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2 COORDENADAS SOCIOHISTÓRICAS DE LA POLÍTICA CULTURAL EN EL PAÍS VALENCIANO

1.EL ANÁLISIS DE LA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LA POLÍTICA CULTURAL

En un sentido amplio se podría definir la política cultural como:

toda aquella acción de agentes públicos o privados que tuviera incidencia sobre el universo de significados compartidos por los habitantes de un determinado espacio geográfico y aquí cabría incorporar no sólo a la política cultural en sentido estricto, sino también a la política educativa que conforma los relatos sobre la historia, el sentido y los atributos de una comunidad, la política lingüística en aquellas comunidades con más de una lengua, la política de información y comunicación que tiene que ver con los mecanismos de transmisión de los relatos y finalmente todo otro conjunto de políticas sectoriales como son la política turística, las políticas industriales orientadas a los sectores culturales (industria editorial, audiovisual y fonográfica) o las nuevas políticas de la sociedad de la información relacionadas con la gestión de las tecnologías de la comunicación y la información así como las políticas sobre gestión de la propiedad intelectual (Rausell et al., 2007: 49).

En un contexto en el que se produce la progresiva incorporación de la «cuestión cultural» a la agenda política, lo que significa que la cultura puede ser vista como una estrategia adecuada para promover el desarrollo de una comunidad, la política cultural deja de ser entendida como una simple intervención ornamental de la acción gubernamental o como respuesta para satisfacer requerimientos específicos de determinados grupos de creadores o demandantes de cultura, para convertirse en un elemento sustancial de la política pública. Ello implica la demanda de una planificación conjunta en diversos elementos de intervención, reconociéndose, en consecuencia, la multiplicidad de agentes implicados y la necesidad de unos procesos participados y transparentes, así como la coordinación de diversos gobiernos locales que comparten un mismo territorio. Concretamente, entre los objetivos últimos de la política cultural se destacan el fomento de la diversidad, el incremento de los bienes y servicios culturales, el fomento de la creación y la innovación creativa y la democratización del acceso a través de la ampliación de audiencia y participación. A estas cuestiones se uniría el reconocimiento de los bienes culturales y de la política cultural para promover riqueza y ocupación, generando a su vez mecanismos de evaluación del impacto cultural para considerar los cambios significativos que se produzcan en los territorios. Especialmente cuando, como hoy en día, la política cultural debe ser enmarcada dentro de un proceso globalizador que intensifica la desterritorialización cultural (Ortiz, 1997; García Canclini, 1999; Tomlinson, 2001), entendida como la influencia e impacto de los grandes flujos culturales transnacionales en los territorios e identidades históricamente conformados (Hernàndez, 2013).

El ámbito de la política cultural, surgido en el contexto del desarrollo maduro del Estado del Bienestar, no se remonta apenas más allá de los años sesenta. Desde su institucionalización, sin embargo, esta política pública ha experimentado en todas partes un proceso de rápida expansión: ha incrementado extraordinariamente sus presupuestos, se ha potenciado a todos los niveles territoriales, configurándose como un complejo sistema multinivel, y ha ampliado más y más sus ámbitos de intervención (de la cultura clásica a la cultura popular y a la industria cultural) y así como sus objetivos (desde la conservación y la difusión al fomento de la diversidad y a la regeneración o la promoción territorial). A lo largo de todo este proceso, la política cultural ha ido desplazando su centro de gravedad de la esfera nacional a la esfera local y regional. En este contexto, en el que su importancia se acrecienta especialmente, la política cultural adquiere al mismo tiempo una máxima complejidad, pues implica a los más diversos actores y opera conforme a las más diversas lógicas de acción. Surge en este caso una problemática de gobernanza cultural que se desarrolla en las coordenadas históricas de la modernidad avanzada.

Este patrón de desarrollo de la política cultural, que comporta su progresiva institucionalización, es común a todos los países occidentales desarrollados. En España, aunque con veinte años de retraso, el proceso ha seguido también la misma pauta. Lo ha hecho, eso sí, a un ritmo más acelerado que en otros países, debido al déficit del que se partía, y con una intensidad que puede calificarse de muy notable, lo que hay que achacar a la vocación culturalista del nuevo orden democrático. La nota más característica del desarrollo de la política cultural en España, no obstante, ha sido su gran diversidad, que remite a la nueva organización autonómica del Estado y a la pluralidad de desarrollos institucionales –incluso concurrentes– que ésta ha posibilitado en el ámbito cultural. Porque ocurre que el sistema de la política cultural en España tiene en el nivel autonómico su instancia de estructuración predominante, si bien los espacios de la política cultural autonómica se han configurado de manera muy dispar según los diferentes contextos y circunstancias. A resultas de todo ello, el sistema global de la política cultural en España se caracteriza por su especial complejidad y la descentralización administrativa, que ha posibilitado crecientes transferencias de competencias en materia cultural hacia las comunidades autónomas (desarrollo cultural autonómico), así como hacia las corporaciones de signo provincial y local (desarrollo cultural urbano). En todo caso, la institucionalización de la política cultural es un hecho, así como la proliferación de instancias, organismos e instituciones autodefinidas como específicamente culturales, que abarcan las más diversas vertientes de lo cultural (artes plásticas, artes escénicas, bibliotecas, archivos, patrimonio cultural, etc.). Dicha institucionalización ha implicado dotaciones presupuestarias más o menos estables, el desarrollo de plantillas laborales específicas y la puesta en marcha de organigramas culturales en cada uno de los niveles de la administración pública cultural. En relación con ello, la sociedad civil y las industrias culturales ha desarrollado estrategias para relacionarse con las instituciones públicas culturales, configurándose, así, un complejo campo que encuentra su acomodo en la denominada sociedad de la información, del conocimiento y de la creatividad (Castells, 1999).

En el contexto de la transición a la democracia en España hay que añadir otro rasgo que habría caracterizado la política cultural española, y que podemos caracterizar como la instrumentalización política de la cultura como elemento de control por parte de los partidos políticos encargados de gestionar los diversos gobiernos de la etapa democrática. Al respecto Guillem Martínez (2012) habla de la CT o «Cultura de la Transición» para referirse a los límites de la cultura española, unos límites estrechos, «en los que solo es posible escribir determinadas novelas, discursos, artículos, canciones, programas, películas, declaraciones, sin salirse de la página, o para ser interpretado con un borrón» (Martínez, 2012: 14). Según este autor, en un proceso de democratización inestable, en el que al parecer «primó como valor la estabilidad por encima de la democratización, las izquierdas aportaron su cuota de estabilidad, la desactivación de la cultura» (Martínez, 2012: 15). De este modo la cultura es puesta al servicio de la estabilidad política y la cohesión social, trabajando para el Estado. Se trataría de una «cultura vertical», desproblematizada y domesticada, plenamente funcional con la gestión de los grandes partidos en el poder durante los últimos treinta y cinco años, y con la cual se habría alineado masivamente la mayor parte de la clase intelectual y cultural de España. Ello habría producido un ambiente «culturalmente correcto», conciliador y ecuménico, bien lejos de toda actitud abiertamente crítica que potenciara el consenso y no el enfrentamiento (Echevarría, 2012). Un consenso que acabaría imponiendo los límites de lo posible, de manera que «la democracia-mercado es el único marco admisible de convivencia y organización de lo común, punto y final». De este modo se habría acabado consolidando una cultura consensual, desproblematizadora y despolitizadora, de modo que esta CT habría conseguido el monopolio «de las palabras, de los temas y de la memoria» (Fernández-Savater, 2012).

A todo ello debemos añadir la tendencia del clientelismo político, muy visible en el conjunto de la administración pública española, y muy especialmente en la cultural, consistente en el ejercicio del libre albedrío político para colocar en puestos clave a conocidos, amigos o individuos no necesariamente preparados para el cargo, promoviéndose así la docilidad política y la ausencia de críticas. Una administración clientelar que promovería la incompetencia, facilitaría la corrupción y fomentaría la mediocridad, el servilismo y la búsqueda constante del favor político, de modo que la política cultural quedaría sujeta a los vaivenes de las oscilaciones electorales, al cortoplacismo y al revanchismo de los diversos gobiernos, muy proclives a intentar borrar las huellas de la política cultural de un gobierno previo de distinto color político (Muñoz Molina, 2013).

Pero, a pesar de las peculiaridades políticas acabadas de enunciar y del importante relieve y la particular complejidad que tiene la política cultural en España, su estudio académico ha sido bastante escaso, por lo que su reconocimiento resulta muy incipiente. Esto contrasta con la madurez alcanzada por la investigación sobre la política cultural realizada en otros países. Tanto en los Estados Unidos como en Francia, Inglaterra, Alemania y otros países europeos, además de Australia, hace ya varias décadas que se han ido acumulando y refinando las perspectivas de análisis sobre la política cultural. Por ello seguidamente nos ocuparemos de realizar una revisión detallada de la investigación académica sobre las políticas culturales.

1.1La investigación sobre la política cultural

Como destaca Rodríguez Morató (2012), se ha intentado llevar a cabo una sistematización de los rasgos más característicos de los enfoques que las diversas disciplinas aplican al estudio de la política cultural. A este respecto destaca la aportación de Gray (2010), que se ha centrado en los cuatro enfoques que cabe considerar más importantes en este terreno: la economía, los estudios culturales, la ciencia política y la sociología.

Desde la economía se ha puesto el énfasis en la política económica, intentado identificar los efectos económicos de intervenciones concretas (estudios de impacto) y la importancia económica de los diferentes sectores culturales. Desde el ámbito de los estudios culturales se ha insistido en la noción de gubernamentalidad, que designaría una racionalidad específicamente moderna de control de la población por parte del Estado y de formación y gobierno cultural de los sujetos, desplegada a través de una diversidad de tecnologías y programas y orientada a objetivos diversos y cambiantes. En tercer lugar, y desde la politología, se ha desarrollado un análisis que, al igual que el de los economistas, suele situarse en las cercanías de la perspectiva administrativa, buscando servir de base de información para la definición de la acción cultural pública.

Por último, y en relación con la sociología, Gray (2010) afirma que sus enfoques sobre la política cultural tienden a estar relativamente subdesarrollados. A pesar de ser un juicio básicamente inexacto, pues su apreciación se funda en realidad en una completa ignorancia respecto al trabajo realizado fuera del área anglosajona, que ha sido precisamente el más importante (Rodríguez Morató, 2012), el diagnóstico de Gray registra de todos modos un hecho indudable: la relativa invisibilidad de la perspectiva sociológica en los más influyentes foros interdisciplinares en los que actualmente se desarrolla la investigación sobre política cultural. Y es que, efectivamente, la perspectiva sociológica está débilmente dibujada en ellos.

Desde la sociología de la cultura y de las artes, cuestiones como la definición pública de un marco regulativo para el desarrollo de la actividad artística (Becker, 1982) y la propia intervención cultural pública en el terreno artístico (Moulin, 1992; Menger, 1983 y 1987) han sido recurrentemente analizadas y teorizadas. En los trabajos específicamente focalizados sobre el tema de Zolberg (1983, 2000 y 2003), esta perspectiva se ha ido ampliando y profundizando hasta considerar la lógica general de los sistemas de apoyo a las artes y su relación con la esfera pública y con la configuración cultural de la sociedad.

Desde la sociología y la ciencia política han ido desarrollándose otras múltiples perspectivas dentro de diferentes tradiciones. En Francia, arrancando del paradigma de análisis desarrollado por Michel Crozier en el Centre de Sociologie des Organisations (Crozier y Friedberg, 1977), se han analizado los sistemas de acción que se configuran alrededor de la política cultural en sus diversos niveles (Friedberg y Urfalino, 1984 y 1986). Allí se ha cultivado asimismo con virtuosismo el análisis sociohistórico de la administración cultural (Urfalino, 1996). Y se ha prestado también atención al análisis de la articulación multinivel del sistema de la política cultural (Pongy y Saez, 1994; Negrier, 2002). Por el contrario, en los Estados Unidos, donde el policy analysis de las políticas culturales tiene ya muchos años de existencia (Netzer, 1978), se ha avanzado especialmente en la comparación de modelos de política cultural (Cummings y Katz, 1987; Chartrand y McCaughey, 1989; Mulcahy, 2000). Una profundización especialmente fructífera ha sido la de Zimmer y Toepler (1996 y 1998), inspirada en el estudio de Esping Andersen (1993) sobre los tres mundos del Estado del Bienestar.

El paralelo desplazamiento del centro de atención de la política cultural hacia la esfera regional y local incrementa además el número y la diversidad de las tradiciones de investigación que son relevantes para su estudio, pues ahora también desde la antropología y la sociología urbanas (Hannerz, 1992; Zukin, 1995), la sociología del ocio (Bianchini, 1993; Evans, 2001) o la sociología de la comunidad (Karp, 1992), se contribuye de forma crucial al análisis de temas candentes de política cultural, como el de la regeneración urbana de carácter cultural, el de los clústeres culturales o el de la gobernanza cultural.

Pero, a pesar de su falta de nitidez, observamos que el aporte sociológico en este campo es importante. La posibilidad, y aun la conveniencia, de definir de forma explícita un enfoque sociológico de la política cultural resulta, pues, muy evidente. No obstante, la sociología es muy diversa y no se pueden deducir fácilmente unos planteamientos unívocos de la pluralidad de autores y trabajos sobre política cultural que tienen este origen disciplinar. Frente a esta dificultad Rodríguez Morató (2012) ha identificado los principios que pueden parecer más convenientes para el desarrollo de una perspectiva sociológica sobre la política cultural. Tres son los principios que parecen más esenciales para llevar a cabo este análisis, y que nosotros hemos adoptado como referencia para nuestro trabajo:1

1. El objeto de estudio debe encuadrarse en los contextos institucionales que lo constituyen, que son fundamentalmente dos: la cultura y el Estado.

2. Los contextos institucionales analizados deben ser considerados desde un punto de vista sociohistórico y procesual.

3. El horizonte de análisis de las políticas culturales debe situarse en las relaciones sociales que las constituyen y que conforman sistemas de acción concretos, abiertos y dinámicos.

En cuanto al primero de estos principios, la visión propuesta por Rodríguez Morató (2012) se compone a partir de una determinada idea sobre sus contextos constitutivos –la cultura y el Estado– y sobre su interrelación. En su desarrollo de la política cultural, pues, el Estado se convierte en una arena de disputa, en la que se juegan intereses del propio Estado, particularmente los de su afirmación territorial y otros múltiples intereses sociales alrededor del mundo de la cultura. La dialéctica entre ellos forma parte esencial del objeto de estudio, que no obstante se centra en la organización misma de la administración cultural, en tanto que instancia autónoma de poder.

El segundo principio enunciado concierne a la necesidad de atender a la construcción sociohistórica del objeto de estudio como fundamento estructural para su análisis. A este respecto, el planteamiento propuesto se asienta sobre toda una serie de constataciones estructurales a tener en cuenta. En primer lugar, en el proceso de la modernidad occidental, el desarrollo de una primera política cultural implícita, de carácter constitutivo, resulta del avance de la cultura moderna autónoma y del desarrollo del Estado liberal. En segundo lugar, la categoría de la política cultural cristaliza en los años sesenta del siglo XX, en el marco del Estado del Bienestar, como una política predominantemente redistributiva. Lo hace a partir de asumir tres elementos estructurales que se habían ido sedimentado históricamente de forma sucesiva. Por un lado, el Estado asume el valor intrínseco e independiente de la cultura autónoma moderna. Por otro lado, asume también la importancia de la cultura artística y el patrimonio como referente simbólico de la legitimidad del poder político. Y finalmente asume como misión la redistribución del capital cultural. La cristalización de la categoría de la política cultural constituyó un avance decisivo en el proceso racionalizador de la esfera cultural por parte del Estado, pues significó en su momento la unificación de toda una serie de ámbitos dispersos en un mismo marco de intervención y el proyecto, a partir de ahí, de su sistematización racional. Su institucionalización, sin embargo, se produjo a través de instancias y fórmulas de intervención diversas, que fueron desde los sistemas centralizados a los descentralizados, desde la administración directa a la indirecta y desde el predominio del fomento al de la regulación.

En tercer lugar, el desarrollo de la política cultural tras su institucionalización tiene que ver con la transformación del Estado y sobre todo de la cultura a partir del último tercio del siglo XX. Al mismo tiempo, se amplía enormemente, gana peso económico y centralidad social, llegando a entrelazarse de mil maneras con la dinámica socioeconómica. Por su parte, el Estado experimenta también cambios sustanciales, pues pierde soberanía y se hace más complejo e interdependiente (Held, 1997). El resultado, respecto a la política cultural, es que ésta se reestructura. En relación con las transformaciones que han tenido lugar en la cultura, surgen nuevos ámbitos de intervención (industrias culturales, moda, diseño, etc.) y nuevos objetivos de carácter extrínseco: social y económico. Se trata de un nuevo tipo de política cultural: una política de desarrollo.

Por último, el tercer principio enunciado hace referencia al horizonte de análisis que se postula como apropiado para el estudio sociológico de las políticas culturales. Según Rodríguez Morató (2012), el foco de un análisis sociológico de la política cultural debería situarse en el espacio social e institucional que la genera y apuntar, a partir de ahí, a los intereses y a las ideas que la motivan y a los efectos que produce. El espacio social e institucional de la política cultural habría de concebirse, encuadrado por las coordenadas que lo constituyen –las de la cultura y el Estado, y por lo tanto las del espacio social de la cultura y el espacio social de la política– siendo especificado como el universo compuesto por las instituciones y los actores públicos que intervienen en la regulación social de la cultura, más las instituciones y los actores privados o del Tercer Sector que ejercen algún tipo de influencia directa sobre ellos. Este espacio, en el que el poder político y la administración son siempre centrales, tiene formas y contornos maleables, en función de las transformaciones que experimentan los contextos que los configuran.

El espacio de la política cultural, por último, se concibe estructurado a partir tres coordenadas: la sectorial, la territorial y la público-privada. A lo largo de la primera de ellas, la sectorial, se sitúan los ámbitos sectoriales de política pública de los que se ocupa o puede ocuparse la política cultural (las artes, el patrimonio, la cultura popular, las industrias culturales, el deporte, la lengua, la comunicación), así como otros con los que ésta puede relacionarse (la educación, la juventud, el turismo, la inmigración, el desarrollo territorial, etc.). A este respecto, la política cultural de un poder público se caracteriza por tener una configuración sectorial particular, en la medida en que incluye unos determinados ámbitos y excluye otros, y se relaciona más o menos con los que excluye o con otros que no son de carácter propiamente cultural. Una segunda coordenada es la territorial. Ahí se sitúan los diversos niveles territoriales desde los cuales se interviene políticamente en la cultura. Estos van desde las instancias globales, como la UNESCO, y europeas, como el Consejo de Europa o la Unión Europea, hasta las estatales, regionales y locales. A lo largo de la coordenada territorial se organiza, así, esta interacción de las diversas instancias gubernamentales y administrativas que intervienen en la política cultural, dando lugar a un sistema de acción concreto (Crozier y Friedberg, 1977). Por último, la coordenada público-privada es la que va de los actores públicos (cargos públicos, técnicos y profesionales de la administración y de las instituciones culturales públicas), a los actores privados (asociaciones profesionales, creadores, gestores y empresarios culturales) y del Tercer Sector (fundaciones y asociaciones culturales). Estos actores se ven cada vez más implicados en una variedad de fórmulas de gobernanza (consejos, consorcios, patronatos, planes estratégicos, etc.), de modo que también en este caso, como en el de la coordenada territorial, la variable de la articulación resulta analíticamente crucial. Esta triple estructuración del espacio de la política cultural es el que hemos tomado como referencia, mediante la elaboración de diversos sociogramas, a la hora de analizar en detalle el espacio de la política cultural valenciana.

1.2El estudio del fenómeno en España

Por la propia naturaleza de sus objetivos y del ámbito al que se dirige, en su evolución la política cultural se caracteriza en todas partes por su creciente complejidad (Cherbo y Wyszomirski, 2000): complejidad estructural y relacional, por una parte, en cuanto que la política cultural tiende a ejercerse cada vez más a partir de un complejo sistema multinivel y desde una lógica de gobernanza más que de gobierno; y complejidad sustantiva también, por la creciente multiplicidad de objetivos que con ella pretenden alcanzarse (desde la conservación y la difusión cultural, al fomento de la diversidad y a la regeneración o la promoción territorial) (Bianchini, 1993; Corijn, 2002). Por lo que se refiere a la característica complejidad estructural y relacional de la política cultural, España constituye sin duda un caso paradigmático.

Este variado panorama de estudios, teorías y metodologías para el análisis de la política cultural en el extranjero no se ha desarrollado de igual modo en España. Aquí se pueden encontrar trabajos de índole jurídica muy relevantes (Prieto de Pedro, 1993; Fossas, 1990), pero puramente limitados a su propia disciplina. Los ha habido también de carácter económico, como las aportaciones de Rausell (1999) o Bonet (2001), que se han centrado en las dinámicas presupuestarias. También han existido trabajos más centrados en ámbitos comunicacionales e institucionales (Zallo, 1995, 1997, 2001). Con todo, no han existido trabajos con una visión más comprensiva de todos los aspectos del tema, si bien se han publicado obras divulgativas o de carácter práctico (Fernández de Prado, 1991; López de Aguileta, 2000).

Desde la sociología, sin embargo, hace tiempo que se intenta trascender este panorama tan fragmentario y poco analítico. De hecho, varios trabajos incluidos en el volumen de síntesis de Bonet y Négrier (2007) así lo demuestran. Deben mencionarse, al respecto, los trabajos pioneros de Giner (1996) sobre la política cultural en Cataluña, o las contribuciones de Bouzada en el ámbito gallego (1989) y español (1998). En 1998, Salvador Giner y Arturo Rodríguez Morató iniciaron una amplia investigación sobre La dinámica cultural barcelonesa. En ella la política cultural fue analizada en tanto que elemento estructurante –uno de los principales– de la dinámica cultural contemporánea, la cual se concibe sobre una base predominantemente urbana (Rodríguez Morató, 2001a, 2001b, 2003). En el contexto de ese trabajo surgió la idea de llevar a cabo una investigación sistemática sobre la configuración y la dinámica de la política cultural en España. El proyecto avanzó a partir de entonces en una doble dirección. Por una parte, se iniciaron una reflexión colectiva por parte de algunos de los miembros del equipo, tratando de sentar las bases para desarrollar una visión sistémica y compleja de la política cultural en España, acorde con las perspectivas teóricas y metodológicas desarrolladas internacionalmente en la materia. Esta reflexión se plasmó en una ponencia conjunta que fue presentada, en una primera versión, en el X Congreso Español de Sociología y, tras una ulterior elaboración, también en Alicante, donde se publicó (Ariño, Bouzada y Rodríguez Morató, 2005). Y por otra, se intentaron emprender también unas primeras investigaciones empíricas en ese sentido en algunas comunidades autónomas.

La cristalización principal de los intentos anteriores se produce en Cataluña, con la realización del estudio El sistema de la política cultural en Cataluña, dirigido por Rodríguez Morató (2005a). Este trabajo se profundizó y amplió todavía más con una monografía sobre la política cultural barcelonesa (Rius, 2005). Dicha contribución se complementó asimismo con la investigación focalizada sobre el barrio cultural del Raval de Barcelona (Subirats y Rius, 2005). Paralelamente apareció el estudio de Rubio (2003) sobre la historia política e institucional del Ministerio de Cultura de España. Posteriormente, un estudio piloto sobre la política cultural en España (Rodríguez Morató, 2008)2 se adentró en la comparación entre las administraciones culturales de las comunidades autónomas, elaborando un modelo metodológico para el análisis sistemático del tema, base de la ulterior investigación sobre el sistema de la política cultural española, desarrollada entre 2009 y 2011, y que tomaba como referencias a comparar los sistemas de política cultural de las comunidades autónomas de Madrid, Cataluña, Andalucía, Galicia, Aragón, País Vasco y País Valenciano. Nuestro estudio sobre la realidad de la política cultural valenciana se incardina en dicho trabajo general, de la cual se han publicado unas primeras conclusiones en un número monográfico (2012) en la Revista de Investigaciones Políticas y Sociológicas (RIPS).3

A la hora de acometer el proyecto de estudio sobre el sistema de la política cultural en España, que ha servido de marco para nuestra investigación específica sobre el País Valenciano, debe recordarse que la política cultural se inscribe de forma destacada en el proyecto modernizador del país que se pone en marcha con la llegada de la democracia (1978). Lo hace, por otra parte, sobre la base de una nueva forma política federalizante, que pretende dar respuesta a la diversidad cultural subyacente del país, caracterizado por su gran heterogeneidad interna: el Estado de las Autonomías. En un período de tiempo relativamente corto se despliega, así, de forma acelerada e intensa, todo un complejo sistema multinivel de política cultural, que incorpora una multiplicidad de desarrollos diferenciales, unos desarrollos que incluyen también, en variada medida, la dimensión relacional, de gobernanza cultural (Ariño, Bouzada y Rodríguez Morató, 2005). En ese sentido, el caso español ofrece la imagen de un verdadero laboratorio de la política cultural (Bonet y Négrier, 2007: 11).

La aplicación de una perspectiva sociológica al estudio de la política cultural, tal como acabamos de definirla, permite analizar una multiplicidad de cuestiones ligadas a la configuración, a la transformación y a la dinámica del propio espacio social e institucional de esta política (Rodríguez Morató, 2012). Ha sido de acuerdo con esta perspectiva como se ha definido el sistema de la política cultural española. En la investigación sobre el marco estatal se ha centrado la atención en el sistema político-administrativo que lo sustenta y éste se ha concebido como una encrucijada de intereses: los del Estado y la élite que lo encarna, los que emanan del sector cultural y también los de otros sectores en variable medida, lo que se corresponde con el primero de los principios enunciados para el análisis sociológico de la política cultural.

A este respecto, en el estudio estatal se ha considerado que la acción cultural pública analizada viene enmarcada por las tres coordenadas sustantivas anteriormente identificadas, con los intereses a ellas asociados: la de las políticas constitutivas, expresión preeminente de intereses estatales; la de las políticas redistributivas, más ligada a intereses del sector cultural; y la de las políticas de desarrollo, asociada usualmente a in tereses económicos.

Por otro lado, la investigación estatal ha adoptado asimismo una perspectiva sociohistórica (segundo principio de los señalados). En este sentido, se ha focalizado el objeto de estudio en el entramado de administraciones culturales a través del cual se implementa la política cultural, un entramado multinivel que en España tiene su centro de gravedad estructurante en el nivel autonómico, si bien se compone también, en último término, en un sistema estatal. El estudio comienza por considerar la institucionalización del sistema en relación con las configuraciones originarias propias de cada comunidad autónoma (del campo político en relación con la cultura, del sector cultural existente y de la institucionalidad cultural previamente establecida). Y a partir de ahí, se centra en indagar justamente la transformación de este sistema de política cultural: la evolución de la estructura institucional, en su perfil organizacional y sectorial, la de la combinación de políticas culturales, la de la complejidad del sistema multinivel y el desarrollo de estructuras y dinámicas de gobernanza.

Por último, el estudio estatal también se centra en el espacio social e institucional de la política cultural (tercer principio enunciado) cuando aborda el análisis de la dinámica actual de interacción dentro de ese espacio. A este respecto, la atención se ha focalizado principalmente sobre la coordenada territorial, muy en particular sobre la problemática de la articulación, y secundariamente sobre la coordenada público-privada.

1.3El caso del País Valenciano

Desde la sociología se ha abordado con profundidad el estudio de algunas políticas culturales autonómicas, como es el caso de Cataluña (Bonet, 2001; Rodríguez Morató, 2005b, 2007; Rius Ulldemolins, 2005; Subirats y Rius, 2005), de Galicia (Bouzada, 1999, 2003), de la Comunidad de Madrid (Rubio, 2003), o del País Vasco (Zallo, 1995). Sin embargo, en el caso del País Valenciano no ha habido apenas aproximaciones sociológicas sobre las políticas culturales autonómicas y locales. Podemos destacar aquellos trabajos que desde la economía de la cultura han realizado Bonet et al. (1993, 1994), Rausell (1999), Carrasco (1999), Rausell y Carrasco (2002), Rausell y Martínez Tormo (2005), Rausell (2007) o Rausell et al. (2007). A ellos cabe sumar otras contribuciones, como la de Pereiró (2006), desde la óptica de la gestión cultural, la aproximación antropológica a la realidad del asociacionismo cultural y patrimonial (Ariño, 1999; Albert, 2004) o el trabajo divulgativo de Sirera (2008).

En términos generales, la evolución de la política cultural en España se enmarca en el contexto de una intensificación de los grandes flujos culturales asociados a la aceleración de la globalización cultural, ejemplificada en los fenómenos de homogeneización, diferenciación e hibridación culturales (Hernàndez i Martí, 2002, 2005). A su vez, deben valorarse de manera interrelacionada tres cuestiones más: en primer lugar las diversas fases de las políticas culturales autonómicas (resistencia cultural, construcción identitaria y auge del consumo y las industrias culturales), con especial énfasis en la tercera fase, en la cual destacan los macroequipos de proyección externa y el interés por la creciente dimensión económica de la cultura (Ariño, Bouzada y Rodríguez Morató, 2005); en segundo lugar los modelos institucionales de política cultural occidentales (francés, escandinavo y anglosajón) (Zimmer y Toepler, 1999); y en tercer lugar las diversas orientaciones de política cultural desarrolladas por las administraciones en el marco europeo (democratización cultural, democracia cultural y desarrollo cultural) (Ariño, Bouzada y Rodríguez Morató, 2005; Ariño et al., 2006). A partir de estas coordenadas nos centraremos en el estudio de las políticas culturales en el País Valenciano, especialmente en el periodo que arranca en la Transición y que llega hasta nuestros días.

Atendiendo a las limitaciones inherentes a las fuentes y el tiempo de que hemos dispuesto para nuestro análisis, centrado especialmente en las instituciones públicas, nos acercaremos a los aspectos más básicos y estructurales de lo que cabría denominar como políticas culturales en el País Valenciano, incidiendo especialmente en el papel representado por la Generalitat Valenciana, aunque también hemos tenido en cuenta otras instituciones (diputaciones y ayuntamientos), así como el Tercer Sector cultural. Dichos aspectos a considerar son los relacionados con los sectores explícitamente culturales, como patrimonio cultural, archivos, arqueología, bibliotecas, música, teatro y danza, libro, cinematografía y artes plásticas, además de la cuestión de la política lingüística, especialmente relevante y conflictiva en el caso valenciano.

Como hemos señalado, nuestro trabajo no pretende ser en modo alguno exhaustivo ni cubrir todas las dimensiones del sistema valenciano de políticas culturales. Tan solo aspira a abrir una puerta a un abordaje cualitativo del fenómeno, destacando algunos aspectos que a nosotros nos parecen esenciales para comprender la dinámica de las políticas culturales en el País Valenciano. Por esta razón la metodología implementada se centra en la realización de 24 entrevistas semi-estructuradas realizadas a diversos actores relevantes del campo cultural valenciano.4 Entre ellos hay siete responsables políticos del área de cultura en las administraciones autonómica, provincial (Diputación de Valencia) y local; ocho técnicos de los citados ámbitos; y siete representantes del Tercer Sector cultural, que incluye a las asociaciones culturales, fundaciones culturales, y asociaciones profesionales, y de las industrias culturales. Las entrevistas se han realizado en seis ciudades representativas de la diversidad de políticas culturales locales en el País Valenciano, como han sido Valencia, Alicante, Borriana, Gandia, Paterna y Alcoi. Además, también se han consultado numerosas fuentes secundarias, como prensa, documentos de instituciones públicas, bases de datos, informes diversos y publicaciones. De esta forma hemos intentado desentrañar los juegos colectivos que estructuran la interacción (inspirándonos para ello en la metodología desarrollada por Crozier y Friedberg, 1977, aplicada luego al estudio de la política cultural local francesa por Friedberg y Urfalino, 1984) y hemos analizado, asimismo, las problemáticas de articulación política del sistema y los desarrollos de gobernanza cultural dentro de él.

Recapitulando, nuestro estudio pretende abordar cinco puntos esenciales para caracterizar las políticas culturales valencianas de los últimos treinta años: las grandes líneas de la evolución histórica de dichas políticas; las relaciones que se establecen entre las administraciones públicas (estatal, autonómica, provincial y local); la percepción que de las políticas culturales tienen los diversos agentes culturales (políticos, técnicos de cultura, profesionales, fundaciones, asociaciones e industrias culturales); el impacto del conflicto lingüístico e identitario en la implementación de las políticas culturales; y los factores que singularizan la política cultural valenciana respecto al resto de España. Todo ello se hace abordando tres aspectos clave del sistema cultural valenciano, sintetizados en una serie de sociogramas, como son su propia estructura básica (sectores y componentes); las relaciones normativas y de financiación; y las relaciones de comunicación e influencia entre dichos sectores. De este modo pretendemos haber contribuido, como ya señalamos, a realizar una primera aproximación cualitativa al estudio sociológico de la política cultural en el País Valenciano, que necesariamente ha de ser enmarcado en un trabajo más ambicioso sobre la comparación de las diversas políticas culturales autonómicas dentro del Estado español.

2.LA EVOLUCIÓN HISTÓRICA DE LAS POLÍTICAS CULTURALES: DE LA RENAIXENÇA AL FRANQUISMO

2.1La identidad valenciana y la Renaixença cultural

El estudio de las políticas culturales en el País Valenciano requiere considerar su trayectoria histórica, de donde deriva el conflicto identitario valenciano que sirve de trasfondo a la puesta en marcha de las políticas culturales contemporáneas, especialmente si consideramos que en el moderno contexto del Estado de las Autonomías la Comunitat Valenciana se presenta como la «cuarta nacionalidad histórica» (Soler, 2008), como queda constatado de manera indirecta en el Estatut d’Autonomia de 1982 y de manera bastante explícita en el de 2006. Como bien han subrayado Mollà y Mira (1986), el País Valenciano experimenta un proceso de hibridación o mestizaje desde su propia constitución como reino cristiano incorporado a Occidente que lo constituye como de impura natione. Ello es así por la confluencia originaria entre las culturas de los conquistadores aragoneses y los catalanes, ambos con sus respectivas lenguas (castellano y catalán), usos y costumbres, sobre un territorio musulmán que sólo dejaría de serlo definitivamente en 1609, con la expulsión de los moriscos, que todavía por entonces constituían la mayoría de la población valenciana en extensos territorios.

A partir de dicha confluencia cultural, el análisis de la «identidad valenciana», que en la contemporaneidad más reciente (desde la transición a la democracia) reviste rasgos especialmente conflictivos, requiere, como ha señalado acertadamente Baydal (2008) una distinción entre cuatro tipos de identidades colectivas: dos empleadas para las sociedades tradicionales, como son la identidad étnica y la identidad territorial, y otras dos válidas para la contemporaneidad, como son la identidad regional y la identidad nacional.

Los territorios conquistados por los catalano-aragoneses durante el siglo XIII, y mayoritariamente colonizados por catalanes durante la Edad Media, conforman una comunidad étnica en tanto que comparten unos vínculos biológicos y similares rasgos culturales. Dichos vínculos etnoculturales construyeron una conciencia colectiva que se puede catalogar como identidad étnica, caracterizada por la religión cristiana y la lengua catalana. En ese sentido aparece el concepto medieval de «nación catalana» como el grupo de catalanohablantes (comunidad étnica) de la Corona de Aragón. Por otra parte, esta «identidad étnica» común a catalanes, valencianos y mallorquines convivió con diversas identidades territoriales.5

Según Baydal (2008), la autonomía de las diversas entidades políticas que formaban la «nación catalana» (el Principado de Cataluña y los Reinos de Valencia y Mallorca) acabó enmarcando otros ámbitos de pertenencia colectiva vinculados a estas mismas estructuras jurídico-institucionales. Esta situación determinó el desarrollo de «patriotismos regnícolas» vinculados a las instituciones forales y al sistema pactista. En el marco de la Corona de Aragón, fueron estas «instituciones territoriales» las que se desarrollaron en la Edad Moderna, atrayendo hacia sí las nociones coetáneas de «nación» y de «lengua», que pasaron a coincidir a nivel onomástico con el gentilicio de la comunidad política («catalán», «valenciano» y «mallorquín»). Así, pues,

a partir del segle XV trobem pràcticament en exclusiva aquest tipus d’autorepresentació col·lectiva construïda sobre una base «constitucional» o «republicana», vinculada als ordenaments juridicopolítics més que no pas als paràmetres de tipus etnicocultural –llinatge, llengua i religió–, que són els que articulen en primera instància el concepte d’etnicitat» (Baydal, 2008: 190-191).

De modo que durante la Edad Moderna se desarrollaron unas identidades colectivas vinculadas primordialmente a las estructuras jurídicas y a la conciencia histórica propia de cada una de las entidades políticas territoriales de la Corona de Aragón, visibles incluso después de desaparecidas aquellas estructuras a comienzos del siglo XVIII a raíz del Decreto de Nueva Planta de Felipe V, que incorporaba el País Valenciano a los usos y leyes de Castilla. De modo que se mantuvo la memoria del Reino de Valencia, así como una adscripción identitaria a este territorio delimitado por la historia. Ello significa que, pese a que existía una continuidad etnocultural entre Cataluña y el País Valenciano, la separación política de facto (Principado de Cataluña y Reino de Valencia, cada uno con sus fueros y ordenaciones jurídicas) acabó generando una progresiva distancia etnocultural. Por ello, la consolidación de un espacio político valenciano produjo poco a poco la concreción de un espacio autónomo de consciencia de una identidad territorial: la aparición de un nombre para el pueblo, poble valencià, e incluso de un nombre «político» para la lengua común, llengua valenciana. De manera que la lengua compartida irá gradualmente dejando de ser percibida como única y común, tanto en el País Valenciano como en Cataluña (Mira, 1997). Sólo el proyecto nacionalista de Països Catalans, popularizado en la segunda mitad del siglo XX, intentaría hacer renacer la vieja identidad común, trasladando la unidad cultural a un proyecto de unidad política.

A partir del siglo XIX, estas «identidades territoriales» fueron sometidas a un proceso de reinvención para integrarlas regionalmente en la nueva identidad nacional vinculada a la construcción del Estado-nación español:

per això considerem que, a partir d’aquest procés de desenvolupament de la comunitat nacional contemporània, és preferible utilitzar la noció d’«identitat regional» en substitució de la d’«identitat territorial», en consonància amb la distinció aplicada a aquesta època entre les categories conceptuals de «regió» i «nació» (Baydal, 2008: 191-192).

Es decir, con el advenimiento de la contemporaneidad, junto a la identidad nacional, aparece la identidad regional. Las identidades regionales de la modernidad se cimentarán inicialmente en las antiguas identidades territoriales construidas sobre los viejos territorios históricos, como lo demuestran los movimientos regionalistas del siglo XIX, entre ellos el de la Renaixença6 valenciana. Con todo, el movimiento nacionalista valenciano iniciado en los años sesenta intentará rescatar, a partir de la obra de Joan Fuster, considerado el principal intelectual valenciano del siglo XX, los rasgos étnico-culturales para construir un proyecto nacionalista valenciano de orientación catalanista. Pero en el País Valenciano contemporáneo, a diferencia de Cataluña o Euskadi, predominará una identidad regional valenciana (valencianismo regionalista) vinculada a una identidad nacional española, siendo el nacionalismo valenciano un movimiento minoritario, aunque muy influyente culturalmente.

A lo largo del período de la Restauración se produjo un intenso proceso de definición de la identidad valenciana subordinado a la construcción y asimilación de la idea de nación española, forjada fundamentalmente en el periodo de las revoluciones liberales, aunque «en realidad, podría hablarse de una invención de la misma» (Archilés, 2008: 94). Para ello se llevó a cabo una acumulación de materiales culturales que sirviesen para configurar el imaginario simbólico de esta identidad autóctona, entendida siempre como regional, inseparable de la identidad española y, por tanto, nacional. En ese sentido la Renaixença fue un movimiento de carácter cultural (y no necesariamente político), cuyo objetivo implícito era la recuperación de la actividad literaria. En ese contexto, jamás se trató de plantear una lengua o historia propia como instrumento para otra cosa que no fuera la caracterización de la identidad valenciana contemporánea como parte sustancial (en tanto que identidad regional) de la nación española, que se convertía en el marco nacional dominante de los valencianos.7

El imaginario de la identidad regional valenciana forjada por la Renaixença se basa en cuatro pilares: en primer lugar implica colocar en un lugar de preeminencia simbólica la lengua propia para definir la identidad valenciana; en segundo lugar supone elaborar una narrativa específica del pasado histórico valenciano ensalzando el período medieval y foral como una época dorada, si bien dicha narrativa no se oponía a la narrativa histórica española nacional, sino que actuaba como complemento necesario; en tercer lugar se estableció un proceso de fijación del patrimonio cultural valenciano en función de la creación de la identidad cultural regional; y en cuarto lugar, a través de la acumulación sucesiva de elementos, se fomentó una imagen regional común y compartida por las tres «provincias hermanas» (provincialismo). Como ha subrayado Archilés (2008: 98):

La Renaixença no puede entenderse como el antecedente del nacionalismo valenciano, ni podía serlo según sus propios términos. Entre ambos hubo discontinuidad y ruptura de planteamientos. No obstante, depositó sobre la superficie del imaginario regional un conjunto de elementos que, como todo factor cultural, eran susceptibles de reinterpretación. Ello es lo que sucederá a principios del siglo XX, cuando aparezca el valencianismo político.

Efectivamente, los rasgos señalados de la Renaixença marcarán en el futuro la agenda cultural valenciana, así como las políticas culturales en el País Valenciano, incluso en fechas recientes, dado que la lengua propia diferenciada, el patrimonio cultural específico, la mitología medieval y el provincialismo siguen situados, en gran medida, en el centro del debate cultural, especialmente si lo observamos atravesado por el conflicto identitario.

En consecuencia, la construcción de la identidad regional plantea un marco ineludible y omnipresente a la hora de entender la cultura valenciana contemporánea. El período en el que se codifica la referida identidad regional está comprendido entre 1879, fecha de constitución de la entidad Lo Rat Penat, emblema de la Renaixença valenciana, y 1909, año en que se celebró, a modo de «gran evento» cultural de la época, la Exposición Regional en la ciudad de Valencia (en 1910 se celebró también la Exposición Nacional), si bien la Renaixença ya se incubó a lo largo del proceso revolucionario burgués (1808-1874) (Baldó, 1990a).8 Esta Exposición se convirtió en el mejor escaparate de todos los elementos icónicos que ya por entonces habían configurado un repertorio simbólico de lo que, en gran medida, representaría ser valenciano para el resto del siglo XX. En el intervalo de estas tres décadas, que se extienden en el tránsito del siglo XIX al XX,«la construcción de la identidad valenciana se fue perfilando mediante un amplio repertorio de materiales culturales» (Archilés, 2008: 98). Es el caso de manifestaciones estéticas como las obras pictóricas de Joaquín Sorolla, las novelas de Vicente Blasco Ibáñez, las composiciones musicales de Salvador Giner o la fiesta de las Fallas como expresión popular de la identidad valenciana. Los grandes literatos de la Renaixença valenciana fueron Teodor Llorente, que representaba el sector más conservador y de alta cultura (Renaixença de guant), y Constantí Llombart, referente de los sectores progresistas y populares (Renaixença d’espardenya) (Baldó, 1990a). Curiosamente, a partir de los años 60, tras el impacto cultural del fusterianismo (por la influencia de la obra del ensayista Joan Fuster), se invierten los términos y la izquierda nacionalista y progresista defiende una visión elitista y racionalista de la cultura, mientras que la cultura popular o d’espardenya es instrumentalizada por la derecha local para utilizarla como arma política contra las fuerzas progresistas (Martínez Gallego, 2010).

Esta identidad valenciana, a través de su autorepresentación simbólica, creó una identidad colectiva en función de un ámbito identitario nacional que era el español. Por ello no es casual que el himno de la Exposición Regional de 1909 comience con un «Per a ofrenar noves glòries a Espanya».9 Cabe añadir que la construcción del imaginario colectivo valenciano se produjo a lo largo de todo el espectro ideológico, lo que contribuyó a su éxito y arraigo, al tiempo que tampoco surgió ningún imaginario alternativo, de manera que el imaginario regional, con sus límites y parcialidades, ha venido siendo históricamente el único referente consolidado de la identidad valenciana, un hecho a tener en cuenta para entender mejor el desarrollo de las políticas culturales en el País Valenciano.

2.2El impacto cultural de la Segunda República y la Guerra Civil

A comienzos del siglo XX apareció el valencianismo político, que pronto derivó en el primer nacionalismo valenciano, si bien fue siempre minoritario, frente al abrumador predominio del regionalismo local. Con todo, su presencia fue constante en las tres primeras décadas del siglo XX y especialmente fue notable su impacto en la esfera cultural a partir de finales de los años veinte. Debe subrayarse especialmente que un solo elemento resultó central para la narrativa del nacionalismo valenciano: el significado de la historia como pieza esencial de la afirmación identitaria (Archilés, 2008). En las vísperas de la Segunda República se produjo una renovación del valencianismo político de signo nacionalista, lo que, pese a su limitado alcance político, significó una enorme aportación al replanteamiento de las políticas culturales en el País Valenciano. Según Baldó (1990b), en estas tres primeras décadas del siglo XX la actividad del valencianismo político, en gran medida cultural, significó le búsqueda de una cultura moderna, que no solo subvertía la Renaixença sino que apostaba por la vanguardia artística y el compromiso social.

Efectivamente, como han señalado Aznar Soler y Blasco (1985), la acción del valencianismo político durante la Segunda República fue fundamental para construir una primera infraestructura cultural, hasta el punto de que las primeras «políticas culturales» dignas de tal nombre datan de esta época. Como han subrayado los autores citados, se partía de una situación de enorme déficit de infraestructuras culturales valencianas, razón por la cual los escritores valencianistas relegaron a un segundo plano la creación literaria «con la misión de dotar de coherencia política el valencianismo cultural» (Aznar Soler y Blasco, 1985: 41-42). Entre 1930 y 1936 se puso en marcha un compromiso colectivo para construir, como minoría intelectual dirigente, la infraestructura cultural necesaria para una visión valencianista, republicana y nacionalista del País Valenciano, lo que se ha llamado la «normalización» de la cultura valenciana. Por ello fue muy relevante la participación de grupos intelectuales en la acción valencianista. Sin embargo, ya en esos años apareció una cierta polémica entre un valencianismo nacionalista catalanófilo y un incipiente regionalismo valenciano de signo anticatalanista. El grupo más activo fue el primero, con revistas como El Camí u organizaciones como Acció Cultural Valenciana.

Durante estos años, y paralelamente a la ascensión de las grandes fiestas valencianas (en especial la de las Fallas) como expresión ritual de la identidad valenciana, apareció lo que se ha dado en llamar el «valencianismo temperamental», que alude a una «vivencia prepolítica que imagina la existencia de lazos presociales más decisivos, más auténticos y profundos que los vínculos de la estructura social» (Ariño, 1992), y que se expresa en la creencia en un «temperamento valenciano», de tipo popular, étnico y comunitario, horizontal y unitario, que afirma, a modo de religión civil, la diferencia esencial cultural valenciana, manifestada especialmente en sus fiestas populares. Por ello Ariño (1992) señala que las Fallas, que eclosionan como fiesta grande valenciana en la época de la Segunda República, se convirtieron ya entonces en una auténtica liturgia civil del valencianismo (temperamental o sentimental). Este sentido de pertenencia o valencianía, funcional en principio al regionalismo, estará también disponible para explotaciones de tipo nacionalista, si bien históricamente se vinculará al proyecto nacional español, marcando la especificidad valenciana.

En 1932, la preocupación por normalizar la lengua y cultura propias exigía la unificación ortográfica con el catalán del resto de territorios catalanohablantes, y por ello se firmaron en Castelló de la Plana las conocidas como Normes de Castelló, que desde entonces fijaría el estándar del valenciano-catalán en el País Valenciano, en coherencia lingüística con las normas fabrianas defendidas por el Institut d’Estudis Catalans. La lista de los firmantes de las Normas ya nos indican las principales instituciones culturales valencianas del momento: fueron la Societat Castellonenca de Cultura, el Centre de Cultura Valenciana, el Seminari de Filologia de la Universidad de Valencia, Lo Rat Penat, Unió Valencianista, Agrupació Valencianista Republicana, Centre d’Actuació Valencianista, Agrupació Valencianista Escolar, Centre Valencianista d’Alcoi, Centre Valencianista de Bocairent, Centre Valencianista de Cocentaina, Juventud Valencianista Republicana de Manises, L’Estel y El Camí. Las Normas también estaban firmadas por lo más granado de la intelectualidad valencianista.

Debe señalarse que justo cuando el valencianismo nacionalista intentaba aumentar su presencia se produjo la primera manifestación explícita del anticatalanismo valenciano, que jugaría un papel tan importante a partir de los tiempos de la transición a la democracia.10 En 1932 apareció el libro El perill català (El peligro catalán), de Josep Maria Bayarri, que se mostraba contrario a la unidad de la lengua valenciano-catalana, a la unificación ortográfica y a la denominación de «País Valenciano». A su vez, la revista Acció se postuló como la portadora de un nacionalismo conservador y antirrepublicano. El republicanismo blasquista (por la alusión a su fundador, el prestigioso escritor Vicente Blasco Ibáñez), de gran implantación en Valencia, también destacaba por su anticatalanismo, de modo que ya durante la Segunda República se escenificó el conflicto entre el regionalismo anticatalanista y el nacionalismo valencianista progresista (y en gran medida catalanófilo), un conflicto sobre la identidad valenciana que se reeditaría a gran escala a partir del final del régimen franquista, influyendo de pleno en las políticas culturales del País Valenciano.

En este contexto también se hizo un esfuerzo por promover la normalización pedagógica valenciana, y así, la Agrupació Valencianista Escolar, fundada en 1932, asumió un marcado carácter universitario y organizó la Universitat Popular Valencianista, donde se impartían cursos de lengua y literatura, geografía e historia del País Valenciano, disciplinas incorporadas a los planes oficiales de estudio de la Universidad de Valencia, que iba de la mano de una revisión crítica del régimen universitario centralista. Para completar la acción se iniciaron, también en 1932, las Setmanes Culturals Valencianistes. Paralelamente se fomentó el arte y literatura populares, con el telón de fondo de la reivindicación de un Estatuto de Autonomía para el País Valenciano, que finalmente truncó el estallido de la Guerra Civil.

En 1934 la revista valencianista La República de les Lletres publicó los que deberían ser los objetivos de una nueva política cultural para el País Valenciano, que se resumiría en seis grandes puntos: el primero era el reconocimiento de la unidad del idioma, respetando la autoridad en el terreno ortográfico del Institut d’Estudis Catalans, y solicitando el ingreso de una representación valenciana en él; el segundo consistía en promover la creación de un Institut d’Estudis Valencians, independiente de la Universidad y sin intromisión estatal; el tercero era la solicitud de una cátedra de lengua catalana-valenciana en la Universidad de Valencia, de la que debía ser responsable Carles Salvador, uno de los mayores poetas y lingüistas valencianos; el cuarto era el reconocimiento del derecho a recibir educación en lengua materna, posibilitado por la declaración de cooficialidad del castellano y del valenciano; el quinto punto señalaba la necesidad de responsabilizar al escritor valenciano en la tarea de normalizar el idioma como lengua cultural nacional; el sexto y último punto proponía conmemorar el 9 de octubre de 1238, fecha de la conquista cristiana de Valencia, como fiesta nacional valenciana, y el intento de preparar el VII Centenario de la fundación del País Valenciano el 9 de octubre de 1938. Para ello se proponía la organización de un Congrés de la Llengua, la creación de la Biblioteca de València, la restauración del monasterio de Santa Maria del Puig como lugar referencial de la nación valenciana, la formación del Museo de la Cerámica y la finalización de las obras de restauración del Palau de la Generalitat, además de organizar una Conferència Econòmica del País Valencià, actividades todas ellas que constituían un plan de trabajo intenso para la minoría intelectual valencianista en sus esfuerzos culturales. Simultáneamente, revistas como Proa o Nueva Cultura, esta última síntesis de planteamientos marxistas y nacionalistas, serán puntales esenciales de los intentos por plantear una política cultural valencianista para el País Valenciano.

Como también han enfatizado Aznar Soler y Blasco (1985: 95), el inicio de la Guerra Civil supuso una interrupción de la tendencia a la «normalización» cultural. A partir del 18 de julio de 1936 dio comienzo una fase de «defensa de la cultura», de manera que

la política republicana se impregna de un sentido gramsciano por lo que respecta a la lucha de valores humanos que se debaten en la guerra, donde la interpretación de la lucha popular como crisol forja las raíces de una nueva cultura, humanista y revolucionaria, dentro de la perspectiva del desarrollo de una sociedad socialista en la cual la cultura ya no será una cultura de clase, patrimonio exclusivo de la clase dominante, sino cultura socialista vinculada a los intereses de las clases populares.

Se trataba, pues, de oponer una nueva cultura, cultura popular y cultura socialista, a la cultura burguesa en descomposición, capitalista y fascista. En este marco, el intelectual nacionalista y antifascista aparece como comprometido con el destino de la República agredida, y concibe la cultura como un arma en la lucha contra el fascismo, por la libertad de los pueblos y por la defensa misma de la cultura.

Valencia se convirtió en capital provisional de la Segunda República entre el 27 de noviembre de 1936 y el 30 de octubre de 1937, y el valencianismo cultural intervino en las instituciones allá donde tenía representación oficial, desde donde intentó desarrollar una política cultural específica. Así se generó una cierta base institucional, como fue la Conselleria de Cultura del Consell Provincial Valencià (la antigua Diputación Provincial).11 Esta nueva Conselleria de Cultura, lejano antecedente de la que aparecería en los tiempos de la transición a la democracia, estaba controlada por el valencianismo de izquierdas, y fue la responsable de crear la que tenía que ser la institución cultural valenciana más importante, el Institut d’Estudis Valencians (IEV). Éste representaba la alternativa de organización de un trabajo intelectual colectivo que fundamentara sobre bases orgánicas la actividad cultural valenciana, pese a los tiempos de guerra y revolución que corrían. El 9 de febrero de 1937 un decreto del Consell Provincial creaba el IEV, que estaba dividido en cuatro secciones (Histórico-Arqueológica, Filológica, Ciencias y Estudios Económicos) y adscrita a la Sección Filológica se creaba la Biblioteca Nacional del País Valencià, también lejano antecedente de la moderna Biblioteca Valenciana, que contaría con los fondos bibliográficos de la antigua Diputación. También se había de crear un Museo de Prehistoria adscrito al IEV, perteneciente al Servicio de Investigaciones Prehistóricas. A su vez se creaba un Centre d’Estudis Econòmics Valencians, adscrito a la Sección de Estudios Económicos, con intervención de la Universidad de Valencia, el cual organizó el Arxiu General del Regne de València. Además se creaba un Centre d’Estudis Històrics del País Valencià, una Escola Model Valenciana y una Junta de Monuments Nacionals del País Valencià. Cada sección del IEV tenía un presidente, un secretario y tres vocales. Por su parte, el IEV contaba con un presidente, un secretario general y un tesorero, siendo el presidente último el conseller de Cultura del Consell Provincial Valencià. Asimismo, el Consell Provincial Valencià llegó a crear el Museu de Ciències Naturals, que estaría bajo la dirección de la sección de Ciencias del IEV. El conseller de Cultura Francesc Bosch i Morata fue el máximo artífice la ambiciosa infraestructura cultural valencianista, asociada de alguna manera a la creación del IEV.

Las peculiares circunstancias de la Guerra Civil posibilitaron también determinados hitos culturales, como la constitución en 1936 de la Aliança d’Intel·lectuals per a la Defensa de la Cultura de València, organización unitaria de la intelligentsia valenciana antifascista, o la celebración en Valencia en 1937 del II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas (el primero se celebró en París en 1935), donde hubo por vez primera una representación del País Valenciano que defendió en una ponencia la necesaria articulación entre la defensa de una cultura universal y de una cultura nacional valenciana. Otras iniciativas culturales destacadas fueron la creación de la Casa de la Cultura de Valencia en noviembre de 1936, para acoger a los intelectuales españoles desplazados desde Madrid a Valencia, la convocatoria de los Premis Musicals del País Valencià (1937), la Exposición del Libro Antifascista (1937) o el solemne acto de celebración del VII Centenari de la Fundació del País Valencià, en el Teatro Principal de Valencia el 9 de octubre de 1938.

El comienzo de la Guerra Civil hizo que numerosas entidades culturales se pusieran claramente al servicio de la causa de la Segunda República. Algunas, históricamente en manos más o menos conservadoras, pasaron a tener directivas valencianistas de izquierdas, como fue el caso de Lo Rat Penat y el Ateneo Mercantil (este último convertido en Ateneu Popular). Por otra parte también estaba el Centre de Cultura Valenciana, creado por la Diputación de Valencia en 1915, que sostenía un concepto elitista de cultura, y estaba caracterizado por un talante académico conservador. Otras instituciones semejantes que también colaboraron fueron la Societat Castellonenca de Cultura y el Círculo de Bellas Artes de Valencia.

Dentro del valencianismo cultural todavía subsistía una diferencia entre el más culto y el más popular, aunque en el contexto bélico y revolucionario se intentó la síntesis de ambos. Así, se produjo una creciente convergencia entre los intelectuales valencianistas con los marxistas, teniendo la cuestión nacional valenciana de fondo, e incluso se manifestó por parte de algunos intelectuales un proyecto futuro de unificación con Cataluña y las Islas Baleares, antecedente de la moderna construcción política de los Països Catalans. Por ello la mayor preocupación del valencianismo cultural durante la Guerra Civil fue la defensa de la lengua propia, especialmente desde el Consell Provincial de València con su Conselleria de Cultura, que sin embargo tenía mínimas dotaciones, frente a la política del Ministerio de Instrucción Pública, que solo tardíamente (hacia 1938) se ocupó de la normalización lingüística del valenciano-catalán en el País Valenciano.

Pese a la gran cantidad de iniciativas y proyectos emanados del valencianismo cultural durante la Guerra Civil, las circunstancias del momento redujeron en gran medida los recursos humanos y materiales para la puesta en práctica de la política cultural valencianista, que merece tal nombre por su coherencia interna y sus propósitos específicos (potenciar una recuperación cultural valenciana en clave nacionalista y revolucionaria) (Aznar Soler y Blasco, 1985). Además, el proceso de centralización experimentado por el sitiado Gobierno de la República, como estrategia para la victoria bélica, todavía dificultó más el proyecto cultural valencianista, al margen de que también existían sensibilidades mayoritarias no muy proclives al valencianismo, como era el caso del anarquismo o de gran parte del republicanismo. Como afirman los autores:

El más fuerte impedimento para la extensión del valencianismo cultural fue, obviamente, la falta de poder efectivo del valencianismo, tanto en la esfera política como en el de la cultura, carencia que comportaba una total insuficiencia económica (p. 235).

2.3El franquismo y la cultura valenciana

La instauración del nuevo Estado franquista, al igual que sucedió en Cataluña y Baleares, que vieron erradicados sus derechos como nacionalidad histórica, «implantó una idea de regionalismo empobrecedor y sumiso, caracterizado como la promoción de las manifestaciones culturales folklóricas y la castellanización» (Sevillano, 2008: 150). La cultura valenciana fue presentada como parte de la empresa de la forja de la nación y de la cultura española. Pero, a diferencia de Cataluña y Baleares, las autoridades franquistas no suprimieron totalmente las entidades culturales regionalistas, que continuaron su actividad, caso de Lo Rat Penat o el Centre de Cultura Valenciana. Además, y pese a la ingente política de castellanización cultural y lingüística, las restricciones al uso del valenciano no fueron tan estrictas y sistemáticas como las impuestas en Cataluña. Esta cierta tolerancia se produjo a resultas de la convicción de que la lengua no era un medio de reivindicación nacionalista en el País Valenciano, donde ya se ha visto que el nacionalismo era minoritario respecto a una identidad mayoritaria regionalista forjada en tiempos de la Renaixença. Este hecho posibilitó que, aunque el valencianismo quedara reducido al ámbito familiar, también se reflejara en actos públicos como los Juegos Florales, los actos festivos (como en la fiesta de las Fallas) o en algunas publicaciones festivas y culturales (caso de Pensat i Fet, de temática fallera). Pese a todo, las limitaciones fueron muy serias.

Según Mira (1997), la victoria franquista supuso el regreso del bloque social hegemónico en la Restauración, el mismo que había propiciado la construcción de la identidad regionalista valenciana dominante. Pero, además, la etapa franquista supuso, por primera vez,

la ruptura parcial de la inèrcia ètnica que fins aleshores havia mantingut quasi inalterada la valencianitat de les classes populars: el castellà arriba activament fins els darrers racons i s’imposa cada vegada més com a llengua de relació urbana, la pressió ideològica i social castellanitzadora arriba al punt més alt, la immigració acabarà submergint les perifèries urbanes, i un folklore «nacional» espanyol pràcticament oficialitzat s’imposa ràpidament sobre les formes tradicionals i pròpies de la cultura popular (p. 208).

Efectivamente, los referentes culturales generacionales que se imponen a través de las nuevas industrias culturales (radio, cine y televisión) durante el franquismo, lo hacen desde la visión dominante de la españolidad y la identidad nacional española, aumentando, por tanto, el abismo entre la potencia institucional de la cultura en castellano y española y la debilidad en este aspecto de las culturas y lenguas periféricas, desprovistas de cualquier espacio público propio de promoción y difusión (Ariño, Castelló, Hernàndez y Llopis, 2006). Este desajuste, especialmente visible en el caso del País Valenciano, será uno de los aspectos básicos a tener en cuenta a la hora de abordar la puesta en marcha de las políticas culturales a partir de la transición a la democracia.

Como ha subrayado Baldó (1990b), el franquismo no dejó la cultura «a su aire», como a veces se ha afirmado, sino que intervino en ella a fondo. La dominación política se había de servir de la ideológica y la política cultural era el instrumento, mediante una orientación, respecto a los últimos tiempos de la Segunda República, claramente reaccionaria. De manera que el modelo cultural que impuso la dictadura franquista respondía perfectamente a las necesidades de dominio del bloque social vencedor. En este sentido,

la política cultural del franquisme desenvolupa dos mecanismes: el primer és coercitiu i actua contra les manifestacions culturals que poden perjudicar l’hegemonia ideològica: l’altre, pel contrari, promou aquelles expressions culturals que estan d’acord amb el fonament de l’Estat (p. 402).

Como consecuencia se impuso el silencio, la censura y la persecución de la cultura crítica, disconforme o alternativa a la oficial del régimen, razón por la cual el erm (yermo) sustituyó la fértil creatividad de las décadas anteriores y la concepción unitaria de la cultura acabó con cualquier veleidad de pluralismo cultural considerado «disolvente» de la sacrosanta unidad española. Por ello se impusieron el conservadurismo y el nacionalcatolicismo con ribetes fascistizantes, que sólo empezarían a quebrarse en el período del llamado desarrollismo, cuando tanto el acelerado desarrollo económico como la consiguiente apertura de costumbres minaron progresivamente las bases sociales y culturales de la dictadura.

Por otra parte, y en el marco de las fiestas populares, tan instrumentalizadas por el régimen franquista (Hernàndez, 1996), a imitación de sus regímenes totalitarios europeos, el ya mencionado valencianismo temperamental evolucionó tras 1939 hacia su consolidación, apelando constantemente a un cierto carácter sagrado y transcendente, que situaría el credo valencianista como parte «sentimental» de la ortodoxia festiva (especialmente en las Fallas), auspiciada oficialmente y plasmada en una especie de fervor emocional, bien visible en grandes actos festivos de masas. Al no existir ya un valencianismo político y al ser muy débil el cultural, encajaría perfectamente la defensa temperamental de Valencia en la política regionalista y paternalista del régimen respecto a todo lo valenciano. La misma reconstrucción, consolidación y expansión de las Fallas correría paralela tras 1939 al desarrollo y perfeccionamiento del valencianismo temperamental, que articulado por el valencianismo festero, hacia la década de los años 70 comenzó a tornarse más visceral y agresivo, como base y semillero sentimental del posterior movimiento anticatalanista de la transición, también conocido como blaverisme.12

A partir de los años cuarenta, mientras se imponía la cultura oficial del régimen franquista (falangista, nacional-católica y castellanizadora), se produjo el exilio cultural de muchos intelectuales y artistas progresistas valencianos, que emigraron fundamentalmente a Latinoamérica, si bien el motivo de exilio no habría sido tanto su adhesión al valencianismo como al republicanismo, la masonería o las izquierdas. Para determinados sectores valencianistas en el exilio fue tomando cuerpo la idea moderna de Països Catalans, como proyecto de futura unificación política de Cataluña, Islas Baleares y País Valenciano. Como mínimo se creía en la necesidad de reforzar y cultivar la unidad lingüística del catalán en los diversos territorios donde se hablaba, así como en la colaboración cultural, si bien también se matizó la singularidad y se afirmó la personalidad de las tierras valencianas.

En el interior también se desarrolló toda una disidencia intelectual, en gran medida vehiculada por un valencianismo nacionalista resistente, interesado en impulsar las relaciones culturales con Cataluña e Islas Baleares. Un esfuerzo de recuperación y promoción del valencianismo fue paulatinamente impulsado desde distintas instituciones, sobre todo a partir de finales de los años cuarenta. A ello contribuyó especialmente la entidad Lo Rat Penat, con la creación de los Cursos de Llengua, que promovieron una nueva generación de valencianistas que pasarían a tener un importante protagonismo cultural pocos años después. Otras instituciones públicas de interés fueron el Aula Me diterráneo, creada desde la Facultad de Filosofía y Letras de Valencia, para la difusión de la literatura; la Institución de Estudios Valencianos Alfonso El Magnánimo, a modo de centro de estudios locales creados a imitación de otros institutos provinciales por la Diputación de Valencia bajo la tutela del CSIC en 1948; y, particularmente, el Instituto de Literatura y Estudios Filológicos, creado dentro de la Institución de Estudios Valencianos, y entre cuyos colaboradores estaba el filólogo Manuel Sanchis Guarner (1911-1981), uno de los máximos exponentes del valencianismo cultural del siglo XX. Otras iniciativas a destacar en la época fueron la creación del Premio Anual de Literatura de la Diputación Provincial de Valencia en 1949, o la presentación del Diccionari Català-Valencià-Balear por Sanchis Guarner en el Ayuntamiento de Valencia en 1951.

En este marco de debilidad del valencianismo cultural e imposición de una visión imperial de la cultura castellana-española irrumpió en escena la obra de Joan Fuster (1922-1992), ejemplificada en las emblemáticas Nosaltres els valencians y El País Valen ciano, ambas publicadas en 1962, y consideradas, sobre todo la primera, auténticos revulsivos sobre la reflexión al respecto de la cuestión identitaria valenciana. El ensayo Nosaltres els valencians tenía como motivo, básicamente, la clarificación urgente y objetiva de la identidad del pueblo valenciano, rechazando explícitamente el posicionamiento dominante de carácter regionalista, españolista y conservador, y apostando por la construcción de una identidad nacional valenciana inserta dentro de un proyecto cultural y político de catalanidad compartida con Cataluña y las Islas Baleares (Països Catalans). Como ha señalado Mira (1997: 208), «la obra de Joan Fuster, a comienzos de los años sesenta, supuso el primer intento, coherente y destacado, de construir una visión del País Valenciano radicalmente independiente de la única impuesta y permitida». Ello implicaba romper con toda la visión regionalista dominante de las oligarquías valencianas y apostar por un valencianismo incompatible con el españolismo franquista y cada vez más cercano a las fuerzas izquierdistas antifranquistas que se iban perfilando en el horizonte político del tardofranquismo.

El impacto de la obra de Fuster y otros intelectuales críticos impulsó una importante transformación cultural, que ha sido definido como el redreç (enderezamiento) de la cultura valenciana tras los tiempos del erm (Baldó, 1990b). Ello se advirtió, además de en la literatura y el ensayo (Joan Fuster, Vicent Andrés Estellés, Manuel Sanchis Guarner, Juan Gil-Albert, Enric Valor), en otros campos como las artes plásticas (Joan Genovés, Eusebio Sempere, Andreu Alfaro, Grup Parpalló, Equip Crònica, Equip Realitat, Joaquim Michavila, Antoni Miró), la música (Joaquín Rodrigo, Amando Blanquer, Raimon, Ovidi Montllor, Al Tall y la Nova Cançó) o el cine (Luis García Berlanga y la publicación Cartelera Turia). En suma, queda claro que las propuestas de Fuster ayudaron a generar un nuevo valencianismo, minoritario, progresista y conformado sobre todo por profesores y estudiantes universitarios, que impregnó el antifranquismo valenciano de reivindicaciones nacionalistas valencianas y que, por tanto, se convirtió en un factor crucial en la convulsa transición democrática.13

Paralelamente, desde los años sesenta se habían ido produciendo en el País Valenciano un conjunto de condiciones que iban a modificar profundamente su trayectoria histórica. Fueron los años de la industrialización extensiva y acelerada, de urbanización y desruralización, que por primera vez alteraba las bases del «agrarismo social» dominante, abriendo la puerta a una dinámica de cambios hasta entonces desconocida. La relativa modernización económica, cada vez más visible en el territorio y los paisajes, coincidía con transformaciones equivalentes, y más avanzadas, que se daban en Europa occidental, y con formas aceleradas de cambio social y cultural que llegaban rápidamente a incidir en las nuevas generaciones de valencianos urbanos o urbanizados. Todo ello propiciaba, por vez primera, la formación de «nuevas élites» procedentes del ascenso social y profesional de estratos medios y populares autóctonos hasta entonces reducidos a la subordinación y la marginalidad. Además, el acceso de la Universidad a una gran masa de estudiantes valencianohablantes, no procedentes de la burguesía urbana, generó una mayor receptividad al nuevo nacionalismo fusteriano ligado a una cultura crítica, la lealtad al pueblo y a la modernidad. De manera que un bloque nuevo y ascendente de valencianos

proposava la necessitat de redefinir la pròpia realitat del grup –la pròpia realitat del país– en termes nacionals autòctons i no imposats, en termes no obligatòriament espanyols, en termes valencians. I per primera vegada, sobretot, aquesta proposta de reflexió i de decisió es convertia en un element central, inajornable, de la vida política, del debat intel·lectual i de l’acció cívica i cultural d’aquesta societat» (Mira, 1997: 211).

3.CULTURA Y CONFLICTO IDENTITARIO EN LA TRANSICIÓN VALENCIANA

3.1 El conflicto identitario valenciano

Las transformaciones del postfranquismo, las nuevas iniciativas culturales valencianistas ligadas a los movimientos democráticos antifranquistas y las reacciones conservadoras a estas sentaron las bases para la eclosión del conflicto identitario que se produjo en los años setenta, y que tan decisivamente influyó, como intentaremos demostrar, en el marco de las políticas culturales desplegadas en el nuevo periodo democrático, hasta el punto de conferir singularidad al caso valenciano en comparación con otras comunidades autónomas. Como ha subrayado Mira (1997), la centralidad adquirida por el «tema del país» hizo que la cuestión nacional se transformara en un problema que continuamente provocaba acciones y reacciones, tomas de posición, conflictos y movilizaciones. Era «una cuestión de fondo, de actitudes muy profundas, de divergencias que tienen el origen en una larga historia, de visiones diferentes de futuro, y en definitiva una cuestión de definiciones nacionales que son bastante más que verbales» (Mira, 1997: 213).

El 9 de octubre de 1977 una multitudinaria manifestación ciudadana de más de medio millón de personas salió a las calles de Valencia pidiendo la autonomía, lo que generó una durísima reacción de la derecha valenciana y española contra la emergente alianza progresista del nuevo nacionalismo fusteriano y las fuerzas democráticas emergentes, lo que se tradujo en una espiral de violencia tanto verbal como física, conocida como la Batalla de Valencia. No obstante, el conflicto desatado hundía sus raíces en el pasado y en la existencia del anticatalanismo, aunque adquiría pleno sentido a la luz de los deseos de la derecha postfranquista de cortocircuitar o dificultar el avance de las fuerzas progresistas y valencianistas, que agrupaban partidos de centro, izquierda, valencianistas, así como sindicatos de clase y sectores intelectuales y culturales de procedencia antifranquista.14 De hecho, este anticatalanismo que bien se puede denominar como catalanofobia o xenofobia catalana no era más que una afirmación del proyecto nacionalista español surgido en la Restauración, defendido por los principales grupos activos en la política valenciana, si bien entonces no se negaba la unidad lingüística valenciano-catalana. Algo bien diferente del nuevo anticatalanismo surgido en los años setenta del siglo XX, que negaba la unidad de la lengua, planteaba una relectura radical de la historia y desviaba el proceso de sustitución lingüística por el castellano a una supuesta eliminación del valenciano por el catalán (Bodoque, 2013).

En realidad, el conflicto identitario valenciano ocultaba un conflicto ideológico y político entre derecha e izquierda, que se plasmaba en su forma distinta de abordar el hecho cultural, de manera que convertir la identidad regional valenciana en sinónimo de anticatalanismo fue el gran éxito de la derecha. Entre 1983 y 1995, los socialistas en el poder autonómico, más interesados en desplegar un programa de modernización, no fueron capaces de modificar los fundamentos del modelo identitario regional heredado, y el tibio valencianismo cultural por ellos desplegado fue del todo insuficiente en este sentido (Archilés, 2013). Posteriormente, y como veremos más adelante con más detalle, el Partido Popular valenciano fue capaz de reinventar el relato del regionalismo (fagocitado a Unió Valenciana, el partido anticatalanista por excelencia), un regionalismo tradicionalista que hace del anticatalanismo un recurso recurrente. Al mismo tiempo, adoptó la defensa de un programa de «modernidad» fundamentado en grandes eventos y proyectos al servicio de una cosmovisión neoliberal asociada a episodios de despilfarro y corrupción (Archilés, 2013).

A partir de finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, que vieron desarrollarse los momentos más duros del conflicto identitario valenciano, se pueden constatar, como ha mostrado Vallés (2000), cinco grandes posturas identitarias entre los ciudadanos del País Valenciano. En primer lugar el fusterianismo clásico (por el legado que supuso la obra de Joan Fuster), que define el País Valenciano como una parte de la nación catalana, integrado en el proyecto político de los Países Catalanes. En segundo lugar el modelo estatutario estricto, que define el País Valenciano/Comunidad Valenciana como una comunidad autónoma española, caracterizada por una historia institucional diferenciada, con lengua propia pero no secesionista respecto al catalán. En tercer lugar el blaverismo anticatalanista, que defiende el Reino de Valencia/Comunidad Valenciana como un proyecto regional/nacional propio, con una lengua diferente de la catalana.15 En cuarto lugar está el españolismo uniformista, para el cual la Región Valenciana o Levante español son regiones de una España valorada desde la centralidad de la cultura castellana, con manifestaciones valencianas entendidas como dialectales respecto al castellano y consideradas secundarias. En quinto lugar está la «tercera vía», que recientemente también se ha denominado «valencianismo dialógico» (Monzón, 2008), surgido a mediados de los años ochenta, y que defiende un País Valenciano entendido como un proyecto nacional propio, pero con una adscripción cultural y lingüística básicamente catalana, a la vez que propugna la superación del conflicto identitario mediante el diálogo y el acercamiento de posturas. Todos estos modelos, a excepción del españolista uniformizador, se corresponden con el nacionalismo reivindicativo propio de las naciones sin Estado, si bien depende del nivel de consciencia nacional para que uno u otro prevalezca. En todo caso va a acabar predominando el modelo estatutario, respaldado por las afinidades identitarias reiteradamente manifestadas por los valencianos.

Como resultado del proceso ligado al conflicto identitario en el marco autonómico se va a poder constatar que se trata de un conflicto regional sobre las identidades, más que un conflicto entre identidades, como ocurriría en Cataluña; un conflicto entre un regionalismo hegemónico enaltecedor de la nación española y un nacionalismo valenciano alternativo pero minoritario y crecientemente estigmatizado por las oligarquías dominantes valencianas. De tal modo que nos encontramos con una situación en que el discurso nacionalista valenciano alternativo o «herético», frente al dominante español, es prácticamente excluido del campo de relaciones y su capital simbólico resulta relativamente irrelevante en la esfera política y social (Castelló, 2013), si bien, como veremos, ha sido capaz de construir toda una red de asociaciones y propuestas con cierta influencia cultural en el País Valenciano.

En los años que van desde principios de los años ochenta hasta la actualidad, las reiteradas encuestas realizadas para determinar la autopercepción identitaria de los valencianos han mostrado la mayoritaria identificación con la doble identidad española y valenciana. Así, un estudio de Franch y Hernández (2005: 267) ponía de manifiesto

el predominio tan abrumador de lo que se denomina identidad dual (63,4%), es decir, lo que armoniza ambos sentimientos en una categoría que los hace compatibles, frente a las identidades polarizadas, que suponen un porcentaje bajo, tanto en lo que afecta a la de sólo valencianos, que es sólo un 4%, o sólo españoles, que alcanza el 12,7%.

Las sucesivas encuestas del CIS también han confirmado las cifras.16 Asimismo, la identidad atribuida al País Valenciano por los valencianos como una «región de la nación española» es de las más altas de España, mientras la de «una nación u otro término» es de las más bajas. Además, el País Valenciano se sitúa con el conjunto de territorios del estado que comparten un fuerte sentimiento nacional español (34%), como por ejemplo Castilla-León, Castilla-La Mancha, Cantabria, Murcia o Madrid.17

Como señala Martín Cubas, (2007) la lengua también actúa como factor de identidad y de expresión partidista. Pese al predominio del valenciano hasta mediados del siglo XX, y aun no siendo la lengua oficial del País Valenciano desde 1707, los intensos procesos de inmigración española de castellanohablantes (castellanos, aragoneses y andaluces, especialmente) a partir de los años sesenta, atraídos por la rápida industrialización y turistificación del País Valenciano, especialmente en la costa y las grandes ciudades, más el desarrollo de unos medios de comunicación casi monolíticamente en castellano, han alterado profundamente el mapa lingüístico valenciano, situando la lengua propia en una situación de creciente minorización. Esta situación se ha visto agravada por el conflicto identitario y lingüístico entre los partidarios de una normalización lingüística acorde con la unidad de la lengua catalana y los partidarios del secesionismo, enemigos de la unidad de la lengua, circunstancia que ha determinado que, ante el conflicto, cada vez más ciudadanos optaran por el castellano. Un conflicto siempre presente que ha impregnado las políticas culturales, especialmente la política lingüística, y que se ha filtrado también a la sociedad civil (Pardines y Torres, 2011).

En todo caso, aunque desde principios de los años ochenta la Generalitat Valenciana inició una tarea de normalización lingüística y promoción del valenciano en la educación, la cultura y los organismos de la administración pública, los niveles de uso del valenciano han seguido descendiendo18 y además, entre un 50% y un 60% de los valencianos19 todavía percibe su lengua propia como diferente y diferenciada del catalán. Como afirma Martín Cubas (2007: 23):

Se desprende de todo ello que –frente a una imagen dominante y muy mayoritaria de los valencianos que optan por un sentimiento regionalista español, autonomista, acomodados a una personalidad dual y partidarios del secesionismo lingüístico– aparece una imagen minoritaria, alternativa, de carácter transversal, partidaria de la unidad del idioma; y otra todavía mucho más minoritaria, pero joven y altamente formada, con peso en ciertas comarcas, partidaria de la unidad del idioma, de centro-izquierda, y que se identifican con el carácter «nacional catalán» de la Comunidad Valenciana.

3.2 El impacto del anticatalanismo

Nuestro repaso de las configuraciones del conflicto identitario valenciano, tan importantes, como estamos señalando, para el desarrollo y aplicación de las políticas culturales en el País Valenciano, quedaría incompleto si no dedicáramos una especial atención al ya mencionado fenómeno del anticatalanismo valenciano, también conocido en su formulación explícita como blaverisme (blaverismo), que más allá de su específica concreción política y emergencia temporal, ha conseguido instalarse como principal referente identitario de lo valenciano, frente al paradigma fusteriano que eclosiona en los años sesenta como alternativa al clásico regionalismo valenciano forjado en el modelo triunfante de Renaixença, de modo que bien se puede decir que el anticatalanismo condiciona directa o indirectamente las políticas culturales autonómicas, provinciales y locales.

Aunque en los últimos treinta años el fenómeno del blaverismo ha sido omnipresente, no se le ha prestado la suficiente atención científica, por cuanto se ha tendido a su descalificación desde las posturas progresistas, mayoritarias en las universidades valencianas, sin consideraciones más profundas. Sin embargo, la obra de Vicent Flor (2008, 2011) ha arrojado importante luz sobre el fenómeno, razón por la cual nos detendremos brevemente en sus aportaciones.

La coyuntura de la transición democrática se tradujo en la creación de un movimiento –el blaverismo–, de carácter anticatalanista y anticatalán, gracias a la contribución de unas elites políticas, económicas y sociales, radicalizadas y temerosas de perder su hegemonía social, que reaccionarán frontalmente en contra tanto de la definición catalanista, fundamentalmente del fusterianismo, como de la definición izquierdista de las fuerzas sociales y políticas antifranquistas. Con su eclosión y desarrollo, el blaverismo consiguió expulsar a los márgenes de la centralidad política el nacionalismo valenciano. Es decir, la propuesta emergente y alternativa a la identidad «dual» (regional valenciana y nacional española) pasó a ser, gracias a la acción política del blaverismo, una narrativa marginal en la sociedad valenciana, lo que necesariamente se ha traducido en el campo de la cultura y las políticas culturales. Ese ha sido uno de los grandes éxitos del anticatalanismo en el País Valenciano: presentar la narrativa emergente y alternativa de la identidad valenciana, la fusteriana, como una propuesta al servicio de Cataluña y particularmente de sus clases dirigentes. Y a partir de aquí conseguir problematizar una buena parte de las políticas culturales valencianas, ligándolas al conflicto casi permanente, e incluso obstaculizándolas con la tensión derivada de la desconfianza del anticatalanismo hacia la cultura no «auténticamente» valenciana.

Si bien es cierto que el anticatalanismo en el País Valenciano no nace en los años setenta, a partir de la transición democrática aparece un anticatalanismo particular, el blaverismo, muy potente en Valencia capital y su hinterland, que consiguió en buena medida hegemonizar lo que con cautela se puede llamar la identidad valenciana. La «valencianidad», en consecuencia, se ha vería alterada parcialmente: continuaba siendo española y regional, pero además pasaba a ser esencialmente anticatalana. Con todo, el blaverismo también ha sido y es un movimiento social y político que ha ofrecido una respuesta populista, antiintelectualista, conservadora, regionalista, españolista y hasta retóricamente antimodernizadora a la desorientación de buena parte de las clases medias que se enfrentaban a determinadas dislocaciones provocadas por la rápida modernización social y política del País Valenciano, acaecida desde los años sesenta del siglo pasado y la propuesta fusteriana (catalanista, antiespañolista, intelectualista, modernizadora y antiregionalista).20 Por ello bien se puede decir que lo que se podría llamar «identidad central valenciana» aparece dominada por el blaverismo y sus estereotipos, mayoritariamente aceptados por la población.

Bajo la influencia del blaverismo, que va más allá de un partido político específico y acaba siendo transversal, «ser valenciano se ha convertido en una manera de no solo no ser catalán (contrariamente al famoso axioma fusteriano) sino de ser no-catalán e incluso, del alguna manera, anticatalán» (Flor, 2008: 555). Por su puesto, el éxito social del blaverismo no se puede separar del hecho de que el fusterianismo rompiera con la identidad regional valenciana surgida a finales del siglo XIX y desarrollada en la primera mitad del siglo XX, hecho que facilitó que el blaverismo conectara con dicho legado y se considerada su heredero. De esta forma, el blaverismo se convierte en el «valencianismo» o la valencianidad «de toda la vida». Enfrente, el valencianismo más progresista y nacionalista ha aportado un enorme bagaje de producciones artísticas y culturales, que ha influido enormemente en el mundo de las artes escénicas, plásticas, literatura, ensayística, educación, música, cultura popular y patrimonio cultural, especialmente en el lado del Tercer Sector cultural (asociaciones, fundaciones, profesionales e industria cultural), pero pese a dicha aportación positiva a la diversidad cultural valenciana (Viadel, 2012), el peso del anticatalanismo, el control conservador de los medios de comunicación (Xambó, 1995, 2001) y las turbulencias de la transición valenciana han logrado, si no silenciar del todo, marginar e incluso estigmatizar todo este universo cultural valencianista, que pese a todo sigue intentando abrirse un espacio de reconocimiento público en la sociedad valenciana.

La eficacia social del blaverismo estriba en buena medida en que la propuesta identitaria y cultural anticatalanista valenciana se ha convertido en hegemónica y dominante, de tal manera que el blaverismo es percibido como «normal», así como su apuesta simbólica, identitaria y política también lo es. En sentido contrario, el fusterianismo se ha convertido socialmente en una manera de subcultura identitaria valenciana no solo no emergente sino, de alguna manera, crecientemente acorralada, como demuestran algunas publicaciones que intentan una defensa numantina de su vigencia (Furió, Muñoz y Viciano, 2009a, 2009b; Muñoz, 2009), frente a diversas revisiones críticas de sus postulados (Lanusse, Martínez y Monzón, 2008). Tanto es así que la institucionalización diferenciadora del autogobierno valenciano, a través de la Generalitat Valenciana, se ha construido a partir de buena parte del paquete simbólico del blaverismo y, además, como enfatiza Flor (2008), ha impulsado un particular «regionalismo banal» que ha legitimado todavía más al blaverismo y ha facilitado enormemente su reproducción social (nombre, bandera, lengua e himno del país), afectando plenamente al mundo de las políticas culturales. Además, el particular sistema comunicativo valenciano se ha situado mayoritariamente al lado del blaverismo, de una manera u otra, de modo que el anticatalanismo goza hoy de prestigio no solo entre las clases medias (que son las que sobre todo lo han apoyado), sino también entre determinadas élites. A ello hay que sumar su influencia en un singular tejido asociativo, sobre todo festivo, especialmente en la ciudad de Valencia y comarcas adyacentes. Por todo ello,

el blaverisme s’hauria convertit, encara que fóra parcialment, en la ideologia «oficial» del País Valencià. Aquest moviment ha aconseguit transcendir la seua minoritària posició social en els començaments de la transició democràtica i convertir la seua identitat-proposta en la identitat valenciana hegemònica, hegemonia que no es preveu que s’invertisca a curt termini (p. 559).

Desde estas consideraciones, cabe insistir en que el desarrollo y aplicación de las políticas culturales en el País Valenciano están atravesados por el conflicto sobre la redefinición de la identidad propia, con las consecuencias que de aquí se derivan para las relaciones entre los agentes culturales valencianos.

1.De hecho, Arturo Rodríguez Morató (Universitat de Barcelona) ha sido el investigador principal del proyecto de I+D del cual se deriva este estudio.

2.De hecho, nuestra investigación se inició con un estudio titulado Estudio piloto sobre la política cultural en España. El caso de la Comunidad Valenciana (Ariño y Hernàndez, 2008), perteneciente al referido estudio piloto español.

3.Como ya se ha comentado, las directrices teóricas y metodológicas que allí se exponen (Rodríguez Morató, 2012), son las que han sido tomadas en cuenta a la hora de acometer nuestra investigación de las políticas culturales en el País Valenciano.

4.Cabe señalar que ningún responsable político del Partido Popular, tanto de la administración autonómica como de la provincial, ha aceptado ser entrevistado, a pesar de nuestra insistencia, lo cual resulta significativo. Con todo, la perspectiva de los gobernantes autonómicos y provinciales se ha podido constatar a partir de otras fuentes como distintas publicaciones, el diario de sesiones, los presupuestos y otros documentos oficiales.

5.Joan Francesc Mira ha comentado al respecto: «A mediados del siglo XII esta etniapueblo (catalana) se extiende por el valle del Ebro, de Lleida hasta Tortosa, y un siglo más tarde se extiende más hacia el sur, por las tierras del nuevo Reino de Valencia. En nuevo territorio valenciano los catalanes van a ser la etniapueblo hegemónica o mayoritaria, y como tales integraron y asimilaron a los otros grupos de inmigrantes, occitanos, aragoneses, etc., excepto algunos núcleos aislados del interior del país, de predominio aragonés. De tal manera que la mayor parte de la población cristiana del nuevo reino, la que da el carácter al conjunto, es desde finales del siglo XIII etnoculturalmente catalana: es en este sentido parte integrante de un “pueblo catalán”, de una cultura catalana y de una nació catalana, y durante mucho tiempo conserva el nombre, la consciencia y la memoria de la propia catalanidad» (Mira, 1997: 231).

6.El movimiento de la Renaixença (Renacimiento cultural y lingüístico) en el País Valenciano, se inicia, como en Cataluña, en las primeras décadas del siglo XIX, aunque arranca con fuerza en el último tercio del siglo XIX.

7.De hecho, la «historia española» del País Valenciano (la integración en la monarquía castellana en el siglo XVI, la absorción por el estado castellano en el siglo XVIII, la castellanización y españolización mental, cultural y política en los siglos siguientes) ha significado un impacto altamente obstaculizador para la preservación, cohesión y especificidad de los valencianos como pueblo (Mira, 1997: 225).

8.El primer poema de la Renaixença lo publica Peyrolón en Valencia en 1830, tres años antes de la Oda d’Aribau (1833) en Cataluña. En 1837 se publica el valenciano El Mole, el primer semanario festivo de la prensa en catalán, mucho antes que Lo Vertader Català, publicado en Cataluña en 1843. Otro de los hitos que marca el inicio de la Renaixença valenciana es la celebración de los primeros Jocs Florals en 1859.

9.«Para ofrendar nuevas glorias a España». La letra del Himno de la Exposición, que después devino Himno autonómico de la Comunitat Valenciana, se estrenó en 1925, en plena Dictadura del general Primo de Rivera (Pérez Moragón, 1981).

10.Según Mira (1997: 205), «el anticatalanismo valenciano ha sido, desde sus inicios, la variante local del anticatalanismo español, construido con los mismos materiales ideológicos, y acentuado por la necesidad de insistir en distancias y diferencias que la proximidad histórica, lingüística y territorial no hace de ninguna manera evidentes».

11.Como ha señalado Aznar Soler (2008), el Consell Provincial fue muy celoso en el mantenimiento de la simbología de la institución, y en abril de 1937, a raíz de un dictamen del archivero de la Diputación, la presidencia del Consell acordó hacer suyo el escudo de la antigua Generalitat, organismo del cual se sentían herederos.

12.Durante el postfranquismo y la transición, el valencianismo temperamental fue aprovechado por toda una corriente de la derecha valenciana que se insertó eficazmente en el mundo fallero e instrumentó de un modo muy particular dicho sentimiento. En cierta forma, la instrumentalización política de las Fallas, en un primer momento giró en torno al fascismo, posteriormente lo hizo en torno al nacionalcatolicismo y después alrededor de la promoción turística y la legitimación sin más del orden establecido. Finalmente acabó articulada en torno a un peculiar valencianismo fallero o «fallerismo», particular evolución del valencianismo temperamental, que totemizado y tabuizado a la vez, aparecería como uno de los principales antecedente del llamado «blaverismo» de los tiempos de la transición. Este valencianismo, vehiculado por emociones y rechazos, por filias y fobias apasionadas, resultaría a su vez apoyado por la gran expansión y significación simbólica alcanzada por la Fallas (Hernàndez, 1996).

13.Buena prueba de la violencia experimentada en la peculiar transición valenciana a la democracia fueron los atentados con bombas perpetrados por grupos de ideología blavera o ultraderechista, contra Manuel Sanchis Guarner (en 1978) y Joan Fuster (en 1978 y en 1981), atentados que nunca fueron aclarados ni juzgados. Entre 1971 y 1981 los ataques mediante rotura de vidrios, lanzamiento de cócteles molotov, disparos o instalación de bombas se sucedieron a lo largo del País Valenciano, asimismo se produjeron múltiples agresiones a personas o sedes de entidades consideradas «catalanistas», en lo que se ha denominado como terrorismo «de baja intensidad».

14.El conflicto sigue caracterizando la vida política y cultural valenciana en la actualidad. Como ha señalado Flor «Sea como sea lo cierto es que el Estatuto no cerró la Batalla de Valencia ni el enfrentamiento identitario. Todavía ahora, en el año 2008, no está definitivamente cerrada. Los símbolos, la bandera, la denominación y la lengua básicamente, todavía son parcialmente cuestionados y, sobre todo, instrumentalizados (patrimonializados) por sectores significativos de la sociedad valenciana y son motivos de enfrentamiento cívico y partidista pese a que el grado de enfrentamiento ha descendido considerablemente producto, como veremos, de la “victoria” identitaria blavera y españolista y de un cansancio, incluso pesimista, sobre el porvenir colectivo de los valencianos, particularmente desde el nacionalismo valenciano, que se autopercibe socialmente derrotado» (Flor, 2008: 18).

15.El movimiento anticatalanista valenciano, expresado en el mencionado secesionismo lingüístico también ha sido bautizado como «blaverismo» (blaverisme), pues sus defensores postulan la existencia de una bandera valenciana diferenciada de la catalana y la aragonesa por una franja azul (blau) junto a las cuatro barras rojas sobre fondo amarillo (véase Viadel, 2006a).

16.Tanto los Barómetros autonómicos realizados en 2012 (estudio 2956 del CIS), 2010 (estudio 2829 del CIS) y 2005 (estudio 2610 del CIS) así como el estudio sobre identidad nacional en España de 2006 (estudio 2667 del CIS).

17.Aunque parece ser un hecho la españolidad identitaria de los valencianos, debemos ser cautos a la hora de interpretar las cifras de las encuestas, dado que la forma en que están elaborados los cuestionarios, especialmente los del CIS, privilegia la normalidad de la nación española y la excepcionalidad de otras identidades alternativas. Por esta razón deberían también considerarse estudios de carácter cualitativo o encuestas con diseños diferentes para poder tener una imagen más adecuada de la autopercepción identitaria de los valencianos.

18.Tal y como muestra el Llibre Blanc d’Ús del Valencià y el último estudio del CIS sobre Identidad Nacional (nº 2667). No obstante, debe decirse que se ha incrementado el porcentaje de gente que declara saber escribir en valenciano, según el Llibre Blanc d’Ús del Valencià. Este hecho está relacionado con los efectos que ha provocado la implementación Llei d’Ús i Enseyament del Valencià.

19.Según los estudios 2591, 2560, 2480 y 2445 del CIS. En los años en los que los estudios han desagregado por provincias los porcentajes varían, siendo Castelló la que presenta porcentajes más bajos.

20.Según Flor (2008), el blaverismo habría ofrecido lo que Giddens denomina «seguridad ontológica» a ciertas capas sociales, todavía con mentalidad agraria, desorientadas y temerosas de los cambios que se avecinaban en el postfranquismo (modernización económica y social, y transición política a la democracia).

La cultura como trinchera

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