Читать книгу Sombras en la diplomacia - Marino José Pérez Meler - Страница 10
Génesis familiar
ОглавлениеLa estirpe Venayon sobrevivía a los tiempos desde el siglo XIV. La ciudad de Toledo había sido desde entonces su metrópoli natural, después de su expulsión desde Inglaterra y hasta que los Reyes Católicos decidieron, de una manera un tanto intransigente, que los hebreos deberían abandonar el territorio hispano a no ser que se cumplieran las complejas exigencias del edicto emitido en 1492. Se trataba así de solventar el recelo histórico de los cristianos hacia los judíos y la necesidad de inhabilitar a un grupo de poder, además de la jerarquía social de que gozaban los sefardíes. Su preeminencia, por entonces, en la banca, convertía a los hebreos en los principales prestamistas del suelo nacional y ante su negativa de conversión al cristianismo el mandato prohibía trasladar bienes muebles a otros territorios exteriores. De esta forma, y en base a un castigo mayor, los judíos españoles deberían dejar todo su patrimonio en suelo natural y así también se evitaba que iniciaran cualquier tipo de negocio en su lugar de destino. Todo ello se dice, se dijo, que generó un odio originario hacia España de los sefardíes, hijos de las regiones de Sefarad, que es el nombre en hebreo con el que se denomina a la península ibérica; rencor que con el transcurso de los siglos se convirtió en añoranza por el regreso a la amada tierra de sus ancestros. En la actualidad, la península ibérica en su conjunto sigue siendo un sinónimo de nostalgia para la comunidad sefardita hasta el punto de que en la Europa central todavía existen comunidades, pequeñas, donde aún se habla ladino, un idioma procedente del castellano medieval.
Pensaba Rachel, tal y como le había comentado su padre, David, en una ocasión, que la peregrinación de su familia atávica había sido muy similar a la del profeta Moisés. Porque él y el pueblo judío huido de Egipto, decía, hubieron de vivir en el monte Sinaí durante un año; luego la nube se alejó del tabernáculo y tuvieron que seguirla a través del desierto, pero los sacerdotes, obedeciendo la palabra de Dios de que así los guiaría hacia la tierra prometida, transportaban con rigidez el arca del testimonio. Sin embargo, estaban decepcionados y lamentaban su salida de Egipto. Tenían hambre. Y por eso Yaveh les envió el maná. Pero ellos querían carne y días más tarde les mandó codornices. Cuando llegaron a la tierra de Canaán, que era la tierra prometida, Moisés envió a doce espías al objeto de investigar. Los espías volvieron, pero a pesar de portear vituallas y frutas para los desplazados, indicaron que las gentes de Canaán resultaban peligrosas por su fortaleza física, por vivir en grandes y amuralladas ciudades y por su estatura fuera de lo común. Fue el momento en que la multitud israelita que acompañaba a Moisés tuvo miedo y solicitó regresar a Egipto. El pueblo judío ya no tenía fe en Dios. Ante el desconcierto general, Yaveh se enojó con los hebreos y le pidió a Moisés que los retornara al desierto. A la sazón, Dios les dijo que tendrían que vivir cuarenta años en el desolado arenoso, siendo la conclusión que los israelitas más viejos morirían en las desérticas arenas y los más jóvenes, con fe, alcanzarían la tierra prometida. Y así fue como no llegó a ser. Moisés durante cuarenta años los guio y una vez alcanzó la montaña en la que se divisaba Canaán, con ciento veinte años de edad, indicó el itinerario hacia la tierra prometida y Dios se lo llevó consigo.
Lo cierto es que la familia de Rachel, sus antepasados, había sufrido no los cuarenta años de destierro como indicaba la Torá, sino más de cuatrocientos hasta que logró establecerse con un mínimo de permanencia. Durante su desarraigo, y según comentaba su padre en las escasas ocasiones en que surgía el tema, cada dos o tres generaciones y por motivos claramente gubernativos, los judíos sefardíes se sentían obligados a emigrar a otros pueblos donde la inexistencia de persecución social les pudiera conducir a otros lugares donde conseguir una mínima estabilidad para sí y sus familias. Holanda, Polonia, Túnez, los Estados Pontificios y otros habían sido los términos donde la familia Venayon se estableció con carácter permanente durante una época más o menos longeva. Ya en los últimos tiempos, los de sus bisabuelos, Hungría fue el país de acogida y Budapest la ciudad elegida, población donde nació su padre, David. Sin embargo, otras derivaciones sobrevenidas, como la Segunda Guerra Mundial, revirtieron en la estabilidad perfilada y volvieron a obligar a la familia a una nueva huida, aunque en esta ocasión con esquema de retorno al principio de los tiempos, al lugar donde se inició su expulsión en 1492.
El río Danubio, corriente de agua dulce que separa y a la vez une en la confluencia a las ciudades de Buda y Pest, dejó una evidente huella en la familia Venayon. Los abuelos de Rachel, después de deambular por varios países europeos, se sintieron deslumbrados por la contemplación cercana de aquellas aguas que prácticamente observaban desde su domicilio en Kiraly Utca, lugar donde también mantenían su negocio de joyería y casa de empeños, subterfugio para denominar los préstamos interesados que realizaban. Pero cuando les llegó la oportunidad de decidir su regreso a España, concluyeron que la ciudad de destino debería estar situada bien en la confluencia de un río con un cauce cuantioso o al lado del mar. Tenían más que claro, axiomático, que el regreso a Toledo forjaría nuevas y dilatadas penas que no estaban dispuestos a tolerar. Requerían un lugar nuevo, incógnito, desde donde reconciliar un pasado de siglos e iniciar una nueva vida; una vida diferente, heterogénea y alejada de sus propias normas y desencuentros. Se plantearon muy seriamente el cambio de apellido y para ello solicitaron el apoyo y el consejo del llamado Ángel de Budapest, que había sido, milagrosamente, el hombre que salvó a la familia del exceso nazi. También fueron conscientes de que el sentimiento de la religión debía ser algo muy íntimo, personal, aunque sin desmerecer ni exhibir. El hecho de que durante su estancia en Budapest su domicilio se incluyera dentro del barrio judío, de que su hijo David siguiera su escolaridad en los bajos de la Gran Sinagoga y de que difícilmente transitaran por la ciudad mostraba el grado de apego y propensión a un gueto como se conformó en los días de la Segunda Guerra Mundial, convirtiéndose más tarde en el campo de concentración de la capital húngara. Pero si bien la invasión alemana había acaecido de manera pacífica y con la total aquiescencia del nuevo Gobierno húngaro, no fue así con los planes que conjugaban un exterminio masivo de la comunidad judía del país, para lo cual se emitió un comunicado que indicaba las disposiciones antisemitas que se promulgaron. Los judíos no podrían salir de sus casas más de dos horas seguidas cada día. Quedaba prohibido que los judíos se comunicaran a través de las ventanas de sus comunidades. En los refugios, la sala principal sería para los vecinos húngaros y la más vulnerable para los judíos. En los tranvías, los judíos solamente podrían viajar en el segundo vagón. Se prohibía a los vecinales albergar a judíos en sus domicilios. A todo ello habría que sumar que a los judíos se les obliga a entregar las joyas de oro y plata, los aparatos de radio, las bicicletas y los esquíes.
Ante la situación acontecida, un diplomático español revela a su Gobierno el escenario que se produce en el Budapest de 1944 e informa de que a los judíos se les asesina por medio del gas. Y ante la espera de una contestación sensible, decide proporcionar documentos españoles a todos los sefardíes que pudiera encontrar en los contornos. La familia de Rachel, sus abuelos, fue una de las afortunadas. El embajador ideó un truco que el holocausto debería reverenciar: el Gobierno húngaro le autorizó salvoconductos solo para doscientas familias, pero las doscientas familias se multiplicaron con el simple engaño de no emitir pasaporte o autorización que estuvieran numerados por encima del guarismo doscientos. Así, de esta manera, logró salvar a miles de judíos con la pasiva connivencia del Gobierno franquista.
—¿Qué os parecería que nuestro apellido se convirtiera en Venay? —preguntó el padre de David a su familia durante el ágape del día.
David le observó con cara de resignación, aunque su rostro no manifestaba una negativa.
—Podría estar bien, papá. Conozco otros casos, entre ellos el de mi amigo George. Nació como Schwartz y ahora se apellida Soros. Un día hablamos y me comentó que su familia había cambiado el apellido debido al antisemitismo que operaba en la Alemania nazi y que podría extenderse, como así ha sido, por el resto de los países colindantes. Por mi parte, ningún problema. Además, Venay no está nada mal. —Sonrió.
—¿Has dicho Soros?
—Sí, ¿por qué?
—Porque es un palíndromo.
—¡¿Qué dices?! —exclamó—. ¿Y eso qué es?
—Es una palabra, o un término, que se lee igual por los dos lados. Puedes leerla por donde quieras, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda. Dicen que trae buena suerte. Y además Soros, en el idioma húngaro, tiene su significado…
—Eso lo sé, papá. Quiere decir «sucesor» o «siguiente en la línea de sucesión». Algo así.
—Y tú, querida, ¿qué opinas?
Su mirada lo decía todo. La expresión era de por sí sobradamente aclaratoria y después de unos instantes de reflexión preguntó:
—¿Te acuerdas de cuál era mi apellido de cuando soltera?
El padre de David puso cara de asombro, de extrañeza. Durante los catorce años de matrimonio en ningún momento llegó a pensar, a cavilar, sobre el asunto. Su esposa llevaba su apellido y lo único que los diferenciaba era el nombre propio: Edith y Daniel.
—¡Venayon! —exclamó, eufórico.
De las risas, tanto de su hijo como de ella misma, llegaron a enterarse hasta en los pisos superiores. Y era extraño que en la situación trascendente en que se encontraban alguien pudiera tener el valor oculto de reírse a carcajadas. Daniel les hizo un gesto que definía claramente que deberían silenciar sus emociones y mantener la calma. Así lo hicieron.
Pocos minutos más tarde la familia, en cónclave conjunto, tomó la decisión que le había sugerido la embajada española. A Edith se le retiraría la «h» final de su nombre y tanto Daniel como David se mostraban como nombres propios de indiferencia occidental. Así lo acordaron, además de certificar como válido el apellido Venay para el futuro.
Parecía ser que no había problema, pero lo había. David, a sus casi catorce años, presentaba la imagen de alguien que se muestra obligado a renunciar a toda su infancia, compañeros y cómplices de su adolescencia, para iniciar una nueva vida alejada de todo lo que había sido la suya hasta el presente. Y se sentía mal, contrito, afligido por el presente y pesaroso por el futuro. Tenía constancia de que la decisión que habían tomado se exhibía como la más equilibrada, como la más eficaz ante un argumento que día a día se deformaba en contra de los judíos.
En la sinagoga, en las clases que todavía recibían, entre los jóvenes se comentaba la precaria y delicada situación en que se encontraban. Algunos, pocos, ya explicaban que habían escuchado conversaciones paternas, aunque más bien entre susurros, en las que indicaban la existencia de desapariciones de miembros de la comunidad sin que tuvieran una explicación coherente. El escenario, el contexto, sin ser alarmante, parecía haber tomado visos de amenaza y ellos, en su juventud, se percataban de la anormalidad que representaba habitar en una zona que se consideraba como un barrio judío y que ningún otro habitante de Budapest se manifestaba interesado en ocupar.
David no sabía con exactitud lo que su señor padre estaba preparando, pero todo indicaba una apresurada salida familiar hacia otros lugares menos conflictivos y más permisivos con la comunidad judía. La guerra hacía años que duraba, aunque se la imaginaba como un hecho lejano; pero un hecho lejano que cada vez se acercaba con mayor insistencia, siendo su propia comunidad la más afectada por la malquerencia del pueblo alemán. Se sintió apenado en la observancia de las bóvedas de aquella gran sinagoga, que posiblemente tardaría tiempo en volver a admirar; aquellas bóvedas que un partido húngaro pronazi, el ultraderechista de la Cruz Flechada, había tratado de bombardear hacía unos años, aunque sin éxito. Admiraba su construcción, su estructura, sin que pudieran apreciarse los trazos diferenciados de las mezclas de estilos arquitectónicos en que se construyó.
—¿Qué haces? —preguntó alguien a sus espaldas.
—Contemplo esta maravilla.
George Soros, su compañero y amigo, lo contemplaba con un aire de interrogación, como si pareciera tener constancia de lo que la familia de David maquinaba.
—¿Estáis preparando la escapada? —inquirió directamente.
David lo observó con estima, con el cariño de alguien que contempla a su mejor camarada, y de una manera repentina, inesperada y casi sorprendiéndose a sí mismo le contestó:
—Es más que probable. No tengo acceso al pensamiento y movimientos de mi padre, pero hace unos días conversamos sobre la posibilidad de cambiar el apellido familiar. ¿Eso qué te indica?
—Está claro. Os largáis. Y si así fuera, como me imagino que será de improviso, mañana te pasaré la dirección de una tía mía que vive en Suiza. Le escribes, le indicas dónde estás y así seguiremos manteniendo el contacto.
Se acercó a él, le dio un abrazo y se esfumó a la carrera, doblando la primera esquina. No quiso aceptar que David llegara a observar que sus ojos comenzaban a ser surcados por unas lágrimas incipientes.
—¡Eh! ¡Eh! George, ¿dónde vas? ¡Espera! —gritó, pero nadie le hizo caso.
David se quedó sorprendido, atónito. Pensaba que el mero hecho de modificar el apellido familiar no debería constituir un esquema evidente de una partida inmediata. George debería estar al corriente, y más por experiencia propia. Su familia cambió el nombre hacía muchos años y seguía viviendo en el término y domicilio donde se había iniciado el proceso y la consecución del nuevo apellido. No llegaba a entenderlo. Consideraba que alguna reacción, algún gesto, alguna reserva fruto de la excitación en él mismo, habría desarrollado en su amigo la idea básica que llegó a exponer con total contundencia. Sabía que George, además de ser un amigo, era una persona con una inteligencia fuera de lo común, pero lo que ignoraba era que también parecía ser un hechicero con visión de futuro.
Mientras en una parte de Budapest su hijo David y George mantenían la conversación, Daniel se encontraba esperando el tranvía que le llevaría hasta una parada cercana a la embajada española. No podía demorarse más de dos horas fuera de su domicilio, así estaba acordado por las autoridades, y tenía perfecta constancia de que el tiempo desaparecía rápido en los márgenes en que más lo necesitaba. Él y cualquiera. Pero lo consiguió. Mantuvo su entrevista con el Ángel de Budapest y regresó esperanzado hacia su residencia. Todo estaba en orden, dentro del desorden, pero en pocos días mantendría la ilusión del olvido Venayon.
Durante el viaje de regreso observó la tristeza que progresaba en la ciudad. En la espera del verano, el céfiro primaveral no parecía tener ningún signo de esperanza. La llegada de los alemanes había convertido a una población alegre, gozosa de sí misma, en un glosario penoso donde la definición más simple se pervertía en la aversión. Los abrigos escondían mucho más que cuerpos en una temperatura más que fría para la época. El gélido marzo escondía unas mentes postradas, decaídas ante un futuro desconocido, por una situación cuya gravedad se determinaba por la discordancia con la realidad del presente. Los presagios del pueblo se ocultaban bajo las ropas de abrigo, pero los tabardos resultaban insuficientes para encubrir la adversidad en que casi todos parecían hallarse.
Tan pronto accedió a la puerta de entrada, Edit le esperaba ansiosa con una mirada interrogante.
—¿Y qué?
—Todo en orden —masculló, más que contestó, Daniel.
—¿Eso es todo?
—¿Y qué quieres que te diga?
—Pues no sé. Creo que tengo derecho a saberlo todo —manifestó con recelo—. Creo que tanto a mí como a David nos afecta directamente.
—Sí, sí, tienes razón. Aunque lo cierto es que no quisiera que supierais más de lo necesario. De esta manera no me preocuparía que se os pudiera escapar…
Edit lo cortó de inmediato, de mala manera y casi con un ímpetu que Daniel desconocía.
—¡Pero tú estás loco! ¡¿Cómo puedes pensar algo parecido?! —gritó.
—Tranquila, mujer, tranquila. No es necesario que te exaltes. ¡Vaya carácter! Parece ser que lo tenías escondido, ¿eh?
—Déjate de tonterías. Nos estamos jugando la vida.
—Es cierto. Y parece ser que nuestro pasado sefardí se encargará de salvárnosla. Nos vamos, Edit. Dejamos Hungría y volveremos a España, desde donde expulsaron a nuestras familias hace muchos siglos. Sí, nos vamos. En pocos días recibiremos los salvoconductos con los nuevos nombres; permisos para circular por cualquier territorio ocupado hasta llegar a nuestro destino.
—¿Y cuándo se prevé el viaje?
—No te preocupes. Te avisaré con tiempo…, digamos un par de horas antes.
Edit no quiso continuar la broma de su esposo y le soltó un manotazo, lanzándole una almohadilla, aunque sin violencia.
—¡Tonto, más que tonto! —murmuró con satisfacción mientras caminaba lentamente, acercando su cuerpo a Daniel con cierta voluptuosidad y en un claro mensaje.
—¿Ahora? —señaló Daniel, asombrado.
Ella lo miraba con deseo, con excitación, como indicando que el sexo no debería tener horas concretas.
—Podría venir David —amagó Daniel en un susurro.
—Bueno, como siempre, lo que tú digas —murmuró Edit.
Dicen que las relaciones sexuales se marchitan con el tiempo, pero no es exacto. Después de casi quince años de matrimonio, entre ellos existía una firme relación que podría asombrar al resto de mortales. Aunque, de hecho, en esta ocasión la prudencia de Daniel sobrepasaba la ansiedad del acto. La Torá es clara en este aspecto: establece que el deseo sexual no debe ser nunca reprimido, reconociendo la sexualidad como un hecho fundamental en la vida humana.
Daniel estaba ilusionado por cómo había derivado la breve reunión y por el compromiso final del encargado de negocios de la embajada española. Sabía por él mismo que la situación en la España de Franco no era nada favorable a los judíos, aunque su entorno familiar presentaba un carácter diferente, como una incongruencia notable, en cuanto a la estimación de los sefardíes. Se comentaba que el general había tenido relación con varios de ellos y que hasta le llegaron a ayudar en Marruecos cuando se iniciaba el alzamiento de una parte de los ejércitos españoles. Había que tener en cuenta los grandes contrastes entre las diferentes etnias dentro del pueblo judío en sí; no en vano, sefaradí significa «español» en hebreo clásico y siempre ha servido para desigualar, dentro del pueblo judío, a los descendientes de aquellos expulsados de la península ibérica. Es por ello que la embajada estimaba conveniente desatender las disposiciones indicadas por su Gobierno en aras de salvaguardar la vida humana de personas con una connotación de pasado ciertamente hispánica. Y Daniel y los suyos se acotaban con apego, cumpliendo el perfil impuesto por la delegación hispana. Sin embargo, el encargado de negocios con quien mantuvo la charla le indicó con claridad que únicamente podía ayudarles en la concesión de un salvoconducto familiar con el que poder expatriarse de Budapest con todos los derechos por ser ciudadanos españoles. Reveló que la autorización se mantendría hasta su llegada a territorio español, dentro de un plazo máximo de dos meses, y entonces deberían regularizar su situación en la ciudad en que decidieran asentarse. También le recomendó que buscaran una localidad o población diferente a Toledo en el momento de inscribirse. No consideraba a la ciudad de las tres culturas el lugar más apropiado. Si en Europa se sucedían episodios crueles e inhumanos de guerra mundial, en España pervivía una posguerra civil en fase inicial donde todavía persistían los prejuicios contra otras religiones que no fueran la católica. Daniel abrazó al diplomático en su despedida, dándole las gracias y rogando que el permiso estuviera listo a la mayor brevedad posible. La situación extrema así lo hacía aconsejable.
Pocos minutos después, la llegada de su hijo David obligó al matrimonio a cruzarse una mirada de perspicacia. Edit asintió con la cabeza, en un claro signo de que su esposo había acertado en su reflexión antepuesta. Era muy consciente de las actuaciones prudenciales de su marido y por ello llegaba a admirarle sin resquicios. Sabía que lo más importante para él se centraba en la seguridad familiar, tomando esta en todos sus términos: personales y económicos. Siempre había sido así y estaba convencida de que jamás trataría de cambiar sus convicciones.
—Tenemos que hablar —comentó, mirando la expresión del rostro de su hijo—. Y tenemos que hablar muy en serio —remachó.
David alzó la vista desde el pequeño sofá donde estaba sentado hojeando un libro que le habían facilitado en la sinagoga. Era una Torá actualizada con las diferentes tendencias que acontecían en los tramos finales de lo que parecía ser un nuevo holocausto judío.
—¿Cuándo nos vamos? —inquirió, mirando fijamente a su progenitor.
—Pronto, hijo, pronto. Pero ese no es el tema.
—¿Entonces?
Edit alzó la mano como solicitando un inciso.
—¿Y por qué no fijamos esta conversación para cuando tengamos los salvoconductos? —manifestó con sensatez.
—Porque es muy probable que en cuanto nos los entreguen tengamos que salir de inmediato. Por eso quería que dejáramos dispuesto, o al menos previsto, lo principal. Lo secundario se podría montar sobre la marcha.
A David se le hacía complicado entender a su padre. Sabía de su preocupación, de su inquietud, pero no llegaba a considerar la realidad del peligro. Entre sus compañeros se contaban historias, pero ninguna de ellas tenía la vigencia concreta de haber ocurrido. Su emancipación mental adolescente se enfrentaba en ocasiones con el interrogante de los hechos acaecidos. Su información era escasa, insuficiente, y por ello no alcanzaba a comprender a seres humanos que trataban de exterminar a otros seres de su misma naturaleza, aunque de físico y religiones diferentes.
—No pueden ser tan malos —enfatizó.
—Lo son, hijo. Más que malos, yo endurecería la palabra y la convertiría en inhumanos. Pero de una crueldad tan brutal como desconocida para nuestros días. En las épocas de nuestros antepasados, los sefardíes nunca hemos estado en los centros de atención de los pueblos. Siempre nos hemos visto obligados a vivir y convivir en guetos con nuestros similares, con nuestros análogos. Eso lo hemos tenido que soportar desde que el tiempo es tiempo y seguirá perdurando hasta que no llegue a crearse un estado propio, la tierra que Dios prometió a Moisés y que todavía estamos esperando. Una pregunta, David. Una pregunta muy simple.
—¿Qué pregunta?
—¿Cuántos amigos tienes fuera del recinto de la sinagoga?
El muchacho se sorprendió. La pregunta era muy concisa, pero a la vez definitoria. Tenía que convenir en que su padre tenía razón.
—¿Qué os voy a contar? Sabéis que salimos poco a la parte exterior de nuestro recinto y fuera de nuestros conocidos —dijo con amargura.
—Pues eso mismo es lo que tu padre quería que llegaras a entender —concluyó Edit—. ¿Lo entiendes, hijo?
—Sí, sí, lo voy comprendiendo. Pero solo tengo trece años y no suelo analizar todas las percepciones de nuestra vida diaria. Sería muy complicado.
—Pero tu padre sí. Y él solo desea lo mejor para todos nosotros. Más para ti que para nadie.
Daniel, que se había ausentado un instante, se reincorporó al grupo y al escuchar las últimas palabras de Edit los miró a ambos con asombro y disertó más que habló:
—Queridos, nuestro culto es una magia continua, difusa, pero magia al fin y al cabo. La historia nos ha hecho sefardíes y esa es una cualidad, dentro de nuestra propia devoción, que nos hace diferentes a un resto importante de los hebreos. Y es lo que debemos considerar: quiénes somos y cómo somos. Creo que ha llegado el momento de hacerlo. Dentro de la desgracia propia del momento, tenemos la suerte de que nuestra familia es bastante pequeña: tres personas. Pero de cara al viaje debemos inventarnos la existencia de familiares en nuestro lugar de destino. Ahí también tenemos otra oferta, propuesta o invitación. Debemos decidir el lugar de España donde nos gustaría asentarnos en el primer momento, en un principio, porque después de un tiempo podríamos abarcar cualquier punto del territorio. Creo que es una gran noticia, dentro de nuestra des-ventura. —Madre e hijo lo observaban con sorpresa, con asombro. Una perorata de tal naturaleza hacía mucho tiempo que no la escuchaban de Daniel. Aunque, por otra parte, entendían que la situación y la resolución de la misma deberían conllevar ciertas explicaciones que su padre y marido parecía ser, parecía, que estaba dispuesto a ofrecer. Y continuó—: Me aconsejaron que Toledo no es en este momento la ciudad adecuada. España se halla en un contexto de recuperación económica después de su guerra civil y sería más que conveniente alejarnos del centro del territorio. He pensado en una ciudad de la costa mediterránea, ¿qué os parece?
Madre e hijo se miraron entre sí. No supieron cómo reaccionar debido al entorno sorpresivo del momento.
—¿Y eso? —preguntó Edit, alarmada.
—También podría ser el norte. Pero me han comentado que la diferencia en la meteorología es abismal. Y creo que estamos cansados de lluvias, nieve, frío y mal tiempo, ¿no es así?
David se levantó de su asiento, dejó el texto que estaba leyendo encima de una pequeña mesita y comentó:
—Me voy a jugar al patio. Lo que decidáis estará bien.
—Pero ¿qué te parece, hijo? —preguntó Edit—. Ya sabes que papá solo desea lo mejor para todos.
—¡Tengo trece años, mamá! Y cualquier cosa que pueda decir siempre estará por debajo de vuestras sapiencias. Además, imagino que papá habrá estudiado todos los pormenores al milímetro, ¿no es así?
—Así es —respondió Daniel con asentimiento.
—Pues nada. Me voy al patio, que todavía quedan un par de horitas de juego.
—¡Abrígate! —recomendó Edit.
—Adiós.
La salida de David conllevó un silencio sepulcral. Ninguno de ellos se atrevía a hablar en virtud de la proyección fraterna que ambos tenían sobre su hijo. Era lo primero para ambos y así se manifestaba en todos y cada uno de sus pareceres. El bienestar del niño, ya adolescente, se concretaba en la parte fundamental de sus vidas, y su futuro y ventura eran lo básico y primordial.
—¿Cuándo tendrás el periodo? —preguntó Daniel de improviso. Edit se sorprendió ante la pregunta. Y se sorprendió debido a que era la primera vez que se la planteaba. A lo largo de los años que llevaban conviviendo, nunca se había interesado por un aspecto tan femíneo en la vida de su esposa.
—¡Daniel! ¿A qué viene esa pregunta?
—Es importante.
—¡Explícamelo, por favor!
—Es muy sencillo a la vez que natural. Ya sabes que durante los últimos años no hemos viajado a Suiza. En esta ocasión no podremos visitar a Amiel, que es quien nos ayuda a conservar nuestros ahorros de una manera segura, y en consecuencia tendremos que arreglarnos con lo que tenemos en resguardo.
—Muy bien. Eso ya lo debías de tener pensado, ¿no?
—Sí, sí. Pero existe un pequeño problema. Vamos a tener que pasar varios puestos fronterizos y, a pesar de tener permisos como ciudadanos españoles, es posible que suframos cacheos, registros y búsquedas no deseadas.
—¿Registros? Eso es lo normal, y más en esta época y escenarios.
—Sí, de acuerdo. Pero en vista del entorno y de un posible escape hacia otros países, la normativa de los alemanes solo la hemos cumplido en parte. Se entregaron una serie de bienes, pero también oculté lo más valioso y especial.
Una vez más, Edit miró a su esposo con estupor.
—¿A qué te refieres con exactitud? —preguntó, curiosa.
—Bueno, ya sabes que la exploración que hicieron en la tienda fue más que un sondeo. Tienda de judío, objetos de regalo y algo de joyería les daban pábulo para entender que el negocio principal era el de prestamista. Y hasta cierto punto acertaron, aunque lo que no pudieron descifrar es que, como cooperativista de créditos, los réditos que obtenía de los grandes asuntos los cobraba en diamantes en bruto.
Cada palabra, cada gesto, cada mohín de Daniel dejaban una desolada máscara de estupefacción en su sorprendida esposa, y más teniendo la certeza absoluta de saber hacia dónde se dirigía la conclusión del final de aquella reflexión, que parecía ser muy meditada.
A la mujer se le escapó una carcajada, aunque en esta ocasión no sobrepasó los límites del vecindario.
—¿Estás pensando lo que creo que estás pensando?
—Sí, por supuesto. Es el lugar más seguro y está claro que en esa zona y fase cíclica femenina nadie osará pensar, más allá de la realidad que se soporta.
—Observo que en esta ocasión has desarrollado con fuerza tu frase favorita, ¿eh?
—¿A qué te refieres? —inquirió Daniel, molesto.
—Aquello de que de vez en cuando hay que reflexionar en la vida. Opino que esta vez has calado muy hondo. Pero lo cierto es que no me parece una idea descabellada —hizo una pausa—, siempre y cuando pueda soportar el peso y el volumen sea admisible. —Dejó la frase en suspenso, con una sonrisa cómplice—. ¿Es mucho?
—No, no. No lo sé con exactitud, pero trataré de enterarme mañana. Lo comentaré con Menajem; su joyería es de las mejores de la ciudad y mantenemos una excelente relación —afirmó.
—¿De qué tamaño son?
—Más o menos un poco más grandes que los cacahuetes, pero no te preocupes. Y si te parece, podemos tratar de hacer alguna prueba. Tú dirás.
—Lo que digo —indicó Edit— es que menos mal que nadie de los alrededores puede tener acceso al contenido de esta conversación. Seguro que llegaría a publicarla en el periódico —concretó sonriendo— o en cualquier tipo de revista satírica.
—Es posible que tengas razón —dejó Daniel en el aire.
Al día siguiente y con el objeto de cumplir el mandato alemán que prohibía salir del domicilio por un periodo superior a las dos horas, tomó el tranvía para dirigirse a la joyería Menajem. Tuvo la audacia de llevar con él uno de los diamantes, de tipo medio en peso y volumen, para que su conocido lo estudiase y llegara a informarle sobre los precios en que podían moverse por el mercado. Al llegar a la joyería, vacía de clientes, el propietario le hizo entrar en su pequeño despacho y comentaron el asunto. Lo estudió con detenimiento, realizó un pesaje milimétrico y al final le hizo una oferta por la pieza.
—¿Tienes más?
—¡Qué más quisiera yo! —mintió Daniel con cordura.
—Te doy dos mil pengós, ¿qué te parece?
Daniel se sobresaltó ante la oferta. Solo quería tener un máximo conocimiento sobre una posible valoración para el caso de que llegase el momento en que tuviera que desprenderse de ella y así se lo hizo saber.
—No, no quiero venderlo. Solo quería tener una idea más concreta y justa de lo que podría sacar en caso de necesidad.
—Pues ya lo sabes. Y hasta podría llegar a los dos mil quinientos.
—Es una buena oferta, sí. Te doy mi palabra de que si decidimos venderla el primer paso que daremos para su venta serás tú. Es bueno, ¿no?
—Sí, bastante luminoso y fácil de tallar. La dificultad que puede ofrecer tallarlo es fundamental. Cuanto más fácil es la talla, más encarece su precio. La estructura cristalina es determinante y hay que tener en cuenta que una vez tallado puede perder hasta el cincuenta por ciento de su pieza original. Este es un stone.
—¿Un qué? —preguntó con despiste relativo.
—Un stone es, suele ser, una piedra muy bella. Casi siempre por encima de un quilate y casi siempre de formas octogonales. ¿Cómo lo conseguiste?
—Muy fácil, no te voy a engañar. Un señor extranjero vino a la tienda para empeñarlo. Yo le comenté que no hacía empeños, sino compraventa y préstamos. Me dijo: «Pues hágame un préstamo y quédese con la piedra como garantía». Le pregunté cuánto necesitaba, me dijo que quinientos pengós, consideré que valía la pena y hasta hoy no ha venido a reclamarlo. De esto ya hace varios meses y dudo mucho que pueda volver a exigirlo —mintió con un descaro pasmoso—. Es posible que tuviera una necesidad urgente y ni él mismo tenía constancia de su valor.
—Pues te ha salido un buen trato. Muchos así me gustaría tener a mí.
—No te molesto más, Menajem.
—¿Cómo ves la situación? —le preguntó de improviso.
—Mal, mal. Cada vez peor. Pero ¿qué podemos hacer? —dejó en el aire.
Solo hacía pocas semanas que los alemanes habían tomado Hungría sin ningún tipo de resistencia, y lo habían decidido con tal premura que las autoridades húngaras obstruyeron la salida de judíos para los campos de concentración nazis. La obstrucción la llegaron a considerar los alemanes como un desaire al Reich y, por tanto, eligieron el camino más fácil para su control del país y de los hebreos que en él habitaban.
Durante el regreso a su domicilio, Daniel se sentía muy afortunado dentro de la desgracia que perseguía a su etnia. Alegre y venturoso, porque consideraba que miembros de la embajada española se comportaban con una valentía fuera de lugar haciendo frente a un contexto que podría costarles la vida, caso de que las fuerzas alemanas llegaran a comprender su estrategia. Poco a poco y a medida que se clarificaba su situación familiar, recordó las últimas palabras de aquel Ángel de la legación ibérica que en su despedida le dijo:
—Y del viaje a España no os preocupéis. Arreglaremos los volantes como si fueras miembro colaborador de la propia embajada. Si no podéis pagar los gastos, también lo tendremos en cuenta.
—Sí, sí. Los pagaremos —hizo una pausa— de alguna manera.
—Ya hablaremos cuando tengamos los documentos. Calcula una semana, más o menos.
—Gracias, muchísimas gracias.
Y pensaba, tratando de aglutinar los diferentes sentimientos encontrados que se sucedían en los últimos días, en las últimas semanas, en las que el Dios de los judíos semejaba haber desaparecido y dejado a la intemperie barbárica alemana a todo un pueblo catequizado. Muchas veces sus emociones entrechocaban con las realidades de una religión y especulaba sobre casi todas, pensando en que el entorno de la vida diaria no se correspondía con los cánones que los diferentes libros sagrados contenían. Sobre todo cuando la desgracia aparecía en los vértices de situaciones sobrevenidas que, penosamente, nada tenían que ver con el ser humano que las padecía. Y meditaba, continuamente, en que parecía ser que el Dios de los judíos había tenido la gracia de pensar en él y en los suyos. Por ello surgían las incoherencias mentales en cuanto a la religión, al culto que se desarrollaba a través de la misma y a los fervores de una devoción que, en ocasiones, se convertían en dudas mayúsculas sobre sus postulados. Pero como él mismo reflexionaba, eran su inseguridad y su incertidumbre las que no debería hacer públicas, y menos en el círculo familiar. David debería estar libre de sus vacilaciones y Edit cumplía fielmente los transcritos de la Torá sin pararse a pensar en ellos. Sin embargo, su observancia religiosa siempre había sido reducida, minúscula. Los textos bíblicos los consideraba oblicuos en su definición y sesgados para su comprensión. Nunca quiso renunciar a las prédicas de sus antepasados, pero su agudeza le obligaba a analizar circunstancias, escenarios y conceptos que generaban muchas dudas en el origen. El hinduismo y el budismo renuncian a la existencia de un Dios, pero no así el resto de las religiones. Los musulmanes creen en un Dios poderoso pero distante y los cristianos, en un Dios armónico y accesible. Y es ahí, en la cristiandad de Jesús, donde aparecían unas dudas más que razonables, porque en su independencia mesiánica se cobijan muchas devociones en el mismo Dios, con el mismo nombre, pero con diversas premisas y disfunciones: cristianismo, judaísmo, protestantismo, evangélicos y diversas creencias derivadas. Es lo que a Daniel le perturbaba profundamente. Si todas confluían con el mismo Dios, ¿cuál debía de ser la real? Pero nunca lo manifestó en la familia. Siempre pensaba que distorsionar los hechos para respaldar una teoría nunca debería ser aceptable. Y tenía la certeza de que era lo que había ocurrido con el Dios verdadero de todas las creencias.
Dejó de especular y se centró en la realidad más cercana, más próxima. Uno de sus sistemas hereditarios de conocimiento le advertía de que había algo que se le escapaba. En todas las acciones competenciales de la embajada, en sus buenas maneras y en su constante intranquilidad por ellos, le preocupaba un tema que no llegaba a abarcar: la salida de Budapest. Se mostraba evidente que su salida de la capital húngara no podía ser un viaje de vacaciones, un desplazamiento de visita a familiares, y rezaba para que, en la rutina, la propia delegación diplomática tuviera constancia de que sus movimientos y los visitantes que recibía siempre estaban controlados por los servicios del Reich. En las dos visitas que había realizado, observó varios movimientos exteriores sospechosos que no se correspondían con los horarios diurnos en que se realizaron. Nada quiso comentar, porque estaba convencido de que la propia seguridad de la delegación ya los debería tener calificados. Pero estaba seguro de que algo se le escapaba.
Al arribar a su domicilio y sentado en uno de los desvencijados sillones de la sala, le esperaba una inesperada sorpresa: uno de los miembros de la seguridad de la delegación española.
—No ha tardado demasiado —afirmó en ladino.
—¿Y tú quién eres? —preguntó Daniel, siguiendo la misma línea vehicular.
—Me envían de la embajada. Tengo que recoger toda la parte de equipaje que deseen llevar en su viaje de regreso a España. Aunque les aconsejo que sea ligero.
—¿Y eso?
—Es todo lo que puedo comentar. Tengo instrucciones muy concretas y la seguridad así lo determina.
Edit apareció por la puerta, de improviso, con una humeante taza de café.
—¿Has escuchado lo que ha dicho? —preguntó, inquieto.
—Sí. Ya lo tengo preparado. Se lo llevará en un par de bolsas que no llamen la atención.
—No lo entiendo. ¿Me lo podrías explicar, por favor? —indagó ante el representante consular.
—Tengo instrucciones concretas que por su seguridad no puedo comentar. Lo único que puedo indicar es que en un par de días o tres se efectuará su salida, tal y como estaba prevista.
—¿Eso quiere decir que la documentación ya está en marcha?
—No lo sé. Yo solo cumplo instrucciones. —Pautó la respuesta.
La estrategia de la embajada Daniel la llegaba a considerar con una perfección propia de los servicios de inteligencia. Los propios interesados desconocerían el cómo y el cuándo saldrían de Budapest, lo que concedía un término mayor de seguridad en su evasión. Se sentía feliz por los suyos, aunque un poco preocupado por la reacción de David, un muchacho que perdería a sus compañeros durante mucho tiempo, y casi podría asegurar que el mucho tiempo podría convertirse en siempre. Aunque también su adolescencia podría reconciliarse en un enfoque positivo para sus relaciones amistosas en cualquier otro país. Entre ellos, entre la familia, hablaban en diversas ocasiones en ladino y lo hacían para no perder una parte del legado legítimo de sus ancestros y, además, con la convicción de que la referencia con el castellano tenía visos de una rápida asunción de la nueva lengua.
Quería preguntarle muchas cosas a aquel enviado de la representación, preguntas que estaba convencido de que quedarían sin respuesta y las desechó a la espera de sus indicaciones.
—¿Dos o tres días?
—Sí, más o menos. Yo volveré en cuanto tengamos alguna novedad y entonces espero poder ser más explícito. De momento, las instrucciones que tengo son las de hacer llegar a la delegación las pertenencias que llevarán durante el viaje y poca cosa más.
—¿Sabes cuándo volverá David? —le preguntó a su esposa.
—No creo que tarde. Pero su ropa ya está preparada y, como me ha sugerido este señor, no puede ser muy voluminosa.
—No, solo para el viaje.
—Entiendo que será largo, ¿no? —comentó Edit.
—Por la práctica que tenemos, calculamos entre tres y cuatro días. Las comunicaciones están bastante dañadas y también ciertos tramos de vías ferroviarias. Pero lo cierto es que desconozco cuál será la planificación para vosotros.
—Bien. Ya lo tienes todo preparado —ilustró la mujer.
Se levantó, agradeció el café y se dirigió a la puerta de salida en el mismo instante en que David hacía su aparición.
En casi todos los países europeos el tráfico de pasajeros en líneas aéreas comerciales, exiguas, se mostraba inexistente debido a la escasez de combustible, por lo que su viaje hacia España, país considerado como del Eje por entonces, solo podría tener una forma reguladora: ferrocarril o carretera. En ambos aspectos, los obstáculos se revelaban más que imprecisos debido a los diferentes frentes de guerra activos y con las consabidas catástrofes que conllevaba su estrategia militar: puentes destruidos, líneas de tren seccionadas, además de otros estragos en carreteras de zonas donde la propia beligerancia no las considerase necesarias. Sería un viaje complicado. Así se lo expuso a la familia:
—¿Cómo estás, David?
—Bien, papá. ¿Quién es ese señor? —preguntó.
—Uno de los que nos pueden salvar la vida.
—¿Y qué os ha dicho?
—Que es posible que en un par de días iniciemos el viaje.
—Bien, estoy preparado. No he dicho ni una sola palabra al grupo. Solo George sabe que es posible que desaparezcamos y me ha dado la dirección de una tía suya para que le escriba desde donde estemos y así no perder el contacto.
—Eso está bien —comentó la madre—. De esa manera, y caso de que todo salga bien, podrás continuar en contacto con él.
—Empiezo a estar impaciente. Voy a sacar el mapa.
En los últimos días el mapa de Europa había sido uno de los principales estímulos de la sobremesa. Se sentaban en la mesa del pequeño comedor y sobre ella extendían el plano tratando de adivinar cómo sería su viaje y las diferentes zonas que tendrían que sortear. Desconocían, al punto, los lugares ocupados por los ejércitos del Eje y por ello todo eran conjeturas. Pero lo que asumían con actitud se mostraba en la certidumbre de que tendrían que atravesar varias fronteras hasta llegar al destino soñado; destino idealizado sobre el cual todavía no habían tenido ninguna conversación definitoria.
—Sí, sí. Tendríamos que tomar algún tipo de decisión —observó cuando David llegó con el plano.
—Eso ya lo hemos hablado, papá.
—Hablado sí, pero decidido no. ¿Tú qué dices, guapa?
Edit se sorprendió.
—¿Es para mí la pregunta?
—No veo a otra mujer cerca —confesó sonriendo.
—Lo que diga nuestro hijo es lo más importante. Tú y yo nos tenemos el uno al otro, pero su situación será diferente en cualquiera de los lugares en que nos acomodemos, ¿no te parece?
—Creo que estás totalmente acertada. Por eso el soniquete de guapa. ¿David?
—No lo sé. Entiendo que, según hemos estudiado en geografía, el clima mediterráneo es muy diferente al del norte de España. Si lo miramos por ahí, creo que lo mejor debería ser una ciudad de la costa. No sé — apreció, aunque sin mucho convencimiento.
—¿Edit?
—Estoy de acuerdo.
—¡Cómo no! —exclamó Daniel, dando por hecho que las palabras del niño establecían ley para la madre—. Pues nada, tema resuelto. Solo falta encontrar la ciudad más conveniente para nuestros intereses.
—¿Y que tenga playa? Eso me hace mucha ilusión —concluyó Edit.
—¿Grande, mediana, pequeña…? —dejó caer con interrogación Daniel.
—¿Te refieres a la playa, papá?
—No, hijo. Me refería a la ciudad. Ya tenemos claro que la localidad debe ser mediterránea. Pero en esa costa hay un montón de localidades que podrían ser de nuestro agrado. Quiero decir de tu agrado —manifestó en un tono de ironía, mirando a hurtadillas a su mujer.
—¡Vale ya, Daniel! ¡Vale ya! —exclamó Edit con enfado.
—Tranquila, Edit. Hemos puesto en manos de David el lugar en que debemos forjar nuestro futuro. Y yo lo acepto. Pero de vez en cuando déjame que te tire algunas pullitas. Nuestro hijo no es solo lo más importante para ti. Y esto desearía que llegaras a comprenderlo.
—¡Venga, dejadlo estar y no os peleéis!
—No pasa nada, hijo. Somos una familia y estamos proyectando un futuro que podría ser quimérico, pero será nuestro futuro, al fin y al cabo. David, una cosita.
—Dime, papá.
—Ahora vamos a tratar de definir el nombre de dos lugares que podrían ser los elegidos y mañana, en la biblioteca de la sinagoga, les echas un vistazo y entonces decidiremos. ¿Qué os parece? ¿Edit? ¿David?
—A mí me parece bien.
—¡Pues adelante! ¡Decidamos el futuro! —concluyó con una alegría más fingida que natural. Un júbilo que solo quería proyectar en los suyos y ocultar el hecho, especulaba, de no querer inquietarlos ante lo que podría estar por venir. Sentía una natural preocupación por la última fase del viaje. Tenía conocimiento de que una parte de Francia había sido ocupada por los alemanes; otra pequeña parte occidental, limítrofe con Suiza, por los italianos; pero no tenía otra información sobre la situación de la Francia libre, que debería ser su destino final antes de la llegada a España. Desconocía el entorno en que se derivaban y dividían sus intrusiones los países del Eje y por ello tenía una definición inconcreta de la realidad en la última etapa. Sin embargo, ya le habían comentado en la embajada que ellos se ocuparían de todo y que estuvieran tranquilos. Pero, pensó, la mencionada tranquilidad debería ser para otros, no para su carácter.
Al día siguiente, al llegar David de la sinagoga, indicó que había tomado notas en la biblioteca sobre las dos ciudades de las que habían hablado la noche anterior. Habían decidido que en una ciudad muy habitada como Barcelona se debían de producir las mismas o similares formas de vida en la cerrazón por barrios de sus pobladores. Y necesitaban, necesitarían, libertad para iniciar un futuro estable y no contaminado en la oscuridad de un solo distrito. Dos habían sido las elegidas, de norte a sur, Tarragona y Alicante. Ambas parecían tener una forma de vida más fluida, más abierta, más normal en sus relaciones personales y sin que la interferencia de una devoción se tornara en cortapisa vecinal.
La situación de la noche anterior se complicaba, tal y como recordó con posterioridad. El miembro de la delegación le había indicado que el Gobierno de España proyectaba su tolerancia con los refugiados, pero hacía hincapié en que ninguno de ellos podría echar raíces, sino que únicamente podrían utilizar el territorio nacional como una simple escala en su éxodo vital. En teoría, su óbito mental del contexto cambiaba las cosas en presunción, aunque se convencía de que la realidad podría ser diferente en muchos aspectos siempre que no se traspasaran concepciones vinculadas a la política y a la religión. También le preguntaron cómo estaban las cosas en la Francia libre, a lo que les contestó que la Francia libre, en esos momentos, no existía; que se hallaba refugiada en Londres y que todo el territorio francés se encontraba sometido por los alemanes.
Las palabras del representante de la legación le hicieron, una vez más, inquietarse por el entorno de las fronteras. Las patrullas alemanas se caracterizaban por su brutalidad y no tenía plena constancia de que sus protocolos permisivos se hallaran vírgenes de crueldad con los judíos de paso. Más bien al contrario. Pero una vez más, Daniel se adelantaba a los acontecimientos. Desconocía que sus credenciales no estarían a nombre de sefardíes, sino a favor de españoles, y que, como tales, la hostilidad de los agentes del Reich debería ser totalmente inconsecuente.
—¿Qué opinas, David?
—Es complicado. Pero por los datos que tengo y que luego comentaremos, una de las dos para mí es la mejor.
—Vale, pues tú dirás. Mamá no creo que tarde.
—Creo que ella estará de acuerdo. Tiene obsesión por la playa y la que voy a proponer tiene reconocidas varias de las mejores del Mediterráneo. Eso al menos es lo que he leído en la biblioteca.
—¡Entonces no se hable más! Sabes que para tu madre lo que tú digas es lo que se hará —comentó con ironía, aunque cordial.
—Vale, papá. Pero tú eres el que manda. Habría que pensar también en tus asuntos, que son los que nos darán de comer.
—Eso sobre la marcha, hijo. Pero gracias por pensar en el futuro de la familia, que, por cierto —hizo una leve pausa—, también será el tuyo.
Dos días más tarde, el enviado de la embajada se volvió a personar en el pequeño piso donde habitaban. En esta ocasión, venía acompañado de noticias positivas, un gabán, artículos de aseo de procedencia española y diversas prendas para David y Edit. Reveló que la documentación ya estaba preparada y que su salida de Budapest sería en el intervalo de cuarenta y ocho horas. También expuso la mejor manera de entrar en la delegación, al objeto de que los miembros de la Gestapo que montaban guardia no llegaran a sospechar de los visitantes.
—¿De la Gestapo? —preguntó Daniel.
—Lo cierto es que no lo sabemos con certeza. Pero lo que es evidente es que la embajada está sumida en un resguardo permanente. Aunque, de la misma manera que ellos nos vigilan a nosotros, hemos tenido que establecer un sistema de control y vigilancia tanto de sus cambios de guardia como la de ubicación de sus vehículos.
—No lo entiendo —murmuró Edit—. No puedo entender que siendo España aliada de los alemanes vigilen los movimientos de sus camaradas.
—No, señora. Ahí se equivoca. España no está aliada con el Eje. Es posible que se la considere potencia amiga, pero no partícipe, en ningún caso. Y el mejor ejemplo somos nosotros, que tratamos de hacer lo que ellos nunca quisieran que hiciéramos.
—Es posible que tengas razón.
—La tengo. No le quepa duda. Y ahora quería comentarles cómo vamos a realizar la entrada en la embajada sin despertar demasiadas sospechas.
—Adelante. Somos todo oídos —murmuró Daniel.
—El cambio de guardia menos alerta se realiza a las dos de la tarde. En esos momentos el coche de los guardias da una vuelta a la manzana y los nuevos vigilantes se ubican en la otra parte de la entrada. Suelen pasar entre siete y diez minutos, lo cual quiere decir que ese es el momento más adecuado para entrar en la delegación.
—¿Todos juntos? —preguntó Daniel.
—Buena pregunta. Creemos que lo ideal sería que la señora y el chaval entraran mañana mismo a la hora comentada, hicieran noche en la embajada y que al día siguiente, esto es, veinticuatro horas después, lo hiciera usted, Daniel. —En la reunión todos ellos se miraron entre sí. Ninguno articuló palabra, a la espera de que fuera otro el que lo hiciera—. Bueno, ¿tienen algo que decir?
Edit, haciendo caso omiso a las demás opiniones de los miembros de su unidad familiar, indicó que estaba totalmente de acuerdo por la seguridad del conjunto. Pero también expresó sus dudas en cuanto a la soledad de Daniel en esa noche, que podría ser malinterpretada por algunos vecinos poco fiables en cuanto a su vecindario.
—¿Otro vigilante?
—Sabe Dios —contestó Daniel—. Hoy en día no te puedes fiar de nadie, y menos de los que han llegado últimamente, que son varios.
—Vale, pero si les parece bien lo haremos así. Lo que sí que les aconsejo es que eviten entrar en la embajada con la significación judía que portan en el atuendo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Podemos ponernos ropa por encima en cuanto dejemos el tranvía.
—Bien. ¿Alguna otra cosa? —preguntó el enviado.
—Sí, levántate, por favor.
Se levantó del desvencijado sillón y Daniel retiró el cojín que lo cubría. Allí debajo, escondido, había un fajo de billetes pengós, que extrajo y puso en manos del hombre de la embajada.
—¡Hay varios miles! —exclamó.
—Sí. Exactamente doce mil. Se los entregas a tu jefe como pago por todo lo que habéis hecho por nosotros y para el caso de que nos quisiera facilitar algún dinero en moneda española. ¡Pues entonces hasta mañana!
—No, no. ¡Usted hasta pasado mañana!
—Es verdad. Perdona.
Cuando salía por la puerta, el enviado de la embajada se volvió a los asistentes y les dijo en tono alegre:
—¡Ah! Se me olvidaba. Si quieren rezar lo dejo a su libre albedrío, pero la familia Venayon ha muerto, no existe ni ha existido jamás. Pueden dar la bienvenida a la familia Venay. Ustedes mismos —dejó en el aire antes de decir adiós.
Les habían preparado un pasaporte colectivo en el que figuraban las fotos de los tres familiares. En la credencial, emitida en idioma francés, aparecían todos sus datos, aunque el principal figuraba en la profesión de Daniel: «Empleado de embajada». Se había formulado con el número dieciséis y la potestad incluía un trato preferencial, no diplomático, pero sí preferente.
La familia siguió al pie de la letra las instrucciones que había recibido. Cuando llegaron Edit y David a la delegación, no existían por los alrededores vehículos sospechosos. Durmieron en una habitación y al día siguiente a la hora señalada apareció Daniel con su gabán.
El encargado de negocios, Ángel Sanz, tuvo una amigable charla con ellos en la que les expuso la situación fronteriza, el viaje que realizarían y los posibles problemas que convendría desafiar. Habló solo de posibles problemas, no de un inmediato quebranto de sus identidades. Y por tanto, como ciudadanos españoles, tenían todo el derecho de regresar a su país. Además del pasaporte colectivo, se les facilitaba un salvoconducto con la misma numeración, y además con la prórroga de viaje fijada en dos meses naturales desde su fecha de emisión, que sería el mismo día en que ya se iniciaría su partida.
—¿Hoy?
—Sí. Esta misma tarde, cuando anochezca, un vehículo de la embajada os llevará a la estación.
La familia, la nueva estirpe Venay, se intercambió miradas de recelo, de vacilación. A pesar de estar semanas esperando el momento, la psicología mental de todos ellos parecía indicar el hecho de no estar preparados para afrontar la imperiosa salida que se preveía.
David, con reparo, levantó el brazo derecho para preguntar.
—Sí, adelante —intimó Ángel Sanz.
—¿Y cuál será nuestro destino?
—Hay un tren mixto, de mercancías y pasaje, que os llevará a Lyon. Son casi dos días de viaje, pero así no tendréis que cambiar de compartimento y simplemente estaréis obligados a pasar las diferentes fronteras que hay durante el viaje. Lo cierto es que yo he hecho en un par de ocasiones el mismo trayecto y debo decir que es relativamente cómodo.
—¿Cómodo? —inquirió Edit.
—Cómodo en el sentido de que no hay que hacer ningún tipo de transbordo y en alguna ocasión pasan los aduaneros alemanes a recabar información del viajero. Lo cierto es que antes de la salida, aquí, en la estación, se os someterá a un control exhaustivo de documentación y equipaje. Pero durante el viaje, poca cosa.
—Perdone, pero soy mujer y estoy en esos días extraños… Usted ya me entiende.
—¡Ah! ¿Es eso? No te preocupes, mandaré que tengas los elementos necesarios para no tener en ese aspecto ningún tipo de problemas. ¿Tampones?
—Sí, tengo algunos, pero no los suficientes. Prefiero tener de sobra. ¿Me comprende?
—Nada, tranquila. Así será.
David se sentía bloqueado en su púber comprensión. No tenía ni idea de a qué podría referirse su madre. Daniel, en un gesto, le indicó que permaneciera en silencio y luego, tratando de banalizar el asunto, preguntó:
—¿Y después de Lyon?
—Hay dos opciones: la primera sería continuar hasta Marsella y con posterioridad, rodeando la costa, hacia Perpiñán. La segunda contemplaría viajar directamente hasta el Principado de Andorra. En ambos casos llevaréis moneda más que suficiente para comprar los billetes, además de tener para pasar un tiempo a la llegada a territorio español.
—Gracias. Ha sido muy generoso. Más que generoso, diría yo.
—No, no, Daniel. Con el dinero que le entregaste a Dimas, una familia puede vivir varios meses dignamente. Lo mínimo que podemos hacer, aparte de lo que hacemos, es que a vosotros no os falte de nada. En seguridad y demás.
—Una vez más, gracias.
—Bueno, creo que deberíais descansar unas horas. Os espera un largo viaje. ¡Ah! ¡Eso sí! Dejad todas las pertenencias que pudieran recordar a los Venayon, a vuestra naturaleza sefardí o cualquier otro fetiche que pudiera generar dudas en los alemanes. Es lo mismo que decir: os desnudáis, os vestís con la ropa que os hemos facilitado, incluida la interior, y a partir de ahí ya podréis llenar los bolsillos con todo lo que os proporcionemos. ¿De acuerdo?
La nueva familia Venay asintió con gratitud.
Poco más de cinco horas más tarde, los Venay salieron en coche de la legación con dirección a la estación de ferrocarril. La salida estaba prevista para las ocho treinta de la noche, si bien los horarios se fijaban de una manera difusa. El aparato al que debían acceder no era más que un tren mixto donde viajaban mercancías y pasajeros. El pasaje solía ser limitado, a no ser que coincidieran pelotones de soldados en misiones opacas o con objeto de efectuar relevos en diferentes zonas de la Europa ocupada.
Los mandos militares alemanes, sin encomendarse a las autoridades húngaras, habían habilitado la estación de Keleti, que normalmente viajaba a Rumanía y los Balcanes, para que realizara cualquier otro tipo de operación transitada donde pudiera trasladarse a soldados alemanes. Observaron que sus decisiones se debían a la seguridad y connivencia con los propios militares húngaros, que, por así decirlo, desconocían el fundamento real de la decisión. Ello obligó a los Venay a presentarse en una estación que no era la que realmente debería expedir el convoy. Dimas, como chófer de la embajada, reconvino del hecho ante el teniente jefe de la patrulla de seguridad alemana, quien le exteriorizó, de manera expresa, que debería identificarse.
Dimas, con su exiguo alemán, mostró sus credenciales, ante lo que el militar le indicó que el cambio de estación se debía a que el tren llevaba una parte importante de tropas y que se debía configurar el orden en aquella parte de Budapest. Dimas, como buen agente de la diplomacia, convino que sus pasajeros eran miembros de la legación y requería un trato amable para los mismos. El teniente Hofmann saludó militarmente y le expresó que cuidaría de ellos. Dimas despidió a los Venay con muestras de aprecio y ponderación antes de abandonar la estación. El teniente ni siquiera les solicitó su documentación. Les indicó por señas que le acompañasen; pasaron un par de controles militares por las veredas, revisiones que ni siquiera les hicieron caso al ver que marchaban acompañados por uno de sus oficiales, y al cabo de pocos minutos estaban instalados en uno de los vagones denominados como preferentes. El segundo del convoy, para ser exactos.
El compartimento donde fueron instalados, de seis asientos y en un ambiente lujoso, tenía cierta similitud con el afamado Orient Express. Seis cómodos butacones tapizados en terciopelo marrón, poblados de vellos distribuidos de una manera homogénea, con fibras acompasadas entre la seda y el algodón, imprimían al ambiente una elegancia implícita. A lo que había que sumar los paneles de maderas nobles y el revestido de sus suelos, que realizaban un papel preponderante en el mantenimiento de la temperatura ambiental.
Parecía que el atuendo distinguido de la familia Venay, su acción considerada durante el periodo que habían pasado a la espera de la aceptación y examen de sus credenciales, había obligado al militar a concertar que estaban por encima de la realidad efectiva; unos documentos que nadie había solicitado, dando por hecho que, si un mayoral de la legación acompañaba y se mostraba al servicio de una progenie, era evidente que el progenitor desempeñaba un cargo de cierta importancia en la propia embajada.
Una compañía de militares alcanzaba los andenes lista para subir al convoy que los transportaría a Lyon o a cualquier detención intermedia. Los soldados recorrían el andén indicando su presencia por el ruidoso zapateo que emitían sus botas al caminar. No eran demasiados, unos ochenta, y se acordó que viajarían en los dos vagones traseros, aunque parte de la compañía ejerciese durante el viaje las funciones de seguridad, tanto de la locomotora como en las diferentes secciones que constituían el conjunto del tren.
David se levantó de su asiento para acceder a la ventanilla y observar a los militares que por allí concurrían. Su padre, Daniel, consumó la misma reacción. Salieron al pasillo y desde allí contemplaron a un ligado de hombres jóvenes que disponían su coexistencia en afección a unas ideas que muchos de ellos no podían compartir, pero lo hacían. Era el reclamo alemán de la responsabilidad. Jóvenes de apenas veinte años, con una adolescencia superada en sus límites, estaban obligados a militarizar su vida en favor de un régimen del cual la mayoría no parecía tener constancia y escasamente estabilidad. Sin embargo, los Venay consentían en que no podían ser ellos, refugiados de escasa trascendencia, los que se apuntaran a criticar una situación que correspondía a otras instancias.
—Pobres chicos —comentó Daniel.
—¿Y eso, papá?
—Es difícil de entender y más difícil de explicar. Pero es lo que hay. Se podría definir como que en una existencia deben converger las alegrías de la vida y no las angustias del vivir.
David le miró con inocencia, con ingenuidad.
—Es un poco complicado, ¿no?
—Ya te irás dando cuenta, hijo, en cuanto te hagas un poco o un mucho mayor.
Un mozo de estación, con las consabidas banderas roja y verde, se acercaba por el andén en dirección a la locomotora. Al llegar a su altura, levantó la bandera verde en señal de que podía iniciar el viaje. La máquina, de tracción de vapor, pitó con fuerza en dos ocasiones y las calderas comenzaron a funcionar. El viaje se iniciaba. Les habían comentado que Salzburgo, una ciudad austríaca cercana a la frontera alemana y pasada la mitad del camino entre Budapest y Viena, sería en condiciones normales la primera estación con parada en el largo viaje. También les explicaron que durante el desplazamiento se les facilitaría comida y agua. Los billetes estaban emitidos en lengua alemana, que desconocían, y en ellos se expresaba que las comidas estaban incluidas, además de las bebidas no alcohólicas. Sin embargo, Daniel, en su notoria desconfianza, agregó en la pequeña maleta de viaje algunos víveres que podrían calmar cualquier tipo de necesidad momentánea.
Edit se levantó de su asiento, ante lo que David preguntó:
—¿Dónde vas, mamá? El tren va a salir —afirmó, rotundo.
—Por eso, hijo. Quiero despedirme de la ciudad en la que hemos cimentado nuestra vida durante tantos años.
—¡Es verdad! ¡Te acompaño!
Ambos dejaron el compartimento, en el que viajarían sin compañía, y se acercaron hacia la ventanilla perpendicular. Desde allí pudieron despedir, con emoción, una capital a la que difícilmente podrían volver en mucho tiempo y nunca olvidar. A Edit se le soltaron algunas lágrimas, por lo que su hijo exclamó:
—¡Mamá, por favor!
Pasajeros de otros departamentos habían tenido la misma idea inicial que los Venay y se mantenían en otras ventanillas despidiéndose de aquella preciosa metrópoli. Poco a poco y al compás de la marcha, parecía ser que los pasajeros seguían el ritmo de la locomotora y se iban alejando de las ventanillas y alojándose en sus compartimentos. La llegada sinuosa de la noche obligaba a desprenderse de la curiosidad por el primor del paisaje, que en horas diurnas hubiera sido muy diferente. Pocos minutos después, el revisor del convoy, que no revisaba nada, realizó su turno, en el que solicitaba e inscribía a los pasajeros de clase preferente en el turno que deseaban para las comidas a bordo. Había dos. El problema que sojuzgaba a los Venay en tal caso fue que el interventor efectuó la pregunta en alemán, idioma que no compartían y que parecía ser que era el único que hablaba el funcionario. Daniel tuvo que levantarse y dirigirse a otro compartimento requiriendo una simple ayuda de traducción.
—¡Ah! Perdón, no hablo alemán. ¿Pueden ayudarme? —solicitó en húngaro.
Le informaron de que el desayuno se serviría en el cuarto vagón y de que el primer turno sería a las siete treinta horas y el segundo, a las ocho y quince. Agradeció la asistencia y regresó a su departamento, indicando a los suyos que había elegido el primero.
Daniel, a medida que conocía más detalles del vagón, del propio tren y de las comodidades que se ofrecían en el viaje que estaban prestos a realizar, se mostraba más que convencido del vínculo existente entre el convoy en el que viajaban y el propio Orient Express. No había tenido la oportunidad de profundizar en su impresión primigenia, aunque estaba seguro de que durante los próximos días se le aclararían sus dudas. También, en su fuero interno, reiteraba con fuerza la gratitud y reconocimiento a aquel diplomático español que había hecho posible la salida epistolar de una Hungría que se hundía ante el fragor germano. Lo curioso del caso, pensó, es que ni siquiera tenía conocimiento de su nombre, aunque sí de su apodo, el Ángel de Budapest, como Dimas le había definido en un comentario. Solo sabía que era el encargado de negocios de la legación hispana y que su agradecimiento, por sí y por los suyos, sería eterno.
—Tendremos que madrugar. —Sonrió, a la vez que comentaba el ambiente que había observado en los departamentos adyacentes. También aprovechó la coyuntura para reconocer dónde se situaban los servicios. El vagón llevaba dos. Al principio y al final del mismo. Uno de ellos tenía lavabo y una especie de irrigación cerrada en un cubículo de madera de nogal, que pretendía ser una ducha. Y lo era.
—Buen descubrimiento —consideró Edit—. Aprovecharé para ir, ahora que el pasaje está tranquilo.
—No creo que tengas que preocuparte. Por lo que he observado, el vagón en el que viajamos está casi desocupado. No me he fijado en demasía, pero solo he contado viajeros en tres de los departamentos y ninguno de ellos va al completo.
—No importa. Aprovecharé de todas formas.
—Te acompaño, mamá. Y así estiraré las piernas.
Daniel no puso impedimento, pero salió al pasillo y se enfrentó a la ventanilla, que ofrecía un espectáculo de sobresalto: noche cerrada y ninguna luz terrestre que pudiera permitir atisbar el camino que se recorría. Volvió sobre sus pasos y decidió que era el momento de prepararse para el sueño. Las butacas tenían un sistema que las convertía en divanes con longitud suficiente para descansar sobradamente. Además, los armarios superiores, los altillos, contenían mantas y cobertores para el caso de un frío intenso. Se bajó uno de ellos, se acurrucó en su canapé y trató de descansar. Le molestaba la luz del departamento, que sería amortiguada tan pronto regresaran Edit y David.
—¡Papá! ¿De dónde has sacado eso?
Hizo un gesto escueto definiendo la parte superior de los bargueños y de una forma simple indicó que deberían apagar la luz del compartimento.
—Mañana será otro día. Buenas noches.
La llegada a Salzburgo se produjo antes de que iniciaran su entrada en el coche de servicio para tomar el desayuno. Le sorprendió el trato preferencial que recibieron, tanto por parte del revisor, que parecía ser el jefe del tren, como por los empleados que allí se encontraban. Lo que desconocían es que existía el rumor, que se extendió de una manera vertiginosa, de que un embajador, concretamente el de España, viajaba en el segundo vagón del convoy. Como habían decidido con anterioridad los Venay, la lengua que utilizaban para hablar entre ellos era el ladino, lengua cercana al español antiguo de la época y, en consecuencia, castellano puro para los que no llegaban a hablarlo.
Finalizado el almuerzo, les informaron de que la locomotora debería descansar y ser preparada para continuar viaje y de que no se produciría la salida hasta las cinco de la tarde. Tenían tiempo de pasear por la ciudad. También les comentaron otros viajeros que el jefe de tren les había informado de que debían esperar la autorización para continuar el viaje hasta territorio francés. El itinerario previsto posiblemente no podría cumplirse debido al hecho de que Suiza no autorizaba el paso de los convoyes de naturaleza alemana o similar.
—¿Y entonces qué puede pasar?
—Según nos ha comentado el jefe del tren, es más que probable que tengamos que dirigirnos hacia Italia. Pero también tienen que estudiar las paradas técnicas debido a que la autonomía de la locomotora es relativa.
—Sí, creo que más o menos son doscientos kilómetros, pero… ¿y los demás pasajeros qué?
—Siempre según el revisor, parece ser que todo el pasaje civil tiene como destino final Lyon. Y al ser así, lo único que puede ocurrir es que el viaje se alargue un par de días más.
Edit escuchaba en silencio y lo hacía pensando en su situación personal, que solo su esposo conocía. Se miraron entre sí, pero obviaron hacer ningún tipo de comentario.
—¡Vaya gaita! —explotó David.
Daniel sonrió y comentó en tono mesurado:
—No te preocupes, chaval. Nunca hemos estado en Italia y puede ser interesante.
Se despidieron de sus compañeros de viaje y en su compartimento la conversación fue muy diferente. Edit se echó a llorar y David no supo a qué se debía y se fue a pasear por el andén.
—¡No llores, mamá!
—Estoy cansada, hijo.
—Me voy a pasear por aquí cerca. Hace un día espléndido.
—No te salgas del andén. Mamá y yo hablaremos y dentro de un rato te diremos lo que hemos decidido.
Cuando se quedaron en soledad, Daniel le preguntó a Edit:
—¿Y tú cómo estás?
—Ahora bien. Puedo aguantar tres días más.
—¿Y retrasarlo?
—Nunca he tenido que hacerlo. Pero entiendo que si me cambio menos a menudo podría funcionar.
—Bien, de momento no debemos preocuparnos. Tenemos un margen de varios días y no creo que el viaje se demore tanto.
—Ya veremos.
Decidieron dar un paseo por la ciudad. David había hablado de un día espléndido y tenía razón. Los abrigos y el gabán deberían permanecer en su compartimento, ya que el sol iluminaba algo más que el ambiente. También sus ideas.
Salzburgo se mantenía como una agraciada ciudad interior alejada de los frentes. Los alemanes habían invadido Austria hacía cinco años; incursión con escasos visos bélicos y, por tanto, se conservaba autónoma, dentro de la ocupación. Hitler, en su oblicua tendencia, anexionó todo el territorio austríaco de manera totalmente tranquila. Fue, pareció ser, una ampliación de la Alemania nazi, que confirmó un plebiscito para definir el estatus de Austria. El pueblo la consideró como parte de la Gran Alemania.
Salzburgo se mostraba como una ciudad relativamente pequeña, difusa en el conjunto de un paisaje medieval y barroco; una ciudad denominada alpina y considerada la cuna mundial de la música clásica. Mucha gente consideraba a Amadeus Mozart como un compositor germánico, cuando en la realidad su nacimiento se produjo en la villa que estaban visitando a pie por su barrio antiguo. Desde cualquier parte de la ciudad se mostraba eminente, altivo, como arrogante y soberbio, el castillo que coronaba la población y que revelaba su misión defensiva desde los siglos del Medievo. También por sus escalonadas travesías accedieron a la catedral, símbolo de una religión que para ellos no era la más proporcionada, por lo que ni siquiera trataron de entrar en la basílica. Fue en esos instantes cuando Daniel le preguntó a su esposa cómo se encontraba. Era consciente de que, en su estado, no debería caminar en exceso, y menos por unas callejuelas adoquinadas:
—Preferiría volver a la estación.
—Lo comprendo. David, se acabó la excursión.
—No importa, papá. Lo que interesa es que mamá se encuentre bien. Además, no creo que nos perdamos nada interesante.
—¿Y el río? ¿No quieres verlo?
—¡Bah, no es el Danubio! —comentó, casi con desprecio.
En eso tenía razón. El haber vivido varios años en la ribera del Danubio implicaba que cualquier otro río del mundo difícilmente podría acercarse a su encanto.
Cuando regresaron a la estación, después de tres horas de paseo por las adoquinadas calles del centro auténtico, observaron cómo varias carretillas cargadas de carbón accedían hacia la locomotora. David, extrañado, preguntó:
—¿Sabes cómo funciona la locomotora?
—Ni idea. Sé que durante un tiempo recomendable, y eso debe de ser para cada modelo, necesitan ser reabastecidas de agua y puedo imaginar que debe de ser para la combustión. Pero no sé más, hijo.
—Pues me gustaría preguntárselo al maquinista.
—Mejor no, David. No debemos significarnos de ninguna manera.
—Papá tiene razón —medió su madre—. Si llegase la casualidad, durante el viaje se lo preguntas al revisor. Es posible que pueda explicarlo. Pero lo importante, entiendo, es que nos lleve hasta nuestro destino.
—¡Sí, señora! Eso es lo importante.
Se acercaba la hora de la comida y, como tenían asignado el primer turno, accedieron a su departamento para asearse. El paseo había estado colmado de acontecimientos. Era su primer viaje al extranjero y en él pudieron efectuar una comparativa, imperfecta, entre su país de origen y lo que habían observado en el corto espacio de tiempo que había durado. Consideraban que Budapest, el anterior, era mucho Budapest para compararlo con cualquier ciudad europea de la época. Pero también eran conscientes de que su historia húngara había concluido y de que su única expectativa debería considerar la de su esperanza en el futuro.
Poco antes de finalizar el almuerzo, el jefe de tren, con el ánimo alborozado, pasó por el vagón de servicios-restaurante y comunicó que el convoy estaba autorizado a cruzar el territorio de Liechtenstein y Suiza, aunque las paradas solo podrían ser técnicas y durante las horas diurnas. El hecho equivalía a expresar que el tren estaría controlado en todo momento para que no existiese ningún tipo de «abandono» casual de pasajeros no deseados. No obstante, las noticias se las tuvieron que traducir a la familia Venay los señores de la mesa contigua, húngaros de condición y con quienes habían entablado alguna pequeña conversación. Además, indicaron que una sección de militares austríacos relevaría a los militares alemanes que acompañaban la caravana. En ambos casos no se permitía el paso de milicias germanas por ninguno de los dos países. Daniel, dudoso y preocupado como siempre, aunque más parecía ser un analista de situaciones, preguntó:
—Lo cierto es que, desde que embarcamos ayer y por los detalles que aprecio, no tenemos muy clara la nacionalidad del tren en que nos encontramos. ¿Tenéis alguna idea?
—Sí, sí —admitieron—. Tanto la locomotora como los vagones pertenecen al Gobierno húngaro, aunque desde hace unos meses están regidos por numerarios alemanes. Además, se da el caso curioso de que los vagones en que nos encontramos fueron un proyecto análogo al que quería representar el Orient Express húngaro y planeado para sus viajes al occidente europeo. Un proyecto que no se llevó a cabo, pero el resultado lo tenemos a la vista.
—De cualquier manera, las noticias son buenas. No tendremos que viajar por Italia y el viaje se hará más corto.
—Efectivamente. ¿Cuál es vuestro destino final?
—España. ¿Y el vuestro?
—Normandía. Tenemos familia allí y queremos visitarla antes de que la cosa se complique más.
—A nosotros nos pasa lo mismo —comentó antes de levantarse—. Bueno, nos vemos… seguro. ¡Hasta luego!
Después de saludarse de una manera afectuosa en la despedida momentánea, debido a que volverían a encontrase en la cena de la noche, iniciaron la retirada hacia su departamento a la espera de que el convoy iniciase su andadura. Fue en ese momento cuando Daniel le indicó a Edit:
—Por fin una buena noticia. ¡Te quiero!
—Yo a ti también, pero todavía falta… —dejó en el aire.
Poco después de las cinco de la tarde, como había sido previsto, se reinició el viaje con una evidente satisfacción del escaso pasaje. El hecho de no desviar la ruta hacia Italia suponía una reducción del tiempo de la marcha en casi veinticuatro horas. Obviamente, la jefatura del tren, así como los miembros de la operativa en la estación de Salzburgo, habrían tejido un nuevo programa de asistencia que se iniciaría en Innsbruck, con paradas técnicas en Zúrich, Lausana y Ginebra. Los militares que acompañaban a la expedición desembarcarían en la última pausa austríaca y en la primera detención en territorio suizo serían reemplazados por miembros del ejército helvético. Para los pasajeros, el nuevo tránsito obligaba a permanecer en sus departamentos durante el resto del viaje, aunque con las potestades lógicas de efectuar las comidas y visitas a los servicios comunitarios.
Por la noche y durante la cena tuvieron una agradable charla con el matrimonio que tenían en la mesa adyacente. Por ellos se enteraron —hablaban alemán— de todas las condiciones que el jefe de tren les había expuesto después de que el Gobierno suizo autorizase el paso por su territorio del convoy.
—Lo primero es que la nacionalidad de la locomotora es húngara, el destino es Francia y el transporte que se efectúa es de material de construcción.
—¿Y la tripulación y los militares?
—Bueno, según nos comentó, la dotación del tren es de ocho personas: dos maquinistas, dos asistentes, además del jefe del conjunto, y tres dedicados a atender al pasaje. Todos ellos, a excepción del revisor, son húngaros.
—Ya, ¿pero los militares qué?
—Eso también parece que está estudiado.
—Parece ser que la máquina tiene que abastecerse de agua y carbón dentro de una limitación de kilómetros y, por tanto, eso le obliga a efectuar una serie de paradas, que se denominan de asistencia, en un plazo máximo de cinco o seis horas.
—¿Seis horas? —inquirió David, ofuscado.
—Sí. Más o menos cada trescientos kilómetros.
David silbó, Daniel sonrió y Edit solo revelaba signos de estupefacción.
—¿Y cómo es que no nos enteramos la noche pasada?
—¿Podría ser que estuvierais durmiendo? —preguntó en tono de ironía su compañero de mesa contigua.
—Podría ser —afirmó Daniel—. Pero prometo que no roncaba.
El grupo emitió una carcajada y continuó con las explicaciones.
—Me preguntas por los militares alemanes que custodian el convoy, ¿no?
—Sí. Porque no creo que sean bienvenidos en Suiza.
—Así es. Ellos, parece ser, descenderán todos en Innsbruck, que es la última estación austríaca. Desde allí a Zúrich el tren viajará sin escolta.
—¡Esperemos que no haya nieve! Vamos a cruzar todas las montañas del Tirol. ¿Y cómo has conseguido tanta información? —curioseó Daniel con un poco de malicia perversa.
—¡Ah, amigo! No hay nada como ser astuto y con un poco de diplomacia casi todo se consigue. ¿Pero qué digo? —se preguntó, a sabiendas de que la familia Venay tenía algo que ver, o mucho, con la legación española—. ¡De eso seguro que sabéis vosotros mucho más que yo!
Edit no quiso entrar en el juego que, parecía ser, había iniciado Zoltan, nombre propio con el que se había presentado. Sin apellidos.
—Podría ser —manifestó con cierta timidez, no exenta de firmeza.
Hubo un momento de silencio que ninguno de los reunidos parecía querer romper. Lo hizo el asistente del vagón con una bandeja de comida para los cinco componentes de aquella fracción del coche. Estofado de carne. Un goulash con un aspecto inmejorable y un olor que despertó el apetito de los sentados a la cena.
—Seguimos luego. Tenemos hambre.
—¡Pues que aproveche! Y sí, seguro que seguimos luego, porque tengo más cosas interesantes que explicar.
La cena se desarrolló en silencio, con una tranquilidad contrahecha y subordinada a lo que Zoltan se había guardado en su zurrón y que sería expuesto una vez finalizada la misma. Se acercaba la hora del segundo turno y los pasajeros del mismo ya esperaban en la portezuela del vagón. Daniel, que los tenía de frente, así lo expuso:
—Creo que se acerca la hora de dejar el sitio libre.
Algunos volvieron la cabeza y en sentido afirmativo lo confirmaron.
—¿Vamos a fumar un cigarro?
—Yo no fumo, pero no me molesta que alguien lo haga.
—Entonces vamos a nuestro departamento y seguimos charlando.
—¿Dónde está?
—En el vagón uno. De camino pasaremos por el vuestro.
—¿Edit?
—No, me vais a perdonar, pero estoy un poco cansada.
—Es normal después de la excursión que habéis hecho por la ciudad. Nosotros la conocemos bien y los adoquinados por los que tienes que caminar en el centro son impresionantes. ¿Habéis estado en la casa donde nació Mozart?
—No. Lo cierto es que estuvimos cerca, pero se nos hacía tarde para venir a la hora del turno.
Zoltan parecía estar muy interesado con la cercanía de Daniel. Había escuchado los rumores y comentarios sobre que una alta personalidad de la diplomacia española viajaba en el tren, cuchicheos que provenían del teniente del ejército que acompañó a los Venay a su acomodo y que nadie había confirmado en las cerca de veinticuatro horas en que transitaban casi vecinos. Y lo que semejaba o quería ser el inicio de una amistad más bien se presentaba como una tarea interesada sobre la personalidad y presunto estatus de Daniel.
Durante el tiempo que Daniel fue acogido en el compartimento de Zoltan, fue invitado a tomar una copita de palinka, que aceptó, aunque rechazó una segunda toma. Estuvieron hablando durante varios minutos de Budapest, de la situación viajera en que se encontraban y más tarde, cuando Zoltan le preguntó por sus deberes en la embajada, Daniel decidió cambiar de tema con un escueto:
—Prefiero no hablar de mis obligaciones profesionales. Son asuntos muy personales y de cierto interés, de los que no me está permitido comentar.
—¡Nada, hombre! ¡No te enfades! Solo quería continuar nuestra conversación.
—Pues siendo así, podríamos hablar de otras cosas. Por ejemplo, de la información que me ibas comentar sobre lo que habías sonsacado al jefe de tren. Comentaste que hasta Zúrich viajaríamos sin escolta militar y eso es lo que no entiendo. ¿Por qué el tren debe llevar escolta? ¿Por los materiales que transporta?
—Es ahí donde puede que te lleves una gran sorpresa.
—¿Y eso?
—Porque los materiales que transporta el convoy son materiales de construcción, unos materiales que están destinados a rehabilitar casas sociales para los republicanos españoles en Francia.
—¡Pero ¿qué dices?! ¡Eso no hay quien se lo crea! —exclamó Daniel con determinación—. Es prácticamente imposible que un régimen como el alemán envíe cualquier tipo de materia prima para la reconstrucción del hábitat de sus enemigos ancestrales, como es el comunismo. ¡No me lo puedo creer! Además, han pasado cinco años desde que concluyó la guerra civil española.
—Bueno, dicen que lo envían para los franceses, pero la realidad parece ser otra. Eso según me han comentado. Tú eres español y de esto sabrás un poco más que yo.
—Lo siento, pero ya lo hemos comentado. De estos y de otros muchos temas prefiero no hablar. Lo cierto es que no entendía la escolta que llevaba el tren. Y sigo sin entenderla. Pero para los tiempos en los que vivimos todo es posible.
Zoltan comenzaba a vislumbrar que difícilmente sonsacaría cualquier otro tipo de información a Daniel y por ello dejó de insistir.
—También es cierto que si al tren le han dado permiso para cruzar el territorio suizo se debe a que todos los pasajeros somos de nacionalidades que no entran de lleno en las cruzadas militares. La mayoría son franceses, húngaros y vosotros como españoles. La verdad es que especulaba con que vuestra presencia en el tren, quiero decir el viaje de tu familia, tu posición en la embajada, y las mercancías que transporta el convoy tenían un nexo común.
—Lo siento, Zoltan, pero te equivocas.
Zoltan suspiró con alivio y se le ocurrió solo murmurar, aunque como disculpa:
—¡Casi mejor así! ¿Otra copita?
—No, no, gracias. Mañana será otro día.
Se levantó, se despidió de la mujer de Zoltan, que leía en un rincón del compartimento, y salió en dirección al suyo. En el corto trayecto entre vagones se cruzó con un militar, que le miró de una manera poco definida, aunque carente de todo interés.
La suspicacia de su carácter le obligaba a preguntarse si Zoltan era tan solo un pasajero más o encarnaba cualquier otro cometido de información para los «cucos». Resultaba evidente que su vecindad impuesta en el vagón de servicios, su notorio interés por relacionarse con él y su reticencia en el hecho continuo que sobrepasaba a la cortesía natural le obligaban a pensar que podría haber algo más que una simple relación de pasajeros en un largo viaje. También llegó a pensar que la mujer, esposa o acompañante de Zoltan no había dicho ni una sola palabra durante el tiempo transcurrido en la relación de proximidad que compartían. Más bien parecía sorber los diálogos entre ambos, aunque ignorando cualquier contenido de importancia. Le resultaba curioso que ni tan solo el nombre de la mujer, señora o acompañante hubiera sido pronunciado en ninguna ocasión. Allí estaba, sí, pero en una posición que Daniel intentaba no definir como clandestina.
Cuando llegó a su compartimento, lo primero que observó fue que David había cambiado su ubicación y se había instalado en la ventanilla usurpando el asiento de su madre, que, como imaginaba, le había cedido el sillón encantada.
—David, ¿qué haces ahí? —preguntó, a sabiendas de cuál sería la respuesta.
—Nada, papá. Mamá me ha cedido el sitio.
—¿Y por qué? —volvió a preguntar, siendo consciente de que debería haber una segunda intención.
—Bueno, como sé que vosotros vais a dormir, cerraréis la puerta del departamento y no os vais a enterar de nada, he preferido cambiar el sitio con mamá porque así, cuando lleguemos a la próxima parada, me gustaría ver cómo montan todo el tema de asistencia. Bueno, lo del agua y todo eso.
—Pues me parece muy bien. Y tú, Edit, ¿cómo estás?
—Bien. Un poco agobiada, pero bien.
—Una pregunta —indicó Daniel.
—Dime.
—¿Has cruzado alguna palabra con la mujer de Zoltan?
Se le quedó mirando fijamente, pero su mirada lo único que expresaba es que se hallaba analizando todos los momentos vividos en las últimas horas.
—Ahora que lo dices —realizó una pausa enfática—, lo estoy pensando y, más que algún gesto de educación, alguna sonrisa y alguna mueca de complicidad…, va a ser que no. Palabras, solo hola y adiós.
—¿Y te parece normal?
—Pues ahora que lo dices, no —afirmó con contundencia.
Daniel comentó sus inquietudes con respecto a la pareja que se sentaba a su lado, o muy cerca, en el vagón de servicio. La situación se le antojaba provocada, dirigida, después de la pequeña reunión que habían tenido en su departamento. Más bien semejaba que el denominado Zoltan tenía como misión, como objetivo, indagar sobre los Venay, su condición, su naturaleza y el objeto final del viaje que realizaban. La información que poseía su compañero de trayecto no podía considerarse como habitual en viajeros cuyo trato con el jefe de tren estaba más que definido: nulo o escaso. Por eso, llegó a comentar a los suyos que debían comportarse con mucha precaución en todo momento, tanto en el idioma que utilizar como en la información personal que facilitar.
—Estoy convencido de que son unos «cucos» y de que su actuación en el tren está basada en conseguir información sobre algunos pasajeros. Y de la averiguación, una vez llegados al punto de destino, darse a conocer a los aduaneros de turno y detener a los sospechosos sin ningún tipo de garantía. Además, creo que su primera intención era emborracharme con palinka insistiendo en que tomara otra copita y así sucesivamente.
—¿Y tú qué hiciste?
—Nada. Le dije que no y le comenté que prefería emborracharme de sueños. Pero estoy totalmente seguro de que su intención era indagar en lo más profundo de nuestras vidas.
—¿Tú crees? —inquirió Edit, alarmada por las palabras de su marido.
—Sí. Y te diré por qué. Cuando hemos hablado; mejor dicho, cuando me ha informado de los pasajeros que viajábamos en este tren, ha comentado que todos eran franceses, húngaros y nosotros, que viajábamos como españoles. Ese «como» es lo que me ha llamado la atención.
—Sí, es extraño. No españoles, sino como españoles. Parece indicar que existe alguna sospecha sobre nuestra condición y nacionalidad.
—Eso es lo que pienso yo. ¿Lo has escuchado, David?
—Sí, papá. Por mí no os preocupéis. Hablo poco con extraños y desde ahora mucho menos.
—Te lo digo porque en teoría tú eres el más débil de los tres; y cuando me refiero al más frágil, te reseño como el más fácil de engatusar —afirmó con torpeza, aunque a la vez con la contundencia y el cariño de un padre que desea lo mejor para su hijo.
David bajó la cabeza en un signo de sumisión, aunque su mente derivaba hacia otros derroteros que no tenía demasiado claros y quiso clarificarlos.
—Papá, ¿qué quiere decir eso de cucos? Es que lo he oído en varias ocasiones y no se me había ocurrido pensar que tenía alguna relación directa con las personas.
Edit observó a su hijo con atención, con curiosidad. Seguidamente prestó una desmedida fiscalización por saber cómo Daniel le explicaba a su hijo el tema. Un tema sencillo pero espinoso y complicado para un adolescente de poco más trece años.
Daniel tomó aire y le surgió, de improviso e inesperadamente, un gorgoteo que parecía ser el paso previo para hablar de los pajaritos a los que su hijo hacía alusión. Y lo hacía sin entrecomillar debido a su desconocimiento de ciertas historias con visos de correspondencia con situaciones bélicas surgidas en el siglo XX.
—Bueno, ya sabes que el cuco es un pájaro, ¿no?
—Sí, eso sí. Pero no me refiero al pájaro en sí mismo, sino a la interpretación que hay que dar cuando hablas de los cucos.
—Es sencillo. La naturaleza ha creado a multitud de seres. Tanto los humanos como cualquier tipo de espécimen deben ser considerados como seres vivos. Y ahí entra en juego el pajarito. Mejor dicho, la hembra del pajarito —realizó una mínima pausa antes de continuar—, que, como hembra, es la que debería cuidar a sus hijos. Y lo digo así para que lo entiendas, que no son hijos, sino huevos. Sin embargo, la cuca, como es muy lista, en lugar de incubar sus huevos lo que hace es buscar a otras aves más pequeñas y que están en su misma situación y en cuanto descuidan el nido, su nido, ella vuela con uno de sus huevos, se come uno de los otros y cambia el suyo por otro de los que allí estaban. Por tanto, cuando regresan los dueños del nido, la madre continúa incubando porque desconoce que allí hay otro embrión que no será como los suyos en el momento en que eclosione. De esta manera, la cuca se zafa de sus deberes maternos, sus hijitos nacen sanos y ella se olvida de cualquier obligación maternal.
—¡Huy, qué lío! O sea, que la madre cuca invade los nidos de otros pájaros, ¿no?
—Exactamente. Irrumpen en los nidos de los otros pájaros, al igual que los alemanes después de ubicar el parasitismo en países que invaden con posterioridad.
—¡Ahora lo entiendo! Y por eso en ocasiones a los alemanes los llamáis cucos.
—¡Muy bien!
La madre, Edit, aplaudió de una manera poco ruidosa y acercándose a su marido de un modo vehemente le dijo:
—Has estado genial. Pero el mayor mérito que has tenido en la explicación que le has dado al chico… ¿sabes cuál es?
—No sé por dónde vas…
—Te lo diré. Lo mejor de todo es que has estado hablando en ladino y tú ni siquiera te has enterado. Yo esperaba que fueras por el camino fácil y lo hicieras en húngaro. Considero que has sido muy valiente, por cómo lo has expuesto y también por cómo has revelado el significado final. Creo que te mereces un premio —dejó en el aire, sobándole la cadera de manera cariñosa.
—Pero está David…
—Y yo no estoy para muchas fiestas, ya lo sabes. He dicho premio, pero no he especificado cuándo.
Daniel sonrió, besó cariñosamente a su esposa en la punta de la nariz y echó una mirada penetrante a su hijo, que, en la ventanilla, no perdía detalle de la oscuridad de la noche, aunque no podía distinguir con claridad las montañas del Tirol, por entre las que realizaban el trayecto.
El tren parecía haber cesado en su ritmo de velocidad y se acercaba a marcha lenta a la parada asistencial de Innsbruck. David no perdía detalle. Tal y como les habían informado, el pasaje no podía abandonar sus departamentos durante el tiempo en que la locomotora efectuase sus labores de soporte. Durante los instantes que siguieron, y con la luz mortecina de la cabina apagada, observaron cómo se acercaban por el andén vehículos en cuyo interior deberían transportar los elementos necesarios para reabastecer y modular que la locomotora y el convoy continuaran su viaje. La visión de la delantera se mostraba invisible por el ángulo desde el lugar donde vislumbraban, aunque sí que observaron cómo miembros del ejército que acompañaban al tren se dirigían hacia la máquina en misión de apoyo y escolta.
La operación prorrogó entre dos y tres horas la marcha de la columna, saliendo de madrugada con destino a Zúrich. Desconocían la distancia existente entre las dos estaciones, pero sus conocimientos sobrevenidos convinieron que no podían ser más de seis horas. Cerraron la contraventana, apagaron la luz y decidieron esperar la llegada del sueño.
Estirados en sus butacones y con la curiosidad satisfecha, dejaron de darse cuenta de que la compañía de militares había abandonado el transporte una vez que la máquina inició su marcha hacia territorio suizo. El tren, por tanto, se hallaba desamparado de protección hasta su llegada a Zúrich, pero los pasajeros, la mayoría, desconocían la disposición por haberse producido de madrugada.
Al día siguiente, su despertar casi coincidió con la llegada a la ciudad suiza. El tren traqueteaba lentamente, como dando a entender que una nueva etapa del viaje estaba pronta a ser cumplida. Alzaron la contraventana y pudieron observar el conglomerado de vías que parecía acompañarlos hasta el dispositivo final de la estación. Sin embargo, a medida que el convoy se acercaba displicente, calmoso y sin titubear, el aglomerado de vías parecía alejarse de sí mismo. Era evidente que la posición del convoy sería dirigida a una vía muerta, donde debería estar esperando a la aduana y demás autoridades implicadas.
A los pocos minutos entraron en un contiguo cuyos andenes parecían estar fuera de servicio. La visión de los mismos y de los primeros guardias de fronteras sobre el apeadero confirmó el resto.
—Hoy no sé si desayunaremos. ¿Habéis contado cuántos son?
—Un montón —indicó David—. Al menos treinta o cuarenta. Y tienen el mismo aspecto que los alemanes. ¡Ah! —Se sacudió en la frente—. ¿Y de los alemanes qué?
—No lo sé —confirmó la madre—, pero estoy segura de que ya estamos en Zúrich. Lo que no entiendo es que la mayoría de los carteles que he visto, por no decir todos, están escritos en alemán. ¿No te has fijado, Daniel?
—Sí, es cierto. Vamos a ver si mientras dormíamos no han desviado el tren para Alemania. Estaría bueno —comentó pensativo, dentro de una evidente preocupación, aunque no quiso hacer más comentarios—. Ahora toca esperar.
Daniel, curioseando, sacó la cabeza por el pasillo del vagón y confirmó que no existía ningún tipo de movimiento. De cualquier manera, las indicaciones que había recibido el pasaje se asentaban en que nadie podría descender de los vagones hasta nuevo mandato. Y dispuso el cumplimiento de modo firme para él y todos los suyos. En ocasiones, un paseo por el andén, aunque solo fuera para estirar las piernas y respirar el aire contaminado de las estaciones, podría hacer un bien para cualquier cuerpo de humano, pero comprendía que, en la situación que preexistían, el cumplimiento de las normas debería ser obligatorio y taxativo.
—Papá, tengo hambre.
—Lo sé, hijo. Lo puedo entender. ¡Pero espera! —Recordó en ese instante—. En la maleta tenemos salami y torta. ¿Te apetece? Espero que la torta todavía esté lo suficientemente blanda para preparar un bocata. ¿Vale?
—Estupendo.
—Edit, ¿te apetece?
Su mujer le sonrió y le descubrió con angustia, inquietud y preocupación sus necesidades más perentorias:
—¡Necesito ir al baño! ¡Eso es lo que me apetece!
Volvió a prestar atención al pasillo del vagón y dispuso:
—No creo que nadie te lo prohíba.
Edit salió despedida en dirección a los lavabos con la esperanza de que no se encontraran ocupados. Pero antes de llegar a ellos se concretó la llegada de los aduaneros por el primer vagón. Tuvo la fortuna de que los guardias, en su servicio inicial, estaban más pendientes del control de los departamentos que de lo que podía acontecer en el vagón subsiguiente, que controlarían con posterioridad, aunque dio la casualidad de que uno de ellos la observó mientras entraba en los servicios.
Pocos minutos más tarde, y sin aire de sofoco, Edit volvió sobre sus pasos y se incorporó al conjunto familiar. Los guardias de frontera todavía tardarían un tiempo en acceder a su control en el segundo vagón. Cuando aconteció, ocurrió un hecho curioso y digno de relatar.
Los guardias hablaban en alemán. Ello dificultaba el entendimiento entre algunos de los pasajeros a pesar de que muchos de ellos utilizaban el francés en su vida diaria. Al entrar en su departamento, y de manera educada, solicitaron la documentación del pasaje. Al observarla, así por encima y sin prestarle demasiada atención, uno de ellos apostilló en español:
—¿De la embajada española?
—Así es —afirmó Daniel.
—¿Puedo preguntarle qué cargo ocupa en la embajada?
—Sabe usted que es irrelevante. La documentación lo especifica todo, o casi todo.
—Tiene usted razón —afirmó el aduanero—. ¿Tienen algo que declarar?
David, mirando a su padre, sonrió y le consultó:
—No habrá que declarar el salami y la torta, ¿no? —Y siguió masticando con apetito juvenil.
—No, hijo. No van por ahí los tiros. —Y dirigiéndose al oficial de aduanas preguntó—: ¿Cómo es que habla tan bien nuestro idioma?
—Soy hijo de madre española, aunque he perdido mucho del idioma. —Y cruzando su mirada con Edit le preguntó—: ¿Se encuentra bien, señora?
—¡Ah! Muy bien. Gracias.
Edit hacía pocos minutos que había utilizado los lavabos y en ellos efectuó un recambio, una cura rápida de sus problemas, que no tales, vaginales. Pero con la rapidez obligada por la llegada de los agentes y sabiendo que el inodoro no filtraba los elementos que desechaba, decidió envolverlos en papel higiénico y depositarlos en la papelera que hacía al caso. Los oficiales de aduanas, como era su obligación, inspeccionaron el lugar y encontraron lo que encontraron: vestigios ensangrentados de una menstruación femenina. Nadie podría llegar a pensar que en aquel periodo menstrual se hallaba el futuro de toda una familia. Y de ahí la pregunta, que no retórica, del miembro de la guardia de fronteras.
Se giró hacia sus compañeros y comentó en alemán:
—Todo en orden por aquí. Gente importante. —Seguidamente devolvió a Daniel la documentación exhibida, así como el pasaporte familiar.
—Que tengan muy buen viaje. Cualquier cosa que necesiten, estaré a su disposición hasta la estación de Ginebra.
Los Venay le miraron con gratitud, con reconocimiento, por saber que hasta Ginebra contarían con la presencia de alguien que los protegería y con quien podrían entenderse con mayor facilidad a pesar de las diferencias idiomáticas que los separaban dentro de un mismo idioma. Además, y de manera involuntaria, les indicaba que el convoy estaría escoltado por guardias suizos hasta completar su recorrido por territorio helvético.
Salieron a media tarde. El viaje iniciaba su andadura por tierras helvecias, desde donde conseguirían llegar a la parte final de su éxodo proyectado. Hacía sol. Concebía indolencia, pero los rayos solares envolvían el departamento de un regocijo incorpóreo, casi trémulo, que estremecía a sus ocupantes. Suiza, la intersección de su territorio, la consideraban el principio del fin de sus males, de sus penurias, de las carencias que un simple nacimiento equívoco para unos, los alemanes, podría sumir a todo un pueblo en una convulsión continua y en la sublevación brutal contra sus gentes. Un pueblo, el judío, cuyo único pecado radicalizado en la tierra de los humanos había sido, precisamente, su desnaturalización, su destierro perenne por los siglos de los siglos y el desarraigo perpetuo, que en ningún caso ayudaba a dispensar una pureza de estirpe debido a una indeseada, y a la vez artificial, expatriación.
Pero había más. Durante el almuerzo, con el convoy estacionado, tuvieron una sorpresa no concebida. Llegaron al vagón de servicio, se sentaron en la mesa que les había sido asignada y pocos instantes después un señor mayor, de imagen iletrada, se sentó en la mesa de su lado. Cuando llegó el doméstico, que hacía las veces de camarero, le indicaron que en la mesa se sentaban los señores. El sirviente, haciendo caso omiso, les informó de que la señora no se encontraba demasiado bien y habían solicitado el cambio de turno, por lo que difícilmente volverían a encontrarse, a no ser en una visita acordada en su departamento. Daniel, que siempre tenía la mente emplazada alrededor del detalle, pensó que la investigación de los «cucos» habría resultado baldía e intentarían buscar a otros candidatos inciertos para cumplir con su quehacer. Para él, resultaba demasiado evidente que tan pronto como la investigación sobre su familia y él mismo se convertía en humo, Zoltan se alejara de ellos como si fueran seres inicuos. El desarrollo de sus actos se convertía en ignominioso observado desde cualquier punto de vista. Había quedado demostrado que Zoltan era quien ellos mismos habían definido como un delator al servicio de los «cucos».
—¡Qué casualidad! ¿No os parece?
—Lo único que me parece es que estamos a salvo. ¿Qué hay para comer? Lo cierto es que hoy tengo apetito. Ha sido una mañana propensa al delirio en muchos sentidos, pero parece ser que ha salido bien.
—Pienso lo mismo. ¿Qué tal, David?
—Bien, pero me gustaría saber cuál va a ser el itinerario que haremos a partir de ahora. La verdad es que no tengo ni idea de dónde estamos —afirmó, echando un vistazo sobre el mapa europeo que siempre llevaba consigo.
—Ten en cuenta que nos hemos perdido casi lo mejor del viaje. Hemos pasado las montañas del Tirol, pero lo hemos hecho de noche. Yo casi diría con nocturnidad y alevosía, aunque me hubiera gustado verlas de cerca. Dicen que los valles y los prados se confunden entre ellos antes de asumir los picos que las circundan. Y también dicen, lo leí hace mucho tiempo, que lo más impresionante de los collados que las rodean es el silencio mágico que las confunde. Además, en este final de marzo todavía no existen las coronas de niebla que las suelen extraviar.
—Pero papá, no me has contestado a la pregunta.
—Bueno, estamos en Zúrich. Ya has visto los carteles de la estación.
—Es lo único que he visto: los andenes, las vías de tren y a lo lejos las colinas que se observan. Parece que la ciudad está metida dentro de una alberca y rodeada de frondosos montes. Es todo lo que se ve desde aquí.
—Es todo, David. Sabes que no existe autorización para pisar los suelos suizos. Y debemos cumplir lo que nos indican.
—De acuerdo, pero es una pena.
El chico tenía toda la razón. Estar al lado de una preciosa ciudad del centro europeo y no poder dar dos pasos en su conocimiento, aunque breve, se tornaba en una especie de impotencia para la mentalidad de un adolescente. Luego, durante todo el trayecto, había comprobado por sí mismo que la guerra de la que se hablaba no se hallaba vigente por donde el tren había atravesado. Eso sí, se veían muchos militares en todas y cada una de las paradas que habían realizado, pero su estatus más parecía abarcar el término de guardianes que de guerreros.
David cerró los ojos. La comida era abundante, pero en la mentalidad de un joven la manutención tenía una importancia relativa. Había querido, desde el primer momento, solo pensar en su viaje, en la conclusión del mismo y en el futuro que podría esperarle en el lugar donde se asentaran. No deseaba recordar el pasado, un pasado que jamás volvería a ser y que gran parte de su vida lo tendría presente como el qué habría podido ser su existencia de seguir en Budapest. También pensó en su madre, Edit. Analizaba su manera de actuar; sus escondidos sentimientos, que parecían haber dado un vuelco desde que accedieron a la embajada. Su preocupación continua, su actitud vehemente, su silencio castrado por la confianza paterna conferían a aquella mujer, su madre, un interrogante que podría llegar a conclusiones negativas. Decidió continuar con sus reflexiones en otro momento, en otro instante en que pudiera actuar frontalmente y preguntarles a ambos el porqué de un cambió de condición tan evidente en sus mentes.
—Y después de Zúrich, ¿qué? —preguntó, señalando con el dedo el posible recorrido.
—Pues no lo sé, pero podrías preguntarle a ese guardia de fronteras tan amable que se acerca por el pasillo.
David se giró sobre su torso para observar la llegada de dos uniformados que se iban acercando, fiscalizando a los comensales del primer turno y revelando que la locomotora saldría a hacer unas pruebas, que el convoy estaría totalmente detenido entre dos y tres horas. También tuvieron la gentileza de indicar a los integrantes del pasaje que estaban autorizados a bajar al andén y pasear por el mismo, aunque sin salir fuera de él. Al llegar a la altura de la mesa de los Venay, David indagó:
—¿Para dónde iremos ahora?
El guardia de fronteras lo observó durante un instante. Sonrío y con una amplia mirada gestual de simpatía le dijo:
—Me caes simpático. Además, eres el único chico en todo el vagón y tengo la impresión de que lo que yo te explique te lo guardarás para ti, ¿de acuerdo?
—Claro, no se lo diré a nadie —aseveró David.
—Solo a tus padres. ¿Me lo prometes?
—Seguro que sí. Solo a mis padres.
Durante el corto diálogo, Daniel sonreía y Edit se mantenía en su mundo de reflexión y mutismo. Ella, en su situación, prefería la estancia en el departamento al paseo sugerido por los andenes de una vía muerta.
El guardia reveló, mirando fijamente a David como si no hablase o no le escuchase nadie más, que el convoy saldría sobre las seis de la tarde, una vez la locomotora hubiera superado las pruebas realizadas, y dependiendo de su estado el viaje continuaría en una sola etapa hasta la ciudad de Ginebra. Todo ello, repitió, siempre y cuando se dieran los condicionantes necesarios y la autonomía de la máquina fuera suficiente. Comentó que serían cerca de trescientos kilómetros y que en ese aspecto deberían ser los maquinistas quienes se pronunciaran en uno u otro sentido. Caso contrario, Lausana sería la próxima parada de asistencia.
—¿Te parece bien?
—Pues muchas gracias. Creo que mis padres también han escuchado su explicación —manifestó sonriendo.
—Creo entender que solo he hablado contigo, ¿correcto?
—Sí, señor. Correctísimo. Y repito las gracias.
Tenían toda la información que necesitaban. Se retiraron a su departamento y allí, sentados alrededor del mapa, pudieron hacerse una idea de lo que restaba en aquel viaje de exilio y celar, pero que, para ellos y hasta ese momento, no había derivado en algo diferente a uno turístico. El aburrimiento hacía mella, con un evidente menoscabo en sus apreciaciones y sentires. Edit dormitaba, Daniel repasaba un libro antiguo que portaba en su maleta y David contemplaba continuamente a través de la ventanilla los movimientos tanto del pasaje paseante como de los agentes vigilantes. Los describía de manera uniforme, casi profesional: el loco de la pradera, la chica del antifaz, los monstruos de Benadem. A todos y cada uno de ellos les aplicaba un apodo y de ahí su tiempo no le parecía tan extraño, tan insólito, en aquella prisión sobre ruedas. Se estiró bostezando y dirigiéndose a sus padres comentó:
—Podríamos salir un rato, ¿no?
—No es mala idea. Sé que estar aquí es aburrido y más para un chaval deportista como tú. Pero las circunstancias son las que son y no quisiera dejar a mamá sola. Por otra parte, el que tú salgas solo no me hace ninguna gracia, aunque entiendo que la seguridad está garantizada en el andén.
—¡Papá, además hace sol!
—¿Edit? —preguntó a su esposa.
Ella no contestó. Continuaba en su mundo de abstracción y difícilmente podría generar una negativa.
—Vale. Mamá está dormida y espero que no se enfade. Solo te pido una cosa.
—¿Qué, papá?
—Es posible que, al verte solo, sin la compañía y protección de tus padres, alguien pueda entender que sería el momento más adecuado para sonsacarte lo que a tu padre no le pudieron sonsacar.
—¿Lo dices por Zoltan?
—Sí. He visto que está paseando arriba y abajo como un desesperado. No sé si lo hará para hacer la digestión o porque no ha conseguido obtener frutos de su trabajo de campo. Al menos hasta el momento.
Cuando David bajó del vagón, Daniel se sintió profundamente incómodo. Intentó bajar la claraboya de su departamento, pero el óxido había cumplido su misión y estaba atascada. Por primera vez en su vida hubiera deseado tener el don de la ubicuidad, de la bilocación en términos paranormales. No podía dejar a Edit sola por lo que ya todos sabemos, y dejar a su hijo caminar en solitario en aquella tarde primaveral, lejos de su visión y alcance, lo ponía en un compromiso personal por el adeudo y responsabilidad que su hijo significaba. David lo era todo para ellos, más que su propia existencia, y tenía claro el designio de que amar significa dejar ir. Pensó en su hijo: era joven, fuerte, espigado y con una cabeza más depurada que otros jóvenes de su edad. Y sabía que más tarde o más temprano tendría que prepararse y conceder sus deseos de libertad, de independencia, de liberación personal.
El tibio sol parecía resentirse de sí mismo y comenzaba a dejar paso a un filón de nubecillas atascadas que parecían haber estado esperando el momento de molestar, a pesar de lo cual hacía frío. David había bajado en mangas de jersey, que no de camisa, volviendo al poco rato diciendo:
—Hace frío. Me pondré el abrigo —continuó—. ¡Ah, papá! ¡Tenías razón!
—¿En qué, hijo?
—Me refiero a Zoltan. Me ha parado durante el paseo…, pero luego te lo cuento. Bajo otro ratito a estirar las piernas y luego subo. Y no te preocupes, que ya le tengo controlado.
—Pero no tardes —gruñó Daniel.
Edit seguía transpuesta y al escuchar el amortiguado grito de Daniel se despertó.
—¿Qué pasa? ¿Dónde está David? —preguntó, angustiada.
—Nada, tranquila. Ha salido a dar un paseo por el andén y no tardará.
—Pero ¿cómo le has dejado ir? —Se molestó.
—Ya no es un niño, Edit. En el tren ya todos nos conocemos. De vista, eso sí, pero nos conocemos.
—Me preocupa Zoltan —manifestó más calmada.
—Sí, sí. Antes de que bajara ya lo hemos hablado. Me ha comentado que le ha parado, pero que ya lo tiene controlado. Luego nos contará.
Se levantó medio dolorida por la posición en que se había dormido y tan pronto se puso de pie su voz sonó como un susurro:
—Tengo que ir al baño —señaló, buscando su neceser, que se encontraba en la parte superior del altillo—. ¿Me lo acercas, por favor?
Edit y David coincidieron en el regreso. Daniel había acompañado a su esposa hasta el servicio y se entretuvo mirando a los paseantes del andén. Bajó por la escalerilla para observar el ambiente y reparó en la figura de su hijo, que se acercaba. También prestó atención al servicio de seguridad que habían montado los guardias: dos en cada principio y final del convoy. Pudo advertir, a la vez, que en la parte opuesta del apeadero se encontraban idénticos servicios a pesar de la prohibición de bajar a las vías por el lado opuesto. Pensó que se encontraban en una prisión libertaria a pesar de la contradicción que ello suponía. Sin embargo, en las cercanías se escuchaba el rumor agitado en los raíles y pitidos clásicos que solo podían provenir de una locomotora. Y parecía ser, lo parecía, que era la que los conduciría a su destino casi final. No se equivocaba y a los pocos minutos los vigilantes obligaron a todos los pasajeros a subir al tren y a que se acomodaran en sus vagones. La salida estaba prevista para una hora más tarde; una hora en la que el fulgir del sol se apagaba, dando paso a las primeras estampas nocturnas.
—Cuenta, David, cuenta.
—Nada raro, mamá. El tío ese me paró y se puso a caminar a mi lado. Me preguntó qué es lo que más me había gustado de Budapest el tiempo que habíamos vivido allí y sobre todo se interesó mucho por el colegio al que había asistido.
—¿Y tú que le has dicho?
—Pues alguna verdad —expuso con cariño—. Que lo que más me gustaba de Budapest era el Danubio porque es el río más bonito del mundo; que habíamos estado mucho tiempo, aunque sin concretar el cuánto; y luego, a la pregunta principal, que es lo que lo dejó boquiabierto, fue el colegio donde recibí parte de mi educación… —Edit y Daniel salivaban a la expectativa del episodio final, aunque después de la pausa de su hijo decidieron mostrar un enorme interés, pero tan solo en signos y miradas. Sin locuciones—. He confesado que fui un largo tiempo a los Marianistas porque mis padres querían que aprendiera inglés y alemán. Y que muchas tardes, en la embajada, recibíamos clases de historia de España.
Sus padres no supieron qué hacer: un aplauso estridente, un abrazo enternecedor, una felicitación cariñosa… Lo cierto es que no supieron qué hacer. Se quedaron callados, silenciosos, mudos por la emoción que suponía el haber transmitido el carpetazo final a una sospecha tácita. El hecho declarado por David de ser un chaval que acudía con regularidad a un colegio de religión católica desmontaba cualquier recelo de los escribas del poder alemán. Un niño no miente, un niño no puede estar aleccionado, no adultera la realidad como pueden hacer los mayores. Y es ahí, en esa quimera armónica, donde las incertidumbres de Zoltan se habrían depurado de una manera total y permanente. Luego David continuó su relato:
—Fue muy curioso, porque cuando escuchó la palabra Marianistas se quedó parado un rato, como sin habla, estupefacto diría yo. Y luego su actitud cambió: fue menos obsesivo en sus preguntas, más amable, hasta que encontró la menor excusa para despedirse del pequeño paseo informativo —recalcó— que habíamos dado juntos. Es curioso que, cuando subió al vagón porque decía que su esposa no se encontraba demasiado bien, me dio recuerdos para vosotros. Lo cierto es que se fue con tal rapidez que no me dio tiempo ni para darle las gracias. ¿Qué opináis?
—¿Que qué opinamos, hijo? ¡Que eres un genio! —formuló su madre con un convencimiento total, exento de cualquier efecto.
Daniel se acercó lentamente a David con una resumida expresión de admiración, de asombro ante lo que había narrado el chico. Daba por sentado que la conclusión más evidente, más cierta, del cuco Zoltan habría sido el estudio profundo y considerado de aquellas pequeñas frases de su hijo, aunque todas y cada una de ellas seguían en el aire sin detallar: no llegaba a definir el tiempo que habían habitado en Budapest, no llegaba a precisar el tipo de enseñanza recibida en los Marianistas y, por último y como un nexo de unión entre su nacionalidad y conocimientos, las clases de historia de España en la embajada. Solo podía tener una conclusión en su propio análisis: ¡fantástico! Él mismo no podría haber definido mejor una larga estancia en una ciudad, una educación recibida y un hipotético compromiso laboral de un familiar en una legación diplomática donde, obviamente, se le debía suponer su propia nacionalidad. Abrazó a David y lo felicitó por su entereza ante lo que Daniel advirtió que podía suceder.
—Creo que al menos ahora deberá tener muy claro lo incompatible que puede ser que un niño judío reciba una educación cristiana.
—Bueno, y lo de las clases de historia de España en la embajada es para tirar cohetes —añadió Edit con una amplia sonrisa, como hacía días que no realizaba.
Un silbido sonó cercano. Otro más. Parecía ser que la locomotora indicaba el reinicio del recorrido a efectuar. Se acercaron, con calma, a la ventanilla y comprendieron la realidad del aviso. Con lentitud, el convoy se movía hacia un remanso de mayor paz y de libertad para ellos. Dieron las gracias a Dios y se sentaron en sus respectivos asientos. La noche, lamentablemente, se dibujaba en la lejanía, lo que indicaba que su curiosidad y atención en los paisajes del recorrido a efectuar serían, como casi siempre, nulas.
Una vez más, en su departamento y con la luz atenuada, se perderían las maravillas naturales que desprende el territorio helvético: los vergeles, las vegas camufladas por los árboles que las circundan, la fauna y la flora que convergen en ellos y los paisajes alpinos dignos de ser milagros del universo, que lo son. Una ruta que diurna podría condensar de por sí una gran variedad de ríos, arroyos, castillos, lagos, glaciares sin desperdicio de nieve y el estado propio de varias poblaciones que se esconden de sí mismas entre las montañas.
—Una pena —murmuró Daniel.
—Es cierto, papá. Dicen que el paisaje suizo es muy bonito, pero nada como el Danubio, ¿eh?
—Pues tendremos que conformarnos, ¿no te parece?
—Otra vez será —declaró Edit antes de salir en dirección a los servicios.
La noche se cerraba y el tren continuaba su camino uniforme hacia la ciudad de Lausana. Desconocían el kilometraje entre ambas ciudades y, por tanto, difícilmente podían calcular el tiempo de desarrollo. Al salir de la colación nocturna, el cómputo sobre la duración del trayecto se convirtió en certeza aproximada. Pasarían unas cuatro horas más. La llegada se produciría casi en la madrugada y tendrían que permanecer despiertos en el caso de querer curiosear en una estación de tren, otra más y penúltima de su viaje. Edit decidió descansar y solicitó por favor que se cerrase la contraventana.
—Siempre nos quedará la ventanilla del pasillo —profetizó Daniel.
—Ya veremos… —dejó en el aire David—. Empiezo a tener sueño.
La familia Venay, entonces, tomó la decisión de descansar y tratar de dormir en la última noche, así lo esperaban, de su angustiado viaje de escapada. Acertaron en su elección debido a que la locomotora no necesitó parada de asistencia en Lausana y continuó su ruta hasta Ginebra, donde llegaron a las seis de la mañana. Una vez despertaron, observaron la gran cantidad de movimiento que se originó alrededor del convoy.
—¿Dónde estamos? —preguntó Edit.
—No lo sé, pero creo que es Ginebra, la última parada suiza. Y desde aquí ya iremos directos hasta Lyon.
—Voy al baño —indicó David.
—No, hijo. Vamos —declaró Edit.
—¡Primer turno! —observó David.
—Vale, vale. Pero camina —concedió su madre.
Mientras se desperezaba, Daniel, después de lavarse la cara en la minúscula palangana del departamento, comenzó a recapitular sobre los episodios que habían tenido lugar en los últimos días. Tenía la certeza de que la postrema etapa de la migración hasta el territorio francés sería de una impavidez sombría. Le inquietaba el estado de su esposa, con los nervios tensionados durante todo el recorrido y una mente abstraída por su propia preocupación. Le angustiaba la ansiedad que le embargaría al llegar a zona francesa y, en su razonamiento adverso, recordaba las palabras del Ángel de Budapest, quien había incidido en que su influencia solo abarcaba hasta su llegada a los andenes de Lyon. Una vez allí, caso de conseguir superar el recorrido, su potestad no alcanzaba y tendrían que valerse de su propio criterio para llegar a España. Por ello, les habían facilitado la suficiente moneda, tanto francesa como española. Nada había comentado con los suyos al objeto de no inquietarles y dejar que su sonrisa límpida ahuyentase cualquier tipo de sospechas indeseadas. Los veía felices, dentro de sus límites de inquietud, y ello se debía al sosiego indudable que se proyectaba desde su propia actuación. Pero Daniel vivía la procesión en su interior. Estaban cercanos a conseguirlo. La acción concertada de la embajada y todos los demás elementos que confluían en una etapa tan delicada habían conseguido que los Venay disfrutaran de un desplazamiento tranquilo dentro de lo relativo del criterio. Tenía la constancia propia de que, desde el primer momento en que accedieron al convoy, su presencia había sido objetivo perverso de todos los operadores que actuaban, de incógnito y camuflados, en favor del régimen imperante, fascista en todos los órdenes. Y también tenía la sospecha de que David había sido la piedra angular para disipar cualquier tipo de recelo cuando la desconfianza provocada por la inacción de ellos mismos se mantenía incólume en el instinto persecutor de Zoltan. Para Daniel las casualidades, en el ámbito sesgado en que se movían, no existían. El hecho, simple hecho, de tener como vecinos de mesa al principio del viaje a los Zoltan configuraba una imagen absurda de un proyecto de amistad inexistente. A la vez, le resultó sospechoso que lo único que parecía preocupar a su ojeador fueran sus propias vidas y existencias. De ellos, aparte del nombre propio que él exhibía y de que eran ciudadanos húngaros, desconocían su conjunto vital: dirección, trabajos, familia y demás etcéteras que, obviamente, un matrimonio proclive a la iniciación de una amistad o de un conocimiento más profundo debería haber expuesto desde el primer momento. Ello le condujo a una reflexión profunda, inerte de contenidos y, por tanto, inocua en cuanto a su procedencia y modo de actuación. Faltó, en su momento, la necesidad de distorsionar los hechos para mantener una teoría y eso fue, en principio, lo que condujo a un interrogante que las horas previas habían dado como positivo en lo negativo de los Zoltan. Sonrió para sí en el momento en que los suyos regresaban.
—Estamos listos, papá —afirmó David.
—¿Listos? ¿Para qué?
—Es hora de desayunar.
—Cierto. Lo había olvidado. —Se giró hacia su esposa y preguntó—: ¿Tú cómo estás, querida?
—Bien, bien. Mejor de lo que esperaba.
—¡Estupendo! ¡Venga, vamos al provecho! ¡Necesito un café!
—¡Y yo unos bollos!
La salida había sido prevista para el mediodía. Lucía un sol solemne, como si quisiera dar su beneplácito para disfrutar de los paisajes pretéritos, sombríos e imaginarios, dejados de disfrutar en los últimos días. La naturaleza ponía a su alcance los medios para complacerse de las vistas en una jornada que para la familia Venay tenía el corolario de histórica en su primer asalto. Faltaban más. Y lo sabían. Pero alcanzar la tierra francesa, a pesar de estar ocupada por las tropas alemanas, ya dejaba entrever un cúmulo de posibilidades que anulaban una parte importante de su regresión.
Por primera vez, el convoy salió a la hora programada. Dejar la estación de Ginebra no solo constituía acceder al podio francés, sino concatenar una racha de laureles en la larga marcha sobre la libertad. La despedida no solo ocurrió en los andenes. La despedida fue más que calurosa en su departamento cuando uno de los guardias de fronteras, el de madre española, en su recorrido final de vigilancia y contabilización del pasaje, entró a saludarles y despedirles.
—Nosotros nos quedamos aquí. Ya sabe que el próximo destino es Lyon y, una vez pasada la frontera, una compañía francesa procederá a sustituirnos. No obstante, nos quedamos aquí, aunque ellos, los demás pasajeros, no lo saben. —Sonrió de manera perversa aunque cordial.
—Bueno, pues nosotros también nos quedamos aquí —declaró Daniel, señalando a los sillones del compartimento.
—Nada, es un viaje corto. Ya que tenía que contabilizar a los viajeros, he solicitado el segundo vagón para poder despedirme de ustedes. Me han caído muy bien y el hecho de recordar una parte de mi idioma materno me ha hecho muy feliz.
—Pues ya sabe dónde puede encontrarnos —comentó Edit con un gesto de cortesía.
—España es muy grande, pero muy bonita.
—¡Búscanos! —descargó David—. Pero si nos buscas, no vayas más allá de Cataluña. Es donde vamos a instalarnos.
—¿Barcelona?
—Depende —clarificó Daniel—. Depende de muchas cosas.
El silbido de la locomotora les indicó que debían despedirse.
—¡Les deseo muchísima suerte! ¡Y no olviden que hoy es el día del shabat! —Se despidió haciendo un gesto de cortesía con el brazo y se bajó del vagón.
Ninguno de ellos supo cómo reaccionar ante un relámpago tan crítico por parte de alguien de las fuerzas de seguridad que había estado con ellos durante un tiempo importante y en ningún momento se había significado como judaico. El momento cobraba vida en cuanto dejó el tren y convinieron que era uno más, uno de ellos, pero que sufría su asfixia y opresión religiosa en un país, en teoría, totalmente libre.
Fue entonces cuando Daniel rememoró las palabras del Ángel de Budapest, quien había estipulado que no podrían portar ningún tipo de documento, como la Torá, que pudiera indicar su religiosidad y, en consecuencia, su origen y naturaleza. Era evidente que el guardia de fronteras se lo había recordado de una manera indirecta, si bien inhumana. Toda su formación y débito se habían convertido en ferocidad en el momento de la despedida. Un adiós con los mejores deseos de buena suerte, pero con el indicativo tácito de no olvidar quiénes eran. Daniel, de cualquier forma, comprendió su compromiso, su recomendación. De manera borrosa pero contundente, aquel hombre les había indicado que les deseaba lo mejor, pero que nunca olvidasen quiénes eran, estuvieran donde estuvieran. Y Daniel recogió el mensaje.
Con su incesante constancia para que el éxodo natural pudiera llegar a buen destino, más que olvidar, había desviado a un segundo término sus obligaciones protocolares; deberes específicos que en su escenario actual no podía validar, siendo su conclusión final la ausencia obligada del deber religioso en favor de la seguridad familiar. Y sí, consentía que la Torá y el shabat llegaban a compendiar una situación en que toleraba que la vida humana se mostraba por encima de las costumbres de descanso y santidad, como enmarcaba el libro sagrado. Pero también recordaba que el judaísmo había sido la primera religión imperante en el planeta y que el judío resumía las dos tablas entregadas por Dios a los humanos. Es posible que nadie, o casi nadie, estuviera familiarizado con la realidad religiosa y con el mensaje que emitió Dios con los diez mandamientos; mandamientos que fueron divididos en dos tablas. La primera comprendía, y lo sigue haciendo, los primeros cinco mandamientos entre Dios y el hombre; y la segunda, los siguientes cinco entre el hombre y su prójimo. Ser judío significa, significaba, que nunca se está solo, y el guardia de fronteras se lo había recordado.
Daniel observó a los suyos. El traqueteo del tren no impedía el pensamiento y observó el silencio epistolar de su familia. Sabía que el hecho había producido un síntoma disforme en la tranquilidad adquirida, acarreando en breve la pérdida de la placidez alcanzada. No sabían si para bien o para mal, aunque eran conscientes de que aquel hombre, bueno o malo, podría arruinar sus propósitos.
La solución a sus pesares llegaría en poco más de dos horas, en cuanto el convoy hiciera su entrada en la estación de Lyon.
La llegada a la ciudad francesa constituyó uno más de los elementos favorables que acompañaban a la familia Venay. El control de aduanas podría calificarse como rutinario, habitual, y ninguna pega obstruyó su entrada en territorio francés. Solo faltaba solventar, por entonces, su desplazamiento a tierras del sur.
El idioma constituyó, una vez más, un problema añadido a las dificultades que se concertaban por el perímetro dominante alemán que abarcaba toda la región. Si bien el pasaporte español confería ciertas garantías, así como el salvoconducto, otros inconvenientes se cernían respecto al medio de transporte a utilizar. Uno de los empleados de la estación, que hablaba un poco de español, los dirigió a una zona desde donde salían autobuses con destino a Montpellier y a otros puntos de la región sureña. Aunque por el idioma gestual indicó que el viaje hasta la frontera española sería muy largo y consideraba conveniente hacerlo en dos etapas. Así lo hicieron.
El horario de los autobuses era siempre nocturno al objeto de que los pasajeros pudieran dormir la mayoría del tiempo. Salían a las once de la noche, pero en ningún caso confirmaban una hora concreta de llegada. El estado de las carreteras, los controles, el repuesto del autobús y un pequeño descanso del conductor hacían inviable afirmar con cierta exactitud el arribo a Montpellier.
Daniel se sentía más que preocupado por el estado de Edit; más que inquieto, en el sentido de que tenía la certeza absoluta de que su esposa necesitaría visitar el servicio en más de una ocasión y el sombrío vehículo carecía de él. Un desplazamiento de varias horas, con el cansancio acumulado y la situación sobrevenida, no era el más adecuado para proseguir viaje. Lo comentó:
—¿Cómo te sientes, Edit? —preguntó, a sabiendas de cuál sería su contestación.
—Bastante bien. —Y acercando su voz a la oreja de su esposo indicó—: Casi estoy terminando. Un día más o dos, pero ya estoy con los restos.
—¿Entonces qué os parecería que nos quedásemos a pasar la noche aquí y mañana volvemos a la estación para seguir viaje?
—Sí, sería lo más natural. Estamos muy cansados, llevamos poco equipaje y el hecho de sentarme en un vehículo de esas características… —comentó, señalando a los autobuses que por allí estacionaban— preferiría evitarlo.
—¿David?
—Sí, papá. Una noche en la posada y mañana será otro día. A decir verdad, nadie nos persigue y nada nos obliga, ¿no os parece?
—Correctísimo. Busquemos un alojamiento, pero antes quisiera enterarme de cómo está el servicio ferroviario de mañana para el sur. Vamos.
En la búsqueda de información fue cuando sus turbaciones prioritarias resultaron destruidas. Aquella misma noche y con destino a la estación de Cerbère, próxima a la frontera española, salía uno de los trenes confirmados, que solo circulaba tres veces a la semana y siempre en horario nocturno. Permanecieron en una situación lo más próxima al shock después de haber decidido pernoctar y descansar aquella misma noche en Lyon.
—Ya lo tenemos claro. ¿Ahora qué hacemos? Tendríamos que quedarnos un par de días más o buscar cualquier otro convoy con el que deberíamos hacer transbordos y el tiempo, o los tiempos, de espera podría ser indeterminado. Querida familia, vosotros tenéis la palabra.
David sentía una profunda inquietud por cierto desconocimiento, que sus mayores mantenían para sí. Por tanto, no se atrevía a presionar a sus progenitores en cuanto a las decisiones que tomar. De todas maneras, intervino con ánimo de aligerar el peso que, presentía, estaban sufriendo sus padres.
—Yo solo puedo preguntar cuál es la prioridad.
—Llegar a España, David. Llegar a España.
—¿Entonces para qué vamos a discutir? Seguimos viaje y, caso de no reventar físicamente, llegaremos a nuestro destino.
—¿Estás de acuerdo?
—¿Mamá?
—Por mí, adelante. Salimos esta noche y mañana se acabó todo.
Es evidente que suele ser, es, la casualidad lo que hace una historia. Los ferrocarriles se mantenían en la edad de oro del vapor y los expresos llegaban con diligencia a las estaciones programadas. Habían pasado el bache de la guerra civil española y se mantenían en una quietud expectativa en cuanto a la guerra mundial. El tren salió a la hora programada y poco más de nueve horas más tarde, después de realizar una parada asistencial en Montpellier, alcanzó la estación de Perpiñán.
La espera para la marcha a Port Bou y cruce de la frontera francesa fue inferior a dos horas. A las once de la mañana, la familia Venay había alcanzado su objetivo final. Los padres de David, nada más pisar suelo español, se fundieron en un abrazo, que Edit acompañó con unas lágrimas de emoción. Los guardias civiles que se mantenían en el puesto aduanero se miraron entre sí, aunque en el fondo podían admirar un acto de convulsión que no llegaron a comprender.
No tuvieron ningún problema con la documentación y lo siguiente, a su salida del puesto aduanero, fue que Edit buscó desesperadamente los lavabos de la estación. Daniel la observó con cariño y asintió con el rostro, pleno de sosiego y alivio.
David se mantenía expectante, a la espera de sintetizar un enigma que nunca llegaría a comprender.