Читать книгу No creas todo lo que te digo - Mariela Peña - Страница 6
ОглавлениеCapítulo 1
—Contá siempre con todo lo mío, hija; hasta con mi complicidad.
Luego la miró profundamente a los ojos, le dio un tibio beso en la frente, plata para el almuerzo, y quitó el seguro de la puerta para que Ámbar pudiera salir del auto y entrar al colegio. Su papá siempre tenía las palabras precisas para tranquilizarla y hacerla sonreír. A veces sentía que podía leerle, no solo la mente, sino también el corazón. En ese momento no dijo una palabra, solo respondió con una breve sonrisa y un abrazo.
Aquella mañana llovía a cántaros, como si el cielo se hubiese solidarizado con su mal humor. Se tapó la cabeza con la mochila, corrió torpemente esquivando charcos y baldosas rotas y entró a la escuela, sin ganas de nada, ni de hablar. Ese día, soportar el colegio, a los profesores y hasta a sus propios compañeros era más difícil que cualquier otro. En el único momento en que Ámbar pudo frenar sus pesados pensamientos fue cuando Thiago se puso a cantar a los gritos All about that bass, arriba de una silla, con la bufanda de la profesora en la cabeza simulando un sombrero que le quedaba muy gracioso, y un borrador como micrófono, mientras todo el curso estallaba en risas. Thiago sabía hacerla reír y olvidar.
Lola, Vicky y Ceci, su grupo de mejores amigas, estaban en su mundo, bah, en realidad, en el “Mundo Lola”, como siempre. Recién cuando comenzó el recreo se percataron de los ojos hinchados de Ámbar, producto de haber estado llorando durante toda la noche.
—Eu, ¿qué pasa? ¿Estás llorando? –preguntó Ceci mientras le daba un mordisco a un alfajor.
—Sí, te noté la cara hinchada cuando entraste pero no te quise preguntar porque, no sé... –dijo Lola, mientras Ámbar pensaba: ¿Porque qué? A veces necesito que me preguntes. Jamás se lo diría.
—Nada, me repeleé con mi mamá anoche, y me sacó la notebook y el celular por una semana.
—Nooo, bajón –acotó Vicky mirando para otro lado, buscando al chico de quinto que le gustaba–, pero, ¿qué hiciste?
—Mi mamá se levantó para ir al baño como a las cuatro y media de la mañana y como vio luz en mi habitación, entró y yo estaba con la computadora, en Twitter, y se recalentó.
—¡Noo! ¡Qué tarada! ¿No la escuchaste cuando se levantó? –preguntó Lola con tono burlón–. Bue, ya fue, tampoco es tan grave, es una semana no más, de última usás Twitter desde nuestros celus o cuando vamos a la casa de Ceci. ¡Ay boludas, hablando de Twitter, me olvidé de contarles que ayer me faveó Mauri!
Como era habitual, Lola cambió completamente el rumbo de la conversación y terminó hablando de ella. Los tiempos que cada una tenía para compartir sus tristezas y sus alegrías con el grupo eran establecidos por ella, que sin la necesidad de decir nada, con un gesto o una mirada, lograba que todas le hicieran caso. Era indiscutiblemente la líder del grupo. Sus curvas, su gran altura y su personalidad desinhibida la hacían parecer mayor, por eso ella era la que iba al frente en cualquier situación. Lola era una de esas amigas que confunden sinceridad con crueldad, que opinan cuando nadie se los pide, que gritan todo el tiempo para que jamás quede alguien sin oírlas, que necesitan burlar y menospreciar a los demás para sentirse grandes; superficialmente linda y seductora, profundamente fea y sombría. Bastaba con mirarla por unos minutos a sus enormes ojos miel para ver su oscuridad, aunque eso era algo difícil de lograr porque Lola también era una de esas personas incapaces de sostener la mirada por más de un par de segundos. Tenía dos hermanas mellizas más grandes a las que seguía e imitaba en todo. No había mejor plan para un viernes que organizar un pijama party en la casa de Lola una noche en la que sus hermanas y sus amigos hacían previa ahí para después salir a bailar. Las cuatro miraban todo como si se tratara de una película. Cada tanto buscaban excusas para acercarse y formar parte, al menos, por unos minutos, y desfilar frente a los ojos de los chicos más grandes. Escuchaban, observaban y aprendían movimientos, palabras, modos que luego imitaban. A Ámbar era a la que peor le salía porque nunca le había gustado eso de copiar a los demás, creía fuertemente que lo importante era ser uno mismo sin imitar a nadie, pero también sabía que para encajar, ciertas impostaciones eran necesarias. La razón por la que había tenido problemas con su mamá aquella mañana tenía, de algún modo, que ver con eso. Ámbar se había quedado hasta la madrugada hablando por mensaje directo con uno de los amigos de las melli, que ni siquiera le gustaba, pero el solo hecho de sentirse interesante para un chico más grande le generaba una extraña forma de plenitud. Pero Ámbar no llegó a contarle a sus amigas cuál había sido la verdadera razón de la pelea con su madre, Lola ya se había encargado de acomodar el tema en el olvido.
El espeso malhumor que la acompañó aquella mañana se interrumpió en medio de la hora de Matemáticas, cuando los celulares vibraron en los bolsillos de todas, menos Ámbar, al mismo tiempo. Era un mensaje que Vicky se había ingeniado para mandar sin mirar, desde abajo del banco, a “Vacas”, el grupo de WhatsApp que tenían y en el cual compartían fotos, imágenes y todo lo que les pasara durante el día, por más intrascendente que fuera.
Lola leyó el mensaje y sigilosamente se lo mostró a Ámbar. Cada vez que la profesora giraba hacia el pizarrón iban poniéndose histéricas, de a una y en silencio, haciendo extrañas muecas con la boca y los ojos, diciéndose, sin decir palabra: VAMOS.
Julián Rivera era un “popu”, que es como llaman a los chicos y chicas que tienen muchos seguidores en Twitter; él tenía más de tres mil, entre los cuales Ámbar era un número más. Era rubio, de ojos enormes, casi transparentes de tan claros. No era muy alto y aunque eso no se percibía en las fotos, se sabía por los comentarios de quienes alguna vez lo habían visto andando en skate con sus amigos o, algún viernes, en Ruta, la cervecería del centro. Tenía cuerpo de dieta y gimnasio y una sonrisa perfecta de mil dientes blanquísimos. Usaba expansores y tenía tatuajes desparramados por todo el cuerpo que exhibía constantemente en Twitter. Ámbar había comenzado a seguirlo hacía bastante tiempo, cuando Lola le mostró su perfil una noche en casa de Debby, una de sus compañeras de hockey. Desde aquel entonces soñaba con él, con su piel, su olor, su sonrisa, todas sensaciones imaginadas a partir de la película que se hacía viendo sus fotos y videos, tan reales como el hecho de que todo eso no era real. Para todas era un chico inalcanzable que solo se rodeaba de su grupo de amigos y se vinculaba con chicas tan “popus” como él, más grandes y con un estilo totalmente diferente al de ellas. Ámbar no podía evitar caer en la tentación de stalkearlas cada vez que Julián les daba fav o las retuiteaba. Las veía, siempre rubias, aparentemente muy extrovertidas, con mucho maquillaje, push up y minishort. Luego de pasarse horas estudiándolas, se miraba al espejo y se odiaba. Se veía completamente distinta a lo que suponía Julián buscaba en una chica, con su pelo largo y oscuro, sus ojos verdes, chiquitos y su cuerpo curvilíneo que tantos conflictos le generaba, a pesar de ser habitualmente elogiado por los chicos. Ámbar tenía serios problemas de autoestima que se potenciaban cada vez que se le daba por ese maldito hábito de hurgar en los perfiles de esas chicas. Las comparaciones y los imposibles le hacían mucho daño, la hacían sentir fea e insignificante. Solo conseguía olvidar esa sensación de vacío sacándose fotos y editándolas para acercarlas todo lo posible a la perfección, subirlas a Twitter y esperar la reacción virtual de sus seguidores, aunque la más deseada jamás llegaba: nunca había una respuesta de Julián. Muchas veces tenía que desconectarse para dejar de llorar. Entonces, apagaba la notebook con bronca, como reclamándole por aprisionarla, y optaba por la libertad de otro universo, pasando tiempo con su hermano o sus papás, volviendo a sentirse una nena de nuevo: en el mundo de la infancia nunca había dolor. Ámbar se repetía eso a sí misma frecuentemente, porque ese pensamiento era como una salida de emergencia cada vez que las cosas se ponían difíciles: Por más dolor que haya afuera, adentro siempre todo estará bien y será hermoso.
—Chicas, yo no puedo ir así al Mac, estoy destruida, ¡miren mi cara, mis ojos! –dijo Ámbar con tono de angustia y nerviosismo–. Además, hoy tenemos Educación Física, ¿cómo hacemos?
—Bueno, pasemos un toque por lo de Ceci, que vive a la vuelta, te arreglás un poco y vamos ¡pero no nos lo vamos a perder, está Julián Rivera a tres cuadras de acá! –dictaminó Lola–. Y a Educación Física no vamos, ¡mejor!, así no decimos nada, por las dudas de que a alguna no la dejen, a vos, sobre todo, que estás peleada con tu mamá.
Por supuesto, ninguna se opuso al plan de Lola, y en cuanto sonó el timbre que anunciaba el fin de la hora, las cuatro metieron velozmente sus cosas en las mochilas y salieron.
Llegaron a la puerta del Mac entre saltos desprolijos, gritos y risas falsas. Ámbar sentía que lo que había podido hacer para disimular las ojeras y su cara de agotamiento había sido poco, por lo cual, además de nerviosa se sentía fea y cuando eso ocurría, aquello de disfrutar de las cosas y los momentos se le complicaba demasiado.
Las cuatro quedaron petrificadas a metros de la puerta, sin saber si entrar, quedarse ahí o qué.
Veían a Julián a través de los vidrios con muy poco disimulo. Estaba parado en un rincón cerca de la otra puerta, rodeado del séquito de chupamedias obsecuentes con el que siempre andaba. Eran cuatro pibes que lo imitaban hasta en la forma de peinarse y que todas seguían en Twitter solo porque eran sus amigos. En persona casi ninguno era como los imaginaban; las fotos mentían, salvo las de Julián.
—¿Qué hacemos ahora, Lo? ¡Por Dios, mirá lo lindo que es! –a Vicky se le escapó una carcajada demasiado fuerte que llamó la atención de todo el mundo, incluso la de Julián y sus amigos, que miraron por unos segundos hacia donde estaban las cuatro, frenéticas.
—¡Tarada, te escuchó! ¡Dios, me muero de vergüenza, yo me voy! –dijo Ámbar girando arrebatadamente hacia atrás, en el mismo momento en que las otras tres la tomaban fuerte del brazo.
—¡Ni loca te vas! Ya estamos rejugadas. Vamos a pedir y nos sentamos en la mesa de allá, que no está ni demasiado cerca ni demasiado lejos.
A Ámbar no le quedó otra alternativa más que seguirlas.
Pidieron el mismo combo de siempre y se sentaron. Ámbar no podía evitar mirar cada dos minutos hacia el sitio en donde estaba Julián, ya sentado con sus amigos, devorando hamburguesas y papas fritas, como si fuese a acabarse el mundo esa misma tarde.
Durante todo el almuerzo Julián estuvo riendo exageradamente con sus amigos, charlando con algunas chicas que se le acercaban tan solo para saludarlo o, en algunos casos, para sacarse una foto con él. No registró, siquiera, la presencia de Ámbar y sus amigas, a quienes evidentemente esa situación no les afectaba en lo más mínimo. Estaban ahí para pasar el rato e intentar llamar la atención sin ningún objetivo especial más que el de hacerse ver. Ella, en cambio, no perdía ni por un segundo la esperanza de que Julián se le acercara para pedirle su número o invitarla a salir.
—Che, voy al baño –dijo Ámbar, mientras Lola, Ceci y Vicky discutían sobre hacerse un tatuaje a escondidas de sus padres.
La mayor parte de las charlas que tenían sus amigas no le interesaban en lo absoluto, por eso casi siempre cumplía un rol de oyente más que de interlocutora. Sin embargo, cuando estaba con cada una, a solas, todo era muy distinto. Por separado lograba conectarse con ellas de un modo mucho más profundo. Coincidía, con Vicky, en la pasión por la música y el canto, pasaban horas tiradas en los sillones del living de la casa de Ámbar escuchando su lista de Spotify, cantando e improvisando coreografías. Compartían el sueño de, alguna vez, estar en un escenario frente a miles de personas. Con Ceci, en cambio, se sentía más cómoda hablando de asuntos íntimos y las charlas siempre tenían un tinte más filosófico. Conversaban sobre amor, miedos y dudas. Hablaban y se escuchaban equilibradamente. Y con Lola, brotaba una ternura que no era usual si había más gente presente. Todo aquello se perdía por completo cuando dejaban de ser dos para ser cuatro. Juntas eran como cualquier otro grupito de amigas, uno más del montón.
Aprovechó para hacer pis y ponerse un poco de delineador. No le gustaba usar mucho maquillaje pero sabía que resaltaba el color de sus ojos y la hacía verse más grande. Cuando estuvo lista salió del baño y mientras caminaba hacia su mesa con la cabeza agachada, tal como su mamá siempre le decía que no debía hacer, unas zapatillas azules, brillantes y enormes le hicieron levantar la cabeza hasta quedar en un mismo nivel de miradas con los ojos más lindos que alguna vez había visto.
Era Julián. Eran ella y Julián en el mismo espacio del mismo estrecho pasillo.
—Hola.
—Hola.
Y los dos siguieron caminando en dirección opuesta, pero alejándose en una sonrisa compartida.
—¡Boludas, me acabo de encontrar con Julián saliendo del baño! ¡Me saludó! ¡No puedo creerlo, es hermoso, Dios mío!
—¡Naaaaaah! ¡Qué suertudaaaa! ¡¡¡Contá, contá, contáaaaa!!! –gritaban sus amigas, fascinadas.
—¡Shhhhh, hablen bajito, que las van a escuchar! Ay, nada, no sé… fue un segundo. Me miró, me saludó y me sonrió. No necesito nada más, puedo morir tranquila mañana.
Ámbar no paraba de hablar, Vicky y Ceci de preguntar, hasta que la envidia de Lola las detuvo abruptamente.
—Bueno, che, ¿vamos? Tengo que estar en mi casa antes de las dos, porque tengo que llevar a Brisa a Inglés.
Las tres la miraron asombradas por la poca atención que demostraba ante una situación que, como amiga, debería, al menos, interesarle o generarle alegría. Ninguna se animó a decir nada. Ámbar pensó, por unos segundos, en pedirles a las chicas que la acompañaran un rato más, en pedirse un helado como excusa, quizás. Una vez que había logrado un mínimo contacto, no quería desperdiciar la oportunidad. Les habló a sus amigas con la mirada y sin necesidad de decir palabra las dos comprendieron el mensaje, pero no supieron qué hacer o decir. Lola las notó raras y sospechó la intención que tenían.
—No se van a quedar acá sin mí, ¿no?
Un silencio incómodo fue la respuesta, no pudieron responder nada. Agarraron sus mochilas y caminaron lentamente hacia la salida. Antes de cruzar la puerta, Ámbar giró con la vista hacia la mesa de Julián.
Esta vez él también la estaba mirando.