Читать книгу Siempre tú. El despertar - Marina Marlasca Hernández - Страница 5
Inglaterra
ОглавлениеCuando salí del hospital ―afortunadamente sin tener que ir a la cárcel―, mi padre ya lo tenía todo decidido y organizado. Llegamos a casa y tuvimos la única conversación o el único monólogo que se dignó a dirigirme. Yo le escuchaba sin tener el valor suficiente de contradecirlo. Me informó de que iría a estudiar a Inglaterra, en un internado especial para «chicos difíciles como tú», dijo. Me explicó también que, a la mañana siguiente, me llevaría para que me despidiera de mi madre, mis abuelos y tíos. Por la tarde iríamos al aeropuerto a coger un vuelo que nos llevaría a ese país y, desde ese otro aeropuerto, alquilaríamos un coche para llegar a Chelmsford, donde, a diez kilómetros de distancia, se encontraba el internado. Después de explicarme todo esto, no volvió a dirigirme la palabra en ningún momento. Tampoco me habló en el avión, donde la excitación no me dejaba estar quieto y le preguntaba sobre todo lo que para mí era nuevo, ya que era la primera vez que volaba. Al final, me hizo callar dedicándome una dura mirada y todas mis preguntas quedaron sin respuesta. Permanecí mudo el resto del viaje y durante el trayecto en coche, consciente de que, si abría la boca, solo sentiría mi voz y su mirada llena de odio. Intenté fijarme en el paisaje, pero estaba ya demasiado oscuro para apreciar nada. Así pues, terminé mirando por mirar sin ver nada, únicamente para no verlo a él.
El internado era un edificio antiguo, de piedra gris y oscura, sucia por los años y la humedad. Su techo estaba formado por dos vertientes muy pronunciadas. Era una construcción desangelada, rectangular, de planta baja y dos pisos, con hileras de pequeñas ventanas en cada piso. La edificación estaba rodeada por un enorme jardín, cuyos setos, esmeradamente recortados, dibujaban formas rectilíneas y curvas, circundados por caminos de grava hábilmente trazados. A pesar de ello, en aquel momento me pareció un lugar muy lúgubre y desagradable. El recinto, a su vez, estaba rodeado de una gran reja de barrotes negros terminados en punta de lanza de color dorado. Paramos ante la gran puerta de entrada. Mi padre bajó del coche y dijo algo por el interfono. La doble hoja se abrió de par en par, chirriando ruidosamente. Cuando ya estábamos en el interior del recinto se cerró de la misma manera, golpeando fuertemente al juntarse de nuevo las dos partes. Resultó bastante siniestro y tenebroso.
Al llegar a la entrada del edificio mi padre paró el coche. No parecía que allí pudiera molestar a nadie. Subimos la escalinata y, cuando se disponía a pulsar el botón del timbre, la puerta se abrió. Un señor muy estirado y bien vestido salió a recibirnos. Habló con él en un idioma que yo casi no conocía y, para sorpresa mía, mi padre pareció entender y le contestó. Nos hizo pasar a un despacho mientras esperábamos a alguien. Nos sentamos ante una gran mesa que parecía tener más años que el propio edificio. Nuestros asientos y el sillón orejero del otro lado de la mesa evocaban, también, un pasado anticuado y rancio. Eran oscuros, retorcidos y forrados de una tela aterciopelada y deslucida que en su tiempo debió ser del color de la sangre. La tela estaba ribeteada por unas chinchetas doradas y gastadas. Incluso la mesa estaba forrada de esa tela en la parte que se utilizaba para escribir.
Un poco más allá, en una esquina de la habitación, destacaba un archivador donde debían estar los historiales de todos los internos. Unos estantes repletos de libros cubrían las despintadas paredes y una única e insignificante ventana era su exigua fuente de luz natural. En aquel momento, la estancia estaba iluminada por un doble fluorescente, dando una luz pálida y fría que no favorecía en absoluto las ganas de estar allí dentro.
Entró otro señor de edad más avanzada que el primero. También tenía un aspecto muy pulido y también iba con traje chaqueta. Saludó a mi padre con un apretón de manos y se sentó al otro lado de la mesa. Empezaron a hablar en aquel idioma que no entendía. De vez en cuando, aquel hombre me miraba con severidad para después volver a dirigir la mirada a mi padre mientras conversaban. Pasado un buen rato, el señor sacó de un cajón unos documentos y un bolígrafo de plata y se los ofreció a mi padre para que firmara. Por su parte, mi padre sacó un fajo de billetes desconocidos para mí. Se los acercó mientras le daba las últimas indicaciones y se levantó para irse. Yo intenté hacer lo mismo, pero me cogió del hombro, con fuerza, para obligarme a permanecer sentado mientras él se marchaba sin decirme nada. Sentir que me abandonaba así me dolió mucho, pero su reacción no me extrañó. Siempre me había tratado mal y, en sus momentos más oscuros, me acusaba abiertamente de ser el culpable de la enfermedad de mi madre. Más tarde averigüé que los primeros síntomas de esa enfermedad aparecieron justo antes de mi nacimiento y lo que en un principio pareció ser una severa psicosis posparto con el paso de los meses fue derivando a una grave y crónica enfermedad mental. Pero yo no fui el culpable.
Aquel señor cogió mi maleta e hizo que le acompañara. Subimos una ancha y desgastada escalera de caracol hasta el segundo piso donde parecía que estaban las habitaciones y paró ante la puerta de una de ellas. Al abrirla, siete cabezas se levantaron de sus almohadas para mirarme. Fueron siete miradas intensas y hostiles, desagradables. Aquello era todo menos una bienvenida. El hombre me indicó una cama vacía y sacó mi exiguo equipaje de la maleta para colgarlo en un pequeño armario que había al lado. Después de ponerme el pijama me acosté. Y así, sin cenar y sintiendo las miradas de mis compañeros de habitación como una losa, cerré los ojos para apartar de mi vista la tiniebla en que se había convertido la realidad. El cansancio acumulado a lo largo del día de viaje me ayudó, y poco rato después ya dormía profundamente. Al día siguiente, el ruido de unas voces me despertó. Algunos de los chicos se estaban vistiendo, otros habían salido de la habitación para ir al baño y lavarse. Yo me dispuse a hacer lo mismo. Fui al armario donde estaba mi ropa, pero todo había desaparecido. Empezaron a reírse de mí y a hablar en tono burlón en aquel idioma que no entendía. Algunos chicos de otras habitaciones miraban desde la puerta, como si allí hubiera un espectáculo. El espectáculo era yo. Los que estaban más cerca empezaron a darme empujones y a tirar del pijama para quitármelo. Empecé a dar patadas mientras intentaba aferrarme fuertemente al pijama, adivinando lo que pretendían hacer. Los chicos que estaban en la puerta se sumaron a la juerga y, aunque ofrecí toda la resistencia de que fui capaz, en un momento me habían desnudado y llenado de golpes. El alboroto que se produjo debió alertar a un hombre que, cuando entró en la habitación, solo me encontró a mí desnudo y meado en el suelo, sangrando por la nariz y visiblemente conmocionado. Recuerdo que me cogió para meterme en la cama mientras yo volvía a cerrar los ojos a la realidad.
De alguna manera capté que a mis compañeros de habitación les habían castigado por la bienvenida que me habían dado, no sé decir si lo deduje por las miradas que me dedicaban cargadas de odio después del incidente; porque todo el mundo se apartaba de mí y callaba, como si fuera un apestado; porque mi ropa volvía a estar en su lugar y nadie nunca más se atrevió a tocarla, o por todo a la vez.
En clase no entendía casi nada. A los compañeros tampoco los entendía. No solo por el idioma, sino también por su actitud hostil. Cuando no había ningún profesor o adulto cerca me daban patadas, me escupían o me hacían la zancadilla. En la habitación no se atrevían a hacerme nada, ya que los podían identificar. Pero fuera de allí aprovechaban cualquier oportunidad. Para ser sincero, debo decir que entre ellos tampoco parecía que se apreciaran demasiado. Todos aquellos muchachos eran como enchufes sobrecalentados, de los que salían chispas por cualquier motivo. Todos estaban frustrados, enojados y amargados. Todos luchaban para ser el más feroz y poder pasar por encima de los demás, a pesar de la firme disciplina que se imponía en aquella institución.
Nadie se molestó en explicarme cómo funcionaban las cosas allí. Todo lo aprendí a base de observar lo que hacían o no hacían mis compañeros y también a base de recibir algún tortazo.
Fue duro, muy duro. Añoraba las historias de mis libros, la comida casera de la abuela, la calle, el clima, el mar... Lloraba. Lloraba mucho cuando nadie me veía y no tardé en ponerme enfermo. Allí no estaban para tonterías y me encerraron en la enfermería, que era una triste habitación de paredes amarillentas con una pequeña ventana igual a las de todo el edificio. La ventana daba a la parte norte de la finca y, como mobiliario, únicamente una cama donde me encontraba postrado y que pronto se convirtió en una herramienta de tortura por su incomodidad.
Peter, el doctor que me venía a ver cada día, sabía un poco de español y me explicó que tenía una neumonía importante. También me hizo saber que mi familia estaba al tanto de mi enfermedad, pero que habían dicho que no vendrían, alegando alguna excusa. De mis abuelos puedo entender que no viajaran hasta allí, pero de mi padre… Así pues, tuve que pasarlo solo. Peter procuraba quedarse un poco más de la cuenta para hacerme compañía e intentaba distraerme haciendo juegos de magia y malabares. Sabía un montón y pronto empecé a esperar al doctor con ansia para disfrutar de sus habilidades. Él aprovechaba mi entusiasmo para hacerme chantaje y así conseguía que me dejara pinchar y me tomara toda la medicación. Finalmente me fui recuperando de la enfermedad. ¡Recuperar el peso resultó imposible! Quedé escuálido, pero yo sentía que después de aquella enfermedad era más fuerte.
Plantaba cara a los que se metían conmigo. No siempre lo conseguía, pero llegué a zurrar duro a seis de mis compañeros y recibí el mismo número de castigos, que, básicamente, consistían en estar encerrado en una habitación, esta vez sin la ventana de siempre, durante unos días. Una luz que se apagaba indicaba cuándo era la hora de ir a dormir a la sencilla cama que allí había. También había un minúsculo apartado que se podía considerar el baño. Yo aprovechaba mis estancias en aquella habitación para salir de la oscuridad de mi vida y dar un paseo por las historias y aventuras que recordaba de mis queridos libros y de mis sueños más felices.
Después de aquello, los compañeros me dejaron en paz. Algunos no se atrevían a mirarme a la cara, donde se veía claramente reflejada mi resolución de enfrentarme a cualquiera. Sencillamente, me dejaron de lado. No tenía amigos, pero tampoco enemigos. Comencé a hacer lo que quería dentro de la más estricta vigilancia institucional, claro. Pero tenía momentos para mí y los aprovechaba para disfrutar a mi manera. Empecé a leer. Al principio resultó muy complicado. Iba a la pequeña biblioteca del recinto, en la que nunca había nadie, y cogía un libro. Me ayudaba con un diccionario españolinglés inglésespañol que me había dado Peter antes de abandonar la enfermería. Todo el tiempo estaba con el diccionario arriba y abajo, buscando el significado de las palabras y la lectura se hacía muy lenta y pesada. Pero con el tiempo empecé a entender, a leer, a escribir y a hablar el inglés. Y lo más importante de todo, empecé a entender aquellos libros con historias increíbles y a soñar en inglés, of course.
En aquella biblioteca encontré historias interesantes que me llevaron a protagonizar aventuras inesperadas. Uno de esos hallazgos fue la historia de Robin Hood. Era divertido y reconfortante ver que un ladrón podía ser querido por los demás, aunque fuera en la ficción, solo por el hecho de que daba lo que robaba a los pobres. Esa historia me inspiró una idea.
El caso era que allá imperaba un orden superior a la disciplina feroz que nos imponían a los internos. Esa fuerza suprema estaba encabezada por uno de los bedeles del instituto, mister Green. Aquel hombre escuálido por la envidia, con nariz de buitre y mirada pequeña y fugitiva, ocupaba oficialmente un cargo medio entre el director, el profesorado y los internos, pero ejercía su poder a voluntad. Tenía un ayudante, Jeremy, el interno más malintencionado, salvaje y temido de todos. Mister Green se ganaba un sobresueldo con el dinero que, bajo coacciones y amenazas, robaba de los internos. Jeremy era su ayudante y, a cambio de unas cuantas libras, le hacía el trabajo sucio atemorizándonos o descargando su rabia a base de golpes con todo aquel que no accedía a pagar. El bedel, para reforzar su posición de poder sobre nosotros, nos atemorizaba diciendo que nos vigilaba y que, si intentábamos delatarlo, el chico se encargaría de nosotros. Todos conocíamos la fuerza de Jeremy. Yo mismo sufrí alguno de sus ataques y tengo que decir que fue uno de los pocos que pudieron conmigo.
Decidí que yo también podía ser como Robin Hood, defendiendo un tipo de justicia social. Por lo menos, sería un ladrón que se vengaría de otro. Parecía divertido. No esperaba que los compañeros lo apreciaran, pero quizá lograría sentirme un poco menos solo. Tenía claro que no podía acusar abiertamente a mister Green sin tener pruebas. Además, no tenía amigos. Así que debía idear algo que pudiera hacer yo solo. Mister Green guardaba el dinero que nos robaba en su habitación y aprovechaba su día de fiesta para llevárselo. Lo guardaba escondido entre sus pertenencias, dentro de un maletín de cuero blando, desgastado y negro, similar al que utilizan los médicos que visitan a domicilio. Un día, aprovechando una de mis estancias en solitario en la biblioteca, me deslicé dentro del despacho del director para hurtar el bolígrafo de plata que guardaba en su cajón. Él, tal vez pensando que su autoridad lo amparaba, nunca cerraba la puerta del despacho ni los cajones. Luego, con cuidado de que nadie me viera, subí escaleras arriba para llegar al segundo piso donde el bedel ocupaba la última de las habitaciones. Normalmente aquella estancia estaba cerrada con llave, pero dos mujeres de la limpieza venían cada quince días para dar un repaso y tenían permiso para entrar. Mientras una de las mujeres estaba haciendo los cristales de la habitación de al lado y la otra estaba limpiando el baño, cogí el llavero que estaba encima del carro de la limpieza para introducir una llave tras otra en la cerradura hasta que la puerta se abrió. Dentro, todo estaba en penumbra y tuve que esperar a que se me habituaran los ojos para poder buscar el maletín. Como suponía, estaba cerrado. No sabía si el dinero estaba ya en su interior o no, pero parecía estar preparado, ya que se veía bastante lleno. Lo volteé para, con una de las llaves que parecía más afilada, apretar fuertemente y rasgar la piel en un lado de la base que se veía más desgastado, siguiendo la costura interna. Introduje el bolígrafo de plata por la incisión y la cerré con un poco de adhesivo. A simple vista no se notaba nada y esperaba que el bedel no se diera cuenta.
El día siguiente era el día de fiesta de mister Green. Habitualmente, antes de marcharse se despedía muy educadamente del director. Mientras el bedel todavía estaba en su habitación, me dejé pillar saliendo del aula de música con un metrónomo escondido bajo la ropa. Me condujeron al despacho del director y allí me obligaron a cantar. Cuando me preguntaron por qué había robado el metrónomo, les comenté que mister Green me obligaba a hacerlo. Les dije que Jeremy y yo extorsionábamos a los demás internos para que nos dieran su dinero y que, después, se lo entregábamos al bedel, el cual lo sacaba de allí escondido en su maletín. El director, incrédulo, me hizo esperar en el despacho y ordenó ir a buscar a Jeremy, que al encontrarse en presencia del director parecía atemorizado. Lo interrogó. El chico lo negaba todo, pero su nerviosismo le delataba y el director empezó a dudar de su inocencia. Cuando llegó mister Green para despedirse, le hizo entrar en el despacho con una expresión muy seria. El bedel se mostró un poco sorprendido al vernos retenidos allí a Jeremy y a mí. El director le explicó lo que había pasado y que yo les acusaba abiertamente de obligarme a ser su cómplice. Mister Green lo negó todo, muy enfurecido y defendiendo también la inocencia de Jeremy. Todos me miraron con mala cara, pero a mí únicamente me hizo falta sugerir que lo comprobaran y dar a conocer la cantidad exacta de dinero que había robado aquella semana, aunque no mencioné el bolígrafo de plata. Mister Green cambió su expresión, que se tornó en un gesto congestionado y lleno de terror. El director tuvo que insistir para que le dejara comprobar el contenido del maletín. La tensión se podía palpar en el ambiente cuando empezó a sacar lo que había dentro. Mister Green fue capaz de sobreponerse y consiguió dar una explicación más o menos creíble de por qué llevaba, justamente, aquella cantidad de dinero escondido entre sus cosas. Pero, cuando el director extrajo del maletín el bolígrafo de plata que reconoció inmediatamente, mister Green se puso pálido y su rostro se desencajó, ofreciéndonos una imagen esperpéntica. Cuando se repuso, de nada le sirvió intentar defenderse diciendo que alguien se lo había puesto en el maletín. El director sabía que el bedel cerraba siempre la puerta de su habitación y que la llave que abría el maletín la llevaba colgada del cuello.
Mister Green fue despedido inmediatamente y a Jeremy y a mí nos encerraron en aquellas habitaciones sin ventanas durante diez días. Cuando abandonamos nuestro encierro los compañeros nos miraron de manera diferente. A él como a alguien que había perdido su estatus de intocable y a mí con una especie de respeto, como el que se sentiría por un loco capaz de hacer cualquier cosa. Saber que había sido capaz de robar al director su bolígrafo de plata y de inculparme en unos robos que no había hecho para poder desembarazarme del bedel los desconcertaba. A Jeremy le veía resentido conmigo, pero no fue capaz de enfrentarse abiertamente como antes. Creo que se sentía un poco intimidado. Al principio hubo un poco de mal ambiente, pero cuando apareció el nuevo bedel, mister White, un hombretón charlatán y apacible, la cosa se tranquilizó.
Fueron pasando los trimestres y con ellos las fiestas señaladas en las que, normalmente, las familias se reúnen. Yo estuve solo tanto los días escolares como los festivos. Los otros chicos se marchaban, si no en unas fiestas, en las otras. Fui el único que nunca se movió de allí. Suponía que la familia aún estaba enfadada conmigo por el mal trago que les había hecho pasar y que las nuevas acusaciones de robo no ayudaban en nada a apaciguar su enojo, pero añoraba tanto volver a casa...
Cuando se terminó el curso escolar me avisaron que volvía a casa. Entonces, mi padre me vino a buscar y, sin decir una palabra, fuimos al aeropuerto. Fue un viaje frustrante y doloroso. ¡Ojalá no hubiera venido! Mientras estaba en el internado imaginaba cómo sería el reencuentro con él y la familia. Les pediría perdón y me esforzaría en portarme bien. Ayudaría en todo y no protestaría por nada. Me había hecho esa solemne promesa. En el avión intenté empezar a cumplirla. Mirando a mi padre le pedí perdón en voz baja, para no molestar a los otros pasajeros. Él me ignoró y se quejó de mis calificaciones escolares. Sabía que le habían explicado que eso se debía, básicamente, a mi desconocimiento del idioma, pero que había mejorado y en el último trimestre ya comprendía las materias y mi rendimiento era bueno. Además había cambiado mi actitud. Le dije que el curso siguiente me esforzaría mucho. En el colegio de Mataró el idioma no sería un problema. Entonces, mi padre me lo soltó sin rodeos.
—¡No, Álex, no! El curso próximo, volverás al internado, y el otro y el otro...
Me hundí... Hundido literalmente en mi asiento y en lo más profundo de mi corazón, ya no tuve fuerzas para decir nada más. Dejé que las cosas fueran pasando.
No sé por qué, pero me empeñé en mantener mi promesa. Intentaba ayudar, portándome bien y no quejándome de nada. Cumplir mi promesa fue lo que me mantuvo entero. Era lo único que tenía, yo y mi maldita promesa. Fue un verano bien triste.
Mi padre era de los que piensan que todo se arregla con disciplina. No intentaba entenderme, solo me daba órdenes. «¡Come!», «¡A dormir!», o «¡Apaga la tele!» eran sus conversaciones más largas conmigo.
Tenía prohibido ir a la playa o bañarme en la piscina. No podía ir en bici y sobre todo no podía quedar con amigos. Me hizo trabajar duro llenando media docena de cuadernos de verano. Y cuando él se fue de vacaciones me apuntó a una especie de campamento, donde caminar quince kilómetros diarios a pleno sol era de lo más normal. Me llevó una vez a ver a mi madre y otra a ver a los abuelos, pero ellos no parecieron muy entusiasmados de verme después del disgusto que les había dado. Tenían bien presente que cuando me drogaba vivía con ellos.
No me lo podía creer, pero antes de que acabara el verano ya deseaba volver al internado, donde, al menos de vez en cuando, tenía tiempo para mí y mis sueños. Y así, sin ningún cambio destacable aparte de la muerte de la abuela materna; de mi dominio del inglés; de alguna que otra pelea; de mi gran capacidad para leer, aprender y soñar, y las gafas que finalmente tuve que llevar, pasaron casi tres años.
Un día, cuando faltaban pocos meses para que cumpliera catorce años, me llevaron al despacho del director. No sabía qué había hecho mal. Llevaba una temporada tranquila sin provocar incidentes. Los otros me ignoraban y a mí me parecía perfecto, porque no me gustaba aparentar que nos teníamos algún aprecio cuando era evidente que no nos entendíamos. Ellos estaban en un mundo y yo en otro.
Tampoco parecía posible que el director quisiera hablar conmigo sobre mi rendimiento académico. Después de un primer curso nefasto en este aspecto, mis calificaciones habían ido mejorando poco a poco y, en aquellos momentos, me constaba que eran de las mejores de todo el internado.
Cuando entré al despacho el director me esperaba sentado en la butaca orejera. La luz natural que invadía la estancia nunca adquiriría la presencia, cuerpo y luminosidad de la que se filtraba en mi casa. Bueno, en casa de mi padre. Yo añoraba esa luz...
La cosa tenía que ser muy seria, porque la cara del director estaba en tensión, con la frente arrugada y la boca apretada. Sentí un latigazo de miedo que me atravesó de arriba abajo.
—Mr. Martinez, I have terrible news to tell you. Sit down, please —empezó.
Me senté pálido y sudoroso. ¿Qué demonios pasaba?
—I am sorry to inform you that your father has passed away.
Yo continué callado en mi asiento. Estaba pálido, pero ya no sudaba. De repente tenía frío. Temblaba exageradamente y empecé a sufrir convulsiones. No recuerdo nada más.
De nuevo, en la enfermería el doctor Peter estuvo muy atento conmigo. Me mantuvo en observación dos días, para estar seguro de que estaba bien antes de darme el alta. Poco a poco, mientras iba asumiendo lo que había pasado me iban explicando detalles de la muerte de mi padre. Parecía un accidente. Lo encontraron muerto en la piscina de su casa con un golpe en la cabeza, como si se lo hubiera dado al caer del trampolín. A mí me extrañó un poco. Mi padre nunca se había tirado del trampolín delante de mí.
Cuando salí de la enfermería alguien había puesto todas mis pertenencias en la maleta. El director me la dio junto con un billete de avión y una carta para mi familia. Me explicó que mis abuelos habían decidido que volviera a casa. Se despidió de mí con un apretón de manos y aquel fue el final de mi etapa en el internado. Bye bye!