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Capítulo 1

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MARGO McCloud atravesó las puertas de la iglesia de St. Michael, en Bedford, como un viento abrasador azotando el desierto en agosto. «Maldito tráfico», musitó, tragándose las expresiones más vehementes que se le ocurrieron por deferencia al lugar en el que se encontraba. Odiaba llegar tarde, aunque no fuera por su culpa. Un gran atasco en la autopista había convertido un trayecto de sesenta kilómetros desde el aeropuerto de Los Ángeles en un infierno de tres horas. Y para colmo, aún sufría por el cambio de horario después de haber salido de Atenas, Grecia.

Decididamente no era su mejor día, en especial tras chocar con el hombre de un metro noventa de altura que había elegido ese preciso momento para plantarse del otro lado de la puerta. El impacto la habría enviado al suelo, pero dos brazos muy grandes y hábiles la sujetaron.

Mientras Margo recuperaba el aire perdido, el desconocido enarcó unas cejas de un castaño oscuro con asombro divertido y sonrió.

–¿Margo?

A ella no le sorprendió que supiera su nombre, a pesar de que no tenía ni idea de quién era. Conocía a muchas personas, y lo lógico era que de vez en cuando olvidara a algunas.

Pero al erguirse y abandonar lentamente el apoyo protector de sus brazos, pensó que era poco probable que a él lo hubiera olvidado con mucha facilidad. El hombre era magnífico, al estilo de un guerrero cazador, si es que éstos llevaban esmoquin.

–Sí, soy Margo –su voz reflejó cierta preocupación–. ¿Me la he perdido?

Bruce Reed quedó impactado por la energía que irradiaba. Debía ser algo de familia. Por lo menos la belleza lo era. No le costó ver el parecido con su hija. Estaba ahí, en los ojos y en la boca. Y, desde luego, en el pelo. Ambas tenían un cabello del color del trigo bajo los rayos del sol. Melanie lo llevaba largo, mientras que su madre lo lucía recogido, mostrando un cuello muy delicado que contrastaba con su barbilla fuerte.

«Señal de una luchadora», pensó Bruce.

–No, no te la has perdido –la tranquilizó. Con un gesto de la cabeza le indicó las puertas dobles de madera que conducían al interior de la iglesia. La última vez que miró, estaba atestada de invitados, incluyendo a su nervioso hijo, que esperaban la llegada de Margo–. Melanie insistió en que la boda se retrasara. Se niega a casarse si tú no estás. Yo soy el vigía –con la vista recorrió su figura esbelta y atlética. También en eso las dos se parecían. Huesos pequeños, bien proporcionados–. Por aquí, por favor –le asió el brazo y le quitó la maleta–. Melanie es toda una chica, hmmm, mujer –corrigió.

–Es ambas cosas –dijo Margo con una leve risa–. Casi todas nosotras lo somos.

Como no la conocía, a Bruce le pareció más seguro no hacer comentarios. La condujo al cuarto adyacente donde aguardaba Melanie. Llamó una vez y abrió.

La diminuta estancia requería la presencia de dos personas para estar abarrotada, y ya las tenía. Tres casi llegaban al límite legal. Para evitar verse mareado por una combinación de satén, encajes y la presión de tres cuerpos femeninos, Bruce Reed eligió quedarse en el umbral. Le sonrió a la mujer joven que conocía desde hacía poco tiempo y a la que había llegado a querer como a la hija con la que jamás fue bendecido.

–Melanie, creo que tengo algo que es tuyo.

–¡Mamá! –giró al verla por el espejo–. Sabía que lo conseguirías.

Aunque no fue fácil, logró abrazar a su madre. Melanie no era propensa a las preocupaciones, pero a medida que pasaban las horas había empezado a temer que su madre no llegara a tiempo para la boda.

Margo contuvo lo que parecía una lágrima. No había llorado en años. Ese era un momento ridículo para empezar. Se suponía que era una ocasión especial. Se permitió unos momentos para asimilar el abrazo.

–Claro que lo conseguí. No todos los días se casa mi hija –la soltó y dio un paso atrás para mirarla bien. ¿Cuándo se había convertido en una bella y joven mujer la niña que la había observado con ojos de adoración?– Habría llegado mucho antes si a alguien se le hubiera ocurrido dejar de hacer casas en el Condado de Orange o construido suficientes carreteras. Deja que te mire bien.

Al fin había llegado su madre. «Todo va a salir bien», pensó Melanie. Complacida, intentó extender la falda del vestido de novia para que su madre lo contemplara. No fue fácil. Joyce Freeman, su dama de honor, encogió al máximo su metro setenta contra la pared para darle más espacio a su amiga.

–Es un vestido hermoso, ¿no crees? –en cuanto lo vio, Melanie supo que era el que debía llevar para jurarle amor eterno a Lance. Que le quedara como de ensueño era sólo algo adicional.

–El vestido es bonito, tú eres hermosa –corrigió la voz profunda detrás de Margo.

«Casi me había olvidado de él», pensó Margo, mirando por encima del hombro a su escolta.

–Creo que este hombre me va a gustar –frunció el ceño al darse cuenta de que no le había preguntado cómo se llamaba–. ¿Quién eres?

Él extendió la mano y tomó la de Margo. Durante una fracción de segundo ella experimentó una abrumadora sensación de bienestar. «Debe ser por la ocasión», concluyó.

–Soy Bruce Reed –dijo. Al no ver señal de reconocimiento en la cara perfecta que tenía delante, añadió–: El padre del novio.

–Oh –no le extrañó. Los mejores siempre estaban comprometidos. No obstante, le sonrió–. Encantada de conocerte.

–Lamento interrumpir –dijo Melanie cuando Joyce le indicó el reloj–, pero me espera una boda –miró la maleta–. Mamá, ¿piensas cambiarte o llevarás esa maleta contigo a tu asiento?

–Siempre tuviste una boca preciosa, ¿no es verdad? –Margo rió y besó la mejilla de su hija.

–Hace juego con todo lo demás –repuso Melanie.

–Yo creo que esto es demasiado pequeño para cambiarse –comentó Bruce–. ¿Tal vez preferirías usar el cuarto de baño?

–No te preocupes por mí –descartó con un gesto de la mano, y a punto estuvo de golpear a Joyce–. Me arreglo en cualquier parte –el espacio limitado no presentaba ningún desafío. Hubo una época, breve, por suerte, justo después de nacer Melanie, en que había compartido un diminuto camerino en Las Vegas con otras treinta mujeres. Había aprendido a cambiarse deprisa con un mínimo de movimiento. Con una sonrisa, cerró la puerta en su cara y se volvió–. Si el novio se parece a su padre –comentó, quitándose la chaqueta y la blusa–, has encontrado un hombre endiabladamente atractivo, cariño. Mi enhorabuena por el buen gusto.

–Se parecen –a Melanie le resultó imposible pensar en Lance sin sentir una oleada de felicidad.

–¿Cuántos años tiene? –con gesto fluido Margo se quitó la falda y se enfundó un vestido de color azul brillante, elegido para resaltar tanto sus ojos como la figura de la que estaba orgullosa.

–Lance tiene treinta –se miró por última vez en el espejo y se ajustó la cadena de oro trenzado que le había regalado él.

–Él no, su padre –se puso los zapatos que había guardado en el fondo de la pequeña maleta. Se volvió hacia Joyce–. Joy, ¿quieres hacer los honores?

Desde su reducido espacio detrás del espejo, Joyce alargó una mano y logró subir la cremallera del vestido de Margo. Todo el incidente la hizo sonreír. Había crecido en la casa de al lado de Melanie, su madre y la tía Elaine. No hubo ni un solo día durante ese tiempo en que no hubiera envidiado a su mejor amiga. Margo McCloud, bohemia y nada ortodoxa, había parecido tan vital y dinámica, llena de sorpresas, que en comparación hacía que sus propios padres resultaran corrientes y aburridos.

El cariño que sentía por ella jamás desapareció, ni siquiera al convertirse en una mujer.

–¿Bruce? –preguntó Melanie sorprendida. Se quedó pensativa–. No lo sé.

–Parece más un hermano mayor que el padre de un hombre de treinta años –Margo dio un paso atrás para cerciorarse en el espejo de que todo estaba en su sitio, satisfecha con su aspecto.

¿Acaso era un destello de interés el que Melanie veía en los ojos de su madre? «Probablemente», decidió. No había un solo hombre vivo que a Margo McCloud, por un motivo u otro, no le gustara. El sentimiento siempre era recíproco. Ella dejaba bien claro que disfrutaba con la compañía de los hombres, disfrutaba llegando a conocerlos. Ninguno salía de una relación con Margo sin convertirse en un amigo de por vida. Se preguntó si su madre se mostraba sólo curiosa o si había algo más.

–Su padre se casó muy joven. La madre de Lance y él estaban muy enamorados. La naturaleza siguió su curso y el inminente nacimiento de Lance aceleró sus planes de matrimonio.

Margo pensó que eso le resultaba familiar. Pero en su caso el resultado no había sido la boda. El padre de Melanie había realizado su primer y último truco de magia para desaparecer de su vida en cuanto se enteró de que estaba embarazada. «Él se lo perdió», reflexionó mirando a su hija.

–Muy romántico. Y una pena –salió del cuarto–. Ya estoy lista.

Melanie tomó del brazo a su madre y empezaron a caminar hacia la entrada. Vio que Joyce le hacía una seña a alguien; la música comenzó a sonar.

–¿Qué quieres decir con que es una pena?

–Que Bruce esté casado –se encogió de hombros.

–Pero no lo está –Melanie se detuvo ante las puertas dobles–. Es viudo. Su mujer murió en un accidente de avión hace unos años.

–Hmm –eso proyectaba una luz distinta. Atractivo y libre.

–Conozco esa mirada –Melanie no supo si mostrarse complacida o preocupada. No estaría de más una oportuna advertencia–. Creo que papá es un poco conservador para ti.

–¿Papá? –la palabra hizo que Margo se parara en seco para mirar a su hija.

Fue el turno de Melanie de encogerse de hombros. Al principio se había sentido un poco incómoda, aunque en secreto le había gustado.

–Bruce quiere que lo llame así. Pruebo cómo suena –no fue capaz de contener la sonrisa–. He de reconocer que es agradable tener a alguien a quien llamar papá –nunca antes había dispuesto de la oportunidad de hacerlo.

–Lo sé, nena –Margo sintió una punzada de dolor en el corazón. No había sido fácil para su hija crecer sin un padre a quien recurrir. Había sido su culpa, a pesar de que nadie quedó más sorprendido que ella cuando Jack la abandonó. Debió haber imaginado que alguien como él nunca habría querido estar atado a una esposa y mucho menos a una familia. Se había esforzado al máximo por compensar esa ausencia, aunque tal vez no había tenido tanto éxito como había creído.

–Eh –reprendió Melanie. Desde pequeña había podido leer los estados de ánimo de su madre como nadie–. No pongas esa cara. Sólo he dicho que es agradable después de tantos años tener un padre, aunque deba compartirlo –abrazó a su madre–. Pero a ti nunca he tenido que compartirte durante mucho tiempo, y has sido la mejor parte de mi vida.

–Y tú la mejor de la mía, nena –con cuidado, porque de repente sintió la necesidad de hacer algo con las manos, le ajustó el velo–. La mejor parte de mí –la música subió de tono.

–Creo que los nativos empiezan a inquietarse –dijo Joyce, que se asomó para ver qué las retenía.

–Un segundo –sin mirar en la dirección de Joyce, Margo alzó un dedo–. Podría haber dispuesto de más tiempo si el taxista hubiera conducido como en las películas –asió la mano de Melanie. Un calidoscopio de recuerdos pasó por su mente formando una mezcla de colores y acontecimientos, sonidos y olores. Quería a Melanie más que a nada o nadie en el mundo. La felicidad de su hija era de importancia suprema para ella–. ¿Lo amas, cariño?

–Tanto que me duele.

–¿Y él te ama? –la miró fijamente. Antes de que su hija pudiera contestar, Margo se amonestó por dejar que su carrera se interpusiera en lo que era más importante para ella–. Oh, me habría encantado haber venido antes, conocerlo…

–No hay nada que conocer, madre –Melanie sacudió la cabeza. Sabía que su madre no podía tomarse una semana de vacaciones. Durante el último año había estado en Grecia, casi sin poder regresar a California–. Es estupendo. Y, sí, me ama.

–Entonces eso es todo lo que importa –besó la mejilla de Melanie–. Porque si te da un solo momento malo, tendré que matarlo, ¿sabes?

–Eso lo mantendrá a raya –la Marcha Nupcial ya había comenzado. Melanie respiró hondo, tratando de calmar los nervios–. Bueno, tocan nuestra canción.

–No, únicamente la tuya, nena. Jamás tocarán esa canción para mí.

Margo se había resignado a ello hacía mucho tiempo. El matrimonio no tenía lugar en su mundo. Era mejor pasar por la vida esperando poco, disfrutando de lo que tenías por el tiempo que durara. Y cuando alguna relación era demasiado larga, era ella quien con tacto le ponía fin. Antes de que otro lo hiciera en su lugar.

Alguien abrió las puertas y la música las envolvió. Margo aferró con fuerza el brazo que tenía en torno al suyo y comenzó a andar despacio con su hija por el pasillo. Como en casi todo en su vida, esa era otra ruptura con la tradición. Se sentía infinitamente satisfecha de que Melanie le hubiera pedido que fuera ella quien diera su mano.

Si su hija alguna vez había pertenecido a alguien, había sido a ella. Pero a partir de ese momento pertenecería a otra persona. Y ésta a ella.

Margo sintió que el corazón se le henchía con cada paso que daba. Había educado a su hija de la mejor manera que pudo, amando cada momento de ese tiempo. Pero había sido demasiado breve, demasiado corto.

–¿Te encuentras bien, mamá? –susurró Melanie, inclinando la cabeza.

–Sí –asintió Margo–, muy bien –aunque no era verdad. Ni siquiera era ella misma; le irritaba su falta de control–. Me prometí que no lloraría, y aquí me tienes, tan tradicional que podría gritar.

Respiró hondo y trató de frenar la humedad en sus ojos. Tras unos segundos, tuvo éxito. Deseó con todo su corazón tener a alguien con quien compartir ese momento. Pero a pesar de todos los amigos que había hecho, todos los hombres por los que sentía afecto y que la querían, no había nadie para esa ocasión especial. Nunca había tenido a alguien que vigilara a la joven asustada que se había convertido en madre y que, de algún modo, logró no estropear la vida del pequeño milagro que le habían confiado.

La única persona que había estado presente, con quien habría podido compartir eso, se había ido. Margo pensaba en Elaine, la mujer que había acudido en su ayuda, que la había sacado del pequeño estudio y del callejón sin salida que era su trabajo como cantante en un coro en Las Vegas, para llevarla a su casa y a su corazón. Gracias a Elaine había podido florecer, ser quien era en la actualidad.

–A tu tía Elaine le habría encantado verte así.

Melanie sonrió con ternura. La tía Elaine llevaba muerta casi tres años. El vacío que había dejado jamás se podría llenar. Pero amar a Lance había ayudado mucho.

–Lo sé, mamá, lo sé.

–Ese es él, ¿eh? –preguntó Margo, que no quería ponerse sentimental en un momento como ese.

–Sí, es él –la sonrisa de Melanie le iluminó toda la cara.

–Muy atractivo –los ojos de Margo se desviaron hacia el lado del novio en la iglesia. Bruce estaba en la primera fila, junto al pasillo–. La primera edición es tan atractiva como la segunda –apretó el brazo de Melanie–. Hacéis una hermosa pareja y tendréis hijos igual de hermosos.

Habían llegado junto al novio. Con cierta renuencia que la pilló desprevenida, Margo entregó a su hija a un hombre de ojos amables y luego dio un paso atrás.

–Veo que no bailas.

Bruce captó el aroma de un perfume sexy que acompañaba a la voz y sintió una mano en el hombro. Por segunda vez aquel día lo sorprendió la misma mujer.

Alzó la vista para ver a Margo a su izquierda. El comentario se basaba en el hecho de que estaba sentado solo a una mesa para ocho. Todos los demás bailaban. Se encogió de hombros al sentir que la mano se separaba de él.

–No me gusta bailar.

Ella sabía que había hombres que odiaban bailar, pero algo en la voz de Bruce hizo que Margo no quedara del todo convencida por la excusa. Se colocó delante de él para verlo mejor.

–¿No te gusta o no sabes? –un rápido vistazo le reveló lo que quería saber. Le tomó la mano, y se sintió aturdida por el poder controlado que experimentó. Siempre le habían gustado los hombres fuertes–. Lo que me imaginaba. Ven, deja que te enseñe –lo instó a ponerse de pie–. Todo radica en las caderas –para demostrárselo, acomodó la mano de él en su cadera y se movió despacio.

–¿Qué? –preguntó él al rato, con un nudo en el estómago.

–El ritmo –con gentileza lo condujo hasta la pista–. Deja que se apodere de ti. No pienses que es un baile, piensa en moverte con el ritmo –le asió la mano y estuvo lista para darle la primera lección.

Cuando él bajó la vista vio que el vestido se ceñía a ella como una segunda piel. Exhibió una sonrisa invitadora mientras pegaba su cuerpo al suyo.

–Pareces el tipo de hombre que sabe moverse con el ritmo –antes de que él pudiera protestar, se encontró rodeado de otras parejas. No quería llamar la atención, pero odiaba quedar como un tonto. Ella leyó la incertidumbre en sus ojos y la sintió en su cuerpo. Tenía miedo de hacer el ridículo. Margo lo había perdido hacía muchos años–. No te preocupes, fingiremos que tú me llevas.

–¿Cómo puedo fingir que te llevo cuando no sé lo que hago? –la misma sonrisa que vio en el rostro de Melanie iluminó el de Margo.

–Es sencillo. Los presidentes lo hacen todo el tiempo –le guiñó un ojo.

–Voy a pisarte –advirtió en un último esfuerzo por salvarse.

–Mis pies saben cuidarse –no iba a dejarlo escapar con tanta facilidad–. Relájate, Bruce. Pásatelo bien.

–¿Relajarme? –repitió. Sabía que se lo estaba pasando bien–. No era consciente de que estuviera tenso.

–Oh, sí, tus hombros se encuentran tensos –pasó con ligereza la mano por uno para recalcarlo–. Y a juzgar por la distancia que hay de un extremo a otro, es mucha tensión.

–Me falta práctica en más de una cosa –tomó su mano, más para inmovilizarla que para adoptar una postura de baile. Vio la diversión en los ojos de ella y ladeó la cabeza, olvidando que era un pez fuera del agua–. ¿Estás coqueteando conmigo? –la alegría se extendió por unos pómulos que habrían hecho llorar de júbilo a un escultor.

–Si tienes que preguntarlo, es a mí a quien le falta práctica –se relajó; estar con ese hombre le proporcionaba una absoluta placidez. De momento se dejó llevar por esa sensación–. Pero sí, estoy coqueteando contigo.

–¿Por qué? –apenas se conocían.

–¿Por qué coquetea una mujer? –encogió sus esbeltos hombros. Se subestimaba con el baile, ya que lo hacía bastante bien.

–Dije que me faltaba práctica.

–Una mujer coquetea para que el hombre la halague. O porque se encuentra con un hombre atractivo y le gusta obtener su atención. Coquetea porque es agradable. O para ser amistosa porque es así –pasaron junto a Lance y Melanie. Margo sintió una leve sacudida en el corazón. Había animado a Melanie a ser independiente desde que empezó a andar, pero hasta ese momento no había visto lo bien que había aprendido la lección. Melanie ya era una adulta–. O quizá –continuó en voz baja, mientras observaba a la joven pareja bailar– porque su única hija acaba de casarse y se siente un poco cansada, perdida.

–¿Este es el momento en que se supone que debo elegir uno de los puntos que has expuesto? –preguntó Bruce cuando la pausa se convirtió en silencio.

–Sí, este sería el momento adecuado –Margo sonrió.

–¿El último? –le pareció que era una adivinanza sin riesgo.

–Te equivocas –se había abierto más de lo que le hubiera gustado; decidió retroceder con una risa que llenó el aire–. Para ser amistosa –adrede maniobró a Bruce hasta quedar de espaldas a su hija. Ponerse sentimental dos veces en un día era excesivo–. Me gusta la gente, Bruce. Me gusta gustarle. Con los hombres, eso significa un poco de coqueteo.

Desde el otro extremo de la pista, Melanie observó sus movimientos con una mezcla de diversión y preocupación. Bruce le caía muy bien. Un hombre como él estaba por completo desarmado cuando se trataba de una mujer como su madre. Desarmado y no preparado. Alzó los ojos hacia su marido.

–Mi madre baila con tu padre. ¿Crees que debería advertirle de cómo es ella?

En el pasado Lance habría odiado reconocer que su padre y él eran muy parecidos. O lo habían sido, hasta que Melanie entró en su vida. Su padre merecía la oportunidad de descubrir semejante tesoro. Sacudió la cabeza.

–Si es como tú, sería lo mejor que jamás le hubiera pasado.

El cumplido le llegó al corazón, pero no eliminó su preocupación. Ese era el problema. En el fondo, su madre no era como ella.

Melanie se mordió el labio mientras miraba a la pareja moverse en lentos círculos por la pista. «Ve despacio con él, mamá», pensó.

Nunca es tarde para amar

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