Читать книгу Bajo el signo de las artistas - Maria Antonietta Trasforini - Страница 8
ОглавлениеIntroducción |
Cómo el genio se convirtió en talento
El 10 de marzo de 1914 una «pequeña señora de gris», para llamar la atención de la opinión pública sobre el voto femenino, llevó a cabo una acción de gran resonancia. Entró a la National Gallery de Londres y cortó con un cuchillo la Venus de Velázquez, que el Times unos años antes había definido como «el desnudo más refinado del mundo» (Nead 1992: 36). Aquel gesto iconoclasta de Mary Richardson, convertido en símbolo de la relación poco cordial entre desnudos y mu jeres en el arte, fue evocado indirectamente mucho tiempo después por otra provocación metropolitana en Nueva York en 1989. Esta vez era la Odalisca desnuda de Ingres que se movía con el rostro de un gorila furioso en los autobuses y paredes de la ciudad, preguntándose si las mujeres deberían desvestirse para entrar en el Metropolitan Museum, puesto que menos del 5% de los artistas de la sección de arte moderno eran mujeres, mientras que el 85% de los desnudos eran femeninos (Chadwick 1995: 7). Evidentemente, era una pregunta retórica que ha continuado sin una auténtica respuesta desde entonces si bien en 2005, en la Bienal de Venecia, encontramos a las incombustibles Guerrilla Girls, autoras de aquella provocación, que con una Odalisca modernizada ponían de manifiesto que la presencia de las artistas en el Metropolitan incluso había descendido al 3%.1
De Londres a Nueva York, y de Venecia a Aarhus, segunda ciudad de Dinamarca: allí, la noche del 12 de junio de 2001, cinco mujeres entraron ilegalmente en el solar donde al día siguiente se pondrían los cimientos del ARoS, el nuevo museo de arte de la ciudad. Son artistas y allí entierran algunas de sus obras, como rito propiciatorio para una mejor acogida del arte de las mujeres. La víspera de la inauguración del museo, en 2004, las cinco artistas, que hasta el momento se habían mantenido en silencio, revelan su gesto a los medios de comunicación y piden que se ponga una placa en el lugar de la donación invisible, para la memoria futura. Es significativo que la placa se ponga en el sótano del museo el 8 de marzo de 2005 (Mura 2005: 15).
Tanto la gesta de las Guerrilla Girls como el rito anómalo de las artistas danesas son las puntas mediáticas de una larga etapa de conflictos, investigaciones y denuncias sobre el silencio y la invisibilidad de las mujeres en el arte, una etapa inaugurada en los años 70 por la provocativa pregunta de Linda Nochlin, historiadora del arte: «¿Por qué no hay grandes artistas femeninas?». A esta pregunta, que siempre que se pronunciaba sonaba a «carga de reproche en el fondo de toda discusión [...] haciendo que explotara la cabeza de los hombres [...] y le rechinarán los dientes a las mujeres», Nochlin respondía entre bromas y veras:
el centro de la cuestión es que, por lo que sabemos, no ha habido grandes artistas, puesto que ha habido algunas muy interesantes y capaces no estudiadas y apreciadas suficientemente, como no hay grandes pianistas de jazz lituanos o grandes tenistas esquimales [... Y] la situación, ahora como antes, en las artes como en cientos de otros campos, es desfavorable, pesada y descorazonadora para quien no haya tenido la suerte de nacer hombre, de raza blanca, preferiblemente de clase media o superior [...] En realidad el milagro es que, a pesar de la desigualdad aplastante en la que viven las mujeres, tantas hayan conseguido llegar a posiciones que siempre han representado una prerrogativa masculina en la ciencia, en la política, en el arte. (Nochlin 1971, trad. it. 1977: 198-199)
Pero, entonces, ¿no ha habido grandes mujeres artistas? ¿Y qué es la grandeza en el arte? ¿Tiene algo que ver con el género?
Las preguntas y las respuestas que desde entonces se entrecruzan en el trabajo de excavación y redescubrimiento iniciado en aquellos primeros años de los 70 han arrojado luz sobre las muchas zonas oscuras de la historia del arte, donde tantas artistas han sido depuestas y olvidadas. De la pintura y escultura al diseño, al cine, al teatro, a la fotografía, a la música y a la arquitectura, el trabajo paciente de la nueva historia ha mostrado la naturaleza socialmente construida de los mundos del arte, que se hace evidente precisamente por la lucha de una minoría (en este caso las mujeres) para entrar y mantenerse. Y así han empezado a encontrar respuesta muchas preguntas. Por ejemplo: ¿qué condiciones culturales, materiales, sociales, económicas han hecho de una mujer una artista? ¿Qué, por el contrario, lo ha impedido? ¿Qué relaciones de fuerza entre los géneros eran favorables a su visibilidad y cuáles la obstaculizaban? Preguntas y respuestas que no pierden actualidad, que parecen cruciales en el xix, en el periodo de la primera modernidad. Es la época en la que, como decía Marx en el Manifiesto del 48, «todo lo sólido se desintegra en el aire», pero –podemos añadir– aquel es el momento en el que mucho de lo que estaba en el aire se consolida y adquiere una consistencia impensable hasta entonces.
De hecho, la modernidad y las transformaciones que la acompañaron fueron para las mujeres de diferentes clases sociales una gran, aunque contradictoria, oportunidad de formación de una nueva conciencia de sí, de autonomía y de presencia pública, de mo vi-miento en la metrópolis moderna y de posibilidad de grandes viajes. En el campo del arte, este abrió horizontes apasionantes de emancipación que produjeron los resultados y efectos contradictorios de una nueva visibilidad, pero también –como veremos– de una nueva invisibilidad.
En el XIX comienza una alfabetización artística que abre a muchas mujeres los caminos del talento, es decir, la posibilidad de entrar en los trabajos y en el mundo del arte no por genealogía familiar –aprendiendo el arte en la familia de padres y hermanos pintores–, sino a través de escuelas o mediante una formación accesible, con re conocimiento y visibilidad. Se trató de vías frecuentemente con obstáculos, difíciles, que hacían emerger del talento los aspectos poco evidentes de construcción social, aquellos aspectos sufridos y contingentes que apunta en sus diarios la pintora rusa Marie Bashkirtseff (1858-1884) cuando, con malestar desesperado y gran lucidez, afirma que «la mitad del talento y tres cuartos de la felicidad común» se componen de una libertad que se niega las mujeres.
La mitad del talento –fijémonos bien– en arte no es lo simétrico de la otra mitad del cielo, ni es tampoco lo que falta a las mujeres para ser artistas, como alguna persona maliciosa podría pensar aún hoy; por el contrario, es aquella parte de libertad moderna –material e intelectual necesaria para hacer del arte un trabajo– que durante mucho tiempo se ha cerrado a las mujeres. Y es precisamente a esta libertad a la que, desde la segunda mitad del siglo xix, empiezan a aspirar las artistas como huéspedes incómodas e inquietas de la modernidad.
Dando la vuelta a la fascinante pregunta de Kubler (1972, trad. it. 1976: 46) sobre cómo el talento se puede convertir en genio, nos podemos preguntar, pues, de qué manera en el xix, en el caso de las artistas, el genio se ha convertido en talento. Podemos encontrar una respuesta en la doble carta del tarot imaginaria, en la que, según Kubler (ibídem: 14), viven las dos ruedas de la fortuna que anteceden al nacimiento de un(a) artista. La primera decide las dotes naturales que forman su temperamento y la segunda preside el momento de su ingreso en una determinada secuencia histórica, es decir, en un momento histórico concreto, bajo signos propicios o contrarios, que después son los que decretan su éxito o falta de éxito.
En el caso de las artistas, la modernidad ha rebarajado las cartas propicias y adversas; a los signos adversos a su entrada en los mundos del arte del XIX, han seguido los contrarios a su desaparición de la historia del arte del xx. Con efectos que todavía hoy nos hacen preguntarnos: «Pero ¿realmente, han existido mujeres artistas?».
De este doble movimiento, de entrada de las artistas en el mundo del arte y desaparición de la memoria histórica, parte este libro para visitar los avatares de visibilidad e invisibilidad, siguiendo hilos y huellas que aparecen y desaparecen. No es esta una historia de las artistas, si bien evidentemente se cruzan en ella trozos de historia. Siguiendo la invitación de Norbert Elias, según el cual quien hace sociología no puede esconderse del presente sino que tiene que recuperar también el sentido de «larga duración» (Heinich 2005: 12), he ido a la búsqueda de los momentos y los lugares en los que la mujer artista aparece como figura ejemplar y contradictoria de la modernidad.
Aún hoy, después de vueltas atrás y de nuevos cambios, muchos rasgos de aquel pasado todavía quedan sin elaborar, dando por supuesto que las razones de la desaparición y de la invisibilidad se han esfumado definitivamente. En realidad, puesto que mucho de lo eliminado, si no se elabora, con frecuencia retorna, siempre es bueno no dar nada por sentado. Sin llegar a decir que el continente «mujeres artistas» es una especie de inconsciente de la historia del arte, se puede decir que su exploración, incluso en gran parte, todavía está por hacer y que esta –como ciertos análisis– parece tener algo de interminable.
El presente libro se construye como un mapa de temas y huellas que, citando de memoria a Angelo Maria Ripellino, en ciertos momentos podrá parecer como una especie de «enciclopedia inconexa»; algunos temas son muy visibles, han emergido y se concentran en torno a algunos puntos focales, como puntos de un imán invisible y guía de lectura: en cambio, otros son pasajes, apuntes y fragmentos que discurren subterráneamente a la espera de ampliaciones y profundizaciones.
El primer punto que surge tiene que ver con la inclusión/exclusión en y por los mundos del arte que, a partir del género, produce e induce el naciente profesionalismo del XIX, convirtiendo el arte en profesión, igual que sucede en otras profesiones y actividades liberales.
El segundo se plantea la entrada y salida de las artistas del mains tream, esto es, de aquel conjunto de cánones fuertes que trazan y demarcan el centro de los mundos del arte, con entradas, salidas, exclusiones, desapariciones que reaparecen de vez en cuando, reconducibles a la pertenencia al género –al hecho de ser mujer u hombre– o a la práctica de ciertos géneros artísticos de mayor o menor éxito entre el público y el mercado.
El tercero se ocupa del tema del espacio como recurso material y simbólico de la modernidad, en particular el de la ciudad moderna, que es el trasfondo sobre el que la mujer artista tiene intención y pretende moverse como flâneuse, liberada de impedimentos y ataduras; pero también tiene que ver con el nuevo espacio interior del que las artistas, con sus muestras de creatividad, son testigos, y que encuentra su nueva teoría fundadora en el naciente psicoanálisis y en su descubrimiento de las «habitaciones internas». La figura de la flâneuse parece, pues, capaz de relacionar «orden de espacio, como lo expresivo externo y lo implosivo interno, ofreciendo representaciones espaciales de posibles correspondencias» (Borghi 2005: 179).
El periodo de tiempo considerado va aproximadamente de la segunda mitad del siglo XIX a los años 20 y 30 del XX, con incursiones en periodos anteriores y en épocas más recientes, en algunos países y mercados del arte europeo, con algún paso por los Estados Unidos. Las preguntas que lo recorren son: ¿Qué tipo de artista? ¿Hasta qué punto el arte ha (estado) marcado por el género, como práctica social, como narración, como transmisión de la memoria? En resumen, ¿ser hombre o mujer provoca alguna diferencia? Y ¿qué grado de diferencia ha creado en la definición de genio, en los estereotipos, en los géneros artísticos, en las construcciones-narraciones biográficas de quien vivía del arte?
En los caminos del talento de la segunda mitad del XIX, crece el número de mujeres que viven del arte, que se dedican a él de manera profesional y no tanto como diletantes: para ellas el arte representa una posibilidad concreta, decorosa y admitida socialmente. Pero exige formas de enseñanza universalista en las escuelas privadas y públicas, con un acceso libre tanto a las mujeres como a los hombres. Y en todos los países europeos, como en los Estados Unidos, esta entrada es objeto de desencuentros, debates y polémicas.
El control de la formación es uno de los aspectos relevantes del nacimiento y crecimiento de las profesiones modernas y de sus formas de monopolio de recursos simbólicos limitados. Estos procesos afectan tanto al artista como a los nuevos profesionales de la cultura y, coincidiendo con el nacimiento del mercado, están en la base de nuevas formas de competencia fundamentadas en el género.
Así pues, las mujeres compiten. Y en más de un mercado cultural de finales del XIX: por ejemplo, en París, donde las artistas, cada vez más numerosas, se siente atraídas por la fama y los recursos culturales y formativos de la ciudad; o en Inglaterra, donde la superioridad efectiva de los novelistas respecto a las novelistas es el resultado de una auténtica reclasificación del género de la novela, que pasa de un estatus menor (porque es practicado sobre todo por las mujeres) a un estatus socialmente más elevado, y desde ese momento ámbito también de los hombres.
La mujer artista que se acerca a la escena moderna de la metrópolis desafía a las figuras masculinas más laureadas de la modernidad: el flâneur Baudelaire, el extranjero blasé de Simmel, el dandy de Lord Brummel y Oscar Wilde. En los espacios de la modernidad como lugares profundamente marcados por el género, ella es la aspirante flâneuse, una huésped no atendida y poco bienvenida que genera desconcierto. Es la mujer nueva que en la naciente cultura de masas está en sintonía con las libertades prometidas por la modernidad, pero está en contradicción con las restricciones de una sociedad que está rediseñando las fronteras del género.
La clave para leer estos procesos que marcan la genealogía de las artistas contemporáneas es la figura del artista cultural, una figura marcada por el género, recorrida, producida, plasmada por un tiempo en el que ella o él vive o por su situación social, geográfica, generacional. El mapa en el que se sitúa el artista cultural, mujer u hombre, representa un capítulo abierto de la historia de la cultura y las muchas respuestas que surgen sirven hoy para entender las preguntas y los estupores que todavía acompañan a los artistas en los mundos del arte contemporáneo, cuando son más numerosas y más visibles de lo que nos esperamos.
Nacido a principios de los 90, este trabajo debe mucho a la lectura de la biografía de la escultora Camille Claudel. Aquella narración condensaba temas que hasta entonces me habían interesado y que se movían en el punto de encuentro entre creatividad y emancipación de las mujeres, entre enfermedad mental y construcción de identidades sociales de género hasta el gran cambio producido por la aproximación psicoanalítica de Freud. Me pareció que las artistas, y Camille Claudel sintetizaba su epopeya, se enfrentaban a aquel umbral complicado, fascinante y peligroso, pero que podía haber también aspectos menos dramáticos y extremos.2
En la investigación que entonces empecé sobre las mujeres en el arte, encontré que se había hecho realmente poco en Italia,3 don de este tema se mostraba carente de actualidad, extemporáneo e in cluso extraño, mientras que en otros lugares la investigación ya había producido grandes resultados y sobre todo nuevas visiones de la historia del arte.4
Con el trabajo terminado, me he dado cuenta de que he usado una gran cantidad de términos espaciales, geográficos, arquitectónicos: de las habitaciones de Mary Cassatt a los balcones de Berthe Morisot, los recintos de las profesiones, las encrucijadas de la ciudad y el dar vueltas por la ciudad sola de Marie Bashkirtseff, hasta los borderland físicos y mentales de la metrópolis moderna, y de nuevo a la habitación de Virginia Woolf. Su insistencia quizás indica que la imbricación entre espacios exteriores y espacios interiores es la clave de lectura de los mapas visibles e invisibles de las artistas y de las geografías de género en los mundos del arte. Y quizás también de su escritura.
Y para seguir con las metáforas espaciales, el capítulo final tenía originalmente el título de «habitaciones abiertas», que después no he conservado. Es cierta la habitación de libertad de Virginia Woolf, pero también lo es la habitación de los poetas medievales, la demora capaz y receptáculo, núcleo esencial de su poesía, que custodiaba, junto con todos los demás elementos formales de la canción, su joi d’amour (Agamben 1977, xiii). Esta contiene el placer explicado por la pintora americana contemporánea Alice Neel, artista con una vida desafortunada y dramática, que explicaba sobre sí misma cuando trabajaba: «En el momento en que me sentaba frente a la tela era feliz. Porque estaba en un mundo, y dentro de él podía hacer lo que quería» (Landau 1989: 33). Contenía eso que Louise Bourgeois ha denominado su necesidad de hacer escultura como deseo de crear «un pasado del que no podía prescindir. Y no solo recrearlo, sino también controlarlo» (ibídem); y también la angustiosa declaración de la americana Louise Cox, que hacía coincidir su propia fecha de nacimiento con la culminación del deseo de pintar: «A pesar de haber nacido en 1865 en San Francisco, fue sólo dieciséis años después cuando empecé a vivir, cuando en 1881 entré en la Nacional Academy of Design» (Swinth 2001: 12).
* * *
Agradecer significa también recorrer en sentido inverso las etapas de un trabajo, de los encuentros más casuales a los que constituyen historia y referencia. Los primeros agradecimientos se dirigen a dos instituciones que han puesto a mi disposición materiales valiosos e imposibles de encontrar: la Women’s Art Slide Library de Londres, visitada varias veces en los años 90, cuando todavía tenía una sede espléndida en Fulham Palace, y la Biblioteca del National Museum of Women in the Arts de Washington, visitada en 1998. Estoy agradecida a Marzio Barbagli con quien discutí, hace años, una primera idea de este trabajo, por los ánimos de entonces y por haberme preguntado después, cada vez que nos encontrábamos, si el libro estaba acabado, poniéndome, evidentemente, en una situación embarazosa. Gracias a Marco Santero, que con sus observaciones sobre la última versión ha sido un amigo no tan frágil. En estos años de investigación, Marina Contarini, Cristina Fabbri y Filippo Secchieri de la Biblioteca de la Facultad de Letras y Filosofía de la Università di Ferrara me han ofrecido una ayuda preciosa para rastrear por el mundo los libros sobre las artistas y, cada vez que había buenos resultados, con gran satisfacción me anunciaban: «¡Ha llegado!». Gracias a mis tres lectoras, amigas y colegas de la Università di Ferrara, por la preocupación con la que han esperado el fin de este trabajo y han temido seriamente que no llegara nunca: con Gabriella Rossetti he discutido la primera versión imperfecta, caminando entre los montes de Massello, en el cantón suizo de Vaud; Maura Palazzi me ha hecho contestar muchas preguntas en las que no salían las cuentas, sobre todo desde un punto de vista histórico; Anna Folli, con su lectura final, me ha dado la «señal de fin» convenciéndome de que el libro estaba realmente acabado y ya podía existir con vida propia. Gracias, por último, a Emanuela De Cecco por las discusiones lúcidas y apasionadas sobre las artistas y no solo sobre ellas. Un agradecimiento afectuoso para Cristina R. por las respuestas rápidas respecto a la construcción lingüística que estaba esperando, y a mis amigas de siempre, Lucia C. y Lidia L., por haberme hecho los resúmenes de mi vida en los momentos en los que se me olvidaban.
[1] Las Guerrilla Girls eran (y son) artistas de los Estados Unidos que han elegido el anonimato para hacer incursiones políticas y de denuncia en el mundo del arte, evitando protagonismos o visibilidades personales. En su página web se encuentran los manifiestos presentados en la Bienal de 2005: www.guerrillagirls.com/posters/venice. shtml.
[2] A la ya vasta literatura, sobre todo anglosajona, sobre este tema, he hecho una referencia amplia y continua a lo largo de este volumen. En Italia, el interés ha sido discontinuo y, a parte de un breve periodo en los años 70, se puede decir que el tema «mujeres y arte» ha estado claramente desatendido. Sin embargo, se pueden recordar algunos trabajos pioneros: el de Simona Weller sobre las artistas italianas del siglo xx (Weller 1976), el volumen editado por Mirella Bentivoglio (1978) dedicado a la sección Materialización del lenguaje de la Bienal de Venecia de aquel año, la muestra (y el catálogo) a cargo de Lea Vergine sobre Altra metà dell’avanguardia («La otra mitad de la vanguardia», Vergine 1980, 2005), la investigación de Claudia Salaris (1982) sobre las futuristas y, para acabar, en los años 80, el catálogo de la exposición Dal salotto agli atelier («Del salón al taller») sobre el Milán de finales del xix, a cargo de Scotti, Fiorio y Rebora (1989). A partir de la segunda mitad de los 90 los títulos son más numerosos: Bentivoglio y Zoccoli (1997), De Cecco y Romano (2002), Iamurri y Spinazzé (2001), Lazzarini y Pancotto (2004), Corgnati (2004), Trasforini (2000, 2006a). No obstante, no han faltado en estos años exposiciones monográficas dedicadas a artistas individuales, italianas y no italianas.
[3] A las otras muchas razones (académicas, críticas, culturales, políticas) analizadas por De Cecco (2000) sobre el escaso interés italiano respecto a «mujeres y arte», se une otra circunstancia que tiene que ver con el encuentro (aún pendiente) en Italia entre arte, crítica, política y feminismo. Si en otros lugares este ha producido obras genealógicas y de investigación, en cambio, en Italia tiene una historia complicada, que ilustra y ejemplifica, en los años 70, la figura clave de Carla Lonzi. Joven y brillante crítica de arte, autora de Autoritratto (Lonzi 1969), libro basado en entrevistas a algunos artistas italianos, Lonzi con aquella obra fue una experimentadora radical de una nueva relación entre artista y crítico, anticipando teóricamente temas ligados al género, a la mirada, al goce del arte que entraría en las «agendas de investigación» en los años 80 y 90. Verificado entonces el fallo de aquel experimento teórico y existencial, que la relegaba a ella a «espectadora ideal» del artista, Lonzi abandonó definitivamente la crítica de arte para convertirse en una de las fundadoras del movimiento feminista (Franchi 2004, Iamurri 2006, Bertolino 2006).
[4] Véanse, por ejemplo, los artículos aparecidos sobre «Tema celeste» con el título de Arte al femminile («Tema celeste» 1993, Joelson, Scott y Lodi 1994).