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Prólogo

Luis Fernando Macías

Mario Escobar Velásquez publicó su primer libro poco después de haber cumplido los 50 años. Nació en Támesis, un 25 de noviembre de 1928, y su novela Cuando pase el ánima sola, ganadora del premio Vivencias de 1979 —que era algo así como el premio nacional de novela—, se publicó durante el segundo semestre de ese año. Lo suyo fue la irrupción intempestiva de una nueva figura en la literatura colombiana, tras de lo cual decidió regresar a Medellín, para dedicarse por entero a la labor de la escritura. Lo último que dejaba era el retiro voluntario, como si todo lo anterior hubiera sido la búsqueda radical de aquello que justamente estaba dentro de sí.

A los 16 años se fugó de la casa de sus padres en Pereira y llegó a Medellín buscando qué hacer con su vida. Traía en el alma la herida de su trato con el padre, justo aquella que define nuestra relación con el mundo, nuestra noción del principio de autoridad. Con este sencillo acto abandonó una vida e inició otra completamente distinta. Consiguió trabajo como obrero en Coltejer y allí continuó el proceso de autoformación que ya había iniciado como lector de bibliotecas rurales. Gracias a su relación con la empresa pasó de ser operario a maestro de sus compañeros y a cumplir la tarea de preparar la revista institucional Lanzadera, en la cual llegó a ser el ejecutor de casi todos los contenidos, firmando algunas de las secciones con diferentes seudónimos para que no fuera muy notoria aquella situación. Esta tarea, que se prolongó durante algunos años, puede considerarse su escuela de formación. Mientras la realizaba, en el fondo de su alma latía el deseo de ser un escritor. Era un deseo que llevaba muy profundo dentro de sí, pero por ese orden milagroso que un designio superior impone a las cosas de la vida sencilla tendría que seguir allí durante muchos años más. Así que también renunció a esa vida que ya había forjado e inició otra y después otra. La penúltima vez dejó una empresa metalmecánica que le había dado sustento para la familia, ya para entonces crecida, y decidió el retiro del mundo. Con el resultado de la venta de la empresa compró una finca en Urabá, en plena selva, en las cercanías del río y en lo profundo del bosque. Allí construyó la vivienda y emprendió el diálogo con los árboles y con los animales domésticos y salvajes, y con las aguas del río y con los estadios de la naturaleza. Era el diálogo del hombre que aprende a conocer los lenguajes esenciales de los seres y de las cosas. Entonces escribió la novela que según sus propias palabras venía pensando desde hacía más de veinticinco años; pero no lo hizo como quien asume su condición de escritor, sino como el aficionado que ensaya la escritura de un libro. Quiso la suerte entonces que la enviara a ese concurso y que se viera de pronto ganador, como si una voz más profunda le estuviera diciendo: “¿Creíste que eras esos hombres que has ensayado? Pues no, todos esos no eran más que la preparación para el verdadero que habrás de ser en adelante. Tu verdad del ser es el escritor Mario Escobar Velásquez, la voz del bosque, el monólogo de la marimonda desplazada, la conciencia de la serpiente cazadora, el latido del corazón del tigre perseguido en la espesura, el gato que urde venganzas en la intimidad de su independencia… Traducirás a las palabras de los cuentos el lenguaje de los animales”. Entonces abandonó el retiro y volvió a Medellín en ١٩٨٠, para convertirse en profesor de literatura hasta el mes de abril de ٢٠٠٧, días antes del ١٧, el día del retiro definitivo.

Con ocasión del homenaje que le haríamos en una de las ferias del libro de la Universidad de Antioquia, decidimos publicar un extracto de las páginas del diario que había acumulado durante décadas en las libretas que, así como los estilógrafos, constituían sus objetos de colección. Conseguía las agendas que sus amigos descartaban y, con un cuidado meticuloso, distribuía en algunas páginas láminas de animales o de mujeres desnudas, escogidas por ahí, para que en el ejercicio posterior de la escritura se le aparecieran de repente y le trajeran de nuevo el aire de la belleza, el alimento de la contemplación. Le pedimos al autor un compendio de notas referidas a la escritura, los libros y los autores. Dicha delimitación estaba definida por la naturaleza del libro que habíamos concebido conjuntamente. Se titularía Diario de un escritor y, en parte, estaría inspirado por el deseo de mostrar los mecanismos de la creación literaria. En la conversación, nuestra primera inquietud era el título. Mario recordaba haber leído el de Dostoievski, pero, quizá más allá de ese motivo inspirador, estaba la disposición natural con la que él mismo había escrito esas notas. Los dos sabíamos que en el ejercicio de la escritura espontánea de los diarios se manifestaba de un modo más transparente la verdadera condición del alma, el alma pura.

Como él escribía en sus libretas, de un modo que se diría casi para sí mismo, el continuo flujo de preocupaciones e ideas que constituían su oficio de escritor, además de las cosas que le llamaban la atención entre los sucesos de cada día, suponíamos que los jóvenes aprendices encontrarían allí una mina de sugerencias para el desarrollo de sus propios proyectos de escritura.

Si pensáramos el título ahora, resultaría curioso descubrir que no está concebido desde el punto de vista del autor, sino del editor; pero veríamos que doce años después de la muerte de Mario resulta más apropiado que cuando fue concebido. Quiere esto decir que en el trasfondo de nuestra conversación ya teníamos presente el tiempo de su ausencia y asumíamos su muerte y la permanencia de su obra, años después de que aquella hubiera acaecido. Sin saberlo, tal vez ya, en ese momento, estaba garrapateando las líneas de este prólogo para la reedición del libro...

Mario Escobar Velásquez fue y es un ejemplar único de ser humano. Todos lo somos, pero hay algo en él que obliga a esta aclaración, como si tuviera las señales de un molde raro. Digo fue, para referirme al que dejó la existencia ese ١٧ de abril de ٢٠٠٧; y digo es, para nombrar al escritor que sigue vivo en sus obras, en este hermoso diario, donde continuamos con él ese curioso diálogo que, en su caso, es más bien discusión con un cimarrón empecinado, siempre niño, hasta en los años de la vejez y de la muerte.

Los textos seleccionados para este Diario de un escritor abarcan un período de alrededor de veinte años, es decir, desde cuando Mario tenía ٤٩ o ٥٠ hasta cuando tenía ٦٩ o ٧٠. En las referencias a sus obras podríamos decir: desde cuando estaba concluyendo Marimonda hasta la serie de entrevistas con travestis para la concepción de un libro de crónicas que daría continuidad a otro que ya había realizado sobre prostitutas.

Más que revelar los procedimientos de la creación, que en parte lo hace, este libro tiene como hilo conductor los sentimientos más íntimos de Mario frente a la escritura y a la recepción de su obra en un entorno de “malos lectores”, carente de criterios para concederle a cada uno de sus autores el lugar que se merece de acuerdo con una valoración justa de su trabajo. Ese hilo conductor da como resultado un largo monólogo de trescientas cincuenta páginas (al menos aquí, puesto que hay libretas para muchísimas más), en las cuales, casi imperceptiblemente, va evolucionando el lenguaje del escritor, desde las formas sencillas de la expresión hasta una música verbal, cuidadosamente facturada y pulida, de acuerdo con unos ideales estéticos cada vez más claros, más precisos y más cercanos a la belleza sublime de esa masa armónica de los cuerpos sonoros en los textos.

Además de los motivos señalados, en las páginas de este libro hay otros recurrentes, de una profundidad mayor, puesto que no obedecen a la voluntad del autor, sino a la presencia de lo inconsciente en sus pensamientos. Me refiero a la preocupación continua de Mario por Príapo, el hijo de Hermes en la mitología griega, por Pan, el caprípede, y por Narciso. No se trata de una preocupación cualquiera; se diría que es la esencial. En otros términos, podríamos afirmar que vivió regido por tres entidades arquetípicas: Pan, Príapo y Narciso (Puerus aeternus, más que una entidad, es un arquetipo que tiene lugar en la existencia de ciertos individuos). Estas entidades daban asiento a su existencia presente porque de ellas nacían sus preguntas y respuestas, sus dudas y decisiones, sus convicciones y actitudes, sus sueños y anhelos, así como la alegría y el dolor de ser, suyos, o los amores y los odios que a su ser correspondieron. Así mismo, son estas entidades las que permiten la conexión de su obra con el pasado remoto y con el futuro, y, por supuesto, las que definen el valor de lo que en su vida le fue dado concebir.

Lo otro, acaso el motivo más entrañable de este libro, es la concepción, gestación, nacimiento y ulterior crecimiento de Mario Leandro, el hijo que lo hizo padre cuando ya era un abuelo. El entorno que construyó para su vida con Alba y Mario Leandro y los libros y los pájaros… a la orilla de una quebrada gárrula y que para él alcanzó la dimensión del paraíso.

Agosto de 2019

Diario de un escritor

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