Читать книгу Siempre tú. El despertar - Marina Marlasca Hernández - Страница 4
Antecedentes
ОглавлениеOna. Este es el nombre que ha alborotado mi vida siempre.
Una vida cuyo inicio fue una singular trashumancia. Un peregrinaje trimestral de casa de mis abuelos paternos a casa de mi abuela materna y viceversa. Debo decir, sin embargo, que tuve suerte, ya que todos ellos vivían en poblaciones costeras. El mar estuvo siempre presente en mi vida y pronto empecé a quererlo como parte de mí mismo. Durante el verano pasaba unos días en casa de mi padre, aprovechando que él estaba de vacaciones y aún no se había ido de viaje con su amiguita de turno. Mientras estaba con él, llevaba una vida solitaria y bastante independiente. Me refugiaba en mi habitación y leía. Me encantaba leer. Podía fantasear con mundos y lugares diferentes y simulaba que era el personaje principal de las historias. Era como vivir fuera de aquellas cuatro paredes. Tenía una vida propia y llena de aventuras. Además, podía escoger la vida que más me gustara.
Mi padre se preocupaba poco de mí. Estaba demasiado ocupado con sus negocios. Siempre decía: «Ahora no Álex, esto que estoy haciendo es más importante». Alguna vez, fingía una rabieta. Reconozco que me ponía insoportable, pero nunca conseguí nada. Llegó un momento en que comprendí que era inútil.
A mi madre la veía muy poco. No tengo recuerdos de ella estando en casa. Mi memoria la sitúa siempre en la clínica donde sigue internada por una enfermedad mental grave. Desde entonces, siempre que he ido a verla, ella me reconoce y sale de su mundo para acariciarme. Parece que se alegra de verme y me repite una y otra vez que soy su tesoro. A veces le cuento cosas, pero ella nunca me contesta.
Los abuelos siempre mostraron más interés y preocupación por mí. Me contaban cuentos (cosa que me encantaba), me llevaban al parque... Pero a pesar de que recibía su estima, el hecho de que me fueran pasando de unos a otros me hacía sentir que aquel amor era circunstancial. No comprendía que alguien que me quisiera se desprendiera de mí tan fácilmente. No me cuadraba... Empecé a pensar que era por algo que había hecho mal y me esforzaba en ser un niño obediente. Pero, fuera como fuera, al final siempre acababa marchándome de donde estaba.
No era una situación buscada y deseada por mí, y la asumía más bien a regañadientes. Vivía aquellas separaciones de forma traumática. ¿Por qué no podía tener unos padres como todo el mundo? ¿Por qué no podía tener un lugar al que pudiera considerar mi hogar? Alguna vez lo había preguntado abiertamente, pero saber que mi madre estaba enferma y mi padre tenía que trabajar mucho no me consolaba. Después de un tiempo, me habitué a mi trashumancia familiar, pero nunca la acepté. Estaba rebotado y mi comportamiento empeoró notablemente. Reconozco que les compliqué mucho las cosas. Les contestaba, no obedecía, les llevaba la contraria... En el cole empecé a insultar y a zurrar a algún compañero, mis calificaciones bajaron estrepitosamente y los avisos y notificaciones escolares informando de mi mal comportamiento llegaban a casa cada dos por tres. Esto provocó que mi padre me viniera a ver un par de veces para darme un buen sermón, que yo, después del susto inicial, me pasaba por el forro. A partir de entonces, cuando iniciaba una nueva estancia con alguno de mis parientes, estos me acogían con caras largas y llenas de preocupación, mientras que los que se despedían de mí lo hacían con un alivio nada disimulado. No soportaba aquel rechazo y se lo hacía pagar con mi rebeldía. Se creó una dinámica extraña en la que cada vez me sentía más rechazado y por tanto cada vez me comportaba peor para mortificarlos aún más. Pero esa dinámica se rompió mientras pasaba una temporada con mis abuelos paternos. Yo aún no tenía once años.
Empecé a conocer gente del barrio, chicos de mi edad y algunos bastante más mayores. Yo prefería la compañía de estos. Me parecía que hacían cosas más interesantes y nuevas. Hablaban de temas que no entendía y parecían secretos, fumaban... De vez en cuando, alguno traía alguna cosa que se había «encontrado», como una botella de cerveza ―que ellos llamaban birra―, una navaja, algún cómic, un reloj, unas gafas de sol demasiado grandes, una pelota de baloncesto y otras cosas que siempre «encontraban» en los lugares más insospechados. Después de un tiempo me di cuenta de que esas cosas no las encontraban exactamente como yo me imaginaba, pero no me importó.
Fumar resultó fácil. Al principio tosía mucho, pero después me acostumbré. Me enseñaron a hacer la letra O con el humo.
Un día, el cigarrillo que me pasaron tenía un gusto diferente. Era de otra marca. Una marca más fuerte. «Para hombres», dijeron. Me mareé de tal manera que vomité. Casi no me aguantaba de pie. Los otros rieron y se alejaron de mí. Quedé bien mareado y frustrado para todo el día.
Al día siguiente les pedí que me dejaran fumar otra vez de aquella marca más fuerte de tabaco. Los otros me miraron con cara burlona, pero Paco, que era el mayor y el que mandaba, me dio unas caladitas. Me volví a marear y tenía la cabeza como un bombo, pero no vomité y supe disimular para aparentar que lo aguantaba bien. No sé por qué, pero me dio por reír... Me sentía mareado, divertido y relajado. Desde entonces Paco me daba una caladita de vez en cuando. Aquello cada vez me gustaba más. Ya no me mareaba y descubrí que me ayudaba a soñar y a sentir cosas diferentes. Era parecido a lo que conseguía con los libros, pero fumando las sensaciones eran más vívidas. Paco nunca me dijo que aquellos cigarrillos eran en realidad droga, pero yo lo intuía. Me daba igual.
Cuando llegó el verano y me tuve que ir con mi padre echaba de menos aquellos cigarrillos. Estaba enganchado a la maría. Para pasar el ansia de fumar le pispaba, de vez en cuando, algún cigarrillo. Pero no era lo mismo. Aquellos cigarrillos no eran «de la misma marca». A pesar de todo, el día de mi cumpleaños lo celebré fumando unos cigarrillos que mi padre dejó olvidados en un pantalón que iba a ir a la tintorería. Lo consideré mi regalo de aniversario, ya que pasé el día solo y nadie se acordó de mí.
Después del verano, quedé varias veces con Paco cerca de la casa de mi otra abuela para que me enseñara a hacer aquellos cigarrillos y empezó a cobrarme por darme droga. Acabé con mis ahorros y cuando volví a casa de los abuelos empecé a robar pequeñas cantidades de dinero. Ellos ya eran mayores y algo despistados. El uno por el otro, nunca sabían exactamente cuánto dinero había en casa. Al menos, eso era lo que yo quería creer.
Un día, Paco trajo un polvo blanco que se aspiraba por la nariz. Decía que aquello era mejor que el tabaco. Ya me había calado y sabía lo que yo buscaba en la droga. Me dijo que con aquella sustancia vería cosas maravillosas que nunca antes había sentido. Solo había un problema. Valía más dinero, mucho más dinero que la maría.
Tenía que probar aquel polvo como fuera... Estaba preocupado pensando cómo conseguiría el dinero cuando, un día, se presentó la oportunidad delante de mis narices.
Había ido al supermercado de al lado de casa a comprar lo que me había pedido mi abuela para poder hacer la cena. Estaba en la cola de la caja, esperando que una mujer mayor pagara a la cajera. Cuando se disponía a pagar, le resbaló de las manos el billetero y se le cayó al suelo. Al caer salió disparado un billete de dos mil pesetas que fue a parar bajo el mueble de la caja. Me agaché rápidamente y mientras con una mano cogía el billetero con la otra cogí el billete y, con un gesto rápido, me lo guardé en el bolsillo del pantalón disimuladamente. Fue un gesto instintivo y, cuando me levanté para devolverle el billetero a la mujer, no podía creer lo que acababa de hacer. Estaba petrificado. Pensaba que todo el mundo me había visto coger el billete y, además, ¡era plenamente consciente de que estaba robando! No me gustaba nada la idea. Y menos el hecho de robar a una señora tan mayor como mi abuela que, por lo que reflejaba su aspecto, no iba demasiado sobrada de dinero. Pero ya estaba hecho y no había marcha atrás. Sacar el billete del bolsillo en aquel momento era como sacar la prueba del delito. Me quedé quieto como un pasmarote, esperando que alguien reaccionara. No pasó nada. La mujer me dio las gracias, pagó y se fue mientras la cajera registró mi compra y me pedía doscientas pesetas.
Al salir del supermercado corrí como un poseso hasta el portal de casa y entré rápidamente. Después de un rato, ya más sereno, me di cuenta de que... ¡lo había conseguido! Estaba muy contento y nervioso, sabiendo que pronto probaría aquel polvo tan especial. Esa noche casi no dormí.
Al día siguiente llegué el primero al parque antes que el resto de mis amigos. Estaba impaciente. Al cabo de un rato, que me pareció eterno, llegó Paco. Fui directamente hacia él con el billete de dos mil pesetas en la mano. Me sentía triunfal y lo iba exhibiendo para que lo viera bien.
—¡¿Qué haces estúpido?! ¿Quieres que nos pillen? —dijo.
Con urgencia me llevó detrás de unos matorrales. Nos sentamos y cogió el billete. Sacó un paquetito de papel con una pequeña cantidad de aquel polvo blanco. En otro papel que tenía puso una parte y, tras envolverlo con cuidado, me lo pasó. Me dio una rápida explicación de cómo debía tomarlo. Después, hizo una demostración práctica simulada, comprobando que no nos veía nadie. Por último, me dijo: «Hazlo en casa cuando no te vea nadie». Y, rápidamente, se alejó.
No podía volver a casa tan temprano, mi abuela lo encontraría extraño. Yo era de los que intentaban siempre alargar al máximo el tiempo establecido para el juego y, si volvía demasiado pronto, se preocuparía pensando que estaba enfermo o que me pasaba algo y no me perdería de vista en todo el día. Me quedé jugando solo al balón. De vez en cuando comprobaba si en el bolsillo llevaba aún el apreciado paquetito de polvo blanco.
Al llegar a casa fui directamente a mi habitación. Mi abuela me avisó que íbamos a cenar en diez minutos. ¡Tenía tiempo suficiente! Desenvolví el paquetito con mucho cuidado para no tirar su contenido al suelo. Lo coloqué sobre el escritorio, hice una raya bien dibujada pasando una regla por ambos lados y luego, con la parte exterior de un bolígrafo de plástico que había partido en dos, aspiré el polvo por la nariz como Paco me había enseñado. Bien. Solo recuerdo una explosión en el cerebro y de repente todo estaba blanco y en silencio.
Cuando me desperté estaba en la sala de un hospital, lleno de tubos y rodeado de monitores. Nunca olvidaré la cara de todos los que me vinieron a ver mientras estuve en esa especie de habitación de paredes de vidrio y llena de máquinas extrañas. Todos, absolutamente todos, empezando por el mismo médico, las enfermeras que me vigilaban día y noche, mis abuelos, mis tíos y mi padre, me mostraron su rechazo. Estaban decepcionados, tristes, frustrados y enrabiados. Yo no acababa de entender qué me había ocurrido y pensaba que habían descubierto el robo de las dos mil pesetas. El día en que me trasladaron a una habitación, con parte de mi familia delante, intenté hablar para meter aún más la pata.
—Devolveré el dinero —comenté con voz débil y apagada.
Al decir esto, mi padre enrojeció, soltó unos cuantos tacos de los gordos y salió de la habitación sin mirarme. Me sentía aún muy cansado y débil y con su reacción me acabé de hundir.
—¿Qué he hecho? —pregunté de forma casi inaudible y los ojos llorosos.
—¿Qué has hecho? —dijo mi abuelo en voz alta.
Mi abuela le puso la mano sobre el brazo en un intento de apaciguar su reacción y él calló. Entonces habló ella.
—Has estado a punto de morir por una sobredosis de cocaína y, por lo que la policía ha encontrado en tu habitación, parece que eres adicto a la marihuana. Sin contar el dinero que debes haber robado para poder pagarla. ¡¡Eres un delincuente de once años!! ¡Dios mío! ¿Cómo es posible? Todo esto es demasiado gordo para nosotros, Álex.
Se tapó la cara con las manos para contener los pensamientos y las emociones que le brotaban de su interior.
Unos inspectores de policía vinieron un par de veces para preguntarme cómo había conseguido la droga y quién me la había proporcionado. Yo les respondí a todo, lleno de miedo, temiendo que me metieran en la cárcel y con el alma rota de sentir cómo molestaba todo aquel asunto a mi familia. Realmente, esa estupidez mía marcó la vida de todos. A partir de ese momento sentí que había perdido la confianza de los que me querían y la libertad.