiendo: una poderosa máquina en las grandes vueltas.
En lo deportivo, nuevamente, nubes y claros. La Vuelta a España, de la que era vigente ganador, es un fracaso absoluto, con un Delgado desdibujado durante toda la carrera que se ve desarbolado de forma definitiva en el mítico ascenso a Sierra Nevada. Ese en el que, de forma milagrosa y tras sobreponerse a un ataque inicial, Álvaro Pino alcanza y supera a su rival, el escocés Millar. A estas alturas, el chico del pendiente debía de estar un poco mosqueado con esas cosas tan extrañas que le pasaban siempre en España, y que le impedían coronarse como vencedor de la carrera.
Delgado acaba aquella ronda en décima posición, muy lejos de la victoria y sin opción alguna de demostrar si había dado un salto adelante en sus prestaciones atléticas o no…
Eso lo dejaba para el Tour de Francia, «su» prueba desde siempre, aquella con la que estaba obsesionado. La que anhelaba ganar costase lo que costase.
Es el de 1986 un Tour especial. La primera vez que vencía en la prueba un corredor no europeo. El último Tour de Hinault. Y una competición con un desarrollo fascinante, frenético dentro y, muy especialmente, fuera de la carretera, con puñaladas, traiciones, teatro y lealtades mal entendidas por doquier. De ese Tour se han escrito libros, se han hecho documentales. Unos y otros dan su opinión. Hay quienes dicen que el comportamiento de Hinault fue poco noble, que llegó demasiado lejos en su hostigamiento a LeMond, que jamás debió romper su promesa de ayudar al rubio a ganar su primera Grande Boucle. Otros lo consideran, simplemente, el canto del cisne de una forma de hacer ciclismo, de entender la vida. El atacar cueste lo que cueste, sin desfallecer jamás. Una filosofía que busca la victoria, sí, pero sobre todo la forma de conseguirla. Porque vencer sin belleza es haber vencido un poco menos, mientras que caer entre llamas, consumido por el sol como Ícaro, es alcanzar una muesca mayor en un palmarés más importante: el de la leyenda, el que se queda grabado en la retina, en la mente, en los corazones de todos los que lo vivieron o se lo contaron. Todo aquello fue el Tour de 1986.
Aquello, y las lágrimas de Pedro Delgado.
Y eso que el Tour estaba marchando bien para él. De acuerdo, había naufragado en la contrarreloj como era habitual, sin mostrar progreso alguno en la disciplina, pero también se había impuesto en la primera etapa de montaña, su segundo parcial en la ronda gala.
Fue, de nuevo, en los Pirineos, pero esta vez atravesando rutas extrañas, algunas de esas carreteras estrechas y empinadas, dignas de Escher, que aparecen aquí y allá en los Pirineos atlánticos y que el Tour insiste en omitir de forma casi metódica. Bagargui, Ichère, Burdinkurutcheta, el temido Marie Blanque. Es allí, en ese trayecto agostado por el calor de julio, en mitad de una trampa imposible que a todos pilla por sorpresa, donde Hinault decide romper su promesa. O no.
Le Blaireau se ha pasado todo el invierno insistiendo en que cinco victorias son suficientes. Que ayudará a LeMond a conseguir su primer Tour. Que todo va bien en La Vie Claire, ese transatlántico que estuvo a punto de naufragar unos meses antes. Que él es hombre de palabra. Tendrá mi rueda siempre que quiera, dice. Eso sí, añade, con rostro reconcentrado, casi sombrío, tiene que ganársela.
Tiene que ganársela.
Lo que está diciendo el bretón es que él no es un gregario, sino un campeón de raza y que la lucha será encarnizada hasta el final. Lo que dice, de lo que está advirtiéndonos a todos, es que si LeMond quiere su respeto debe conquistarlo en la carretera. Que una primera muestra es ser tratado de igual a igual por el gran Bernard Hinault. Y, en ese caso, su bicicleta será una más, su dorsal, el de un enemigo. Si consigue estar a su altura, Hinault le reconocerá. Pero no dará facilidades. El Atlántico va a soplar con más agresividad que nunca.
Y empezará en esos Pirineos salvajes, selváticos, que nos enseña el Tour en aquel 15 de julio de 1986.
Falta un mundo para meta y el bretón se mueve. Los mejores aún no están subiendo el Marie Blanque, una pared rectilínea de cuatro kilómetros de longitud, un auténtico infierno en el que los corredores se van a retorcer para intentar mover sus desarrollos, mucho más duros que los actuales. Es en el llano antes del puerto, en ese respiro entre valles, cuando Hinault toma la cabeza del grupo, se alza sobre los pedales y acelera. Un arranque duro, violento, moviendo muy lentamente sus bielas, las pantorrillas a punto de explotar. Una bomba dirigida directamente a LeMond, que no sabe muy bien qué hacer, que queda a la espera de acontecimientos. Asustado, seguramente.
Pedro ve rápidamente que ese movimiento es el bueno, y salta a por Hinault. Los dos se unen (con Bernard y Chozas, que aguantarán sólo un tiempo con ellos) y pronto empiezan a entenderse. De nuevo se produce un pacto, igual que el año anterior con Herrera. Para Delgado será la etapa, para el bretón el maillot amarillo y la general casi sentenciada. LeMond realiza una aceleración postrera que le hará recortar unos segundos al final. Pero en Pau, en la ciudad que ama a Vicente Trueba, Delgado logra su segunda victoria en el Tour y Bernard Hinault, luchador indomable, se viste de amarillo con casi cinco minutos y medio de margen sobre el segundo, un abatido, cariacontecido y bastante enfadado LeMond.
Delgado se coloca cuarto en la general, desciende al quinto puesto con el paso de las etapas, en mitad de una batalla apocalíptica que enfrenta a LeMond e Hinault sobre las rutas francesas y, de forma aún más cruenta, en los micrófonos de los periodistas al acabar las etapas. Incluso los hoteles son testigos de algunas escenas bochornosas, ciclistas durmiendo con la bicicleta junto a la cama por temor a un posible sabotaje. Toda una novela de misterio en el Tour.
Pero decíamos que tras la monstruosa etapa del Granon, aquella que gana Eduardo Chozas, aquella en la que LeMond le arrebatará de forma definitiva a Bernard Hinault el maillot amarillo, Pedro Delgado está situado en una magnífica quinta posición. El cuarto, el inevitable Robert Millar, aparece a una distancia perfectamente asumible, por lo que no es descabellado pensar en escalar aún más puestos en la general. Se siente fuerte, ha corrido con inteligencia, sin derrochar energías, y además goza de la confianza y el respeto de un agradecido Bernard Hinault. La vida es de color de rosa para Pedro Delgado aquel 20 de julio de 1986.
Hasta que suena el teléfono.
Delgado está en su hotel, descansando. La llamada es de Segovia. Su madre acaba de fallecer. Pedro se sume en lágrimas, se encierra en la habitación, el equipo le da todas las facilidades. Si quieres abandonar, abandona. Llora en silencio su pérdida. Al final se decide. Saldrá en honor a su madre. Al día siguiente le dedicará la etapa.
Pero… no hay nada que hacer. Cuando tendría que empezar a sufrir, Pedro Delgado se da cuenta de que no le queda más sufrimiento dentro. En mitad de una de las guerras más alucinantes del ciclismo moderno, en aquella etapa donde LeMond e Hinault entraron abrazados, sublime pantomima, en la meta de Alpe d’Huez, Perico Delgado se baja de la bicicleta, humedecidos los ojos. Abandona el Tour.
Su quinta imagen son las lágrimas.
Después, el futuro.