Читать книгу Emma al borde del abismo - Marcos Vázquez - Страница 10

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—Te reitero la pregunta, Emma: ¿qué estás haciendo en el cuarto de tu hermano?

La voz de mi madre sonaba entre sorprendida y enojada.

—¡No le cuentes nada! –me ordenó Nacho–. Si se entera de la reunión en la universidad, no va a dejarte ir.

Debía tomar una decisión.

Aunque Nacho tenía razón, igual, si se lo contaba, no creía que me tomase en serio. Seguramente pensaría que se trataba de otra de mis alucinaciones. No la culpaba, también yo me lo cuestionaba.

—Estaba buscando a Guille –mentí–. No vino a traerme el desayuno como todos los domingos, así que creí que se habría quedado dormido y vine a despertarlo.

Me miró con desconfianza. Supuse que se preguntaba si podía estar tan enajenada como para no haber escuchado nada de la conversación con la policía.

—Tu hermano no regresó todavía –dijo, resignada–. Yo me encargaré de prepararte el desayuno hoy. Te espero en la cocina. No demores.

Dio media vuelta y se marchó.

Me sentí aliviada. Al parecer, no me había visto cuando estaba sentada frente a la computadora.

Salí del cuarto y fui tras ella. Al llegar a la cocina me senté a la mesa y esperé.

—Hay pan en la panera para que te hagas unas tostadas –dijo–. En la heladera están la manteca y la mermelada.

Encendió dos hornallas y puso a calentar la leche y el café.

No tenía hambre, así que no me moví de la silla. Mientras pensaba en una forma de escabullirme para ir a la universidad, vi a Daniel sentado frente a mí. Cuando descubrió que lo miraba, me regaló una sonrisa, apoyó el mentón sobre ambas manos y se quedó observándome en silencio.

—¿Qué mira? –preguntó Nacho de manera despectiva–. ¿No tiene otra cosa que hacer?

Me reí. Daniel era mi compañero de desayuno, aunque solo de lunes a viernes, los días que mi hermano se iba temprano a la universidad.

Cuando estuvo lista la leche, mi madre la sirvió en una taza y le agregó un poco de café.

—Aquí tienes el desayuno, Emma, y tu pastilla –dijo, y me alcanzó el pocillo junto al primer medicamento del día. En total tomaba tres: uno a la mañana, el que se suponía que apagaba las voces; otro al mediodía, para no estar tan deprimida; y uno a la noche, antes de acostarme. Este último no sé bien para qué servía, supongo que me ayudaba a dormir mejor.

Lo cierto es que el comprimido matinal no solo apagaba las voces, también me apagaba a mí. Ese día, decidí no tomarlo. Necesitaba estar más despierta que nunca. Llevé la píldora hacia la boca y simulé que la colocaba dentro, pero en realidad la mantuve escondida entre mis dedos. Con un movimiento sutil la guardé en un bolsillo. Más tarde la tiraría a la basura.

—Eso no está bien, Emma –dijo Clarisa.

—Necesito hacerlo, Clari. Es por mi hermano.

Mi madre, que normalmente no prestaba atención a lo que yo decía, apoyó su taza de café con brusquedad en el platillo y me increpó:

—¿Qué dijiste sobre tu hermano?

Vi que Daniel ponía el dedo índice sobre su boca para advertirme que no dijera nada.

—Clarisa me preguntó por qué estabas preocupada y le dije que era por mi hermano –mentí una vez más.

Tras un suspiro y un leve meneo de cabeza, volvió a concentrarse en el café.

—¡Bien pensado, preciosa! –me alentó Nacho.

Por el contrario, Clarisa me retó: “No me gusta que le mientas a tu madre y mucho menos que me incluyas en tu mentira”.

La ignoré.

Vi que el reloj de la pared marcaba las once y media. Debía actuar rápido. Necesitaba encontrar un motivo para salir de casa. Normalmente lo hacía con mi madre, aunque no le gustaba llevarme con ella. Se limitaba a alcanzarme al liceo, o al médico.

Mientras vivía mi padre era diferente: le encantaba que fuera con él a todos lados. Me decía que era su compañera favorita. A veces hasta lo acompañaba a los juzgados y me dejaba ver cómo hacía su trabajo. Como abogado defensor no tenía igual. Nunca se negaba a tomar un caso, aunque supiera que el defendido era culpable. Siempre afirmaba: "Todos tenemos derecho a una defensa justa, Emma; no importa si cometimos o no el crimen del que se nos acusa". Yo le respondía que no estaba de acuerdo y le cuestionaba que representase a alguien que no se lo merecía, a lo que él me respondía: "Es mi trabajo. Alguien tiene que hacerlo". Y lo llevaba a cabo con pasión. Cuando lo veía aparecer, el fiscal sabía que no le resultaría fácil condenar al acusado.

Esa fue una época donde Nacho, Clarisa, Daniel y los demás, me visitaban muy poco. Lograba aferrarme al mundo real sin demasiado esfuerzo.

Después de su muerte, Guille se esforzó por ocupar el vacío que había dejado papá. Él, más que nadie, sabía lo importante que era para mí. No quería que le sucediera nada malo. Tenía que encontrarlo, si es que estaba perdido. Debía inventar un pretexto para salir de casa.

La solución al problema llegó por sí sola. Cuando estaba por terminar de desayunar, escuché que sonaba el teléfono. Mi madre corrió hacia la sala y yo fui tras ella.

—¿Guille? –soltó, sin esperar a que le hablaran luego de descolgar el teléfono.

Por la expresión sombría que se le reflejó en la cara, supuse que no era mi hermano.

A partir de ese momento, solo se limitó a escuchar.

—Estaré allí en media hora.

Fue lo único que dijo antes de colgar.

A las corridas, buscó un abrigo, tomó la cartera de la mesa del living, se acercó, me aferró por ambos brazos y me dijo:

—Volveré lo antes que pueda, Emma.

—¿Pero qué sucedió, mamá?

Se marchó sin contestarme.

Quedé desconcertada. ¿Quién la había llamado? ¿Por qué se iría de esa manera?

—Es la oportunidad que esperábamos, Emma –me alentó Nacho.

—Ni se te ocurra, jovencita –rezongó Clarisa–. Hasta aquí hemos llegado. No voy a permitir que te vayas sin decirle nada a tu madre. Es demasiado arriesgado.

—¿Y qué piensa hacer para impedirlo, viejita? –la desafió Nacho–. ¿Se va a parar frente a la puerta para que no salga? –rió con fuerza.

—No seas así, Nacho. Ella solo quiere protegerme; no tienes por qué hacerla sentir mal.

—Está bien, mi niña; yo sé que no puedo detenerte, solo quiero hacerte razonar.

—Y te lo agradezco de corazón, Clari. Pero tengo que ir. Espero que lo entiendas.

Faltaba poco más de una hora para la una de la tarde. No tenía dinero tomar el ómnibus, así que decidí salir y caminar hasta la universidad. Ya lo había hecho otras veces con mi hermano y el recorrido llevaba alrededor de cincuenta minutos. Llegaría con tiempo. Necesitaba encontrar un lugar desde donde pudiese observar sin ser descubierta. No tenía decidido si iba a hacer contacto o no; todo dependía de quién acudiera a la cita.

Me puse una campera, un gorro y guantes de lana; el invierno se hacía sentir con fuerza, sobre todo por las noches. No tenía idea de a qué hora regresaría; ni siquiera sabía si lo haría, así que tomé los recaudos necesarios.

Busqué un juego de llaves. Mi madre los guardaba en una lata sobre la heladera.

Me sorprendió descubrir que se había dejado olvi-dado el celular sobre la mesa de la cocina, junto a la tarjeta del policía. Salió tan rápido que no se dio cuenta. Yo no tenía teléfono móvil, no lo necesitaba, pero quizás podía serme útil, así que lo tomé. Lo mismo hice con la tarjeta; si me veía en problemas, no estaba demás tener el número de teléfono de un policía.

Había llegado el momento de marcharme.

Mientras Clari decidió quedarse, Nacho optó por acompañarme. Me alegré de que así fuera, porque no quería ir sola.

Sin más, salí rumbo a la universidad.

No imaginaba lo que el destino me tenía preparado.

Emma al borde del abismo

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