Читать книгу El abrazo del viento - Mariano Marucco - Страница 6
Dos
ОглавлениеEn esas estaba cuando llegó al basural. Andaba pateando unas botellas cuando vio un animal que parecía muerto. Se acercó despacio hasta distinguir que era un caballo. Tenía dos alas, una aplastada por su cuerpo y de la otra chorreaba un poco de sangre. Juanito se refregó los ojos, y se acordó del Tacuara, cuando cada vez que iban al basural y veían los caballos flacos hurgando la basura, le decía:
—Mirá si un día encontramos un caballo con alas…
El perro olfateó. Un círculo luminoso se extendía por el suelo hasta perderse a los metros. El chico se acercó en silencio. Empezó a acariciarlo. El caballo abrió los ojos, miraba extraviado como si volviera de un sueño. El perro empezó a ladrar.
El animal, a duras penas, se puso de pie.
—¿De dónde vino? —pensaba Juanito.
Mientras tanto, lo acariciaba.
—¿Qué dirá el Julio?
«No hay lugar para dos… Ya el Babieca se nos muere de hambre». Eso diría su padre. Y era cierto.
—Y bueno, mejor así… —pensó Juanito, y se volvió para su casa.
El caballo lo siguió.
Caminaba deshilachado.
Juanito le gritó.
—¡Andate!
Pero el caballo era porfiado, así que el chico no tuvo más remedio que llevarlo para su casa. Cuando lo vieron llegar, todos en el barrio se refregaron los ojos.
Los chicos, que estaban jugando a la pelota, se acercaron.
Los viejos, que estaban tomando mate, fueron en busca de los lentes.
—¡Un caballo con alas! —dijeron.
Julio miró a Antonia.
Antonia miró el piso.
Juanito acariciaba al Malambo, como le llamó.
Esa noche, durmió feliz. Soñó que cabalgaba en el viento.
A la mañana siguiente, ruidos de serrucho lo despertaron.
Juanito se refregó los ojos.
—Los caballos con alas no existen… —aclaró Julio, con las manos llenas de sangre. Andaba necesitando otro, el Babieca está débil, puro hueso…
Luego agarró las alas, hizo un pozo en el patio y las enterró. Los terrones de tierra seca, sobre las plumas blancas, borrosas por las lágrimas, serían una imagen difícil de borrar.
A Juanito le creció una piedra en la garganta.
Llevaba al Malambo al río, a que pastara los pocos pastos que había.
Lavaba sus costados.
El caballo tiraba del carro.
Soportó los fríos.
Las hambres.
Sus ojos bondadosos parecían entender. Un domingo, el chico montó el caballo y lo chistó sin avisar. La madre, que estaba en la cocina, lo siguió con la mirada y supo algo en su corazón, pero no le gritó que volviera.
«Hinqué las paletas del Malambo, y trotamos al galope. Cuando llegamos al basural, al mismo lugar donde lo había encontrado, me bajé, le di el último abrazo y lo despedí para siempre…»
—¡Andate! —le dijo al oído.
El caballo estuvo un rato sin saber qué hacer, miraba el horizonte como si entendiera, pero prefería soportar el látigo de la semana a despedirse de su amigo.
¡Andate! —le volvió a decir.
Y esta vez, el caballo pareció aceptar. Al punto que dio un relincho que barrió con el ritual de las despedidas y comenzó un galope desenfrenado. Juanito lo vio perderse en el horizonte de tierra. El animal corría como si se quisiera desprender la furia de encima.
—¿Qué va decir el Julio? —pensaba el chico mientras volvía.
Algo no muy bueno.
A él no le importaba.
Soportaría lo que fuera.
Era necesario perderlo. Sabía que algún día el Malambo volvería por él.