Читать книгу Sombras en la diplomacia - Marino José Pérez Meler - Страница 9

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Rachel observaba desde su privilegiada situación en la terraza de su ático el recorrido y escenario de la gran fiesta del orgullo gay. Tenía la certeza, por convicción, de que Dexter, su marido, se encontraba entre la masa de manifestantes que circundaban la trocha de las 52 carrozas que se hallaban anunciadas para la ocasión. Aquel día de primeros de julio se había convertido en un día grande. Un festivo en la capital de España que, sin serlo de hecho y por haberse fijado en sábado, acogía la mayor celebración de la denominada diversidad en todos sus ámbitos axiomáticos. El orgullo se revelaba. Se mostraba ante el mundo como lo que es y como lo que era. Con sus derechos, con sus esencias, con el significado de su naturaleza y con una disposición de vida imprecisa que todavía competía ante una sociedad inquieta, desconcertada y siempre flagelada por el «sí, pero no», o con el «no, pero sí». El mundo parecía cambiar. La sociedad consideraba que debía amoldarse con prudencia a los nuevos tiempos, a las nuevas circunstancias, cuya objetividad vital se manifestaba insumisa desde que la creación del ser humano se inicia. Se mostraba reflexiva ante la situación en que se mantenían vivas ciertas indicaciones que revelaban que para 2050 más del cincuenta por ciento de la población estaría ubicada en la órbita homosexual de un planeta nuevo y comprometido con las tendencias equilibradas de una realidad difusa. La propia Iglesia católica así lo había manifestado. Pero para Rachel lo indiscutible, lo innegable, se circunscribía a la realidad actual. A su propio entorno como mujer, como esposa y como un ente impreciso ante un futuro que se manifestaba en el horizonte como imaginario. Prestaba una cierta atención a la multitud, aunque su mente seguía divagando sobre su propio yo. Sobre una existencia plagada de tramas, de solitud, que en ningún modo debían considerarse como una frustración de vida. Sin embargo, las circunstancias, las últimas realidades que le habían determinado vivir, le condicionaban la continuidad de un soterrado quehacer ignorado por todos quienes la rodeaban. Es más, los logros alcanzados dentro de las más oscuras tinieblas deberían permanecer ahí: en la fosa del olvido. Solo en el Mossad, soberanos de la acción encubierta, tenían plena constancia de ellos en sus subrepticios servicios y actuaciones en favor, siempre, del hecho americano.

Hacía días que Dexter estaba en paradero desconocido. La fiesta, el WorldPride de Madrid, contenía loas de proceso para una ausencia continuada. Y le comprendía. Llegaba a comprender como su hombre, a pesar de ser gay, atravesaba momentos de difícil articulación, de difícil superación.

Desde la puerta corredera del salón que derivaba en la terraza, aunque sin salir al exterior, Berta la llamaba:

—¡Señora, señora!

Se giró desde la barandilla donde se apoyaba y reaccionó.

—Sí, sí, Berta. ¿Qué ocurre? —preguntó en castellano, lengua habitual con la que se comunicaba con su sirvienta.

—Nada, señora. ¿Quiere que saque a pasear a Ruchy?

Se mostró pensativa antes de contestar y comprendió que siendo sábado Berta estaría deseando dejar su puesto de trabajo y disfrutar del merecido descanso semanal.

—Nada, nada, tranquila. Cuando pase la cabalgata ya lo sacaré yo. Que disfrutes del domingo.

—Gracias, señora. Hasta el lunes.

Ruchy, aquel astuto animalito que había sido su mejor compañía en los últimos años, aprovechó la coyuntura de que Berta hubiera abierto la puerta de enlace con la terraza y salió al exterior dando saltos de alegría. La diferencia de temperatura entre el interior y el exterior aconsejaba mantenerla cerrada debido a las altas temperaturas que se producían en aquel inesperado inicio de verano. Ruchy la observó durante un instante, como preguntando qué hacía allí, y se refugió debajo de la gran sombrilla que coronaba el espacio solariego que había proyectado para sus charlas veraniegas con amigos e invitados. Desde allí le seguía prestando una inusitada atención sin perder detalle de las expresiones de su dueña y a la espera de que le indicase que había llegado la hora de salir de paseo y poder así efectuar sus necesidades. Rachel lo miró con cariño y dijo:

—¿Qué haría yo sin ti?

Se acercó a él, lo cogió en brazos, envolviéndolo con una tierna caricia, y se sentaron en uno de los sillones de mimbre oscuro que animaban el terrado.

La llegada de Ruchy a sus vidas coincidió con la decisión de la pareja de comprar el ático donde se hallaban. Pero la más importante de las decisiones tomadas fue la de permanecer en la capital de España por el resto de sus días. Fueron muy conscientes de que su misión como embajadores de los Estados Unidos tocaba a su fin con la última etapa de su mandato. La cercana conclusión del periodo presidencial de Obama, los años de permanencia en distintas ciudades europeas y la propia edad de Dexter así lo aconsejaban y definían. Fue una decisión meditada, madurada en su esencia y que ambos convinieron que podía ser lo más adecuado, procedente y cómodo, que podía convenir a sus vidas en el instante trascendente en que se encontraban. Les gustaba el país, su libertad, a veces inapropiada e inconveniente en ocasiones, pero la alegría y ausencia de desasosiegos en que parecía desarrollarse el devenir diario de los españoles a pesar de sus diferencias y desacuerdos políticos en parte del estado se ajustaba a sus expectativas más capitales. Además, aunque sin haberlo sopesado en la balanza decisoria, la relación afectiva que mantenía Dexter decantaba el resultado en un fiel decisorio a priori. Sin embargo, la dependencia de su marido con Albert, sin él saberlo, no se ajustaba en todo a una relación homosexual coherente.

Se habían conocido en una cafetería del centro de la capital andorrana. Los había presentado un amigo común y Albert, abogado catalán con correspondencia de despacho en Andorra y Madrid, se sorprendió de una manera poco crédula cuando se lo presentaron como el embajador de los Estados Unidos. Es sabido que la embajada norteamericana abarca los dos territorios y en algunas ocasiones Dexter se desplazaba al pequeño país de la fábula y la quimera para reunirse con su ministro de Exteriores y examinar ciertos asuntos que, en su mayoría, derivaban de la cuestión fiscal y el blanqueo de fondos de ciudadanos americanos poco recomendables. La legislación opaca del Principado en materia bancaria dejaba mínimos esquemas por donde incidir, pero siempre llegaba a encontrarse un modo ponderado por donde quebrantar la fortaleza del sistema.

—¿Es cierto eso? Es que no me puedo hacer a la idea de estar tomando un aperitivo con un personaje tan significativo. —Miró alrededor en busca de la escolta.

—No te preocupes —exclamó Dexter—. Es muy corriente que la gente se sorprenda cuando revelan el cargo que ocupas. Pero soy una persona normal en todos los sentidos —confesó, procediendo a realizar una mirada hermética a su interlocutor; pero una contemplación cargada de expectativas.

Una mirada, una expresión, colmada de surrealismo, pero que revelaba de una forma más que evidente cuál podría ser su circunstancia.

—¿Y hace mucho que estás destinado en Madrid? —le tuteó Albert.

—Más o menos va para tres años.

—Pues te felicito. Tu castellano casi roza la perfección. Casi incidiría en que es mejor que el mío —reveló—. Yo soy catalán… —Dejó la frase en suspenso, como si se tratase de un cualitativo diferente—. No hablarás catalán, ¿no?

—A tanto no llego, pero lo entiendo. Y sobre el castellano, lo cierto es que estuve destinado un tiempo corto en Sudamérica, donde aprendí el idioma. Más tarde me casé con una casi española y desde ahí, con su ayuda, he tratado de perfeccionarlo.

—¿En Sudamérica dónde?

—¡Che, vos, pibe, en Buenos Aires! —pronunció con un correcto acento argentino.

La relación entre ellos se confirmó pocas semanas después. Albert pasó por su despacho en Madrid; se llamaron, se vieron, se acercaron y lo demás solo ellos mismos podrían derivarlo en una definición más templada, más explícita, más palmaria. Pero el resultado consecuente fue el que más tarde procedió a ser considerado como el final de una fase propia. La etapa personal de un embajador de los Estados Unidos, cuya conclusiva resolución se revelaba en manos de aquellos votantes norteamericanos que eligieron a un republicano y que fueron, por sí mismos, los que definieron las esencias ajustadas de su futuro.

Desde entonces, Rachel se sentía como una definición impropia de la consecuencia sobrevenida. Su soledad, su ilegítimo aislamiento, la obligaba a delimitar continua y constantemente su futuro. Un futuro que a su edad cada vez procedía a ser más indeterminado, más aleatorio, más trivial, con el agravante de una situación parental totalmente indefinida para la sociedad de su tiempo, pero claramente diáfana para sí misma. Y dentro de su análisis sensorial, precisaba un cambio donde pudiera sentirse como mujer, como dueña de una situación que con el tiempo la había convertido en un soslayado componente de vida diaria sin el mínimo aliciente al que acogerse. Miró a Ruchy. Observó a su perrito, que con ansiedad intentaba descifrar el sentir de su dueña a la vez que, a su manera, intentaba solicitar el deseado paseo de la tarde.

—¿Nos vamos, Ruchy?

El animal, radiante, pegó un brinco y restregó parte de su hirsuta cabeza en las piernas de su dueña y compañera habitual en un claro signo de gratitud.

Salieron, aunque en esta ocasión el paseo fue más breve de lo habitual. Ambos sabían que la parte fundamental de su caminata se establecía en las necesidades fisiológicas del animalito, menores y mayores. Y una vez realizadas, el camino no podía ser otro que el regreso al hogar.

Rachel, en su sobrevenida soledad, hacía dos meses que había actualizado su perfil, o lo más parecido al mismo, en algunas redes sociales de contactos. Y dentro de su más que destacable inteligencia, lo había dispuesto de dos formas diferentes: como mujer y como hombre. Utilizó para ello dos tarjetas de crédito diferentes, encubriendo su nombre propio en ambas con otros de naturaleza similar. De esta manera, llegó a conseguir un análisis claro, diáfano y certero de las falsas realidades que allí se vertían. Llegó a establecer un par de citas con diferentes mujeres en las que se hizo pasar por la hermana del hombre que debía acudir a las mismas.

—Sí, Rosa, soy la hermana de Félix. Él no ha podido acudir porque ha tenido un accidente de moto esta mañana y no ha habido manera de avisarte. Me ha pedido que venga a conocerte, saludarte y que te pida excusas por su ausencia más que justificada.

El rostro de la mujer, de unos cuarenta años y aspecto más que versátil, demostraba una total indiferencia al respecto. Sin embargo, el propio aspecto físico ya representaba tener la condición de búsqueda de algo más que una primera cita para el mutuo conocimiento. También su forma de vestir, de maquillarse y de proceder manifestaba a las claras que su circunstancia personal trataba de ocultar la realidad y finalidad del encuentro: la prostitución. Era evidente que en ningún caso llegó a interesarse por el estado del herido y, ni por asomo, a entablar una mínima relación de trato con la presunta hermana del hombre a quien esperaba conocer y, caso de agradarse, mantener una relación futura.

La segunda cita fue más o menos parecida, similar a la anterior. Los visos en que se proyectaban mantenían vivas las carencias que había determinado con anterioridad y, por tanto, clarificaba con espanto el género en que se definían los contactos. Bien es cierto que la propia publicidad de las páginas web indicaba el tipo de relación que se requería y las apetencias personales en que se delineaban: «Soy divertida/o, romántica/o y sexy; con preferencias de sexo apasionado, oral, salvaje o lo que se tercie. La relación tendría que ser una sensual pausa para romper la rutina o una aventura sensorial».

Comprendió por entonces que no todas las webs de contactos eran de la misma naturaleza y que sus finalidades coexistían, pero que podían ser muy diferentes para los objetivos de los posibles usuarios. Pero ya era tarde. Se había decepcionado de tal manera que, a pesar de entrar en otros espacios virtuales, seguía observando que las personas de su edad, cualquiera que fuera su género y condición, parecían ser objetivos expuestos para jóvenes desalmados que buscaban un beneficio económico en una supuesta relación amorosa, donde en realidad el amor solía brillar por su ausencia. Aunque Rachel no buscaba el amor, no buscaba sexo, ni siquiera unas relaciones más o menos efímeras y circunstanciales. Ella buscaba respuestas a una vida de fervor, sin capricho, por la responsabilidad de servir ante la sociedad que le había tocado vivir y se preguntaba con ironía si todo lo sacrificado y realizado a lo largo de más de cuarenta años de servicios solo hubiera valido para encontrarse en la tercera etapa de su vida con un perrito al que cuidar. Le dolía tener que volver la vista atrás, le dolía recordar retazos de una existencia plagada de contrastes, de víctimas difuminadas por el fragor de unas necesidades políticas o económicas en favor de los que creía, siempre por entonces, en posesión de la verdad: los suyos. Y ante el análisis preciso de las situaciones más concretas, comprendió que la defectuosa relación de su marido con el abogado catalán acabaría mal y que su encuentro no había sido casual, sino una maniobra de acercamiento intencional hacia el representante del teórico poder que ejercía la embajada de los Estados Unidos. Los últimos acontecimientos en la comunidad catalana así lo apuntaban. Necesitaban apoyos foráneos, soportes internacionales en los que apuntalar su imagen, y nada mejor para ellos que la delegación americana pudiera ofrecer, aunque sin decantarse, un informe favorable, o al menos propicio, sobre la ofuscación independentista de una parte de los catalanes. Hacía pocos meses que Artur Mas había dimitido al objeto de permitir un acuerdo de investidura entre los partidos más radicales y Carles Puigdemont, alcalde de Girona, fue el elegido para continuar el camino trazado hacia la radicalidad. Y pocas semanas más tarde, Dexter y Albert, casualmente, son presentados en Andorra por un amigo común. Era obvio, pensaba Rachel, que quien hizo efectiva la presentación conociera de primera mano la condición homosexual de ambos y supiera de buena tinta que su marido, Dexter, se hallaba sin pareja estable en el mencionado aspecto. De cualquier manera, ella siempre había actuado de una forma prudencial, juiciosa, en el tema de la relación entre ambos. En ningún caso trató de interferir en la misma y siempre, en las escasas ocasiones en que hablaron de la situación, Rachel solía solicitar prudencia en el marco de los desplazamientos que realizaban juntos y de cualquier otro tipo de actuaciones en público.

—Lo público es público y más hoy en día, con la tecnología que nos envuelve, y lo privado es lo privado. Y más si la luz está a baja intensidad, lo que puede interferir cualquier grabación indeseada. Mucho cuidado, Dexter. Recuerda quién eres y la responsabilidad implícita que ello conlleva.

Dexter sonreía, pero cabalmente cumplía las recomendaciones que su esposa le trasmitía. Confiaba en su juicio, sensatez y conocimiento en posicionamientos específicos debido a su formación en servicios especiales y que Rachel excluía del raciocinio de su esposo. Pero la vida da muchas sorpresas y algún día, pensaba Dexter, tendrían que sentarse y clarificarlas. Aunque, de hecho, Rachel seguía especulando que, a la vista de los acontecimientos en la región catalana, el nuevo camino que dirigía la vida de Dexter y su exclusión en la embajada convertiría en inviable una relación que para el abogado catalán pasaría a ser amorfa y liberal. Estaba convencida y también tenía la certeza de que para Dexter el asunto gozaba de una claridad totalmente impermeable.

—Albert quiere meterse en política —indicó en un comentario tiempo atrás.

—¿En política?

—Sí. Pero lo que no tiene decidido es si será en el Parlament o como diputado en Madrid.

—Entiendo que debe ser decisión de su partido, ¿no? —inquirió Rachel.

—Es evidente. Considera que por el tiempo transcurrido como militante y por los méritos que, según dice él, tiene cumplidos, ya se merece el acceso a las listas y en lugar preferente.

—¿Y eso?

—Me ha comentado que a la situación de Cataluña, en los próximos meses, se la podrá catalogar como explosiva. No sé muy bien a qué se refería, pero entiendo que debe de tener algún tipo de información confidencial.

—Es posible. Pero sabes mejor que yo que alguien como tú, con tu prestigio personal y la condición de embajador que ostentas, no puede ni debe acercarse a esas latitudes de la política interna.

—Lo sé, lo sé. Hace unos días lo comenté con la Secretaría de Estado y me indicaron algo similar. Pero también soy consciente de que cualquier tipo de cambio afectará a nuestra relación.

—¿A la vuestra o a la nuestra? —preguntó Rachel con ironía. Recordaba aquella conversación en que por primera vez había aparecido la sombra de la duda; una sombra que juzgaba poner de manifiesto el crepúsculo que Dexter divisaba en lontananza con referencia a su relación personal con Albert. Y más teniendo en cuenta que las elecciones al Congreso de los Diputados estaban más o menos programadas para una fecha cercana al mes de junio de aquel mismo año.

Había pasado cerca de un año y las relaciones entre ellos se habían desvaído con una lentitud definida. Trataban de mantenerse, pero la consecución de un escaño por parte de Albert y sus continuos viajes a Barcelona, según decía debidos a sus nuevas reuniones y obligaciones parlamentarias, hacían inviable un contacto frecuente, lo que conllevaba una crisis continuada. En aquella fiesta del Orgullo habían tratado de reorientar su escenario, al que había que sumar, además en la palestra, la destitución de Dexter como embajador de los Estados Unidos en los meses anteriores. Para ella, para Rachel, el final estaba más que anunciado, cercano, y llegaba a preocuparle cómo lo podría asimilar un señor, gay o no, que acababa de celebrar su sesenta y cinco cumpleaños.

Se acercó al gran salón, deslizó las cortinas, que ya indicaban la llegada del anochecer, y prestó atención, sin decidirse, a las dos pantallas que parecían atraer su atención. Giró sobre sí misma y allí, de manera sigilosa, agazapado ante la puerta de la cocina, Ruchy parecía solicitar su colación nocturna.

—¡Sí, es verdad! Perdona, mi perrito. ¡Ahora mismo te lo preparo! Una vez concluida la refacción nocturna de su animalito, se dirigió al salón y trató de centrarse: ordenador o televisión. Eligió la primera opción, con la simple intención de curiosear por si tenía algún tipo de mensaje en su web de contactos. Lo había: «hola amor quiero conocerte soy nuevo aquí ayúdame conocerte dame tu email y hablamos más allí ok? bss».

Una redacción gramatical que más parecía estar escrita por un androide que por un ser humano. Su evidente incultura en el uso del lenguaje se sumaba a un copiado que juzgaba analítico y perturbador, siendo una reseña que no era la primera vez que observaba y que, cuando se recibía algún tipo de comunicación de esa naturaleza y que exponía el definido término email, siempre se convertía en una especie de agregado denominándolo email. Una vez más los pequeños detalles la obligaban a reconsiderar la estafa en que se concretaba la web de contactos donde había realizado su inscripción. Tenía la certeza absoluta de que no era más que un foro de relaciones sexuales con el precio aún por definir, por convenir entre las partes, y más teniendo en cuenta que la diferencia de edad con el remitente del contacto superaba los veinticinco años.

Si bien se decía que en el otoño de su vida muchas señoras anhelaban, o trataban de hacerlo, una aventura de las nombradas como prohibidas, su propio hexagrama le indicaba que la realidad de su existencia había sido muy diferente a la de la mayoría de las mortales en edad similar. Apagó el ordenador, se levantó y caminó en dirección a su dormitorio.

Ruchy ya dormitaba.

Sombras en la diplomacia

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