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ALMITA EN PENA6

Según la creencia popular, el alma de un niño fallecido sube directamente al cielo ya que es inocente y pura. Sin embargo, se dice que hay casos en que la almita es tan tierna que no nota la muerte y se queda vagando por la casa donde vivió el cuerpo.

Se supo de uno de estos casos en un pueblo de la serranía ecuatoriana. Había allí una familia que tenía cuatro hijos, chicos todavía. Un día, ocurrió una desgracia y el más pequeño, un niño de tres años, murió ahogado en una poza de agua.

Los padres lloraban y gritaban de pena. Como los familiares no pueden vestir a un difunto para el velorio porque este podría llevárselos con él, una vecina, la curandera del pueblo, arregló al niño y le puso un trajecito blanco comprado por los padrinos.

Una vez que el cuerpo estuvo listo, la vecina colocó las manos del niño en posición de oración, las ató con una larga cinta blanca y dejó los extremos de la cinta sueltos. De este modo, cuando los padrinos del niño murieran, sus almas se aferrarían a la cinta y el ahijado, convertido en angelito, los subiría al cielo.

La noche del velorio hubo una celebración por el alma del niño que había ido a gozar del paraíso. Mientras el padre bailaba7 con la madrina, el hermano mayor, un chico de unos nueve años, tomó unos caramelos de una bandeja y los puso en las manos del difuntito, tendido en un pequeño ataúd blanco.


Su abuelo se dio cuenta de la acción y le preguntó por qué había hecho eso. Con naturalidad, el chico dijo que a su hermanito le gustaban los caramelos.

El anciano sacó a su nieto del cuarto del velorio y lo llevó al patio. Allí le explicó que su hermano había muerto y que los muertos no necesitan comer ni beber. Tras pensar un rato, el chico preguntó:

—¿Cómo se deja de estar muerto?

El abuelo reflexionó en silencio. Respondió entonces que no había forma de volver a la vida porque cuando una persona muere, el alma sale del cuerpo y se va al cielo. Eso sí, como su nieto había muerto tan pequeño, su almita debía de andar aún penando por la casa. Con un poco de suerte, incluso era posible observarla, aunque el almita ya no podía distinguir a los vivos.

—Quiero ver el alma de mi hermanito —pidió el chico.

El anciano lo tomó de la mano y le acercó a un perro que aullaba por un rincón del patio. Acarició la cabeza del animal y con cuidado le sacó unas lagañas, las que untó en sus ojos y en los del chico.

—Los perros pueden ver seres del más allá —explicó—; ahora nuestros ojos serán como los del animal y veremos el almita en pena.

Abuelo y nieto entraron en la casa.

El ataúd blanco descansaba sobre una mesa. Una pequeña sombra flotaba sobre el ataúd. Pese a no tener una silueta definida ni rasgos humanos, se notaba agitación en los movimientos del almita, como si tratase de entrar en el diminuto cadáver.

Al abuelo y al nieto se les fueron las lágrimas. La almita estaba penando; a ratos, se apartaba del cadáver y parecía buscar a sus padres o a sus hermanos, pero no encontraba a nadie.

Pasada la medianoche, la sombra descendió a ras del suelo y salió del cuarto, pasando entre las piernas de los asistentes al velorio, huyendo como si estuviera asustada.

Al día siguiente, las campanas de la iglesia empezaron a repicar desde las seis de la mañana. Los padrinos y familiares llegaron a la casa en duelo para llevarse al difuntito. El hermano mayor quiso ir al traslado pero el abuelo se lo impidió pues, luego de la iglesia, iban al cementerio, un lugar pesado para los niños.

Antes de salir de la casa, los padrinos sacaron el cuerpo del ataúd y lo tendieron sobre una banca, en el centro del patio. El padre tomó a sus tres hijos pequeños y los llevó ante el cadáver vestido con el trajecito blanco. El chico mayor distinguió que la almita en pena estaba allí. Los adultos levantaron a los pequeños de ambos brazos y, uno a uno, los ayudaron a saltar sobre el fallecido, como cuando se salta las llamas de la chamiza. De esta manera, los niños no extrañarían a su hermanito y no se enfermarían de pena.

Con tristeza, el chico miró que la almita se movía con agitación, como si pudiera observar que estaban diciéndole adiós. Los adultos metieron el cadáver en el ataúd y se lo llevaron.

La familia regresó del traslado en la tarde. El padre y la madre llegaron cabizbajos y parecían más viejos. Se repartió papas y chicha para los acompañantes. El alma en pena, después de deambular por toda la casa, permanecía sobre unos leños de la cocina, junto al jalo8 de los cuyes que chillaban y correteaban espantados.

Luego de ayudar a repartir la comida, el abuelo se acercó al hermano mayor y dijo que era tiempo de que la almita se fuera al cielo. Ambos abrieron la caja donde la madre guardaba la ropa del fallecido, recogieron las pertenencias en un costal y se marcharon de la casa. Como si reconociera sus prendas, la sombra se apartó de los leños y salió flotando detrás del chico y del anciano.

El abuelo llevó el costal al río y empezó a botar las pertenencias en el agua; así los recuerdos se irían y el alma podría descansar en paz. Cuando el viejo terminó de arrojar las últimas prendas, unas botas de caucho que el niño se ponía para ayudar a regar los sembríos, la almita empezó a flotar más alto. Abuelo y nieto observaron que una pequeña sombra ascendía al cielo.

6. La historia de las almas en pena se extiende en todo el país y su lugar de origen es incierto. Se puede ubicar la historia como próxima a Cayambe, pues allí aún se practican estas celebraciones tradicionales por la muerte de un niño.

7. Celebración andina denominada en quichua Tacshay; es una fiesta con música, comida y baile.

8. Especie de corral para cuyes que está ubicado dentro de la cocina de una casa campesina en la serranía.

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