Читать книгу Emma al borde del abismo - Marcos Vázquez - Страница 8

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En el dormitorio de Guille resultaba imposible dar dos pasos seguidos sin pisar la ropa que había tirada por el suelo. El cuarto era pequeño, aunque algo más grande que el mío. A la derecha se encontraba la cama. Estaba tendida. Un par de cuadernos y un libro de Derecho Penal, una de las materias de la carrera que Guille cursaba en la universidad, reposaban sobre ella. Al igual que mi padre, él también quería convertirse en abogado. Siempre decía que no pensaba ejercer como defensor, tal como lo había hecho papá, sino como fiscal. No toleraba que el causante de su muerte estuviera libre. A juicio de mi hermano, la policía había presentado pruebas contundentes como para condenarlo, pero el juez que manejaba el caso no lo consideró así. Al parecer, el hombre no recordaba haber cometido el asesinato; estaba demasiado drogado. Una pericia psiquiátrica le dio la razón a la defensa, por lo que el magistrado lo declaró no imputable y lo obligó a internarse en una clínica especializada. Tan solo unos meses más tarde le dieron el alta.

Un reloj bañado en oro, regalo de mi abuelo a mi padre en el día de su graduación, le había costado la vida a manos de aquel individuo.

—Veamos qué podemos encontrar en la laptop de tu hermano –dijo Nacho. La computadora permanecía cerrada sobre un pequeño escritorio.

La primera vez que escuché a Nacho tenía diez años. Fue el primero con el que conversé. Al principio no le respondía en voz alta, lo hacía solo en mi mente, hasta que un día descubrí que mis compañeros de clase me miraban de manera extraña y se reían. Recuerdo que Carla, la niña que se sentaba conmigo, pidió que la cambiaran de lugar. Entonces la maestra solicitó una reunión con mis padres y les planteó el problema. No sé bien qué les dijo, pero como consecuencia de esa charla, mi madre me llevó a ver a un doctor: un psiquiatra. Durante un año, tuve que asistir a una consulta por semana. Se suponía que el médico intentaría descubrir cuál era el problema y me ayudaría a superarlo. Pero no lo logró. Mis amigos habían llegado para quedarse.

A pesar de las voces, me esforzaba por concentrarme en clase. Claro que cada vez que decía algo en voz alta, todos se burlaban de mí. Más de una vez, mi padre propuso cambiarme de escuela, en particular antes de que empezara sexto. Quería que cursara el último año escolar en un entorno donde no me conocieran. Pero el médico se lo desaconsejó. Según él, cualquier modificación en mi rutina diaria podría resultar negativa.

Cuando empecé el liceo, mi padre murió y las voces se ensañaron conmigo. Ya no lograba concentrarme en nada y conversaba sola todo el tiempo. Una mañana, el Director llamó a mi madre y le habló sobre lo difícil que le resultaba mantenerme dentro de una clase con los demás alumnos. Le sugirió que no concurriera por un tiempo, así los médicos podían dedicarse de lleno a que recobrara mi salud. Si mejoraba, siempre podría reintegrarme al curso.

No fue fácil. Hubo momentos en los que no me reconocía ni a mí misma. Pero gracias a la medicación y a la ayuda incondicional de Guille, algunos meses más tarde, empecé a recuperarme.

Pero, aunque nunca volví a ser la misma, al año siguiente, mis amigos y yo regresamos al liceo.

—La computadora, Emma –insistió Nacho, al notar que dudaba.

—A mi hermano no le gusta que se metan en sus cosas –negué con la cabeza.

—¿Vas a preocuparte por eso, cuando la clave para encontrarlo podría estar allí? Además, no se va a enterar. Yo no se lo voy a contar… –se burló.

A lo mejor Nacho tenía razón. Si algo malo le sucedía a Guille y yo no había intentado ayudarlo, nunca me lo perdonaría.

Sin estar del todo convencida, recorrí la distancia que me separaba del escritorio y me senté. Cuando estiré la mano hacia la computadora, una nueva voz me sobresaltó.

—¡No toques eso, jovencita!

Era la voz de una mujer: una anciana de tono amable. Cada vez que la oía, una agradable sensación de calma me invadía. Siempre me trataba como si fuese su hija. Por lo general se aparecía a la hora de dormir, cuando estaba acostada, y me contaba un cuento hasta que me quedaba dormida. Aunque nunca conocí a mi abuela paterna, me gustaba imaginar que ella se le parecía. Mi padre decía que era igualita a mí: "Tienes los mismos ojos verdes, esos a los que no puedo negarme cuando se proponen algo –me hacía un guiño–; también te le pareces en el cabello: largo y rubio. Si lo sabrán mis dedos, que se han enredado tantas veces al intentar desenmarañar ese laberinto enrulado –sonreía–. Me hubiera gustado que la conocieras".

La primera vez que escuché la voz de la anciana la llamé con el nombre de mi abuela: Clarisa.

—No importa cuál sea la justificación, no corresponde que te metas en las cosas de tu hermano –dijo ella.

—A usted nadie la llamó, vieja entrometida –intervino Nacho–. ¿No ve que se trata de un asunto de vida o muerte?

—¿De vida o muerte? –repitió Clari, como la llamaba cariñosamente–. ¿Qué sucedería si en este momento entrara Guillermo por esa puerta y la descubriera a Emma con las narices metidas en donde no le corresponde?

—Eso no va a pasar –replicó Nacho–. Su hermano debe de estar metido en algún lío y Emma no va a quedarse de brazos cruzados a la espera de que venga la policía a decirle que lo encontraron…

—¡Ya basta! –grité–. Los dos tienen razón.

Debía actuar de acuerdo a lo que creía mejor.

Estiré una mano y abrí la notebook. Tuve suerte de que estuviera encendida y de que no me pidiese una contraseña. De inmediato se desplegó una pantalla repleta de íconos. Algunos me resultaban conocidos, como el navegador de Internet o el procesador de textos; otros, no tenía idea de para qué servían. Aunque la computadora era mi compañía preferida de las tardes, no poseía un gran conocimiento sobre su funcionamiento. Generalmente, la utilizaba para buscar imágenes de diferentes lugares del mundo. Cuando encontraba una que me gustaba, la contemplaba durante un rato. Tenía predilección por aquellas en las que se mostraban fotos de lagos rodeados de árboles, especialmente si había nieve alrededor. Me parecían increíblemente hermosas. Soñaba con que, algún día, viviría en un lugar así.

Con todo, igual me las ingenié para echar un vistazo en la máquina de mi hermano. Tenía la esperanza de hallar una pista sobre lo que había hecho Guille la noche anterior. Me llamó la atención un ícono que mostraba un calendario. Supuse que se trataba de una agenda, así que la abrí. Estaba vacía; no la utilizaba como tal. Busqué notas en el escritorio, pero solo encontré archivos vinculados a la universidad y una foto en la que aparecíamos junto a papá. Me dio tristeza pensar que ya no podía abrazarlo como en la imagen. La idea de que tampoco volviera a abrazar a mi hermano, me estremeció.

—No estás buscando donde corresponde, tontita –reapareció la voz de Nacho.

—¿Y dónde es eso, señor sabelotodo?

—¿En qué lugar hallarías un registro de lo que hacen la mayoría de las personas? –me interrogó, con un dejo de ironía en la voz.

—¡En Facebook! ¿Cómo no lo pensé antes? Gracias, Nacho.

—Por nada, preciosa.

A pesar de que mi hermano me había creado un usuario con mi nombre y me explicó cómo funcionaba, yo no lo utilizaba. No lo necesitaba. Mis amigos eran incapaces de tener uno propio y suponía que nadie querría aceptarme como contacto. No fuera cosa que mis voces se dedicaran a escribir incoherencias en el Facebook de los demás.

Pero Guille sí lo usaba. No perdía nada si le daba una mirada.

—¿Vas a entrar ahí? –preguntó Clarisa, escandalizada.

—Sí –respondí sin dudarlo–; es por una buena causa. Lo siento, Clari, pero esta vez, no voy a escucharte.

Claro que de la intención al hecho todavía faltaba un pequeño detalle: no conocía el usuario ni la contraseña.

Por fortuna, cuando ingresé a la página, comprobé que mi hermano no había cerrado la sesión. Lo primero que vi me desalentó un poco. La lista de publicaciones era enorme. Guille tenía 147 amigos.

Con paciencia, me dediqué a leer una por una. Lo primero que hice fue mirar lo que él había publicado. Lo último era del viernes a las once de la noche: "Me voy a la cama. Mañana será un día dedicado al estudio, pero después: ¡la gran noche!".

Tres personas dijeron que les gustaba la frase de Guille: Joaco, su mejor amigo; Sofía, la exnovia; y alguien llamado LLDT-4. Intenté averiguar quién era el tal LLDT-4, pero no había ninguna descripción adicional. Ni siquiera tenía algo publicado.

—¿Será una sigla? –preguntó Nacho.

—Mmm… puede ser. Pero ¿qué significará?

—Que no sigas invadiendo la privacidad de tu hermano.

Clari volvió al ataque.

—Ya te dije que…

Se escuchó un pitido corto por los parlantes del equipo. En la parte inferior derecha de la pantalla, se abrió una ventana de conversación y apareció un mensaje del usuario Joaco:

"¡Hola, Guille! ¿Cómo te fue anoche?".

Me quedé petrificada. Ya no podría esconderle la intromisión a mi hermano. Aunque, si no contestaba, quizás Joaco creyera que el programa había quedado abierto.

—Te lo advertí –dijo Clarisa–. ¿Ahora qué vas a hacer?

—Voy a decirle la verdad a Joaquín. Si le explico por qué entré a la computadora, quizás me ayude a averiguar qué planes tenía Guille ayer por la noche.

—¡No! –gritó Nacho–. Si se asusta no te va a contar nada. Lo mejor es que te hagas pasar por tu hermano y trates de descubrir lo que sabe.

Dudé. La idea me pareció buena, pero a la vez arriesgada.

Un nuevo mensaje apareció en la pantalla:

"¿Estás ahí? ¿¿¿Cómo estuvo lo de anoche???".

"Hola –me apresuré a contestar–. Estuvo bien". Ya no había vuelta atrás.

"¿Solo bien? Con el entusiasmo que tenías, ¿esa es tu respuesta? ¿No vas a contarme lo que hiciste? ¿Por qué tanto misterio?".

Me pregunté si no sabría nada sobre la noche anterior.

"No puedo", le escribí, y aguardé a ver cómo reaccionaba.

La respuesta no se hizo esperar:

"¡Prometiste que me contarías! No quisiste decirme antes de qué se trataba y ahora tampoco. Se supone que soy tu mejor amigo. ¿Qué es tan importante como para mantener el secreto conmigo? ¿Se trata de una chica?".

Me maldije. Me había hecho pasar por Guille para nada. Cuando mi hermano volviera a casa, tendría serios problemas para explicarle lo sucedido. Con suerte me perdonaría por haber ingresado a su computadora con la excusa de que mamá y yo estábamos preocupadas, quizás hasta comprendiera que tenía que darle una mirada al Facebook, pero lo de Joaco, no iba a perdonármelo.

Contesté la última pregunta con una frase escueta: "Después hablamos". Tenía la intención de cerrar la notebook y salir rápido del cuarto. Antes de que lo hiciera, se abrió una nueva ventana de conversación. El interlocutor era el usuario LLDT-4 y el mensaje constaba de tres palabras: "Tenemos que vernos".

—¡Bingo! –dijo Nacho–. Parece que atrapamos un pez.

Asentí en silencio. En la ventana de Joaco, un torrente de insultos y amenazas brotaba sin cesar. No le presté atención. No podía quitar los ojos del nuevo mensaje.

"¿Cuándo y dónde?", escribí deprisa.

El tiempo que transcurrió hasta que llegó la respuesta me pareció interminable.

"A la una de la tarde, en la universidad".

"Allí estaré", contesté sin pensarlo.

Noté que las manos me temblaban. Las retiré rápido del teclado, como si algo me hubiera quemado.

¿Por qué le había respondido que iría si ni siquiera sabía si podría? ¿Quería hacerlo? ¿Y si se trataba de una reunión que no tenía nada que ver con la ausencia de Guille? Algo en mi interior me decía que no, que concurrir a esa cita era importante. ¿Debía contárselo a mi madre y dejar que ella se ocupara? Me iba a ligar un buen rezongo por entrometerme en las cosas de mi hermano. ¿Me creería? ¿Se lo contaría a la policía? Quizás lo mejor sería ir sola hasta la universidad y ver quién se presentaba a la reunión. En una de esas, se trataba de alguien que yo conocía.

—¡En qué lío te metiste, mi niña! –se lamentó Clarisa.

Estaba a punto de responderle que tenía razón, que me arrepentía de no haberla escuchado, cuando oí que la puerta del cuarto se abría. Me levanté de la silla y giré hasta quedar enfrentada a la entrada.

—¿Qué estás haciendo aquí, Emma?

Sentí que mi corazón se aceleraba. Sabía que algo así podía suceder. Por más que busqué las palabras adecuadas, no supe qué contestar.

Emma al borde del abismo

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