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¿Qué tipo de artista?
HISTORIAS ADITIVAS E HISTORIAS DECONSTRUCTIVAS
Recuperar a las muchas artistas olvidadas, restituyendo su nombre e historia, e incluso preguntarse sobre qué discursos creaban a la artista, es la doble cara de aquella historia del arte que, a partir de los años 70 del siglo xx, empieza a preguntarse hasta qué punto es relevante el género del artista. En aquellos años, las americanas Linda Nochlin y Ann Sutherland-Harris (1976) y otras muchas empezaban a excavar en el pasado para descubrir a las artistas olvidadas. Junto a Eleonor Tuft, que en 1974 reintegraba siglos de arte femenino a la historia del arte oficial y masculino (Tuft 1974), Germaine Greer (1979: 6), ya conocida autora de La mujer eunuco, recorría la carrera de grandes obstáculos de las artistas y, en una obra hoy todavía muy valiosa, se preguntaba: ¿cuál es y cuál ha sido la contribución de las mujeres en las artes visuales? ¿Ha habido pocas mujeres artistas porque no ha habido más? Si podemos encontrar un buen cuadro hecho por una mujer, ¿qué pasa con sus demás obras? ¿Hasta qué punto eran buenas las mujeres que se ganaban la vida pintando? Esta primera generación de estudiosas –la mayoría americanas y sobre todo feministas–, al denunciar las discriminaciones en los mundos del arte del pasado, pedía también cambios y una mayor visibilidad para las artistas contemporáneas (Petersen y Wilson 1976, Fine 1978, Hedges y Wendt 1980). En resumen, hablando del pasado se referían con fuerza también al presente.
En aquellos mismos años 80, una segunda generación de estudiosas inglesas, entre las que estaban Roziska Parker y Griselda Pollock (1981), con la crítica literaria, el psicoanálisis, la semiótica y el marxismo como referencia teórica, enmarcaban la cuestión de manera diferente, en un texto seminal incluso en el título, Old Mistresses («Viejas maestras»). A diferencia de Linda Nochlin, afirmaban que, a pesar de los muchos y graves límites, las artistas siempre han existido, que
[...] trabajan mucho, en número creciente, y a pesar de las discriminaciones [...] y con formas y lenguajes artísticos propios [...]. Pero, a causa de los efectos económicos, sociales e ideológicos de la diferencia sexual en la cultura occidental [...], las mujeres dentro de esta sociedad y cultura han hablado y se han comportado desde un lugar diferente.
Así pues, es necesario entender hasta qué punto el arte (occidental) está y ha estado condicionado por las construcciones de género o, mejor dicho, hasta qué punto las construcciones de género han contribuido a definir cada vez lo que es arte y lo que no lo es, a declarar quién puede convertirse en artista y a decidir qué y quién es recordado u olvidado, contribuyendo así a explicar por qué las artistas conocidas en su tiempo han sido olvidadas posteriormente.
Dando inmediatamente la razón a las dos estudiosas ingleses, la propia Nochlin (1994: 11) ha explicado las sorpresas y las emociones vividas en la preparación, junto a Ann Sutherland-Harris, de la primera gran muestra del 1976 en el Los Angeles Museum of Arts, titulada Women Artists: 1550-1950 (Nochlin y Sutherland-Harris 1976): de los sótanos y los depósitos de los grandes y pequeños museos europeos y americanos, habían visto salir a la luz las obras de muchas artistas del pasado,
maravillosamente creativas, extremamente competentes y decididamente interesantes. Y algunas de ellas habían sido apreciadas y admiradas en su país natal, aunque no pudieran ser consideradas superestrellas internacionales.1
Las dos perspectivas que identifican a las dos generaciones de estudiosas, pero también los dos ámbitos culturales y geográficos –Estados Unidos y Europa–, se contradicen solo aparentemente; en el descubrimiento de la «mujer artista», parecen destacar diversos momentos y diferentes sensibilidades, teóricas y políticas, más que crear contraposiciones. En efecto, tal distinción generacional y geográfica, aunque es reduccionista,2 tiene el mérito de ofrecer una brújula a quien hoy se aventure en el complejo y ya vasto territorio crítico que tiene que ver con la relación entre mujeres y arte, restituyendo el mapa de preguntas, relaciones y cambios que han recorrido este tema en los últimos treinta años del siglo XX (Timeto 2005). Junto a las temáticas de discriminación y marginación y a la del descubrimiento extraordinario y continuo en las diferentes épocas, surge la responsabilidad de los discursos, y en consecuencia de las teorías, al definir caso a caso el canon, es decir, lo que es arte y lo que no, al declarar la existencia o no de artistas y al decidir qué se recuerda u olvida.
En cualquier caso, los numerosos estudios sobre artistas en diferentes épocas y movimientos producidos desde los años 70 hasta hoy son, en efecto, difícilmente ubicables en una posición más que en otra y dibujan un panorama de miradas rico y articulado. Da testimonio de ello la serie de nombres de estudiosas –se trata mayoritariamente de mujeres– que han analizado zonas y momentos de la historia del arte habitados por mujeres, descubriendo su existencia en todas las corrientes más importantes.3
El balance de las dos líneas de investigación, la de la recuperación o aditiva –como la llaman las historiadoras– y la epistemológicodeconstructiva –esto es, quién ha definido qué– han llevado a algunos logros importantes.4 En primer lugar, se ha subrayado el papel de las instituciones y de las relaciones sociales en la creación de artistas mujeres y hombres o en la situación de estar en condiciones de producirlos (o producirlas) y de ser recordados (o recordadas), junto a la relevancia de las construcciones de género –es decir, lo que es pertinente y adecuado para hombres y mujeres– al crear la oportunidad o los obstáculos para la participación de las mujeres en la producción artística y cultural. Frente a la sistemática omisión de referencias y recuerdos de artistas importantes y menos importantes, la narración del arte de los siglos XIX y XX se ha mostrado cada vez más como historia de sujetos, de identidades y de representaciones (Wolff 1981, trad. it. 1983: 62-63, Arbour 2000: 125). El conjunto de estos estudios indica, finalmente, la necesidad de revisar los contextos históricos y culturales que han definido a la mujer y al hombre artista y de preguntarse sobre los lugares sociales desde los que ellos/ellas miraban y producían.
EL TIEMPO VACÍO Y LOS FILTROS DE LA MEMORIA
La reescritura de páginas enteras de la historia del arte da una idea solo parcial de la eliminación realizada. Frente a textos clásicos, como el de Gombrich o el de Janson, por ejemplo, que no citaban a una sola artista (McCracken 2000), el panorama, por suerte, ha cambiado radicalmente. Sutherland-Harris, en el trabajo ya citado, realizado con Linda Nochlin (Nochlin y Sutherland-Harris 1976, trad. it. 1979: 21), registraba cerca de 500 artistas activas entre el 1400 y el 1800;5 solo diez años después, el diccionario editado por Chris Petteys (1985) contaba unas 21.000 artistas europeas y estadounidenses nacidas antes de 1900, pintoras, escultoras, grabadoras e ilustradoras. Además, hay que tener en cuenta que este catálogo hoy, veinte años después de su primera publicación, es, evidentemente, todavía más amplio. No siempre las artistas habían sido olvidadas. La recuperación de la memoria iniciada en los años 70 llenaba un tiempo vacío comenzado solo a principios del xx, momento a partir del cual había empezado una larga e inexplicada desaparición de la historia del arte. Esta última, como disciplina moderna y como gran narración del XX –por decirlo como Foucault–, al clasificar y organizar saberes y discursos sobre estructuras de género y de géneros, ha acabado enviando al olvido a las muchas artistas presentes y hasta entonces destacadas. El XIX, de hecho, había reconocido de alguna manera su existencia, como demuestran los trabajos de Elisabeth Ellet de 1859 (sobre 567 artistas) y el de Clara Clements de 1904 (sobre 563 activas entre el siglo VII a.C. y el XX) (ibídem: VII), además de las escritoras victorianas. El siglo XX, en cambio, las ha borrado. ¿Por qué?
El olvido del siglo XX es, en realidad, el producto de batallas mnemónicas (Zerubavel 2003) dentro de una historia del arte que ha construido filtros y jerarquías en y de la memoria, dando lugar a una nueva tradición basada al menos en tres mecanismos de filtro y selección.
El primero –explícitamente de género– era el victoriano, que podríamos definir como el esencialismo femenino. Este veía a las artistas inevitable y naturalmente dotadas de un rasgo femenino que las hacía incapaces para el gran arte, menos dotadas de talento y, por ello, no merecedoras de recuerdo. Es esta mirada la que arrastra la historia del arte del XX (Parker y Pollock 1981: 45), que, feminizando el talento, se traduce en devaluación. George Moore, un crítico de finales del XIX, autor en 1890 de Sex in Arts, queriendo elogiar la singularidad y el talento de Berthe Morisot, una de las más destacadas exponentes del impresionismo, en realidad, acababa rindiéndole un pésimo servicio:
El trazo de Madame Morisot es bastante poco relevante, como el de un principiante, pero, con todo, es un signo único e individual. Ha creado un estilo, y lo ha hecho confiriendo a su arte toda su feminidad; su arte no es una triste parodia del nuestro; tiene dentro toda su feminidad: dulce y graciosa, feminidad tierna y soñadora (ibídem: 42).
Parker y Pollock (ibídem: 44) definen como victorias pírricas estas formas de reconocimiento ambiguo, afirmando que «los escritos victorianos sobre mujeres artistas, si bien constatan su existencia, ponían también los cimientos para borrarlas».
El segundo filtro se relaciona con los géneros artísticos y sus destinos inestables. Los géneros lucrativos que las mujeres habían frecuentado durante el XIX, por ejemplo el retrato, pero también la novela, serán devaluados progresivamente por la crítica moderna, a favor de géneros más desinteresados respecto al dinero y al mercado, inspirados en las formas de gratuidad del art pour l’art, como la pintura abstracta y la poesía de vanguardia. Todo con la complicidad de una general «denigración de las artes y de la literatura del XIX» (Elliott y Wallace 1994).
Por último, el tercer filtro, el más evidente, se entrelaza con el género de quien explica legítimamente la historia, en nuestro caso del arte; o, mejor dicho, de quien la ha contado hasta hoy. El narrador ha sido durante mucho tiempo –y con frecuencia sigue siéndolo– de género masculino.
La relevancia, el peso y la responsabilidad del género de quien narra se muestran evidentes con las nuevas generaciones de historiadoras del arte que, declarando su posición parcial, han mostrado que se pueden multiplicar los puntos de vista y aumentar la riqueza de la visión. Desde los años 70 hasta hoy, precisamente estos múltiples puntos de vista parciales y multifocales han restituido las miradas de las denominadas minorías, largamente excluidas del mainstream del arte: por lo tanto, no solo las de las artistas sino también las de los artistas postcoloniales o de zonas marginales y periféricas, abriendo perspectivas tan nuevas y visiones teóricas y sacando de nuevo a la luz obras y figuras de genio y talento olvidadas.
HISTORIA DEL ARTE Y POSTMODERNISMO
Recuperar, evidentemente, no es suficiente. La omisión, por lo amplia que es, no se puede reparar solo haciendo historia aditiva, es decir, sumando los nombres de las muchas olvidadas y haciendo, por así decir, justicia a las excluidas; una integración así es «críticamente posible solo a través de una deconstrucción paralela de los discursos y de las normas de la propia historia del arte» (Pollock 1988, trad. it. en Trasforini 2000: 21) con una cautela metodológica señalada en su tiempo por Battersby (1993: 32), que hoy se puede considerar solo parcialmente superada. Decía Battersby:
En la medida en la que la noción del artista masculino como genio aislado exija un trabajo de deconstrucción, para las mujeres artistas el canon deconstructivo es prematuro. De hecho, en este caso la obra de arte tiene que ser, antes que nada, construida y reconocida como obra.
Construcción y deconstrucción de aquel periodo de investigaciones se han situado con pleno derecho en el marco más vasto de los Cultural, Gender y Feminist Studies, y presenta en más puntos afinidades teóricas con el denominado postmodernismo, en particular con la teoría de la «muerte del autor» mítico y héroe. La atención que se ha dirigido a los productores históricos y las condiciones que determinaban su trabajo y, por lo tanto, el hecho de hablar de mujeres y hombres en la producción de arte, han llevado a superar la abstracción de la definición de la muerte del autor, un tema caro también para la sociología del arte más radical, con su tendencia a eliminar al autor y destacar la producción colectiva.6 La atención al género en el arte, de hecho, da concreción a temas como el fin del universalismo del arte, el fin del autor y del artista héroe (Smith 1988), el relativismo de las experiencias y el descubrimiento del Otro, temas que el pensamiento postmoderno y el postestructuralista han hecho aparecer como muy abstractos.
Sin embargo, ni siquiera lo postmoderno está por encima de cualquier sospecha en las críticas de género, como señala quien se pregunta si esto no es un ulterior lugar único y, por ello, el ambiente de una nueva exclusión del género y de las mujeres (Owens 1992, Wolff 1993b, Perry 2004).7 Sea como fuere, la cadena de afinidades con el pensamiento postmoderno se interrumpe en una cuestión relevante, que es la política.
La lectura de género de los mundos de las artes, de hecho, también ha sido una crítica radical a la narración moderna, como lugar en el que las artistas precisamente han sido ignoradas y marginadas (Wolf 1990a). Justamente dicho carácter político distancia esta lectura, con tonalidades también polémicas, de las posiciones nihilistas del postmodernismo. Los análisis de muchas estudiosas feministas del pasado reciente y del presente quieren conservar un horizonte crítico y de transformación que no renuncia a reivindicar una mayor visibilidad y fuerza de negociación con las instituciones culturales y artísticas. Esta participación ha caracterizado desde principios de los años 70 sobre todo a la corriente estadounidense de crítica feminista del arte, como atestiguan las numerosas revistas y grupos surgidos en los años 70 y 80 del XX, marcados por un nuevo sentido de comunidad y por el intento de expresar un arte y una sensibilidad nuevos.
El fenómeno de protesta política más vistosa de los 80 fue el movimiento de las Guerrilla Girls, del que ya hemos hablado al principio de esta obra.8 Este grupo de artistas de Nueva York, nacido en 1985 y todavía activo, se ha hecho conocido por sus incursiones de guerrilla urbana en los museos, las galerías y a lo largo de las calles de la metrópolis americana –y hoy también en internet– para denunciar la ausencia o la infrarrepresentación de las artistas y de las minorías étnicas en los museos, las galerías y las revistas de arte. La visibilidad mediática del grupo resulta muy destacada porque sus miembros se visten de gorilas y así disfrazadas pueden mantener el anonimato para enfatizar el carácter político y no personal de sus acciones. Un importante resultado de estas luchas del movimiento feminista en el arte y en la historia del arte en los Estados Unidos fue «que una generación de artistas más vieja –Lee Krasner, Louise Bourgeois, Alice Neel– ha sido reconocida finalmente por su talento» (Gouma-Peterson y Mathews 1987: 332).
[1] En los años 70 y 80 la organización de grandes exposiciones dedicadas a las artistas constituyó la manera pública de construir y consolidar la nueva memoria de la historia del arte. Además de la muestra de Los Ángeles de 1976 (Nochlin y Sutherland-Harris 1976) y de la de Milán dedicada a la otra mitad de la vanguardia (Vergine 1980), cabe recordar dos grandes exposiciones en Berlín: en 1987 Das verbogene Museum: Dokumentation der Kunst von Frauen in Berliner öffentlichen Sammlungen, Neue Gesellschaft für Bildende Kunst de la Akademie der Künste de Berlín (Dunford 1989, xxiv), y en 1992 Profession ohne Tradition. 125 Jahre Verein der Berliner Künstlerinnen de la Berlinischen Galerie Museum und Verein der Berliner Künstlerinnen (1992). Sobre el papel de las exposiciones para construir la identidad colectiva, véase Couture (1994).
[2] Esta distinción hecha por Thalia Gouma-Peterson y Patricia Mathews (1987) ha sido considerada como demasiado reduccionista precisamente por Griselda Pollock (1993b).
[3] A continuación, ofrecemos una lista en actualización continua de algunos trabajos: Anthea Callen (1979) sobre las artistas del movimiento inglés Arts and Crafts de William Morris, Pamela Gerrish Nunn (1987) y Deborah Cherry (1993) sobre las artistas victorianas; Jan Marsh y también Pamela Gerrish Nunn (1989) sobre las artistas en el movimiento prerafaelita; Tamar Garb (1994) y Gill Perry (1995) sobre las artistas en el París de finales del xix y sobre las impresionistas; Sulamith Behr (1988) sobre las expresionistas; Whitney Chadwick (1985) sobre las surrealistas; Mirella Bentivoglio y Franca Zoccoli (1997) sobre las futuristas; Lea Vergine (1980) sobre las artistas de las vanguardias históricas; y también Margery Mann (1975), Val Williams (1986) y Jane Gover (1988) sobre las fotógrafas, incluso algunos estudios sobre contextos nacionales o locales; Jude Burkhauser (1990) sobre las Glasgow Girls de finales del xix; Miuda Yablonskaya (1990) sobre las artistas rusas de finales del xix y principios del xx; Sabine Plakolm-Forsthuber (1994) sobre las artistas austriacas de finales del xix y primeros decenios del xx. A estas obras, que representan solo una parte de la investigación que se ha realizado y de la literatura disponible, se suman las ya innumerables monografías sobre artistas individuales de varias épocas.
[4] Véase, por ejemplo, Robinson (1987), Tickner (1988), Mathews (1988), Suleiman (1990), Wolff (1990b), Owens (1992), Lippard (1993), Pollock (1993a, 1993b), Jones (1995, 1996), Broude y Garrard (1992, 1994), Timeto (2005).
[5] Eran 6 en el XV, 35 en el XVI, 209 en el XVII, 290 en el XVIII. La división por países registraba 130 italianas, 212 francesas, 67 holandesas, 41 alemanas, 21 inglesas, 17 españolas, 5 suizas, 3 escandinavas.
[6] En este sentido, véase Wolff (1981, trad. it. 1983: 169-190), Becker (1982), Zolberg (1990, trad. it. 1994: 226).
[7] En la relación entre feminismo y teoría postmoderna, las asonancias pueden ser engañosas. Janet Wolff (1993b: 234), por ejemplo, ha puesto de manifiesto que precisamente cuando, también gracias al postestructuralismo, las mujeres descubrían su subjetividad e identidad, la teoría les decía que deconstruyeran y descentraran el sujeto y que la evaporación al plural del género, en su conversión en géneros, se producía precisamente en el momento en el que las mujeres estaban ganando un poco de poder en la crítica y en la academia.
[8] Las artistas, irónica y testarudamente anónimas, se comportan a lo Robin Hood o Batman, como ellas mismas declaraban en una entrevista en Internet en 2000 (http://members.aol.com/mindwebart3). En sus relaciones con los medios de comunicación, las Guerrilla Girls asumían y asumen el nombre de una artista del pasado o de una contemporánea muerta como manera de crear una presencia continua del pasado olvidado. Así, en aquella entrevista, respondían Rosalba Carriera, Romaine Brooks, Ana Medieta o Eva Hesse. Véase Guerrilla Girls (1995), Withers (1988), De Cecco y Romano (2002).