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Perversiones de andar por casa
ОглавлениеCuando hacíamos el amor, no podía evitar mirar mi mano presionando la almohada o el sofá o la superficie que fuese. Aquella mano que todavía reconozco como propia —aunque no se trata de reconocerla, sino de admitirla— y en la que, por mucho que me resistiese a mirarla, terminaba posándose mi angustia a través de mis dos ojos. En realidad, no miraba la mano, o no exactamente. Más bien, se podría decir que la mano me miraba a mí, como un memento mori ineluctable.
Me gusta llamarla la mano-muerte.
Mi gusto por los «detalles» no es algo nuevo. Podría decir que es un gusto que se nutre de una tendencia delirante —todos deliramos, no me siento especial—, enfermiza. Esta inclinación demuestra la plasticidad de mi tiempo —hago un uso erróneo del posesivo en ese circunstancial, pues aunque sea subjetivo, el tiempo es justo lo que menos me pertenece, incluso menos que mi mano—, de un tiempo, o del tiempo, que no puede evitar extenderse por el mundo. Por eso, mientras leía apostada en el diván del salón de aquella reconfortante casa, en medio de un húmedo día de octubre en que caía una fina capa de lluvia, no pude evitar oír aquel sonido prolongado y regular. Sería alguna acumulación de agua o tal vez una gota que caería sobre una superficie especialmente sonora. Pero yo no pensé, al principio, en nada de eso.
Mi mente me había transportado, sin darme tiempo a reaccionar, a la imagen de un lugar muy lejano. Sin embargo, allí estaba, desafiando en primera fila al resto de recuerdos. La imagen que vi, incluso antes de darme cuenta de lo que estaba oyendo, era perturbadora. Aunque de eso tampoco me di cuenta inmediatamente. El apelativo «perturbadora» vino después, con la reflexión. Antes solo estaba aquella imagen mágicamente atada al sonido que después reconocí en mi entorno.
Era una imagen de la perra que tuve de niña lamiéndose incesantemente la vulva con la misma velocidad que aquellas gotas al caer.
Y yo que, al parecer, la observaba, nunca llegué a guardar un recuerdo consciente de mi propio acto de mirarla. Dicen que los recuerdos están en constante proceso de reelaboración. Que son, en cierto modo, falsos, meras invenciones. Mi recuerdo de aquella escena era —creo—, hasta ese día, inocente. Al menos, así me llegó al principio, cuando lo vi sin hacer ninguna lectura moral del asunto, en una primera visión embrutecida por la ignorancia del mal que pudiera haber allí.
Pensándolo mejor, he llegado a la conclusión de que es extraño relacionar ese sonido con el de su lengua al lamer sus órganos urinario-genitales. Pero solo gracias a la extrapolación de un contexto a otro he podido juzgarme, reprobándole a mi memoria su indecencia, y por extensión, a mí misma. O más bien, al miedo a ser anormal, una especie de depravada sexual que irrumpe en forma de imágenes.
Eso me lleva a pensar en otra escena. Constituye un pensamiento de esos que llaman intrusivos. El pensamiento en cuestión se da bajo la forma de una imagen fuertemente saturada, irresistible y repulsiva a partes iguales. Como las anteriores. No es que las imágenes estén en sí mismas dotadas de atractivo o de repulsión. Esa carga les viene dada por no sé qué instancia desconocida. Desde luego, no se trata de un poder de atracción convencional, que diríamos. Es, simplemente, la imposibilidad de apartar la mirada, una especie de magnetismo hipnótico que va aparejado a unas ganas de vomitar figuradas. Nada físicamente comprobable. Todo mental.
Esta vez se trata de algo que se repite de vez en cuando y que temo, y por esa razón evito pensar demasiado en ello. La naturaleza, a la vez, ingenua y altamente sexual de esta imagen, coincide con la de las anteriores, aunque en este caso podría verse como un reflejo de imágenes que circulan más o menos naturalizadas en nuestra vida mental expandida y disipada en comunidades virtuales.
Cuando como sola en lugares públicos y —siempre— existe la posibilidad de que sea vista u observada por un extraño —que siempre es un hombre—, mi mente diseña la imagen vívida de mi propia ingesta vista desde fuera, es decir, no puedo evitar verme a mí misma en tercera persona, como si incorporase en mí una mirada ajena, y mi manera de comer imitase los gestos y movimientos de una felación. La analogía adquiere una densidad inquietante, única espectadora real de un espectáculo en el que ella (o sea, yo) es (soy) vista por otro que generalmente está dotado de una violencia injustificada, un otro dañino, invasivo e incluso juez de la posibilidad de mi disfrute oral al comer. Se podría hacer todo un manifiesto sobre mi sumisión al rol pasivo femenino en este punto. Claro que sí.
Estos «desvíos» —aparentemente banales, detalles a menudo considerados sin importancia por la comunidad humana circundante— de la realidad no son sino el núcleo más duro. Es un tremendo error creer que estos «descentramientos» podrían existir con independencia del resto de las cosas (o las cosas sin ellos), exentos, en mi mente o en la de cualquier otro, exteriores al mundo o en yuxtaposición con él, y que se podría vivir prescindiendo de ellos.
Y, lo que es más, todos y cada uno de estos detalles son señales. No son signos que se podrían interpretar según unos códigos establecidos, que remitirían a uno o varios sentidos descifrables y, por tanto, analizables. Son, más bien, rastros, como las huellas de un zorro que desaparece en la nieve.
He intentado analizar estas «salidas». Buscar su causalidad psíquica y su carácter significante. ¿Con el objetivo quizás de darles un sentido? No lo creo. La mano-muerte y sus homólogas ya tienen uno. Y dan más miedo que dos canicas mirándote en la oscuridad. En realidad, las canicas no dan miedo: lo que da miedo no se nombra. La mano-muerte es un desajuste, un desorden constituyente, como las demás «huidas». Nos avisa de que no vivimos en eso que se suele llamar realidad.