Читать книгу El Pueblo del Hielo 3 - La hijastra - Margit Sandemo - Страница 6

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Capítulo 2

El conde regresó después de unos minutos.

—Le he dado el somnífero a mi esposa —dijo abruptamente—. También les he indicado a los sirvientes que no queremos interrupciones. Tenías razón: Henriette está tan sensible que hablaría demasiado rápido y demasiado fuerte sobre cosas que es mejor guardar en secreto. Encontré un juguete pequeño que mi hijo siempre abraza al dormir. Han lavado todo lo demás.

Sol tomó la suave muñeca de trapo.

—Está hecha de tela, así que está bien. ¿Puedo sentarme?

—Por supuesto. Por favor, perdone mi falta de cortesía.

Sol tomó asiento y dijo:

—Ahora debo pedirles que guarden absoluto silencio.

La habitación estaba callada como una tumba. Ni siquiera se oían los sonidos de la calle. La sala permaneció sumida en el silencio bastante tiempo. Sol sostuvo la muñeca cerca de su rostro. Estaba sentada con los ojos cerrados.

Finalmente, comenzó a hablar. Su tono era monótono y casi un susurro.

—Oscuridad... frío... Apenas tiene espacio.

El conde estaba a punto de preguntar si el niño estaba vivo, pero se contuvo.

—Él está durmiendo —dijo Sol con voz normal—. O quizás está inconsciente. No lo sé. Percibo angustia, mucho miedo y soledad. Pero esto fue hace un rato. Ahora él no siente nada.

«Oh, Dios», pensó el conde Strahlenhelm. No se atrevía a pensar más. Todo parecía tan irreal para él; y luego, esa mujer, a la que él debería juzgar, le había traído esperanza en medio de su desesperación. ¿Qué debía hacer? No, en aquel instante él era sobre todo un padre. Su profesión era absolutamente irrelevante. En un instante, había dejado de existir. Sin embargo, algo perturbaba su mente y su consciencia. Apenas podía lidiar con la idea de la cual le resultaba difícil escapar: ¿Y todas esas «mujeres sabias» que había sentenciado sin mostrar piedad en nombre de la justicia?

Luego notó que Sol hablaba otra vez, decía más que nada una mezcla de preguntas y palabras de las cuales quería confirmación.

—Él es rubio y tiene cabello delgado y suave. Tiene entre uno y dos años... Más cerca de dos, diría. Viste terciopelo. Terciopelo violeta. Y un cuello amplio de encaje.

El conde miró a Dag con confusión y sorpresa.

—No le he dicho nada —susurró Dag.

Fue como si el desafortunado padre tomara coraje con esas palabras. Enderezó la espalda y una esperanza renovada brilló en sus ojos, que demostraban que no había dormido correctamente durante varios días. Era un hombre bastante apuesto a su modo, mucho mayor que su esposa; delgado y bien vestido, con mirada astuta. Observó con entusiasmo a sus invitados excepcionales.

Sol disfrutaba el momento. Le permitían usar su talento y era el centro de atención. Sin embargo, el destino del niño la frustraba y ponía sus nervios de punta.

—Debemos apresurarnos —dijo Sol con impaciencia—. Debemos actuar rápido, muy rápido.

—Pero ¿dónde está? —gritó el conde.

—No lo sé —siseó Sol. Ya no podía controlar sus modales.

—¿Alguien lo ha secuestrado?

—¡No! No percibo ningún mal. Ahora ¡silencio! Siento algo.

El juez estaba tan absorto que ni siquiera registró el modo en que ella le habló.

Dag sentía un profundo orgullo hacia su hermana, pero también le preocupaba cómo terminaría todo. Había crecido acompañado del talento de Sol y Tengel, pero aun así, nunca se había sentido realmente cómodo con ellos. Estaban demasiado lejos de su propia psiquis. De pronto, notó que apretaba las manos fuerte. ¿En qué se había metido Sol? Lo único que podía hacer era rezar que hubiera un final feliz.

—Veo un pasador —dijo Sol, sus dedos jugueteaban nerviosos con la muñeca—. Un cerrojo echado.

—¿Alguien lo ha encerrado? —preguntó con voz ronca el padre del niño.

—No, el cerrojo está en la oscuridad.

Él quería preguntar cómo era posible que ella viera todo eso si estaba tan oscuro, pero temía que su pregunta fuera demasiado ingenua.

—Se ha encerrado solo en algún lugar y no puede salir.

El conde tenía el corazón en la boca. Sus ojos exhibían su nerviosismo.

—¿Aquí en la casa?

Sol no estaba segura.

—No lo creo. No percibo que esté cerca. Pero no puede haber ido demasiado lejos. Después de todo, es un niño. ¿Cómo desapareció?

—Yo estaba en la habitación contigua, que es mi oficina, junto con Dag, quien estaba estudiando. Mi esposa estaba conversando con una o dos amigas sentadas en la sala de estar. El niño jugaba en el suelo. Su niñera estaba en el cuarto de niños preparando todo para cambiarle el pañal y cuando fue a buscarlo, preguntó dónde estaba. Allí fue cuando descubrieron que había desaparecido.

—¿Cuánto tiempo...?

—Pensaron que había pasado un cuarto de hora desde que lo habían visto por última vez. Es un niño muy silencioso que juega mucho solo. ¡Encuéntrelo, señorita Sol! Se lo ruego... Por favor, haga su mayor esfuerzo.

Ella asintió.

—¿Dónde estaba sentado el niño?

—Allí. —El conde señaló—. En el suelo junto a la chimenea abierta.

Sol se puso de pie y avanzó hasta la chimenea. Se puso de rodillas y tocó los tablones del suelo suavemente con la palma de la mano. Parecía confundida.

—Algo más debe haber ocurrido. Algo que ha olvidado.

—Imposible. Hemos buscado en todas partes miles de veces, en cada rincón de la casa...

—Él no está en esta casa.

El conde suspiró.

—No hay nada que hayamos pasado por alto.

—Bueno, entonces ¿cómo salió? ¿Abrió la puerta solo?

—No, pero como ve, todas las puertas internas de las habitaciones permanecen abiertas. Es imposible que haya abierto la puerta de calle y la puerta del jardín estaba cerrada, por ese motivo pensamos que alguien lo había secuestrado. Pero ¿no cree que sea así?

Sol se puso de pie, temblaba de nervios y fastidio.

—Algo hay aquí.... ¿Tienen un perro?

—Sí —dijo el conde, sorprendido—. Un perro grande y feroz.

—¿Su perro es capaz de abrir puertas?

—Sí, puede abrir la puerta que lleva al jardín. Pero esa puerta se cerró cuando el niño desapareció.

Dag se puso de pie y fue a la habitación contigua. Había una puerta que las damas no habrían visto desde donde estaban sentadas. Sol y el conde lo siguieron.

—Pero el perro no estaba dentro —objetó el conde—. Estaba atado en su sitio, bajo la ventana de la cocina.

—¿Afuera, en el jardín?

—Sí... Es decir, no precisamente. A la vuelta junto a la huerta.

—¿Lo ataron allí?

—No, no sé quién lo hizo. Probablemente uno de los sirvientes.

—Entonces ¿nunca miró allí en ese momento?

—No, el perro nunca estuvo en discusión porque había estado atado en su lugar habitual.

Miraron la puerta que llevaba al jardín. El picaporte estaba demasiado alto para que un niño lo alcanzara. Pero...

Dag colocó las manos en el picaporte como si fueran las patas de un perro grande y luego las retiró.

La cerradura cedió y fue fácil imaginar cómo el gran perro podía haber abierto la puerta. Dag permaneció callado un instante, mirando la abertura. Despacio y en silencio, la puerta regresó sobre sus bisagras y el pestillo se cerró con un «clic». Ahora, la puerta estaba cerrada de nuevo.

—Sí, pero el perro estaba atado en su lugar habitual —insistió el conde.

—La pregunta es: ¿cuándo ataron al perro? —dijo Dag—. Podría haber sido después de la desaparición del niño y antes de que las damas notaran su ausencia.

—Averiguaré de inmediato quién ató al perro y cuándo —respondió el conde—. Todo el tiempo pensamos que alguien había entrado en secreto en la casa a través de la puerta principal y que había secuestrado al niño. Esperen un minuto mientras le pregunto a los sirvientes.

—Ahora no —dijo Sol rápido—. No debemos permitirnos desperdiciar tiempo en cosas de poca importancia. Percibo que el perro estuvo involucrado y eso es suficiente. Vayamos al jardín.

El jardín no era muy grande. Un seto espeso y el muro de una gran casa vecina lo rodeaba por dos laterales mientras que a la derecha había cobertizos viejos que formaban un límite entre el jardín y la propiedad contigua. Caminaron hacia los cobertizos, pasando junto a la huerta a la derecha. El perro estaba allí junto a su caseta. Se levantó cuando pasaron y meneó la cola. Dag se acercó y lo acarició.

Sol ya había pasado junto a todos los cobertizos. Un cacareo constante le indicó que uno era un gallinero; un cerdo resopló desde otro de los cobertizos.

—Por supuesto que hemos revisado los cobertizos —dijo el conde—. Cada uno de ellos.

Sol asintió.

—Él no está aquí. ¿Ha intentado que el perro rastree al niño con su olfato?

—Claro, pero no es un rastreador, y aunque podemos tomar prestado uno de nuestros conocidos, el rastro ya es demasiado viejo. Llovió toda la noche cuando el niño desapareció.

El muro de la casa vecina no tenía grietas, así que solo quedaba el seto.

Sol se apoyó en sus manos y rodillas para arrastrarse, y a veces se recostaba por completo sobre su estómago.

—Sus prendas quedarán completamente arruinadas —exclamó el conde.

—No importa —respondió ella— la vida de un niño es mucho más importante. ¡Empiecen a buscar aquí!

Los dos hombres obedecieron.

—El seto es demasiado espeso —comentó el conde—. Ya hemos buscado todo a lo largo.

—No creería de lo que es capaz un niño —dijo Sol.

Dag había introducido la mano entre las espinas y preguntó:

—¿No crees que este agujero es demasiado estrecho?

Se acercaron a verlo. Sol reptaba sobre su estómago, plana como un panqueque, con la mitad del cuerpo dentro del seto.

—Parece imposible, pero si el niño ha salido del jardín, entonces debe haberlo hecho por aquí —respondió Sol—. Nosotros no pasaríamos, ¿pero quizás un niño de dos años sí? ¿Es pequeño para su edad, su Señoría?

—Sí, supongo que lo es y solo tiene diecinueve meses. Pero no podría haber gateado hasta aquí. ¡Es imposible!

—¡Pues lo hizo! —respondió Sol mientras salía del seto—. ¡Mire lo que había enredado entre las espinas!

Abrió la mano y exhibió unos cabellos delgados y rubios.

—¡Albrekt! —gritó el conde—. Es el primer rastro que tenemos de él.

—Mire allí abajo —indicó Sol—. Allí verá que si él se arrastró contra el lateral derecho de los arbustos, debería haber salido a otra parte.

El conde obedeció.

—Sí, es una posibilidad... ¡Y aun así es increíble!

—Los niños son increíbles. ¿Qué hay al otro lado?

—Tiendas. El patio trasero les pertenece.

—¿Qué día de la semana desapareció?

—Un domingo. También hemos buscado por allí. Todo el vecindario ha buscado al pequeño.

Sol se sentó en el suelo. Estaba sucia y el seto le había raspado el rostro por ... Pero aún se la veía increíblemente hermosa.

—Se arrastró por aquí. Apostaría mi bendita alma a que eso hizo —afirmó ella.

Dag pensó: «Es fácil para ti decirlo, Sol. Hasta donde sé, nunca te importó demasiado la pureza de tu alma.»

—¿Podrías describir su entorno con más detalle? —preguntó el conde Strahlenhelm.

—No. Sin embargo, detecto un aroma... aunque no sé bien qué es. Es un olor familiar, pero no logro discernirlo.

—¿Ves el entorno en tu mente? —dijo Dag en voz baja—. ¿Ves qué hay afuera?

—No. No vi nada fuera y dentro era muy pequeño y estrecho, sin apenas objetos. Había algo grande y negro en un rincón. Al menos eso creo, pero no recuerdo bien y ahora no «veo» nada. Solo estuve allí cuando estuve sentada con la muñeca de trapo.

—Traeré la muñeca —dijo el conde.

—No. Ya he visto todo lo que era posible ver a través del juguete. Pero creo que lo que huelo es un objeto de madera. Oh, sé que suena estúpido, pero la palabra «tornillo» no deja de aparecer en mi mente.

—¿Alguna clase de prensa? —preguntó Dag.

—Bueno, sí, puede ser —respondió Sol, vacilante—. Es posible, pero no estoy segura.

—Hay algo que no entiendo —dijo Dag—. ¿Cómo pudo el pequeño quedar encerrado? Sin duda no pudo haber alcanzado algo tan alto, ¿no?

Sol deslizó una mano sobre su frente.

—Creo que percibí algo junto a la puerta. Debe haberse parado sobre ese objeto.

—¿Y no pudo abrir la puerta de nuevo una vez dentro?

—Probablemente no.

—¿Qué cobertizo pequeño tendría un cerrojo en el interior? —preguntó el conde, quien había aceptado las habilidades excepcionales de Sol.

—Solo hay una opción creo —dijo Dag a secas.

—No, no es un baño —decidió Sol—. Me pregunto si es un pasillo.

—¿Con otra puerta?

—Quizás, pero no vi una.

—¿El domingo? —dijo Dag pensativo—. El niño debe haber gritado un largo tiempo sin que nadie lo oyera. En especial en el barrio de los mercaderes. —Sol se volvió hacia el seto—. Necesitamos arrastrarnos por allí —indicó ella y señaló con la cabeza hacia el seto.

—No es necesario. Podemos rodearlo —sugirió el conde y avanzó con rapidez hacia la casa.

—Sol, tienes un aspecto terrible —susurró Dag.

El conde Strahlenhelm lo oyó y se detuvo. Juntos ayudaron a limpiar a Sol y sacudieron sus propias prendas.

No tardaron mucho en rodear la cuadra y salir al patio trasero al otro lado del seto. Allí vieron algunos cobertizos pequeños y muchos barriles viejos. Al entrar, montones de ratas salieron corriendo por todas direcciones. El conde tembló.

Mientras caminaban por la casa, Sol sujetaba otra vez la muñeca. Estaba de pie con los ojos cerrados, apretándola fuerte contra el cuerpo. Apenas notó al jovencito que atravesó el patio corriendo. Él la miró con confusión al igual que lo habían hecho los sirvientes mientras observaban por la ventana cuando Sol y los dos hombres se detuvieron junto al seto. El joven salió rápido a la calle y quedaron solos de nuevo.

—He percibido todo lo que soy capaz. No puedo hacer más —afirmó Sol.

—Por favor, Inténtalo de nuevo —suplicó Dag.

Sol sintió alivio al descubrir que Dag confiaba en ella; más de una vez había restado importancia a las habilidades de Sol. Ahora, ella se permitió relajarse, apartó todos sus pensamientos y vació su mente por completo.

—No, el niño no está cerca —dijo Sol—. Conde Strahlenhelm, debemos apresurarnos. La respiración del niño es muy débil. Debemos actuar rápido y no sé dónde...

—Si se arrastró por el seto y no está aquí... respondió Dag.

—Entonces, debe haber salido a la calle —concluyó el conde.

—¿Cree que la puerta estaba abierta un domingo? —preguntó Sol.

—Puede ser. Ahora no tenemos tiempo de averiguarlo —respondió el juez.

Atravesaron corriendo la entrada y salieron a un callejón lateral que llevaba a la calle principal.

—Alguien debe haberlo visto aquí —dijo Dag.

—No si se metió rápido en otro patio —replicó Sol. Se detuvo—. El olor... si tan solo pudiera recordar qué es. Era un poco metálico, aceitoso... Arde en las fosas nasales.

—¿Está cerca? —susurró el conde.

—Según lo que percibo, no.

El padre del niño suspiró con pesadez.

—Si fuera un crío que acaba de llegar a una calle completamente extraña, ¿qué haría? —pensó Dag—. Miraría a mi alrededor... ¿Daría la vuelta para regresar? No, no puede haberlo hecho porque no está aquí.

Un caballo y un carro pasaron por la gran calle.

—De hecho, mi pequeño no es muy valiente —comentó el conde a toda velocidad—. El sonido de la calle principal lo habría asustado.

—Entonces, iremos en dirección opuesta —decidió Sol.

Se apresuraron a ir a la estrecha calleja mientras inspeccionaban si todas las puertas estaban cerradas.

—Miren —gritó Dag—, hay un considerable agujero bajo esa puerta. Tal vez pasó por allí.

—Y esta entrada es muy parecida a la nuestra —dijo el conde angustiado. Sol notó que el hombre mayor temblaba como un perro de caza que había encontrado una presa pero a quien no le habían quitado la correa.

Abrieron la puerta y atravesaron la entrada en arco hasta llegar a una segunda puerta que llevaba a otra calle. Era un atajo entre dos calles. Nada más.

—No, aquí estamos demasiado lejos de casa —afirmó el conde mientras miraban de lado a lado por la segunda calle—. Esto está mal.

—A esta altura el niño habría entrado en pánico —comentó Dag con calma—. Ahora quizás está corriendo desesperado porque no encuentra a su mamá o a su papá. O quizás algo llamó su atención... un animal tal vez. Fue un domingo y las calles estarían vacías.

—Miren —exclamó el conde—. Miren ese cartel... ¡a la derecha! ¿Podría significar algo, señorita Sol?

—Imprenta —leyó ella—. ¿Imprenta? ¡Sí! El olor que percibí era tinta.

Prácticamente corrieron para ver quién llegaba primero y todos irrumpieron en la imprenta al mismo tiempo.

—Hola —dijo el conde, intentando recobrar el aliento. Había dos hombres trabajando con las prensas, rodeados de cajones y bandejas con tipos de plomo, y saludó a ambos—. Soy el conde Strahlenhelm. ¿Se enteraron de que mi hijo desapareció hace tres días?

—Oh, ¿era su pequeño? —respondió el mayor de los dos trabajadores—. Sí, nos enteramos. Pero vive al otro lado de la calle, junto al rosal, ¿no?

—Sí, pero hay indicios que señalan que tal vez está aquí. ¿Tienen un cuarto pequeño donde hay una prensa vieja?

Los dos hombres intercambiaron miradas de confusión. Era evidente que no entendían muy bien la intromisión de aquellos desconocidos tan nerviosos.

—Hace poco que nos ocupamos de esta imprenta —dijo despacio el más joven. Podría haber sido el hijo del mayor—. No hemos visto un cuarto semejante.

—¿Tienen patio trasero?

—Sí.

—¿Podemos echar un vistazo?

—Por supuesto.

Fueron a abrir la puerta trasera de la imprenta.

—No —dijo Sol—. El niño debe haber entrado desde la calle. Todo lo demás sería imposible.

Vacilaron. Luego, el encargado de la imprenta dijo:

—Hay una puerta que se accede desde la calle, pero está cerrada.

Dag ya había salido a toda prisa a la calle, seguido de cerca por los otros cuatro.

—¡Hay un hueco debajo, miren! Él podría haberse escabullido por ahí.

El encargado de la imprenta extrajo una llave grande y abrió la cerradura de la puerta. Entraron al patio trasero, que estaba bien mantenido y organizado. Había varias puertas que, cuando las abrieron, resultaron ser retretes y cobertizos, en los cuales hurgaron sin éxito.

—No —dijo el conde con desaliento—. Esto no lleva a ninguna parte.

Sol se detuvo completamente quieta y cerró los ojos.

—¡Silencio! Él está aquí. Está muy cerca. Lo percibo, de verdad. ¡Oh, por favor, apresúrense, cielo santo!

Los dos empleados de la imprenta la miraron sorprendidos. No comprendían lo que pasaba.

—Pero no hay más puertas por abrir —comentó Dag.

—No, solo queda la puerta trasera que lleva al oficina de la imprenta —respondió el mayor de los dos hombres.

—¡Mi pequeño jamás podría abrirla! —dijo el conde.

El mayor se volvió hacia su hijo:

—¿No estuviste aquí el domingo pasado?

—Sí, así es.

—¿Esa puerta estuvo abierta en algún momento? —replicó Dag.

El más joven reflexionó ante la pregunta.

—Sí, supongo que estaba abierta cuando fui a... —Dejó de hablar y señaló avergonzado en dirección al baño.

Dag se estremeció. Conocía el aspecto de esos baños. No eran más que una letrina oscura cavada en la tierra donde uno buscaba un lugar desocupado en el suelo para hacer sus necesidades. Eran lugares muy desagradables.

—¿Y no escuchó nada en ese momento? —preguntó el conde—. ¿Un niño llorando o algo parecido?

—No que recuerde. Pero podría ser que no lo hubiera percibido.

Sol ya había caminado hacia la puerta que llevaba a la oficina de la imprenta mientras el hombre mayor la abría.

Ahora estaban dentro de la oficina, pero esta vez en la parte trasera.

—Ese olor particular —susurró Sol—. Sí, ¡es aquí!

—¿Cómo es posible que mi pequeño entrara en este lugar? —gimoteó el conde—. Está tan lejos de casa. De verdad, no le encuentro sentido alguno. ¿Dónde podría estar? ¡No hay dónde esconderse!

—Y el empleado que estuvo aquí el domingo pasado sin duda debería haberlo visto, al menos aquí dentro —añadió Dag—. Sol, creo que sigues un rastro equivocado.

Sin embargo, Sol estaba convencida. Tenía muchos pensamientos y percepciones que daban vueltas sin parar en su interior. Miró con fervor al joven.

—¿Qué hiciste cuando regresaste del patio y entraste de nuevo? Qué hiciste? ¡Piénsalo bien! ¡Es importante!

Él la miró confundido.

—Lo último que hice antes de partir a casa fue cerrar con llave la puerta.

—No es suficiente. Ve al patio y cruza de nuevo la puerta.

Él obedeció a regañadientes.

—Primero, cerré la puerta trasera. Luego, me aseguré de que todo estuviera listo para trabajar el lunes. Después ordené un poco aquí y allá. Más tarde salí por la puerta principal y la cerré.

—¿Y eso fue todo?

—Sí, eso fue todo. Bueno, sí y, por supuesto, cerré con llave la puerta que lleva al depósito.

—¿El depósito? —gritaron todos.

—Bueno, la puerta detrás de esos estantes de allí, que lleva al patio trasero. Casi lo olvido porque la usamos muy poco.

El conde ya estaba junto a la puerta. Había una puerta baja detrás de las estanterías. Tiró del picaporte pero estaba cerrada.

—¿Esta puerta estaba abierta el domingo pasado?

—Sí, entré a buscar unas cosas.

—¿A dónde lleva? —preguntó Dag mientras el empleado abría la puerta.

—Da a la parte posterior de la casa. Usamos el espacio para guardar todo lo que no utilizamos: quedaron muchas cosas viejas de cuando no estábamos a cargo del lugar. Aún no hemos podido limpiarlo.

Abrieron la puerta y vieron un estrecho pasillo con mucha chatarra dentro.

—Que Sol entre primero —propuso Dag.

Esperaron que ella lo hiciera.

—¿Hay un casillero aquí? —preguntó ella.

—No. Es solo un atajo a la tienda del carretero que está en la casa de al lado, por allí...

De pronto, el hombre mayor se detuvo abruptamente, con la boca abierta.

—¿Qué? ¿Cómo es que esta puerta está cerrada? ¡Siempre la dejamos abierta! Solo hay una puerta entre nosotros y el carretero, pero hay una segunda puerta vieja de este lado que nunca ha estado cerrada.

—¿No hay una prensa vieja allí dentro? —preguntó el hijo.

—Bien podría haberla; no hemos tenido tiempo de revisar todo. Oh, cielos. ¡La puerta está cerrada desde adentro!

En aquel instante, el conde lanzó su cuerpo contra la puerta, impactando primero su hombro. La abrió un poco hacia afuera y Dag escabulló la mano sobre la parte superior de la puerta; tiraba de algo. ¿Acaso era un cierre?

—Por favor, ¡ayúdenme, cielos! —gritó Dag.

Los hombres introdujeron los dedos en la parte superior y abrieron un poco más la puerta. El empleado más joven encontró una barra metálica y la introdujo en el hueco. De un tirón, el cierre cedió y la puerta se abrió bruscamente.

Ante ellos tenían una habitación diminuta y oscura con otra puerta en el extremo. Dentro, en un rincón, vieron una prensa vieja con tornillo de madera cubierta con pilas de basura. En el suelo, ante sus pies, había una montón de recortes de madera. Y allí, con la mejilla apoyada sobre un tablón, estaba recostado el pequeño vestido de terciopelo violeta... con los pantalones muy mojados.

El conde emitió un gemido mientras alzaba el cuerpo diminuto e inerte de su hijo.

—¡Oh, Dios! —susurró—. ¡Dios santo!

—Cielo santo —exclamó el empleado mayor—. ¡Qué raro que esté aquí! Pero ¿cómo sabían que...?

—Solo seguimos el rastro de las pistas —respondió Dag, quien no estaba interesado en dedicarle tiempo a esa conversación.

—Pero es extraño que no lo hayan oído, ¿no?

—No oiríamos nada desde la oficina de la imprenta. Hay mucho ruido allí. Y como dije, no venimos aquí con frecuencia. Oh, cielos. Qué tragedia... ¡El pequeño se marchó tan lejos sin que nadie lo viera!

Los dos empleados guiaron a los demás a la oficina principal de la imprenta.

—¿Está vivo? —preguntó el conde con voz temblorosa—. ¡Albrekt! ¡Soy papá! Debemos llevarlo de inmediato con un médico...

—No es necesario —afirmó Dag con clama—. Sol ha ayudado a mi padrastro durante cinco años y es tan experta como él en las artes curativas.

Después de vacilar un instante, el conde soltó el cuerpecito que había estado acunando entre brazos.

—Sí, aunque nos hubiera ido mejor con las manos sanadoras de Tengel —admitió Sol—. Pero el niño está vivo, conde. Aunque su tiempo comenzaba a acabarse.

«Otra vez lo mismo», pensó Dag. Sin duda el niño habría aguantado unos días más, ¿no? Pero a Sol le encantaba exagerar solo para que la vida fuera más excitante.

— Démosle agua —prosiguió Sol—. Es peligroso pasar tanto tiempo sin beber.

—La calidad del agua aquí no es muy buena —comentó el empleado—. Solo la usamos para trabajar. Pero tenemos un poco de vino...

—¿Está fermentado y maduro? —preguntó el conde.

—Es de primera clase —respondió el empleado.

—Pues bien, entonces probémoslo —dijo Sol aunque dudaba un poco de la descripción del hombre.

Mientras el hombre buscaba el vino y lo servía, Sol sacudió al niño.

—No puedo hacer nada hasta que despierte —explicó—. Vamos, pequeño aventurero. —Le dio una bofeteada suave al niño, algo que fue demasiado para el padre.

—Cómo te atreves a... —protestó el conde.

—Esto no lastimará a su hijo —lo interrumpió Sol—. Está despertando.

—Gracias a Dios —susurró el conde.

Sol no estaba completamente de acuerdo en quién merecía el agradecimiento, pero fue sabia y no comentó nada al respecto.

—Traigan el vino antes de que se desmaye de nevo —indicó ella.

Las manos inquietas sostuvieron la taza sobre los labios del niño. Por instinto, el pequeño intentó beber y tragó un sorbo o dos antes de toser, recobrar el aliento y comenzar a llorar sin parar.

—Tranquilo, tranquilo... Tu papá está aquí —lo tranquilizó el conde mientras lo tomaba de brazos de Sol—. Todo estará bien.

El niño se durmió (o se desmayó) sobre el hombro de su padre. El conde tenía los ojos llenos de lágrimas que no se molestó en reprimir.

Les dieron las gracias a los empleados de la imprenta por toda su ayuda y regresaron caminando a casa.

—Debemos darle un potente medicamento cuanto antes —dijo Sol mientras corría para seguirle el paso al conde, vigilando al niño dormido—. ¿Me permitirá tratarlo?

—¡Pues, claro! Por supuesto, si eres tan amable —respondió el conde—. Pero por favor, aún no le digan nada a mi esposa —suplicó él—, en caso de que algo salga mal. Espero de verdad que ella esté durmiendo.

Dentro, la casa estaba sumida en una actividad frenética. Sirvientes sorprendidos y nerviosos corrían de lado a lado, siguiendo cada indicación de Sol. Le quitaron al niño sus prendas sucias y sumergieron al pequeño en una tina con agua tibia.

Gradualmente, el baño lo revivió y Sol logró que el niño tragara una infusión caliente de todas las hierbas fortalecedoras que poseía.

Sol disfrutaba cada instante en el que era el centro de atención. Era probable que hiciera que todo el proceso pareciera un poco más impresionante de lo necesario al adoptar una expresión pensativa y alzar las cejas con dramatismo cuando extraía cada bolsita de hierbas. Actuaba como si a cada momento estuviera tomando una decisión médica trascendental. Cuando Dag captó su atención, le lanzó una mirada cómplice. ¡Conocía demasiado bien a su hermana!

El niño comenzó a llorar y unas manos impacientes que esperaban para secarlo lo retiraron de la tina. Lo envolvieron rápidamente con toallas calientes. Luego, la niñera lo vistió con prendas secas después de haberse ocupado de su trasero escocido.

—Sin duda sobrevivirá, ¿verdad? —le preguntó el conde a Sol.

—Oh, sí. Pero no deben exponerlo al frío y debe continuar dándole las hierbas que indico. Debe informarme de inmediato si tiene fiebre o si empieza a toser. Poco a poco, hay que darle comida adecuada.

«Estás abusando de la situación», pensó Dag con una sonrisa divertida. «Tal vez demasiado.» Sin embargo, con todo lo que ocurría, nadie más lo notó. Aun así, ¡Dag no pudo evitar sentirse orgulloso de ella!

—Bueno —dijo el Conde, suspirando de alivio—, ¿podría alguien despertar a mi esposa?

Una de las mujeres mayores desapareció. Poco después, oyeron un grito seguido de pasos veloces que bajaban la escalera.

—¿Albrekt? —chilló la condesa desde lejos—. ¿Es verdad? No puedo creerlo, no puedo creerlo...

Luego, se detuvo en la puerta, pálida y tambaleante.

Su esposo alzó al pequeño para que ella lo viera y con un grito ella corrió hacia adelante y le quitó al niño de los brazos. Lo abrazó tan fuerte sobre el pecho que el pequeño comenzó a protestar.

Sol ahora comprendía por qué el conde no había querido despertar a su esposa en cuanto regresaron a la casa. Nunca hubieran podido tratar al niño en paz debido al abrumador sentimiento maternal de la mujer, y era evidente que necesitarían actuar con mucho cuidado cuando tuvieran que retirar al niño de los brazos amorosos de su madre.

Finalmente, la condesa, tras calmarse, pudo hablar sin llorar.

—¿Dónde ha estado? ¿Dónde lo encontraron? ¿Quién lo encontró?

—La pequeña Sol lo halló —respondió el conde en voz baja.

—Oh, no —dijo Sol con falsa modestia—. Creo que los tres ayudamos. Yo encontré el rastro, pero los hombres aportaron el poder de la lógica.

—¿Qué rastro? —preguntó la condesa.

Los demás intercambiaron miradas de alerta y Dag actuó rápido:

—Había un mechón de cabello entre los setos... y después de hallarlo, solo había un modo de proseguir.

Aquella era una explicación bastante simple, pero nadie quería ahondar más en los detalles.

—Debemos organizar una misa de agradecimiento en la iglesia —sugirió la condesa.

A Dag no le sorprendió en lo más mínimo ver la expresión de desdén en el rostro de su hermana.

Por fin, después de tanto tiempo, llevaron a Sol a su cuarto. Más tarde, tuvieron una opípara cena en su honor, que se convirtió en una ocasión perfecta para celebrar los sucesos del día.

La visita de Sol a Dinamarca había comenzado del mejor modo posible. Ella era la heroína y ¡disfrutaba de cada instante!

El Pueblo del Hielo 3 - La hijastra

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