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Capítulo 2

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MARGO alzó la cabeza para mirar al hombre que lograba mantener una actitud de respeto hacia ella al tiempo que la tenía lo suficientemente cerca como para hacer que su pulso latiera al ritmo de la música. Sin que se lo dijeran, sabía que Bruce Reed era un hombre tímido.

Tuvo el pensamiento de que la caballerosidad y los buenos modales eran subestimados desde hacía décadas.

«O quizá», susurró una vocecita en su cabeza, «me había cansado un poco de la vida por el carril de alta velocidad». Bruce Reed, con su sonrisa renuente y tímida, sus ojos amables y su educación, le resultaba un soplo de aire fresco.

Mentalmente Margo descartó las elecciones. No importaban las causas de sus sentimientos, resultaba agradable bailar con ese desconocido alto y atractivo al que el destino y el estado de California la habían ligado. Dejándose llevar por la música, disfrutó del momento. Ese había sido su credo durante los últimos veinte años. Disfruta del momento, porque el siguiente quizá no te guste.

La sonrisa que le dirigió a Bruce fue lenta, profunda y, según algunos, letal. La reacción muda de él también le agradó.

–¿Cuántos años tienes? –preguntó tras estudiar su cara.

–¿Por qué? –quería saber a dónde conducía eso.

–No pareces tan mayor como para tener un hijo de la edad de Lance –al encogerse de hombros lo rozó; la sensación le gustó. Se dejó llevar y apoyó la cabeza en su pecho.

«Esto es agradable», pensó él, sorprendido por la familiaridad de su propia reacción. Apenas se movían. El leve hormigueo que sentía hizo que olvidara que odiaba bailar.

–Gracias –repuso–. Con absoluta sinceridad puedo devolverte el cumplido.

–¿No parezco mayor como para tener un hijo de la edad de Lance? –alzó la cabeza con una leve sonrisa en la boca–. Es verdad –bromeó.

–No, quería decir…

–Sé lo que querías decir. Que no parezco mayor como para tener una hija de la edad de Melanie. Es un cumplido muy amable.

Bruce necesitó unos momentos para centrarse en la conversación. El modo en que lo miró le había dejado la mente momentáneamente en blanco, llenando el espacio con su imagen. Nunca había visto unos ojos tan azules. Resultaban hipnóticos, como ella. Era como sostener mercurio sólido. Lo mantenías un rato, nunca para siempre.

«La suegra de Lance», se encontró pensando, «es una mujer notable».

–No es un cumplido –corrigió. Probablemente recibía una docena al día, y él no tenía intención de entrar en una competición no oficial–. Es una observación. De verdad pareces más la hermana que la madre de Melanie.

Margo ya lo había oído antes, y no pensaba cansarse de ello. A medida que pasaba el tiempo, el cumplido le gustaba cada vez más.

–La tuve con once años –replicó.

Tenía la cara tan seria y la voz tan solemne que Bruce no supo si se burlaba de él o si, debido al champán, le estaba revelando un secreto profundo y oscuro. Había mujeres, entre ellas Bess, su hermana, que apenas podían soportar unos sorbos de cualquier cosa que tuviera un mínimo de alcohol, sin sentirse impulsadas a confesar todas las transgresiones y los pecados pasados. No sabía a qué categoría pertenecía Margo, aunque albergaba sus sospechas.

–¿Tanta edad le sacas? –le pareció que esa era la mejor manera de manejar la situación.

–Oh, Bruce, me encantas. La verdad es que soy diecisiete años mayor que Melanie –hizo una pausa–. Diecisiete y medio, de hecho.

Bruce pensó que eso les proporcionaba un vínculo, ya que ambos habían sido padres antes de cumplir los veinte años.

–Mi esposa tenía casi diecinueve años cuando nació Lance. Era cinco meses mayor que yo –no fue consciente de la sonrisa tierna que esbozó durante unos instantes, al dejarse transportar a otra época y lugar. Pero Margo la vio. Lo que no entendió fue por qué la sonrisa le provocó una añoranza agridulce–. Siempre le dije que me gustaban las mujeres mayores –añadió, riendo–. Jamás le importó –entonces se puso serio cuando la tristeza, después de tanto tiempo, lo envolvió–. Nunca llegó a ser lo bastante mayor como para que ese comentario adquiriera peso –se detuvo y pensó que Margo necesitaba una explicación para entenderlo–. Murió siendo muy joven.

Y aún seguía enamorado. Ella quedó conmovida por el sentimiento que vio en sus ojos.

–Tu mujer fue muy afortunada.

–¿Qué te hace decir eso? –sorprendido, enarcó una ceja. ¿Cómo podía una mujer que había muerto demasiado joven para ver a su hijo alcanzar su destino, ser afortunada?

–El modo en que se te iluminó la cara al mencionarla –no pudo evitar envidiar a la madre de Lance. Aunque ya no estaba, aún retenía el amor de su marido–. El ingrediente más importante en la vida de una persona es el amor, y me da la impresión de que ella lo tuvo en abundancia.

«Sí», pensó él, «Ellen lo tuvo». No recordaba un día en que no la hubiera amado. Le daba la impresión de que siempre habían estado juntos, desde el principio. Lo que hubiera pasado antes de conocerse era algo borroso. Igual que lo era la vida sin ella.

–Eres una mujer muy perceptiva –mientras giraban en la pista volvió a captar la fragancia del perfume de Margo. Le agudizaba los sentidos; le sonrió.

–Eso me han dicho –repuso sin ninguna vanidad.

–Bueno, sin duda no eres tímida –resultaba abierta; era un rasgo honesto. Valoraba mucho la honestidad.

«Oh, pero lo soy», surgió el pensamiento en su mente, como un alma perdida en la oscuridad. «Lo que pasa es que es algo que no puedo permitir que se vea mucho». Evitó que los pensamientos se reflejaran en su rostro, algo que con los años había perfeccionado.

–Conoces a mi hija –le recordó–. ¿De verdad esperabas que lo fuera?

–No, pero debo reconocer que tampoco esperaba a alguien tan efervescente.

–¿Efervescente? –rió encantada–. Mi querido señor Reed, ahora estoy muy contenida –miró en dirección a Melanie y sintió el mismo nudo en la garganta que en la iglesia–. Creo que comprender que las cosas se resisten a mantenerse inalteradas, sin importar cuánto te gustaría que así fuera, es lo que me ha moldeado.

Bruce conocía esas señales agridulces. La sensación de afinidad creció a medida que la música terminaba. Apenas lo notó. Oía otra melodía en su cabeza. Siguió moviéndose al son de esa música silenciosa e intentó alegrarle el ánimo.

–Si esto es contenida, qué el cielo ayude al hombre que te suelte.

«Era realmente encantador», pensó Margo. Y, lo supiera o no, hacía maravillas para su ego. Era lo que necesitaba en ese momento, a medida que la soledad penetraba en su interior sin importar sus esfuerzos por bloquearla.

–El cielo tiene poco que ver con ello, Bruce. O conmigo –le guiñó un ojo–. Al menos eso es lo que dijo mi padre la última vez que lo vi.

–¿Cuándo fue?

Si Margo cerraba los ojos aún podía ver la fría mirada de desaprobación y condena en los ojos verdes de Egan McCloud cuando le ordenó que se marchara. Ningún instrumento conocido por el hombre podía medir la profundidad de esa frialdad.

Respiró hondo antes de contestar, sin que su sonrisa titubeara en ningún instante. Comenzó a notarse a los cuatro meses. A los cinco, su padre ya no creyó que fuera un problema de peso.

–Cuatro meses antes de que naciera esa hermosa joven con el vestido de novia.

Bruce sintió que el cuerpo de ella se ponía tenso. Fue algo ínfimo, pero no le cupo ninguna duda.

–¿No lo has visto desde entonces?

–No con vida –Margo sacudió la cabeza y deseó que el recuerdo no doliera tanto. Había regresado del funeral y nunca más volvió a derramar una lágrima–. No quiso saber nada de mí. Era un hombre muy temeroso de Dios, y creo que me consideraba como un terrible fracaso.

«Creía lo que decía», se dio cuenta Bruce. Sus simpatías estaban completamente de su lado. Sabía lo que era anhelar la aceptación de alguien. En su caso él había buscado la de su hijo. La aceptación y el perdón de Lance. Había tardado en conseguir las dos cosas. Y no es que lo culpara. Sintiéndose a la deriva tras la muerte de su esposa, había dejado que Bess criara a Lance. No había comprendido cómo su marcha había afectado a Lance. De forma inconsciente, la estrechó un poco más en sus brazos.

–Puede que esté un poco fuera de lugar diciendo esto, pero creo que a tu padre le habría ido mucho mejor contigo y consigo mismo si a cambio hubiera sido un hombre que amara a Dios –la sonrisa que Margo le ofreció le recordó a las libélulas que iluminan el cielo de junio. Incluso creyó ver un matiz de gratitud en ella.

–Por el bien de Melanie, espero que Lance salga a ti –para ser un hombre reservado, sabía cómo expresar una frase.

–Lance hace tiempo que siguió su camino como para ser todo lo opuesto a lo que soy yo –el comentario hizo resonar algo que hasta hace poco había sido muy doloroso–. No fui un buen padre.

–Estoy convencida de que si tus sentimientos tienen alguna base real, hubo circunstancias atenuantes –no había nada más inútil que lamentar cosas que no se podían cambiar.

–Dime, ¿eres siempre tan abierta mentalmente? –cambió de tema; era la boda de Lance, no el momento de hablar sobre la muerte y cómo le había quemado el corazón, dejando sólo cenizas.

–Algunas personas consideran que es mi mejor rasgo.

Bruce no estaba seguro de eso. Si se lo hubieran preguntado, le habría resultado difícil decir cuál era el mejor rasgo de Margo. Era hermosa de un modo cálido. Aunque se suponía que la apariencia no importaba. Hacía tiempo que había aprendido que la transitoria belleza exterior tenía poco peso, aunque debía reconocer que la madre de Melanie era un festín para la vista. Y su manera de ser, abierta, cálida, sensualmente encantadora, multiplicaba por diez ese festín.

–Yo no diría eso –comentó.

–¿Oh? –sus ojos penetraron en su alma–. ¿Y qué dirías tú?

–Que tengo el placer de saber que yo no sería el único hombre que no sabría qué decir a tu lado.

–Para un hombre «tímido», lo haces muy bien, Bruce. Y para lo que pueda servir, de verdad espero que Lance sea como tú.

–Gracias a Melanie tendré la oportunidad de averiguarlo de primera mano –vio la pregunta en los ojos de Margo–. Lance y yo nos reconciliamos por Melanie. Por lo que sé, no dejó de insistirle en ello, haciendo que resultara más fácil para mí cuando al fin hablamos. Hiciste un trabajo espléndido educándola.

Margo sólo había supervisado el proceso. En realidad, Melanie jamás necesitó guía. Era inherentemente buena. Jamás le dio motivos de preocupación, salvo cuando padeció la difteria. Siempre había sido el tipo de hija con el que sueñan todas las madres. Pero no pensaba aburrir a Bruce con los detalles.

–Tuve ayuda –resumió.

–¿Tu marido? –fue la suposición lógica de Bruce.

–Mi tía –¿marido? Esa sí que era una buena broma.

–Imagino que tenemos eso en común. Lance fue criado por su tía Bess, mi hermana. Es aquella que está bailando allí –señaló–. Te la presentaré luego. Se ocupó de Lance al morir mi esposa.

–El padre de Melanie realizó un fantástico acto de desaparición en cuanto supo que quince minutos de placer darían como resultado dieciocho años de compromiso –«si iba a ser familia», decidió Margo, «no habría secretos».

–¿Estaba ciego? –la revelación lo sorprendió. Bruce no imaginaba a nadie en su sano juicio abandonando a Margo.

–No –rió en voz baja–, era frío y estúpido –siempre que pensaba en Jack no sentía nada. Ni dolor ni ira, nada. Le había costado llegar hasta eso–. De ser ciego, no habría podido ver el camino que lo sacó de mi vida. Pero Jack fue muy estúpido porque se perdió una experiencia maravillosa. No habría cambiado ser la madre de Melanie, ni un sólo minuto, por nada del mundo, incluido un matrimonio fantástico –ya había hablado bastante de sí misma–. Lo cual, a propósito, es algo que Melanie y Lance van a tener. Está loca por él.

–Y él por ella. Los dos, de hecho. Lance está convencido de que Melanie ha sacado lo mejor de él y, aunque la conozco desde hace pocos meses, es algo que corroboro.

A Melanie le sorprendió que ni su madre ni Bruce parecieran notar su aproximación. Pero el hecho de que aún siguieran bailando le indicó que iban de camino hacia un mundo propio. Un vistazo a Bruce le bastó para saber que su madre volvía a tejer su magia. Esperó que en esa ocasión se viera atrapada en sus propias redes.

Pero ese no era el estilo de su madre.

Apoyó una mano en el hombro de cada uno. Bruce se mostró asombrado de verla, su madre puso expresión divertida.

–¿Nadie os ha dicho que la música paró hace unos minutos?

–Sólo la música que se puede oír, cariño –sonrió Margo. Algún día Melanie lo descubriría. Despacio separó la mano de la de Bruce–. Pero no queremos darles algo de lo que hablar, ¿verdad?

–Eso depende de lo que digan –Bruce fue reacio a romper el contacto. Escoltó a Margo fuera de la pista con un brazo sobre sus hombros.

Melanie miró a los dos. Sintió una fugaz sensación de incertidumbre. Nunca había interferido en la vida de su madre. Todo se lo debía a ella, y, con excepción de Lance, no había nadie a quien quisiera tanto. Pero Bruce era su suegro. Más un padre, en realidad. Aunque sólo lo conocía desde hacía unos meses, se sentía protectora con él. En el fondo, era un hombre dulce que podía confundir el estilo de su madre. No quería que ninguno saliera herido.

–¿Puedo robarte a mi madre durante unos minutos, papá? –se disculpó, asiendo la mano de ella.

–Me da la impresión de que tu madre es independiente –la sonrisa que recibió le indicó que Margo le agradecía que lo hubiera reconocido–. Sólo se dejaría robar si así lo deseara. Lo que alguien tenga que decir al respecto no entra en sus planes –la sonrisa de Margo se hizo más sexy.

–Sólo un minuto –prometió Melanie.

–Muy bien, suéltalo –ordenó Margo al alejarse–. ¿Qué pasa?

–Mamá, sabes que te quiero –comenzó por una declaración.

–Hay un discurso unido a esa proclama, ¿verdad?

–Un discurso no, pero… –para Melanie era territorio virgen. Jamás presumiría de decirle a su madre lo que tenía que hacer.

–Temes que acabe con el padre de Lance –Margo no necesitaba sutilezas.

–No acabar con él exactamente…

–Cariño –se soltó con suavidad de la mano de Melanie y le acarició la mejilla–, es un hombre muy encantador sin pretender serlo. Pero, encantador o no, lo único que estamos haciendo es intercambiar viejas historias.

–Ninguno de los dos es viejo en ningún sentido.

–Eso es lo que hace que el intercambio sea tan divertido.

–¿Qué más vas a intercambiar? –quizá una dosis de su madre le fuera bien a Bruce.

–No la ropa –bromeó, pasando el brazo por el de su hija–, ya que es demasiado grande –estudió el rostro de Melanie. Estaba preocupada–. Cariño, ¿qué es lo que te preocupa?

–En lo que atañe a las mujeres, Bruce no es un hombre experimentado ni sofisticado, mamá. No quiero que resulte herido.

–¿Y no piensas en mí? –el hecho de que la lealtad de Melanie estuviera con otra persona la desconcertó un poco.

–Tú puedes manejar la situación –rió y apretó la mano de su madre–. Siempre lo has hecho.

«Ese es el precio que pagaba por ser fuerte», reflexionó Margo. Nadie pensaba ni por un momento que podía ser ella quien resultara herida. Pero así es como lo quería. Sólo era asunto suyo. Le guiñó un ojo a Melanie.

–Te prometo no cortar ninguna parte vital e irreemplazable de Bruce Reed, incluyendo su corazón. ¿Te parece bien?

–No pretendí parecer tan seria, mamá, pero él no sale con nadie. Lleva una vida muy conservadora y tranquila. Ni siquiera deja que los amigos casados le busquen una cita.

–Entonces ya es hora de que se divierta un poco, ¿no crees? –siempre le habían encantado los desafíos.

–Un poco, sí, pero… –miró a su madre con expresión dubitativa.

–Te prometo que no lo conduciré a Sodoma y Gomorra al menos en lo que queda de velada –aseguró con la mano alzada.

–Lo siento, mamá –se disculpó Melanie, dominada por la culpa–, no pretendía herir tus sentimientos.

–Jamás podrías herir mis sentimientos, corazón. ¿Has olvidado que tengo una piel tan dura como la de un rinoceronte? –no quería preocupar a su hija ni por un momento.

–No pensaba en tu «piel» –Melanie atravesó esa fachada de indiferencia.

–Y en este momento no tendrías que pensar en nada mío –redirigió la atención de su hija al novio–. No cuando tienes a ese hombre maravilloso prometiendo amarte el resto de su vida –ladeó la cabeza–. ¿No os vais a ir de luna de miel?

–Lo hemos postergado para más adelante –habían llegado a la conclusión de que se irían en cuanto pudieran pagar un viaje a un lugar memorable.

Margo ya lo sabía, pues había hablado con Joyce. Fue ésta quien en secreto había hecho las maletas de los dos.

–Hazme caso, más adelante tiende a convertirse en algo que se desvanece o se emplea para otra cosa. Id ahora, no lo lamentaréis.

–Me temo que no po…

–Dos billetes para Hawai y la reserva para dos semanas en el mejor hotel de Oahu –con gesto teatral los sacó de su pequeño bolso.

–Mamá, no es posible –abrumada, Melanie se quedó mirando los billetes.

–La compañía aérea y la gente del hotel piensan lo contrario –se los puso en la mano.

–¿Todo va bien? –Lance se reunió con ellas y rodeó los hombros de Melanie, dándole un beso en la sien–. Me siento solo.

–Mamá nos envía de luna de miel a Hawai –al recuperarse alzó los billetes para mostrárselos.

Tras la sorpresa, Lance comenzó a poner objeciones. Margo reconocía el orgullo en cuanto lo veía.

–Es mi regalo de boda. Dos billetes a Oahu, en primera clase, más la estancia en el mejor hotel, en la suite nupcial.

–No podemos… –Lance sacudió la cabeza.

–Llámame Margo. Vamos a ser una familia informal. Y yo no podré ir, de modo que lo haréis vosotros.

–Es demasiado generoso –Lance volvió a intentarlo, aunque supo que sería inútil. Ya sabía a dónde conducían los debates con Melanie, y tuvo la firme sospecha de que era un rasgo hereditario.

–Sólo tengo una hija, Lance –el dinero sólo valía la felicidad que podía generar. No pensaba dejar que rechazaran su regalo–. Y, a partir de la una de esta tarde, un hijo. No se me ocurre nadie más en quien pueda gastar mi dinero. Además, rechazar un regalo de boda trae mala suerte.

–¿Otra leyenda que no conozco? –Melanie sonrió. De niña, su madre solía convencerla para hacer las cosas diciéndole que si se negaba le traería mala suerte. Y como ejemplo siempre le contaba alguna fábula. Con catorce años descubrió que las fábulas se las inventaba ella.

–De hecho, sí –repuso Margo con cierta nostalgia.

Lance abrió la boca, pero Melanie lo detuvo.

–No te molestes. Nadie ha conseguido jamás convencer a mamá una vez que ha tomado una decisión.

–No pensaba intentarlo, sólo iba a darle las gracias –la miró y, con una sonrisa, añadió–: mamá.

–De nada –murmuró, parpadeando. Lo abrazó.

Nunca es tarde para amar

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