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ОглавлениеMi mamá trabajó en casa, ellos (mis
padres) estudiaron solo la primaria y mi
papá siempre dijo que fue un error no
seguir estudiando. Eso y la necesidad
de un trabajo me llevaron a crecer
profesional y personalmente
GUADALUPE CASTAÑEDA
Socia líder de mercados en crecimiento Ernst & Young
Generación: D1 2004-2005
Un discurso adquiere sentido cuando su interpretación se hace presente en la sociedad, en la política, la economía y todos los ámbitos que tocan al ser humano. Para comprender mejor los paradigmas que sustentan las relaciones entre mujeres y hombres es necesario dejar claros la definición y el sentido de los términos “sexo” y “género”.
El sexo está determinado de manera natural, no es elegible; el género es una construcción cultural que cada sociedad le otorga a los sexos como resultado de estereotipos. Mientras que el sexo se explica desde una visión meramente biológica, el género es producto de relaciones culturales, educación, arquetipos y comportamientos elegidos. Dentro del género se encuentra un margen muy amplio de libertad, que está ligada a los paradigmas que se explicarán en este capítulo.
La catedrática Ángela Aparisi (2011), de la Universidad de Navarra, estudia tres modelos filosóficos sobre la relación entre sexo y género que ayudan a entender el surgimiento de corrientes como el machismo, el feminismo radical y la complementariedad entre hombres y mujeres, o posfeminismo.
DIFERENCIA SIN IGUALDAD: MACHISMO O SEXISMO
Este modelo sostiene que a cada sexo le corresponden ciertas funciones sociales, imposibles de ser transferidas o transformadas a lo largo de la historia. Procede de un vínculo inalterable entre el sexo biológico (hombre y mujer) y los papeles que la sociedad les impone.
Puesto que la biología determinaba la función social en la relación hombre-mujer, la complexión del hombre le otorgaba superioridad sobre la mujer. Se resaltaba la diferencia entre mujeres y hom-bres, pero sin igualdad. Esta distinción determinaba la inferioridad y la subordinación de la mujer al hombre; la primera dependía económica, política, afectiva y sexualmente del segundo.
En este modelo, las diferencias biológicas determinan la participación cultural de ambos, y dichas actividades eran intransferibles al sexo contrario. Lo anterior llevó, inevitablemente, a que las labores diferenciadas no tuvieran el mismo valor social: los hombres representaban la vida política, pública y económica de la sociedad, mientras que a la mujer se le asignaban labores de la vida privada, como la educación, la reproducción y las ocupaciones domésticas.
La genética impide que estos papeles puedan intercambiarse o transferirse entre sexos; es decir, el hombre no concibe que la mujer forme parte de la vida pública de la sociedad porque su sexo no lo permite, y viceversa.
La diferencia sin igualdad entre sexos hizo radical la noción de superioridad de los hombres sobre las mujeres. La mayoría de las sociedades ha superado científica y legalmente este modelo, pero persiste en pleno siglo XXI. Al respecto, Badinter (1993) comenta:
El mundo se halla sujeto a la razón masculina, y en su lucha por la igualdad de derechos, la mujer renuncia casi siempre a su feminidad para hacer valer mejor sus cualidades masculinas. Ha habido tal asimilación de sexos que ambos se han fundido en el mundo masculino.
A pesar de ser evidentemente injusto y atentar contra los derechos humanos, suele pasar desapercibido en sociedades primer mundistas: el macho progresista se declara a favor de la inclusión de la mujer en el mundo laboral, pero sin que esta abandone las labores domésticas que le son encomendadas.
Algunos ejecutivos de empresas globales, por ejemplo, se declaran a favor de la inclusión de la mujer en los negocios, pero no están de acuerdo en que sus propias esposas trabajen y “abandonen” el hogar.
En México, el machismo está tan arraigado en la cultura que las personas han sido educadas con base en esta tradición durante siglos. Los hombres tienden a pensar que las mujeres son las principales responsables de la educación familiar, mientras que ellos se conciben a sí mismos como proveedores del sustento económico familiar (Inmujeres, 2007).
Según una encuesta realizada en 2007 por el Instituto Nacional de las Mujeres, 43% de las encuestadas que no sufren violencia afirma que “una buena esposa debe obedecer a su pareja en todo lo que él ordene”; 56% declara que su esposo o pareja debe decidir si ella puede o debe trabajar; y 86% sostiene que el esposo o pareja determina cuándo tener relaciones sexuales. Estas cifras confirman el impacto y la vigencia que aún tiene el machismo.
A pesar de los intentos por transformar estos modelos sociales, los papeles de género están estrechamente ligados a la educación que hombres y mujeres reciben en casa. Las generaciones de hombres baby boomer (nacidos entre 1946 y 1964) fueron educadas por madres que, en su mayoría, solo se dedicaron al hogar. Esta generación de hombres y mujeres educó a sus hijos para las mismas funciones que vieron al crecer, lo que supondría que los estereotipos de hombre-mujer se repetirían generación tras generación.
Sin embargo, la generación de millennials (los nacidos entre 1982 y 2000) se caracteriza por la percepción social con respecto a los paradigmas que rodean la relación hombre-mujer y a la construcción de nuevos cometidos sociales de género.[1]
Por ejemplo, en una empresa del sector de seguros, un millennial comentó que, a pesar de que él fue educado de manera tradicional con una figura paterna, que actuaba como proveedor y una madre ama de casa, él no consideraba formar una familia bajo el mismo patrón que sus padres, sino otorgarle la libertad de decisión a su pareja acerca de trabajar, dedicarse al hogar o ambos.
IGUALDAD SIN DIFERENCIA: FEMINISMO RADICAL
Este modelo surge como una reacción de las mujeres ante el machismo. Busca desvincular el sexo del género y, por lo tanto, cualquier estereotipo y función social basados en construcciones culturales no son bien aceptados.
Las simpatizantes de esta teoría defienden los derechos de las mujeres y confrontan las injusticias y la discriminación que persisten, y que el primer modelo promueve y acentúa. Sin embargo, este patrón antropológico, al igual que el paradigma del machismo, tampoco respeta la igualdad en la diferencia entre hombre y mujer.
Si bien critica la teoría del machismo puesto que separa la vida privada para las mujeres y la pública para los hombres, y propone que la mujer ocupe la vida pública de las sociedades, también rechaza y niega la sexualidad humana por creer falsamente que es la fuente de cualquier discriminación entre ambos sexos (Aparisi, 2011).
A pesar de que esta postura radical trata de erradicar el carácter sexual del ser humano, para no cargar el lastre de la sexualidad que impide a la mujer o al hombre realizar ciertas actividades o tener distintas actitudes, hay que entender que nace como la denuncia de un paradigma previamente injusto, que desató una lucha social y que despertó el reclamo de mujeres que ansiaban participar en la vida pública y tomar decisiones que tuvieran un efecto en su vida y en la de la sociedad.
Simone de Beauvoir fue una de las filósofas más controvertidas y representativas del movimiento feminista del siglo XX. Su libro El segundo sexo (1949) es un compendio de las ideas más revolucionarias que caracterizaron el paradigma del feminismo radical; plasma incluso los orígenes de esta postura, que sirvieron como estandarte para la lucha contra el patriarcado de la década de los sesenta del siglo pasado.
En su texto, Beauvoir critica la maternidad, pues rechaza todos los papeles sociales atribuidos al sexo, como la posibilidad de engendrar y la reproducción sexual. Algunos filósofos atribuyen a este libro el origen del debate moral acerca del aborto.
Inspirada en el diálogo y las ideas existencialistas de Jean-Paul Sartre, su pareja, Beauvoir destaca la necesidad de la mujer de imitar la conducta del varón para que, de esta manera, se eliminen comportamientos, actitudes y rasgos que caracterizan a las mujeres.
El feminismo radical de Beauvoir (1949) invitó a las mujeres a romper con las cadenas biológicas que condicionaban su participación en la vida pública, hasta llegar a la idea del aborto y la eliminación de la identidad femenina: existía un deseo profundo de ser totalmente igual al hombre, sin distinciones sociales ni biológicas.
El matrimonio y la maternidad representaban los principales obstáculos para la realización personal y profesional de las mujeres, por lo tanto, se promovía a la par un movimiento antifamilia y antimaternidad.
Una de las teorías más agresivas de este paradigma sostiene que todos los seres humanos nacen sexualmente neutros y luego son tratados como varón o mujer, por lo tanto, el género era una construcción social y cultural independiente del sexo, que era posible modificar u orientar según la preferencia individual.
Así, las mujeres podían negar su biología para equipararla a la de un hombre y no limitar su realización personal. Se rechaza la existencia de un “orden natural” y una “identidad sexual”, pues cada uno era libre de autoconstruirse y elegir a lo largo de su vida.
El sexo es algo omnicomprensivo y más amplio que la simple apariencia exterior. Es un sistema secuencial y multivariado con parámetros humanos que se van diferenciando a lo largo de la vida de las personas (Llanes, 2010).
Beauvoir firmó su obra con tinta marxista: el movimiento del femi-nismo radical se vincula a sí mismo con la lucha de clases. Los oprimidos, en este caso, eran las mujeres y debían luchar contra los opresores, los hombres, para destruir las estructuras preconfiguradas de la sociedad. Las mujeres eran la clase explotada y los hombres, la clase explotadora. En consecuencia, el único medio para sobrevivir era una lucha revolucionaria para derrocar el patriarcado, la autoridad masculina dominante (Aparisi, 2011).
Este movimiento evolucionó de tal manera que se concebía al hombre como el principal enemigo a “vencer” para lograr la igualdad, lo cual suponía eliminar cualquier diferencia entre sexos.
La filósofa estadounidense Judith Butler plantea que el modelo de independencia entre sexo y género lleva a la anulación de la diferencia entre lo masculino y lo femenino. Para ella, varón y masculino podrían significar tanto un cuerpo femenino como uno masculino y viceversa (Llanes, 2010).
Así como el primer modelo (machismo/sexismo) dejó de ser viable, también el feminismo radical, puesto que su ideología limita la acción humana, atenta contra la esencia de ser mujer y el desarrollo de las sociedades, que siempre han estado erigidas a partir de modelos familiares. Este modelo, al negar la maternidad como elección de la mujer y atentar contra la familia, promueve una liberación de lo biológico y de la propia sexualidad que daña la propia condición humana y el verdadero avance social.
Si bien los modelos anteriores significaron, en su momento, una aportación innegable en la consecución de la igualdad de derechos entre el varón y la mujer, el machismo subordina la mujer al hombre y el feminismo radical elimina la relación biológica con el sexo. Ambos atentan contra la dignidad del ser humano y no contem-plan la complementariedad entre hombre y mujer, necesaria y vital en la actualidad.
En el siglo XXI se requiere un modelo más justo y armónico, que respete las diferencias entre hombres y mujeres, pero que busque siempre la equidad y complementariedad entre ambos. Se necesita un arquetipo que plantee un modo de estudiar el vínculo entre biología y cultura, sexo femenino y masculino y género femenino y masculino.
En la actualidad, si la mujer quiere encontrar el lugar que, por justicia, le corresponde en la sociedad, no debe, en nombre de la pretendida liberación del dominio del hombre, apropiarse de las caracterís-ticas masculinas en contra de su propia originalidad femenina, su riqueza más esencial.
IGUALDAD EN LA DIFERENCIA
Este paradigma defiende que los problemas sociales, ecológicos y multiculturales que afectan la relación entre el varón y la mujer sean afrontados desde la perspectiva de la solidaridad, la acogida y el respeto. La contribución activa del primero en estos cambios es, ciertamente, un eslabón fundamental. Propone una adecuada comunión y participación de mujeres y hombres en todos los aspectos de la sociedad. Reclama más presencia de la mujer en la vida pública, pero también del varón en los asuntos domésticos y en la educación de los hijos.
Este modelo de relación entre sexo y género reivindica el derecho a la diferencia entre los sexos, aunque reclama que ambos se encuentren presentes tanto en el mundo de lo privado como en el ámbito público. Admite que mucho del reparto de tareas consideradas en una época u otra, propias de la mujer o del hombre, es algo absolutamente arbitrario y sin base biológica (Llanes, 2010).
En suma, muestra el desafío de construir una sociedad con maternidad y una familia con paternidad.
Es necesario repensar y reestructurar los distintos ámbitos públicos y privados del quehacer humano. No solo para evitar injusticia y discriminación, sino para replantear procesos a favor de la humanización, y permitir que la dualidad humana (varón y mujer) se realice y enriquezca plenamente no solo en el ámbito físico y psicológico, sino también en el ontológico.
Vivir la reciprocidad con unas relaciones fluidas, las características del hombre y de la mujer adquieren entonces su genuino sentido relacional y se evita caer en falsificaciones y excesos tanto de machismo como de feminismo. Por el contrario, el distanciamiento entre el uno y la otra, la instrumentalización y la opresión, son un obstáculo para la felicidad de ambos, debilitan la consistencia de la familia y corrompen la sociedad (Di Nicola y Danese, 2011).
Julián Marías, filósofo español, lo pone en estas palabras: “El varón y la mujer son recíprocamente espejos para descubrir su condición. Hay un elemento de asombro, condición de todo verdadero conocimiento (...) en el encuentro con otra forma de persona” (Marías, 2005).
Varón y mujer, por tanto, tienen maneras diversas de estar en el mundo; al poner en juego su masculinidad y su feminidad, trascienden la fecundidad biológica, así como la cultural, política, artística y social; ambos se enriquecen, se potencian y se complementan. No reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva.
Para superar la contradicción entre reproducción-inserción en el mercado laboral, no propone que la mujer vuelva a casa si ella no lo quiere o no lo necesita, y no sería una solución acorde con la realidad que estamos viviendo en este siglo. La solución está en una readaptación de la sociedad, del mercado laboral y de la legislación a este cambio cultural y sociológico, positivo en muchos aspectos para la mujer.
Esta readaptación requiere un cambio y el abandono de esquemas exclusivamente masculinos. Hay que insertar otro tipo de valores en la sociedad, como el que la maternidad no es solo responsabilidad de la mujer sino también del hombre, y que la renovación generacional y traer hijos al mundo es un valor social al que se debe hacer frente de manera solidaria. Habrá que aceptar esta nueva asignación de los papeles del hombre y de la mujer, y dejar de añorar un pasado perdido (Elosegui, 2002).
ARRAIGO HISTÓRICO DE LOS ESTEREOTIPOS
¿Es posible vivir este paradigma en la sociedad mexicana? Sin duda, un ejemplo elocuente es el caso de Verónica Pérez, directora comercial en Dow para México y Latinoamérica, quien junto con su esposo tomaron la decisión de aceptar una expatriación a Brasil y Estados Unidos, cambiando los papeles de ambos al interior de su familia.
Así lo describe: “Mi esposo y yo teníamos trayectorias profesionales exitosas, estábamos abiertos a romper paradigmas y compartir los desafíos personales y profesionales. Pensábamos que si a uno de los dos nos ofrecían la oportunidad de trabajar en otro país, como pareja, tomaríamos la oportunidad”. El jefe de Verónica Pérez lo resume así: “Ella vive todos los retos de tener una familia consolidada y ha logrado el bienestar de su familia” (Bernal, Messina y Moreno, 2014).
La diferencia entre el varón y la mujer no reside en tener diversas funciones. La mayor parte de los trabajos son intercambiables; sin embargo, este paradigma es una revolución en las estructuras sociales que requerirá tiempo para su consolidación. Se trata de un modelo de interdependencia que requiere la participación de varios actores de la sociedad.
“La principal preocupación de sus defensores se centra en conseguir un mercado laboral flexible que permita, tanto al hombre como a la mujer conciliar vida familiar y laboral, sin plantear como una disyuntiva irresoluble maternidad/paternidad y trabajo” (Llanes, 2010).
Los papeles sociales asumidos por el varón y la mujer son configurados por cada sociedad y dependen de factores como la edad, condición económica, nivel educativo, estrato social, raza o grupo étnico, e incluso la generación a la que pertenecen. Estos elementos condicionan la creación de estereotipos que, a su vez, limitan el desarrollo de hombres y mujeres y reprimen su actuar, adecuándolos a su género, es decir, a su funcionalidad.
En la segunda temporada de la serie Mad Men, que retrata el mundo corporativo de una oficina de publicidad en Manhattan a princi-pios de la década de los sesenta del siglo pasado, un socio de la empresa le dice a la ex secretaria del jefe creativo, que ahora es parte del equipo creador:
Nunca vas a ocupar la oficina de tu jefe hasta que empieces a tratarlo como un igual. Y nadie más va a decirte esto, pero no trates de ser un hombre. Ni siquiera lo intentes. Sé una mujer. Una poderosa que hace negocios de manera correcta.
Los estereotipos han definido en cada momento histórico la divi-sión laboral por sexos. Puesto que, por condiciones biológicas, la mujer posee la capacidad de engendrar entonces se infiere que, automáticamente, desarrollará un instinto maternal; al hombre se le otorgan otros modelos relacionados con la masculinidad, como ser proveedor, jefe de familia y representar autoridad.
El arraigo de estos arquetipos evoluciona de tal manera que el “valor” de mujeres y hombres —o la femineidad o la virilidad, respectivamente— se mide a través de ellos. Al paso del tiempo, las sociedades cultivan estos patrones y determinan así lo que debería ser el comportamiento ideal de hombres y mujeres.
El problema radica en que estas conductas no fueron elegidas y aceptadas individualmente, sino que forman parte del patrimonio cultural o legado familiar, condicionan el desarrollo de capacidades del ser humano e inhiben las que “socialmente” no pertenecen a su género.
Este es el origen de la discriminación: la relación entre hombres y mujeres y el trato entre ambos están condicionados por los comportamientos que se esperan de uno y otro (Inmujeres, 2007).
Los jóvenes de estos tiempos no se sienten bien adoptando el modelo de virilidad del pasado ni rechazando totalmente la masculinidad. Ha llegado el momento de elogiar las virtudes del varón y de la mujer, patrimonio de todo ser humano. Ambas conservan el mundo y amplían sus fronteras. Si se pretende aspirar al título de ser humano, en vez de ser incompatibles hay que considerarlas como indisociables (Badinter, 1992).
LAS MUJERES IRRUMPEN EN LA ESCENA LABORAL
El sufragio femenino abrió las puertas a las mujeres a una vida pública que comenzaba a contemplar su opinión para la toma de decisiones que impactaban en la política, la economía y la cultura de las sociedades. Al mismo tiempo en que la mujer se abría paso en el ámbito laboral, empezó también a trazarse la brecha de género. Hombres y mujeres apenas comenzaban a convivir dentro de ámbitos públicos y esto generaba cada vez más injusticias y disparidades.
Pero ¿qué tan nueva era la inserción de la mujer en la vida laboral? ¿Cómo transformó el lugar de trabajo?
Las mujeres han trabajado toda la vida. Desde siempre, adoptaron labores domésticas como el resguardo del hogar o el cuidado de de-pendientes, hijos, enfermos o ancianos. Después, en la Segunda Guerra Mundial, cuando los hombres partieron a las filas de combate, las mujeres ocuparon su lugar en la industria. Los años de posguerra se caracterizaron por un descenso demográfico masivo; los soldados que no habían muerto en combate estaban gravemente heridos y, posiblemente, sin capacidad física ni mental para volver a trabajar.
Además de las bajas humanas, el mundo se transformó por completo. El lugar de trabajo nunca sería el mismo, pues las mujeres estaban por ocupar el sitio que tanto habían reclamado y, esta vez, no había otra opción más que incluirlas en la fuerza laboral para levantar al mundo.
A pesar de esto, las funciones tradicionales de crianza y matrimonio permanecieron vigentes como los principales estereotipos de las mujeres (Wolf, 2015). La vida de la mujer de clase media era predecible: casarse, formar una familia y dedicarse al hogar. El hombre era el proveedor de la casa y se desempeñaba en el ámbito laboral. En ese entonces, las mujeres tenían muy pocas opciones para su futuro: contraer matrimonio o trabajar para poder vivir. Las mujeres existían para formar una pareja y, si no lo hacían, se convertían en un lastre social, dejaban de ser valiosas.
Svetlana Alexiévich, ganadora del premio Nobel de Literatura en 2015, en su texto La guerra no tiene rostro de mujer hace una recopilación de testimonios de mujeres que vivieron de cerca la Segunda Guerra Mundial, como enfermeras, soldados, comandantes, etcétera.
Los testimonios del libro narran cómo era la vida para las mujeres durante una época en la que no se creía que su participación fuese necesaria. Sin embargo, las bajas eran cada vez mayores y la ayuda, de donde viniese, se necesitaba. También describe cómo fue la vida de posguerra para aquellas que no pudieron casarse: socialmente eran mal vistas, nunca fueron heroínas como los hombres, sino que eran criticadas por haber acudido a un llamado que no les correspondía y haber descuidado los hogares de los cuales eran responsables.
La vida de una mujer no se concebía si un hombre no le daba significado. No era social ni moralmente aceptable que no qui-sieran casarse o que, además del matrimonio, anhelaran una carrera profesional.
IMPULSORAS DEL CAMBIO
El momento crítico ocurrió en la década de los cuarenta, cuando las mujeres casadas decidieron tomar un trabajo fuera del hogar. Así comenzaron a transformar el mundo laboral. Pero había una gran diferencia entre las mujeres que ya laboraban por necesidad y las profesionistas y casadas que decidieron hacerlo por convic-ción personal.
Mariví Esteve es esposa, madre de tres hijos, fundadora de su propia empresa, presidenta de la Asociación Mexicana de Asesores Independientes de Inversiones y presidenta del Consejo Consultivo del Centro de Investigación de la Mujer en la Alta Dirección (CIMAD). Es egresada de la carrera de Economía del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y se hizo experta en el tema financiero. Su entorno, durante su etapa profesional era restringido, pues la mujer no tenía la posibilidad de trabajar directamente con clientes, así que debía ir acompañada de su jefe.
Ella conoció al que actualmente es su esposo en ese ambiente, quien, con una manera de pensar diferente a la tradicional, la ha apoyado siempre. Al tener a su primer hijo ella siguió trabajando, pero con el nacimiento de su tercera hija, su situación laboral se complicó por la falta de flexibilidad de la empresa.
Así que Esteve renunció y se asoció a NSC Asesores, una consultora de servicios financieros. El cúmulo de capacidades probadas y una sólida red de contactos le ayudaron para hacer despegar el negocio. Ser socia de la empresa le permitió tener horarios cómodos para dedicarse a sus hijos y, al mismo tiempo, satisfacer su motivación profesional.
Mariví Esteve recapitula y está orgullosa de que sus hijos estén en la universidad; de hecho, fue su hija Victoria quien la llevó a transformar su trayectoria de ejecutiva a empresaria. Ella sabe que no fue fácil, pero pudo estar cerca de ellos y recibió el apoyo crucial de su esposo.
Las mujeres de hoy tienen más opciones de vida que tan solo casarse o trabajar; reclaman su participación en el lugar de trabajo, pero también quieren ser madres y esposas.
Es claro que la nueva generación de posfeministas no se identifica con el movimiento de 1960-1970, porque el mundo para ellas ahora es compartido. Se reconocen a sí mismas diferentes de los hombres, pero reclaman equidad. Buscan también el respeto a sus derechos y el reconocimiento de las injusticias, abusos y opresiones que persisten aún en nuestros días. Ya no odian a los hombres, ahora los ven como aliados, comparten la vida con ellos y buscan una convivencia más justa y complementaria tanto en el trabajo como en la vida familiar.
También los varones de esta nueva generación están cambiando. Quieren una mayor participación y presencia en un entorno que antes pertenecía exclusivamente a las mujeres: la familia. Cómo olvidar el comentario de un ejecutivo que decía: “Por el trabajo y los viajes me perdí uno de los mejores momentos de mi vida: el día que mi hijo mayor caminó por primera vez (…) me costó mucho no estar ahí”.
Estas mujeres que rompieron paradigmas marcaron una verdadera pauta para las generaciones venideras.
Con el comienzo de una nueva era para las mujeres dentro del mundo laboral, las empresas y la sociedad también se transformaron. En el periodo de 1969 a 1999 se triplicó la matrícula de mujeres en educación superior, incrementándose de 17 a 50%, respectivamente. Este fue, sin duda, uno de los avances más significativos en cuanto al proceso de feminización de profesionistas en México.[2]
La feminización del mundo laboral, sin embargo, no tuvo un crecimiento constante y paralelo al ascenso de matrícula femenina en educación superior. La fuerza laboral en el México de 1950 representaba 32.07% de la población total; de esta, 86.37% eran hombres y 13.62%, mujeres. Un lento progreso de las mujeres se refleja en 1960, cuando los hombres constituyen 82.01% y ellas, 17.98%.[3]
La participación de mujeres en la población económicamente activa (PEA) en México, durante 1970, representaba 20.56%, frente a la participación de hombres, de 79.44%. ¿Por qué si el porcentaje de mujeres profesionistas se había triplicado durante esa década, su intervención en la PEA no fue directamente proporcional?
Quizá la situación económica de esa década no demandaba con urgencia la colaboración de las mujeres en la población económicamente activa del país. Pronto, la crisis de la década de 1980 obligó a miles de mujeres mexicanas a buscar otras fuentes de ingreso para colaborar con la manutención de sus familias.
Con la devaluación de 1982 muchas mujeres tuvieron que trabajar de manera formal o informal para sobrevivir a la crisis. Este sería solo el inicio del largo camino que recorrerían las mujeres para llegar a la situación actual.
La participación de la mujer en la vida laboral era apenas un proceso al que se estaba adaptando la sociedad, pero el talento femenino rápidamente tomó fuerza y avanzó dentro de la estructura organizacional.
PROFESIONISTAS EXITOSAS Y MADRES DE FAMILIA
En una empresa del sector de consumo, una de las primeras directoras, Cecilia Riviello, comenta que se enfrentó a la lucha constante por ser parte de un “club” de hombres, con sus respectivas tradiciones y estilos de trabajo, comunicación y forma de hacer negocios, diferente a lo que ella hacía.
Ser una mujer trabajadora era tan nuevo que la empresa no contaba con baños para ellas. Incluso cuando las mujeres ya formaban parte de las filas ejecutivas de los corporativos, aún no lograban pertenecer completamente al “mundo de los hombres”.
A veces hay que imponerse a las percepciones que tienen otras personas de las mujeres que trabajan. “Ustedes no tienen que estudiar, con que sepan tres idiomas y mecanografía, si su marido las deja o se muere, ya con eso van a vivir”, les dijo su papá a Riviello y a su hermana. “Pero no le hicimos caso y estudiamos”, cuenta.
Desde que empezó a estudiar inició su carrera profesional. Ella siempre ha sido inquieta y activa. Inició en Procter & Gamble, donde trabajó dos veranos y luego la contrataron. Desde entonces no ha parado.
Riviello está casada desde hace 25 años con Alejandro, y tiene dos hijos: Santiago y Rodrigo. Ella dice con orgullo que está felizmen-te casada, con dos hijos maravillosos, sanos, normales, buenos estudiantes y atletas; enfrenta los retos de la vida, de un matrimonio y de los planes a futuro.
Alguna vez alguien le preguntó si sus hijos eran muchachos normales. “Sí —respondió ella—, son chavos sanos y deportistas”. Quien preguntó dio por hecho que si trabajaba y viajaba, necesariamente sus hijos debían tener algún problema, tal vez de drogas, en la escuela o algo similar. Ella respondió: “No, mis hijos, no tienen proble-ma alguno”.
El cambio comenzó cuando las mujeres ocuparon puestos en niveles de Alta Dirección. En esos cargos, que requieren habilidades extraordinarias de liderazgo, las diferencias entre sexos y el lastre de los estereotipos de género se hicieron evidentes. Mientras que de los hombres se esperaba virilidad, autoridad, racionalidad e, incluso, agresividad; las mujeres debían ser, por su naturaleza, más sensibles, emocionales, maternales y bondadosas.
Sin embargo, para escalar dentro de puestos de alto liderazgo, algunas mujeres tendían a masculinizar su estilo de dirección para igualar el de los hombres y aparentar ser suficientemente capaces de participar en esos puestos (Zabludovsky, 2013). Mujeres que han tenido que camuflar su feminidad para sobrevivir y ascender, ¿a qué costo?
A pesar de que se ha logrado romper barreras de género en el ámbito laboral, todavía falta mucho por hacer. Aún se está en los comienzos y hay tareas pendientes. En el pasado era sorprendente ver a una mujer al frente de una responsabilidad tradicionalmente desempeñada por un hombre, o a un hombre ejerciendo un empleo femenino. Esta situación debe transformarse en acceso a oportunidades por talento, sin importar el género, la raza, religión, edad, condición social o económica.
La realidad social de los años 1960, 1970 y 1980 negaba la posibilidad de transformar paradigmas y romper estereotipos para construir nuevos espacios laborales y así poder aprovechar, por igual, el talento de mujeres y hombres.
Las crisis económicas mundiales, la influencia de los movimientos sociales y el paso del tiempo, motivaron la transformación de un mundo laboral propiamente masculino y abrieron las puertas a las mujeres.
Sin embargo, ellas llegaron, sin invitación alguna, para quedarse en un mundo de hombres; unas, por necesidad y otras, por convicción personal.
Los estereotipos son un obstáculo al acceso a oportunidades de trabajo de mujeres y hombres y, desafortunadamente, han contribuido para ampliar cada vez más la brecha de género.
Las oportunidades de desarrollo de los individuos necesitan estar comprometidas con el talento, independientemente de la identidad de género. Las oportunidades de desarrollo requieren que mujeres y hombres sean individuos comprometidos con el talento, independientemente del sexo.
Para promover espacios de inclusión, es vital reconocer el trato desigual en la relación hombre-mujer (muchas veces, inconsciente) que persiste tanto en la vida pública como privada en México y el mundo.
El talento es humano y universal, no es cuestión de sexo o género, sino de aptitudes, competencias y disposición para asumir un proyecto. Por ello, el mundo empresarial se está planteando una cultura de equidad y corresponsabilidad entre ambos sexos, al más alto nivel.
Los esfuerzos que se hacen al respecto permiten que los gobiernos, las instituciones financieras internacionales, el sector privado, las ONG y las instituciones académicas participen activa e interactivamente en esta transformación social; demuestran, pues, que la equidad es negocio.
Como decía el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, en el Foro Económico Mundial de 2016: “No tengamos miedo de decir que somos feministas (…) somos humanistas”.
NOTAS
[1] Afirmación tomada de entrevistas realizadas por el CIMAD a personas de las diferentes generaciones que trabajan en diversas empresas (mayo a septiembre de 2015), como parte del proyecto de investigación Transformando paradigmas, abriendo caminos al talento.
[2] A pesar de un notable aumento en el porcentaje de la población femenina que participa en la vida universitaria, existe aún una percepción arraigada que marca una clara división entre carreras femeninas y masculinas.
[3] Cifras obtenidas del VIII Censo General de Población 1960. Tabulados básicos: Fuerza de trabajo por entidades federativas y sexo.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Alexiévich, S. (2015). La guerra no tiene rostro de mujer. México: Debate.
Aparisi Miralles, A. (2011). Persona y género. Universidad de Navarra: Thompson Reuters.
Badinter, Elisabeth (1993). XY: La identidad masculina. Madrid: Alianza Editorial.
Bernal, M.C., Messina, G. y Moreno, A. (2014). Caso Dow Química. Aceleración del talento global para transformar a la organización. México: IPADE.
Beauvoir, S. de (1949). El segundo sexo. Madrid: Cátedra.
Di Nicola, G. y Danese, A. (2011). “Reciprocidad hombre-mujer: igualdad y diferencia” en Ángela Aparisi, Persona y género. Navarra: Universidad de Navarra y Thomson Reuters, pp. 387.
Elosegui, María (2002). Diez temas de género. Hombre y mujer ante los derechos productivos y reproductivos. Madrid: Ediciones Internacionales Universitarias.
Inmujeres (2007). “El impacto de los estereotipos y los roles de género en México”. Recuperado el 15 de septiembre de 2016 de: http://cedoc.inmujeres.gob.mx/documentos_download/100893.pdf
Llanes, Isabel (2010). Del sexo al género. La nueva revolución social. España: Ediciones Universidad de Navarra, EUNSA.
Marías, J. (2005). Mapa del mundo personal. Madrid: Alianza.
Wolf, A. (2013). The XX Factor. How the Rise of Working Women has Created a Far Less Equal World. Nueva York: Crown Publishers, Random House, Inc.
Zabludosky, G. (2013). Empresarias y ejecutivas en México. México: IPADE Publishing, Plaza y Valdés.