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La vida en sueño

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No lo puede creer. Debe de estar soñando. Lo ha soñado una y mil veces en estos siete años, una y mil veces el mismo sueño, la misma visión de encontrársela así, como estaba ahora, indefensa, expuesta, una y mil veces, y ella sin tener idea de quién era él, sin recordar, sin siquiera concederle el reconocimiento de recordar su cara.

Y ahora ahí está, servidita en bandeja, detrás de una caja de supermercado, incrédula, huérfana, haciendo sonar los códigos de barra. Te creía en cana, perra, quiere decirle, paralizado en el lugar sosteniendo una canasta con ambas manos. La había buscado por toda la ciudad a la mentirosa, durante meses, meses buscándola, hasta que logró dar con ella en un bulín de Balvanera, conviviendo con otros cinco. Vio cómo se la llevaban esposada por Crónica TV.

Sus manos seguían siendo ásperas, las uñas cortas —no carcomidas: prolijas, pero muy cortas—, como si se las limara todos los días, como si no aguantara que le crecieran, ni un solo día. Jamás le había visto la parte blanca. Ahora tampoco se la ve. Están más sucias, los dedos gastados, sus huellas dactilares más lisas; debe de ser por excesivo uso, de tanto deslizar productos congelados, calientes, mojados o goteando por aquellas maquinitas infernales de luz infrarroja. Marcando códigos, bling bling bling, todo el santo día.

Seguirá mintiendo, se pregunta, mientras duda si hacer la cola que corresponde a su caja. Todavía no ha logrado moverse, todavía no sale de su estupor, todavía no puede creer lo que está viendo. Se encamará con el encargado del súper, como hizo con él; lo piensa y le vuelven a salir las perlas de sudor en la frente. Trata de alejar el pensamiento, o, más bien, las imágenes que le vienen, pero le resulta imposible, no las puede frenar, aun siete años después. Revive la vergüenza, el desconcierto, la sensación de traición. Todavía no lo supera. Le dan palpitaciones. Incluso ahora, parado en el medio del supermercado, frente a las cajas, obstruyéndole el paso a medio mundo. La canasta apenas se sostiene en sus manos, se le resbala de lo húmedas que están, y ella que ni lo registra, ni siquiera levanta la mirada, ni un gesto de reconocimiento; no sabe quién es, la muy sinvergüenza, la muy perra.

Le tiemblan las manos y tiene que depositar la canasta en el piso; no quiere que se le caigan la leche y los huevos, sobre todo los huevos, lo último que le falta es que se le desparramen todos acá, un charco de moco amarillo enfrente de ella, otra vez el papelón, la vergüenza, el quemo, pero esta vez será su culpa, no la de ella. Esta vez se lo va a merecer. O no, pensándolo bien será culpa de ella de nuevo. Claro que sí. Porque ella es la que lo hace temblar, su mera presencia, su fortuita reaparición, pese a que, en el fondo —y no tan en el fondo—, era lo que él quería, lo que más deseaba en el mundo: encontrársela así, desprotegida, anónima, como una cualquiera, una perdedora. Lo había soñado muchas, muchas veces. Y ahora acá estaba. Se le había dado el sueño.

No estaba al tanto de su liberación, a pesar de que llamaba una vez por mes al penal para cerciorarse de que seguía ahí. Jamás se le había pasado. Lo tenía anotado en el almanaque de la cocina, pero aun si no lo tuviera anotado se acordaría igual. Sabía que era todos los 14. Le faltaba una semana para llamar. Más bien, seis días.

Cómo habrá hecho para conseguir laburo tan rápido, con la malaria que hay, se pregunta ahora. Seduciendo al guardia de la prisión, seguramente, o al que sea que le dio el contacto en esta cadena. Solo así logra cosas esta mina. Quizá conoció al tipo en el primer colectivo que se tomó al salir de la cárcel en Ezeiza. O fue alguno de los primos, esos que hacen de amantes, parientes, socios, todo a la vez.

Cuenta los billetes de la misma forma que lo hacía en el banco, lamiendo cada billete con los dedos, como un perro que desliza su lengua larga y mojada por cada rincón de papel que encuentra en busca de un resto de comida, aunque sea ínfimo. Una lengua acalorada y sedienta lamiendo de a sorbos rápidos un cucurucho para evitar que se derrita.

Debería prevenir al encargado, se dice, así no le pasa lo mismo que a mí.

Ha decidido pararse en la fila de ella, pese a que es la más concurrida. Para colmo, la señora de adelante, muy mayor, está pagando con monedas. La muy desgraciada la «ayuda» a contar, seguro embolsándose la mitad. Tiene que avisar a alguien. No puede ser que siga engañando a troche y moche. Pero cómo, a quién. Qué va a decir. No sabe ni por dónde empezar. No tiene fuerzas para moverse. Está apoltronado en la cola. Sus piernas pesan toneladas. No quiere agacharse a recoger la canasta. Se siente un ombú que echó raíces. La viejita se fue; solo quedan dos más en la cola y después él. La fila se mueve bastante rápido.

Lo peor no fue toda la plata que robó, los fondos que ella transfería, día a día, con soberana paciencia, desde las cajas de ahorro del banco a la suya personal. Restos del día: cuarenta centavos de acá, sesenta de allá y así, ¡como para que alguien lo notara! Quién va a detectar que le faltan veinte centavos de la cuenta. Nadie. Pero lo peor no fue eso, no, no fue la fortuna que se curró. Lo peor fue cómo lo mandó al frente a él. Lo agarró desprevenido y, sin que sospechara nada, adelantándose a los hechos, empezó a correr el rumor, empezó a alertar por lo bajo sobre lo que pasaba, murmullos apenas, primero a una persona, luego a otra, todo con mucha discreción, nadie tiene que enterarse, viste, al fin y al cabo, es el gerente y le debemos lealtad y respeto; les decía que él se estaba llevando el cambio chico, que él era el que se lo estaba transfiriendo a su cuenta por cuentagotas. Decía que se lo había confesado en la cama, que solo se habían acostado una vez porque su jefe resultó ser un pésimo amante, quién lo hubiera dicho, no, que la tenía de adorno.

Así fue cómo le llegó, con esas palabras. Los dos rumores corrían juntos, en paralelo, hace ya siete años de esto. Él empezó a notar que al pasar por los escritorios de algunos empleados le daban vuelta la cara, se hacían los distraídos o se ruborizaban, se miraban entre sí, cada tanto largaban una risita que no podían reprimir.

Él se tocaba el pelo, se palpaba los bolsillos, le habrán pegado un cartel en la espalda para hacerse los graciosos, se decía, o un chicle en la oreja; tendrá la cara manchada con café o pegote de mermelada del desayuno. Nunca encontró nada, pero las risas seguían. Y ella entretanto difamándolo mientras desguazaba el banco de a monedas, monedas como las de la viejita de recién, y todo bajo su tutela, bajo su responsabilidad. La muy piola, la muy turra, y él haciendo de boludo de turno.

No hace falta decir cómo terminó todo, cómo él terminó perdiendo todo por culpa de estos cuchicheos, por esta «canchereada» de mocosa a quien ahora tiene la dicha o la condena de tener enfrente, a tan solo metros, mientras marca los códigos del dulce de leche y de las berenjenas como si nada, sin siquiera verlo.

Por edad podría ser su hija, o casi. No sabía ni de dónde venía, cuál era su historia; ella le había dicho una vez que vivía allá por la zona oeste, con su mamá y dos hermanos más chiquitos, pero luego, cuando la agarraron, estaba en Congreso, con cinco delincuentes más, sus famosos primos, de los que hablaba siempre contradiciendo su rol y parentesco.

Perdió todo por ella: su matrimonio, la custodia de sus tres hijos, su puesto de trabajo. ¿Hay algo más que se pueda perder? De haberlo, por seguro, lo perdió también. Si logró conseguir otro trabajo fue solo gracias a que su reputación había sido intachable hasta entonces, y porque le ganó el juicio al banco, con lo cual le limpiaron el prontuario. Jamás pudieron probar las supuestas transferencias. A ella tampoco. Ella terminó cayendo en cana por otra cosa, porque mientras desvalijaba a una jubilada en una entradera, a la vieja le dio un síncope y se murió del susto en pleno asalto, con lo cual terminó acusada de homicidio junto con los cinco engendros que tenía de cómplices, casi tan tatuados como ella.

Debió haber sospechado algo cuando ella se le empezó a acercar, cuando empezó a topársela en los pasillos más seguido, siempre de casualidad, y ella siempre tan simpática, siempre tan disponible y generosa de su tiempo, siempre tan ingenua, tan obediente y chiquilina, con esos ojitos profundos que decían yo-no-fui que no dejaban de conmoverlo y asediarlo en sueños, sin entender bien por qué, y luego, cuando fueron tomando más confianza y un diálogo más fluido, lo inquietaban sus historias desahuciadas de miseria, sus ojos redondos, dos cacerolas relucientes, confesándose pero sobre todo escuchándolo a él, absorta, fascinada. Jamás le había tocado ser mentor; que alguien lo eligiera a él por encima de todos lo llenaba de honra. Le gustó el rol y lo acaparó con ansias y celo.

De más está decir que el «mentorazgo» avanzó veloz al paso siguiente. Ella dictó la dirección y el ritmo, a cargo del timonel. Las señales que le enviaba fueron imperceptibles al principio, y él tardó en captarlas. Un día le ponderaba una corbata, luego otro el corte de pelo; fue la única en darse cuenta de que había bajado cinco kilos haciendo una dieta basada en frutos del bosque que le recomendó un amigo (ni siquiera su mujer lo notó). Le mangueaba cigarrillos, y después de pedirle fuego le ofrecía compartirlos. Pequeños gestos. Cuando se quiso dar cuenta estaba a sus pies. Le dio más responsabilidades en el banco, le dejaba hacer los cierres, le aumentó el sueldo más de una vez, hizo que le aprobaran el financiamiento de sus estudios –estudiaba Recursos Humanos, según ella—; luego vinieron los regalitos, que va y que viene, las cenas, cada vez a lugares mejores, más exclusivos e íntimos, hasta que un mediodía terminaron en un telo en Paseo Colón, dando inicio a una costumbre asidua y regular que se prolongó por varios meses (no fue una vez, como hizo creer ella después, fueron muchas, y hasta donde él pudo ver la pasaban muy bien). Ella le hacía reír. Le hacía mimos y caricias en lugares que su mujer se había hartado de incursionar hacía rato; se sentía en la cima con ella, un pendejo ganador, un winner total.

Y entonces, de golpe, sin ningún preaviso o señal, en la plenitud de su vida y de su relación con ella, le cayeron dos bombas nucleares encima. El primer estallido ocurrió durante una reunión de gerentes, una de esas reuniones rutinarias y aburridas a las que él iba como por inercia. Ella ni siquiera estaba, es más, tenía intención de proponer en ese encuentro que la ascendieran a subgerente de recursos humanos, aprovechando que se había liberado la vacante hacía poco y sabiendo que ella deseaba como nada el puesto, eso era lo que tenía en mente cuando cayó a esa oficina fría e impersonal que nunca había registrado o dedicado una mirada la tarde que le vinieron con la acusación, la sorpresa de su vida.

El segundo bombazo, lo de que se habían acostado solo una vez porque la tenía de adorno, lo recibió minutos más tarde, al oír el comentario de pasada volviendo hecho un zombi a su escritorio después de la detonación en la sala de reuniones. Lo comentaban varios entre risas, sus supuestos colegas y amigos. Le costó creerlo al principio. A lo mejor había oído mal. No podía ser. Pero no, el chisme se propagó como una llama incendiaria, un teléfono descompuesto irrefrenable. Se volvió viral, como se dice ahora, como esos videos bizarros que ponen en Facebook y en YouTube. Para cuando logró empacar sus cosas y salir con las cajas lo había oído de boca de casi todos, en voces familiares y extrañas, masculinas y femeninas, agudas y graves, suaves y agrestes, risueñas y odiosas; un susurro generalizado que repetía: «La tiene de adorno, ja, ja, sí, eso dijo, que la tiene de adorno, ja, ja…», como esas canciones pegajosas que pasan todo el día en la radio y que se oyen de fondo en oficinas, supermercados y aeropuertos que consisten en dos o tres frases que se repiten y que se nos graban en el subconsciente y luego reproducimos sin querer a fuerza de pura insistencia, como si alguien nos estuviera lavando el cerebro, intentando convencernos de algo para que se vuelva verdad. «La tiene de adorno, ja, ja, sí, eso dijo, que la tiene de adorno, ja, ja…». Ni siquiera se dieron cuenta de que él estaba ahí, como ella ahora, a una sola persona ya, en la cola del supermercado. El chico del jogging pasó muy rápido, llevaba solo un par de cosas, podría haber ido a la caja exprés el boludo, no se debe de haber dado cuenta. O quizás es uno de sus seguidores y quiere que solo ella lo atienda. Como él, pensó, pero enseguida ahuyentó el pensamiento con la mano, como si le hubiera pasado una mosca por la cara. No, él estaba acá por otra cosa, para saldar cuentas. Era su oportunidad. El momento que venía anticipando desde hacía años (siete): poder tenerla enfrente una vez más.

Qué decirle. Su discurso variaba a diario, cada hora le daba una nueva vuelta de tuerca: pasó de querer acuchillarla y romperle la cara a señalarla y gritarle perra en plena calle, acusándola de cobrar demasiado por sus pésimos servicios; pensó en seducirla de nuevo y violarla con un puñal —así le demostraba de una vez por todas que no la tenía de adorno, muy al contrario, la tenía filosa y penetrante, y que, con él, no se jodía—, y en momentos menos melodramáticos consideró simplemente enfrentarla y exigirle una explicación y una disculpa sincera.

La opción que más le divertía, y con la que más soñaba, era la del puñal, pero sabía que sería la más difícil de poner en práctica. Por otra parte, había veces que se resignaba y decidía no luchar más: mejor dar vuelta la hoja y mirar hacia adelante, basta de rencores. Esos eran los momentos en que se decidía por la opción conciliatoria del diálogo y el perdón; sucedían por lo general al cabo de una apacible tarde con sus hijos, por ejemplo, o cuando lograba alguna venta significativa para Herbalife, la compañía para la que había comenzado a trabajar como vendedor, recomendado por un viejo conocido. No duraban mucho estos momentos, y cuando se daban no es que dejara de pensar en ella —eso no lo había logrado jamás—. Tampoco sabe si lo había intentado alguna vez, o si lo quería de verdad; después de todo, era reconfortante tener algo asegurado en qué pensar, como un pasatiempo, un hobby, imaginarla a ella en sus distintas formas y manifestaciones, y a él ejecutando su venganza macabra, una novela que podía encender o apagar cuando estaba aburrido y en busca de algún tipo de distracción, o de compañía, porque, al fin y al cabo, era la única forma de seguir teniéndola a su lado. En estos siete años transcurridos desde el escándalo ella se había convertido en su compañera fiel de ruta, la única, la más importante, y quizás eso era lo que él más quería, lo que había querido siempre, desde que se enterneció con sus uñas cortadas al ras y sus ojos de yo-no-fui.

Aquellos días en que proyectaba escenas de reconciliación y arrepentimiento terminaban siempre igual, con ella rogándole que le diera otra oportunidad, y él sí se la daba, y así tenía pie para imaginar las escenas subsiguientes y agregar capítulos a su historia conjunta.

Solo que todo esto él no lo sabía. Es decir, no era consciente del vaivén de sus humores, era incapaz de analizarlos. Su mente se atenía a soñar, a imaginar estos encuentros y avanzar de acuerdo con sus diversas ramificaciones posibles (e imposibles también, sobre todo aquellas), eso es todo. Solo pensaba en volver a verla, tener esa oportunidad. Una sola vez, no pedía más, según él no le hacía falta más porque lo que él creía que quería era, dependiendo del momento: golpearla, violarla, apuñalarla, besarla, zarandearla o pedirle una disculpa. Y para cualquiera de ellos solo hacía falta verse una vez. Eso es lo que él creía.

En este momento, viéndola tan apaciguada y contenida en su rol de cajera inocente, quiere hacerle todo a la vez. No puede decidir cómo iniciar el intercambio, y es el próximo en la fila. La señora con el bebé está pagando. Va a hacerlo rápido porque el bebé llora y ya no sabe cómo sostenerlo en brazos. Como sea, firmará el comprobante de su tarjeta y se irá, atacada de los nervios; su pedido quedará para envío a domicilio. Y enseguida le tocará a él.

Una vez, arrinconándola a escondidas detrás de la puerta de su oficina, le había preguntado qué había visto en él. Ella contestó que siempre había tenido la impresión de que detrás de tanta abulia y convencionalismo debía esconderse un gran amante. Y que había decidido comprobarlo. A la semana fue la reunión de gerentes donde le explotó la bomba molotov en la cara.

Se muerde la mandíbula con fuerza. Le toca a él. Ella ni lo mira. Comienza a colocar sus productos en la cinta. Yogurt descremado, ¡bling!, café instantáneo, ¡bling!, Granix sin sal, ¡bling! Está paralizado, no puede moverse ni decir nada. A duras penas logra remover los productos de su canasta, como un autómata.

Efectivo o tarjeta, le dice, mientras descansa uno de sus dedos en un botón de la caja. Al hablarle lo mira sin mirarlo, resignada, el labio fruncido y cansado. Las uñas cortadas al ras.

Él se le queda mirando, expectante, anticipando una reacción.

¿Y?, le dice ella. Y qué, le sale decir a él, después de siete años, la voz retumbando y hueca llegada desde alguna caverna subterránea que hasta entonces permanecía tapada. ¿No oyó lo que le dije, acaso?: efectivo o tarjeta. Efectivo, responde él, y recién ahí se pone a buscar su billetera en el bolsillo del pantalón.

Ella mira hacia adelante. Calcula el tiempo de bling bling que le queda. No demasiado, espera. Se mira las uñas. El boludo este por qué tarda, debe pensar.

Y él tarda porque le tiemblan las manos, y porque no puede calcular el cambio, los números flotan dobles con el rostro de Sarmiento de fondo y de golpe no puede contar.

Son 258 pesos, le dice ella, en un tono monocorde. Debe de querer acelerar el trámite. Sigue sin mirarlo.

No me reconocés, se anima él, no sabe de dónde le vienen las fuerzas, quizás fue ella misma, al rozarlo con los dedos y las uñas cortadas para aceptar los billetes de 100 pesos que él le ofrece. Suda de pies a cabeza, íntegro. Siete años.

Qué, le dice ella. Apenas alza la cabeza para dirigirle una nueva mirada, muy rápida, mientras acomoda los billetes en la caja.

No sabés quién soy. Se empiezan a oír suspiros de gente detrás de él en la cola, sutiles avances de carrito, toses y carraspeos.

Soy Gustavo.

Gustavo.

Sí, te acordás, del banco.

Ahora sí lo mira. Él logra distinguir además un leve ensanchamiento de los ojos, como de susto. Ah, cómo andás, le contesta, mientras vuelve su mirada de nuevo a la caja para juntar el cambio. Ahora parece más apurada, por un momento no puede decidir qué billete agarrar, duda y se atolondra, pero solo él se da cuenta.

Bien. Estoy bien. ¿Y vos?

Bien. Tomá el vuelto. Son 42 pesos. Cuenta los billetes a medida que los deposita sobre su mano. Trata de no tocarlo, por eso los billetes flotan un poco en el aire antes de caer en la palma de la mano de él.

Qué bueno verte.

Sí. ¿Tenés bolsa?

Qué coincidencia, ¿no? Después de tanto tiempo, siete años y tres meses.

Hum. Ella corre las cosas de la cinta para que empiece a descargar el próximo cliente. Le entrega el recibo mirando hacia otro lado.

Gracias.

De nada.

Nos vemos.

Sí, chau.

Chau.

Lo había reconocido. No había hecho falta violarla con un cuchillo, gritarle perra en la cara, o pedirle explicaciones. Lo había reconocido, después de siete años. Eso solo podía querer decir que él todavía le importaba, que sentía remordimiento por lo que le había hecho —¿acaso no le evitaba la mirada, como aquellos que sienten culpa?—, y que estaba dispuesta a darse una nueva oportunidad y volver a empezar. Solo eso podía significar este encuentro, el sueño cumplido. Si no para qué, para qué le va a hacer esto el destino.

Sale con sus tres bolsas a enfrentar un tremendo sol de mediodía de domingo. Siente que el calor se le mete entre las venas y lo penetra, desbordándolo de energía. Como cuando ella lo tocó recién, al tomarle los billetes.

Ya no está solo. Tiene adonde ir. No lo puede creer. Debe de estar soñando. Por fin. Siete años. Ahora puede dejar de soñarla, porque tiene donde buscarla. Puede volverla realidad de nuevo, pero esta vez habiendo enmendado los errores del pasado, soñando juntos el futuro. Juntos, qué bien suena, se dice, mientras flota por la vereda sin sentir el peso de los huevos y la leche.

Estaba más linda que nunca; no parecía haber pasado tanto tiempo en una celda, y el nuevo corte le sentaba muy bien, más corto y con esas capas de rubio y moreno mezcladas, muy moderna, y los labios un toque más rojos que antes, los ojos más demarcados, los brazos y cachetes un poco más rellenitos. Estaba divina.

Lo había reconocido después de siete años. Por poco tenía ganas de silbarlo, de gritarlo a viva voz ahí mismo, en plena avenida Rivadavia. Lo había reconocido, y eso solo podía significar una cosa: que ella también lo había soñado a él esos siete años, no había otra explicación, ella lo había soñado también y por lo tanto era mentira que la tenía de adorno. Más bien la tenía bien puesta. De otra forma, ¿cómo habría hecho para reconocerlo, con la calvicie acrecentada de siete años, los kilos agregados en la panza, las líneas nuevas en la cara, la piel opaca, los anteojos? Solo alguien que hubiera pensado en él con la misma intensidad que él en ella podría reconocerlo después de tantos años. Al fin y al cabo, ya no era un pibe, los años no pasan en vano. Pero ella lo había visto como hace siete años, como lo había venido soñando todo este tiempo, y con eso le bastaba.

Mañana piensa volver al súper, y traspasado también. Poco a poco la recobraría. Lo sabía, ahora más que nunca, ahora que sabía que ella no lo había olvidado. Finalmente lo sabe. Lo sabe con certeza. Con la certeza de un sueño.

Clara, las bestias, sueños y elefantes

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