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Kirchner asumió la presidencia el 25 de mayo de 2003. A mediados de 2002 considerar la posibilidad de que él fuera electo sonaba a ejercicio de ciencia ficción. Una serie de coincidencias y enfrentamientos basados en intereses personales lo llevaron, con poco más del 20% de los votos, al gobierno. Las elecciones tuvieron lugar el 27 de abril y la renuncia de Duhalde llevó a adelantar la toma de posesión de Néstor, programada para el 10 de diciembre.

Leí con interés el borrador del discurso inaugural de Kirchner especialmente cuando supe, gracias a ciertas infidencias, que Cristina había tenido una participación central en su redacción. Con Jorge Altamirano, compañero de militancia del presidente, compartimos un tiempo en el exilio. Ahora era alguien importante en la secretaría de gobierno y su despacho era próximo al de una tal Quiroga, que sería secretaria de Néstor.

—¿Viste el “objetivo de gobierno” de concretar el funcionamiento de un Sistema Nacional de Salud? Es un tema duro y cada vez que se planteó la posibilidad generó despelote…

—Si. Pero son otras definiciones las que me impactan con fuerza, como declarar que una sociedad con elevados índices de desigualdad, empobrecimiento e impunidad siempre será escenario de altos niveles de inseguridad y violencia.

—Me parece que eso forma parte de lo que se dice que se va a hacer y no obligatoriamente se hace.

—Néstor en el plano económico es muy concreto. Cuando dice que “la sabia regla de no gastar más de lo que entra debe observarse y que el equilibrio fiscal debe cuidarse” está tomando un compromiso fuerte ya que esto implica, Kirchner dixit, “más y mejor recaudación, eficiencia y cuidado en el gasto”.

A partir de allí entramos con Jorge en un contrapunto en el análisis.

—Si vas por el lado de las promesas también afirma que el equilibrio de las cuentas públicas, tanto de la Nación como de las provincias, es fundamental.

—Además, según lo que dirá en su discurso, “el país no puede continuar cubriendo el déficit por la vía del endeudamiento permanente ni puede recurrir a la emisión de moneda sin control, corriendo riesgos inflacionarios que siempre terminarán afectando a los sectores de menos ingresos”.

—Completa diciendo que “el equilibrio fiscal, el mantenimiento del superávit primario y la continuidad del superávit externo serán el motor del crecimiento y de la recuperación del consumo, de la inversión y de las exportaciones”.

—¿Vos crees que todo esto es posible? El tiempo diría si este plan de gobierno y las acciones que implican son factibles en Argentina.

Mi diálogo con Jorge Altamirano se detuvo allí. Mis dichos y los suyos eran complementarios e intercambiables.

Tras nuestro encuentro de noviembre de 2002 yo suponía que Cristina había olvidado su promesa de reiniciar nuestro diálogo o que, más probablemente, había perdido todo interés en hacerlo. Pero en agosto de 2003 recibí un llamado telefónico de alguien que se identificó como la “coordinadora” de la actividad de la señora Cristina Fernández de Kirchner y en el que se me invitaba a concurrir el sábado siguiente, temprano a la mañana, a la residencia de Olivos. No podía saber si el llamado “iba en serio” pero no cabía imaginar otra alternativa. Yo no había compartido con nadie, aparte de Mario, que había sido recibido en el Senado.

¡La residencia presidencial! ¡Iva a entrar nuevamente en “La Quinta de Olivos” 50 años después!

Tomé el colectivo 229 para ir. Mientas viajaba reflexionaba sobre los primeros meses del gobierno de Néstor que habían sido trepidantes. Se sucedieron la visita de Fidel a Buenos Aires, el cuestionamiento de Prat Gay desde el Banco Central, la renovación de la Corte y la propuesta de Zafaroni. Kirchner viaja a Brasil, para reunirse con Lula y también a Europa. Se reúne con Bush y pronuncia una frase que se hizo famosa: “Argentina está diez kilómetros bajo tierra”

Al presentarme en la guardia me hicieron pasar a un jardín de invierno donde Cristina, sentada ante una mesa de cristal, leía atentamente una serie de documentos. ¿Era el mismo ambiente en que la vi a Eva por la primera vez? Las imágenes se fundían en mi cerebro, junto al recuerdo del primer encuentro en el Congreso. Al verme parado frente a ella levantó la mirada y dijo:

—Pase por favor. Enseguida estoy con usted. ¿Quiere tomar algo, un té una gaseosa?

Rechacé el ofrecimiento con un movimiento de cabeza. Para romper el hielo e iniciar un diálogo decidí esquivar de entrada el tema que me había acercado a ella por segunda vez.

—Leí el discurso de Néstor al asumir la presidencia. Dicen que usted participó en la redacción. ¿Comparte las ideas económicas allí expresadas y su factibilidad?

—Con Néstor discutimos y evaluamos cada tema. No siempre coincido con sus propuestas, pero en general vamos en la misma dirección. No se si eso responde a su pregunta.

Tras esta breve declaración y sin darme tiempo a replicar me dirige a su vez otra que iba al centro del motivo de la entrevista.

—Bueno, a ver si finalmente me cuenta como fue esa “relación personal” ¿O son otra vez las interpretaciones de su amigo?

—Como le dije en nuestra reunión en el Congreso el libro lo está escribiendo Mario, tomando como base el relato que le hice sobre mis encuentros con Eva y Perón. Él trotaba a mi lado en La Residencia aquella mañana y fue testigo del inicio de la relación. Le pido una vez más que lea lo que escribió, sobre la base de mi relato. Fue una experiencia que viví siendo un chico de diez años.

Como en nuestra primera reunión, Cristina tomó el texto que yo le acercaba y decidió leerlo.

* * *

Todo empezó en la colonia de vacaciones en la quinta de Olivos. Por la mañana temprano trotábamos sobre las piedritas rojas que cubrían uno de los caminos interiores. Un vapor cálido, mezclado al olor de la tierra mojada, subía desde los jardines con el césped recién regado. Mi mirada estaba fija en el cuello de Mendizábal, un metro delante mío, mientras yo me sumergía en la soledad un poco angustiante de la carrera. El pelotón, unos treinta chicos de remera y pantalón corto, parecía flotar sobre el camino. Cris… Cris… El ruido tan agradable de las piedritas aplastadas. Bruscamente, el Cadillac negro apareció a lo lejos. Todo pasó muy rápido, tan rápido que me es difícil reconstruir la escena. El auto avanza lentamente y el grupo, cortado en dos, se abre hacia los costados. Un rostro blanco, una cabellera rubia. Una mirada perdida… Una mano que saluda apenas, detrás del vidrio oscuro. Era ella y yo no imaginé, en ese instante, que el curso de mi vida había cambiado. Él estaba sentado a su lado, muy derecho en su traje gris. Se inclinó para escuchar a su compañera y bruscamente, me miró. Esa mirada… Sentí frío, ¡en pleno mes de enero!… Hizo un gesto apenas perceptible, mientras que el auto se alejaba lentamente. Algunos segundos después me di cuenta de que yo había quedado clavado al piso, mientras que mis compañeros se alejaban. Luego seguí, con la cabeza baja, al hombre en uniforme que, surgido ya no sé de dónde, me empujaba lentamente hacía el chalé blanco con tejas rojas.

Poco después me encuentro sentado en un enorme sillón, mis pies colgando sin tocar el piso. No comprendo gran cosa, plantado frente al ventanal que domina esa habitación inmensa, iluminada por la luz tamizada del sol que se cuela entre las cortinas translúcidas. La alfombra es muy espesa y de color blanco. Hay plantas verdes, muy verdes. Hay una mesa donde parece haberse servido un desayuno. La temperatura es agradable y me siento invadido por una cierta torpeza. Bruscamente, ella entra en el cuarto. Rubia, pálida, los ojos que vi son grises. Apenas sonríe y me mira sin mirarme. Un Universo de sol se abre frente a mis ojos. Y en la cima una sensación nueva, indescriptible.

—La verdad es que venimos poco a Olivos. Hoy el general insistió para que le acompañara.

Creo que me miraba, yo tenía mis ojos clavados en las puntas de mis zapatillas.

—Vos sabes, me gusta conocer y hablar con algunos de los chicos que vienen a la quinta. Hoy te tocó a vos. ¿Cómo te llamás?

—Néstor.

Evita está sentada en un taburete alto, frente a un espejo. La pollera de seda blanca se cierra sobre sus piernas cruzadas. Su clásico rodete está deshecho y los cabellos rubios caen en cascada sobre su espalda. Sonríe y me mira, mientras que una manicura, a la que no vi entrar, trabaja en sus uñas. Enterrado en mi sillón miro esa imagen que parece salir de una película en tecnicolor. La alfombra, las cortinas, toda la decoración está armada combinando tonalidades que van del blanco al crema. En los floreros, un poco por todas partes, rosas rojas. Por el ventanal entreabierto se adivina el jardín, muy frondoso, desde donde la tibieza de ese mes de febrero se filtra y llena la habitación en la que estamos.

—¿Dónde vivís?

—En Villa Devoto, cerca de la cárcel.

—¿Sos buen alumno?

—Creo que sí.

Las preguntas clásicas que los adultos nos hacen a los chicos se siguen una tras otra. Pero lo que decimos no tiene importancia. Yo siento como una descarga eléctrica cada vez que ella me mira con sus ojos que ahora ríen mientras que los labios entreabiertos dejan ver sus dientes blancos, muy blancos.

—Me van a venir a buscar para ir a la Fundación. ¿Querés venir conmigo?

Salimos una hora más tarde. Ahora ella viste un traje sastre gris oscuro y sus cabellos, bien estirados a los costados de su rostro, se apelotonan sobre su nuca. El automóvil que nos lleva, un Cadillac impresionante, corre velozmente en medio del ulular de las sirenas. Vamos hacia el centro y en una media hora estamos en Plaza Mayo frente a un edificio con un gran reloj en su cima. Sin mirarme Eva habla entre dientes.

—Este edificio es lo que fuera la sede del Consejo Deliberante.

Un hombre más bien grueso que luce un traje negro cruzado, camisa blanca y corbata con alfiler en el que brilla una piedrita roja, abre la puerta del coche.

—Señora…Es un honor recibirla.

Ella ni siquiera lo mira. Sin responder al saludo sale del coche y se dirige, con paso rápido, hacía el primer piso. Un cortejo de hombres agitados se forma tras ella. Ya soy tragado, sumergido y transportado por la masa de los seguidores. En el primer piso, Eva se detiene en la puerta de su despacho.

—Venga conmigo, Mendé. Vos también, Néstor.

Deslizo mi pequeño cuerpo hacía el interior y nadie parece sorprendido de verme allí. Me ignoran, como si yo no existiera. Eva está ahora sentada tras un escritorio. Su mirada se ha transformado en acero, fría, dura. Levanta lentamente los ojos hacía el hombre que permanece de pie, en el centro del cuarto, frente a ella.

—Bueno, ¿está todo arreglado?

—Casi, señora, casi. Las invitaciones fueron entregadas en mano.

—Pero… ¿Van a venir o no van a venir?

—Así lo espero, señora, así la espero…

—¡Así lo espero! Esa no es una respuesta. ¡Tienen que venir! ¡Nadie puede desairar una invitación de Eva Perón! ¡Nadie! Para mañana quiero una lista completa de los presentes y de los ausentes. Usted es el ministro de Asuntos Técnicos… Puede irse.

El hombre se inclina y sale del despacho. Eva hojea algunos expedientes. Pasan cinco, diez minutos. Bruscamente levanta la cabeza y me busca con la mirada. Yo me había instalado en el rincón más alejado de su escritorio.

—Sabés, Néstor, esta noche organizo una pequeña recepción. Es una manera, como muchas otras, de conocer y controlar a los amigos y a los enemigos… Pero hay ciertas personas que no soportan que el pueblo esté en el poder. Lo sé. Me odian, y yo siento un enorme placer al verlos plegarse frente a mí sonriendo, adulándome. Ellos, ¡con sus nombres, su pasado, sus fortunas! ¡Las caras que ponen cuando les presento a uno de los nuestros! ¿Lo conoce al señor Mario Muzzopapa? ¡Es miembro del secretariado de la Unión Obrera Metalúrgica! ¡Tendrías que ver como casi revientan por el esfuerzo de simulación!

Eva se aproxima al ventanal y deslizando levemente el cortinado, mira hacia la calle.

—¿Ves esa gente que hace cola allí abajo? Esperan para verme. Están allí desde las cuatro de la mañana, quizás desde antes. Vienen de las villas, de los barrios obreros. Saben que no los puedo ver a todos. Pero regresaran mañana y luego pasado mañana. Ellos son el vínculo, el cordón. Sin ellos, Perón estaría cortado del pueblo y sería el prisionero de la oligarquía. Entonces yo vengo, algunos días, a escucharlos. Ayudo a resolver algunos problemas, lo que ayuda a mantener el mito. Pero lo más importante es que ellos me transmiten, sin interferencia, con toda la franqueza de la gente simple, los dolores, los sufrimientos y las esperanzas del pueblo. También sus decepciones, y sus rencores. Por la noche yo hablo con Perón y él recibe ese mensaje, de un precio inestimable…

Evidentemente reflexionaba en voz alta. Yo represento el mínimo de presencia humana que les es necesaria. Eva no podía hablarle de aquella forma a nadie, en el mundo de los adultos.

—Las tentaciones son grandes y a veces quisiera olvidar de dónde vengo. Olvidar a los pobres, a los explotados, a los fracasados, olvidar la miseria… Pero ellos son nuestra fuerza. Ellos darían la vida por Perón. Sin ellos, nos barrerían o, lo que sería aún peor, nos transformaríamos en los títeres de la oligarquía.

Una vez más, sentada tras su escritorio, marca una pausa. Luego hace sonar un timbre y un hombre aparece casi instantáneamente.

—Haga pasar a los primeros. Ah, ocúpese también de regresar al chico a Olivos. Discretamente por favor.

En el viaje de regreso no abrí la boca. El auto entró en la quinta y quién me había trasladado habló con el responsable de mi grupo.

—Vení acá. Tus compañeros vuelven de la siesta. Si te preguntan vos estuviste en la enfermería. Te dolía la panza.

La bañadera nos devolvió a la escuela y de allí regresé a casa.

—No me siento bien. Me voy a recostar un rato.

Mi madre inquieta pone su mano en mi frente. Dice que no tengo fiebre y me prepara un Toddy caliente. Al día siguiente es sábado. Estoy aún dormido y mis brazos y mis piernas tiemblan. Tengo frío, tengo miedo. Veo un abismo inmenso… y caigo, caigo, caigo. … Bruscamente me despierto y veo que sol penetra por la ventana, a través de las hojas de la parra. Escucho una vez más la voz de mi madre. Es hora de levantarse, el desayuno está listo.

* * *

Cristina me mira profundamente y luego inclina la cabeza. ¿Por qué creí en ese momento que el hilo se había tensado pero que no estaba roto? Me había presentado como amigo de Mario y le había dado a leer, con cambios que yo había introducido, la versión que el hizo de mi relato. ¿La historia de Eva despertaba en ella sentimientos encontrados? ¿Se identificaba en parte con ella? Intenté establecer un diálogo.

—Hay una primera similitud. Ella fue y usted es la esposa de un presidente y pasaron por, usted vive en, “La Residencia”. Evidentemente su formación e historia personales son diferentes de las de Eva. ¿Se siente identificada en algún otro plano? ¿Qué sensaciones le genera mi experiencia con ella?

—¿Qué similitudes puede haber entre ella y yo? Evita nació en Ranchos en 1919 en el seno de una familia pobre y supongo que solo tuvo educación primaria. A los 15 años “bajó” a Buenos Aires con la esperanza de abrirse paso en el mundo del espectáculo y se cruzó con la historia al conocer a Perón. Yo nací en La Plata y fui hija de una mujer que pudo asegurarme enseñanzas primaria y segundaria antes de apoyarme en mi ingreso a la Universidad. Allí lo conocí a Néstor e iniciamos una relación en la que no se quién descubrió a quién. En lo que hace a su historia con Eva, además de incredulidad, me genera tristeza, mucha tristeza.

—Usted enfatiza el rol de su madre en los primeros años de su vida. ¿Ella se identificaba con la lucha de Eva por imponer los derechos cívicos de la mujer?

Sentí en ella un sentimiento de bronca, como si se encontrara con algo que no podía controlar. Quizás eso reflejaba otra faceta de su personalidad. Se puso de pie y salió de la habitación sin despedirse ni mirarme. Quedé algo desconcertado y una mujer de uniforme se me acercó.

—Sígame. Le indico el camino a la salida.

Salí caminando por la calle Villate, las manos en los bolsillos y reflexionando sobre lo que acababa de vivir. Algo había leído y algunos rumores me habían llegado sobre los orígenes de Cristina y la relación con su madre. Esto me llevó a reflexionar sobre mis padres, su relación y como esto influenció mi vida. Los recuerdos, a veces dolorosos, se hicieron presentes. Era un tema que habíamos hablado con Mario al preparar la primera versión del Juego de la Oca. Mis recuerdos se mezclaron con los suyos, como ocurrió varias veces. Se nos hace difícil ver que es de quien.

* * *

En ese mes de junio de 1949, la luna baña con una luz fantasmal los jardines del Hospital Alvear. Construido "a la francesa" a principios de siglo, grandes jardines separan los diferentes pabellones. La maternidad está al fondo, cerca del muro que separa al hospital de las vías del ferrocarril. Son las nueve de la noche, mi padre y yo salimos hacia la avenida Warnes. Acabamos de ver a mi hermano que termina de nacer... El parto fue largo y difícil. Yo no pude ver a mi madre esa noche. ¿Si estábamos contentos? No hablábamos, era difícil definir nuestros sentimientos.

Mi madre había dudado mucho antes de tener un segundo hijo y yo fui hijo único por casi diez años. Era algo raro en esa época y en nuestro medio, donde el mínimo se situaba alrededor de los tres hijos. Mis padres habían elaborado una teoría para explicarse frente a las preguntas y pequeñas frases. Para empezar, había que dar al hijo una vida grata y asegurarle un porvenir. Y parece que con el salario de mí padre se podía alimentar, vestir y educar convenientemente a un solo hijo... Yo fui testigo de acaloradas discusiones sobre el tema entre mis padres y mi tía Julia, que acababa de casarse con mi tío Lito. Ella anunciaba con orgullo que tendría por lo menos cuatro hijos y el tiempo demostró que cumpliría su palabra. En las venas de mi tía corría sangre india, que venía del lado de su madre, mientras que su padre árabe era una nuestra más del calidoscopio étnico que la inmigración formaba en la Argentina. Nacida en Tucumán, su opinión era muy clara: los que no querían más hijos era por egoísmo y por comodidad. Seguro que después se arrepentirían.

Evidentemente mis padres no podían aceptar esa acusación y se sentían ofendidos por la soberbia y la seguridad de esa joven mujer, llena de vida, que les daba lecciones. Por ello terminaban siempre sus discursos por un "Ya vas a ver, ¡con el tiempo te vas a arrepentir de haberte cargado de chicos...!"

¿Había una cuota de verdad en la que mi tía decía? La realidad, como siempre, era compleja. Una pequeña frase de mi madre lo expresaba en parte: "Los chicos dan mucho trabajo". Trabajo... El trabajo de los hijos, el trabajo de la casa, el trabajo de la mujer. Mi madre no era feliz en su papel de "ama de casa" y en ella se escondía una rebelión latente. Pero, lamentablemente, las frustraciones se irían acumulando. Dotada de una inteligencia viva, sus inquietudes fueron primero aplastadas por mi abuela, mujer dura y egoísta, prisionera probablemente de sus propias frustraciones. Un día ella decidió que mi madre no necesitaba terminar la escuela primaria. Seis años de estudios, para una chica, eran más que suficientes. Mi abuela permaneció insensible a las lágrimas de mi madre y solo la intervención de la maestra, que amenazó con hacer un escándalo, le hizo rever su decisión. Pero la escuela secundaria era una cosa inimaginable. ¿Para qué le servían los estudios a una mujer? Ella debía saber coser, cocinar, llevar una casa... El drama se repitió con los estudios de piano, que mi madre amaba realmente. Un buen día mi abuela también decidió que era demasiado, que no quería oír hablar más del asunto y permaneció sorda a los argumentos de los profesores que decían que su hija tenía talento...

Fue seducida por las palabras de mí padre. Sí, él pensaba que el hombre y la mujer eran iguales. Sí, el pensaba que el hombre debía "ayudar" a la mujer en el trabajo de la casa. Pero la realidad iba a ser dura. Después del casamiento, ella se encontró enseguida embarazada. El salario de mi padre, obrero metalúrgico, era escaso y ella se puso a hacer el único trabajo posible: "coser para afuera". Terminadas las tareas de la casa, lavados los platos de la cena, se ponía a bordar. Yo la acompañaba, una vez por semana, en los viajes al centro para entregar los grandes paquetes de lencería bordada, pagados a la unidad. Cierta vez me dijo al salir de "Casa Redondo", con una mezcla de sorpresa y bronca: “¡Me dieron para bordar el monograma en los calzoncillos de seda de Francisco Canaro!” Regresábamos a casa con nuevos paquetes, y la rutina comenzaba una vez más. Quizás por todo esto ella manifestaba su decepción a su manera, no queriendo tener más chicos.

En esa época en nuestro medio no se hablaba aun de liberación femenina. Las más esclarecidas reclamaban la "igualdad" con el hombre y la llegada de Eva Perón al entorno del poder representó para millones de mujeres, de una manera aun confusa, la expresión de un deseo profundo. Esto fue así porque Eva no asumió el rol clásico de las mujeres que, antes que ella, se habían cruzado con "un destino histórico". En la mayoría de los casos esas mujeres habían asumido un personaje masculino y habían permanecido aisladas entre hombres, sin osar pensar en obtener el apoyo organizado de las otras mujeres. Con Eva fue diferente. El movimiento peronista, por ejemplo, fue organizado en tres ramas: política, sindical y femenina. Cada rama elegía sus propios candidatos para las funciones electivas, lo que aseguraba una representación independiente de las mujeres en el Parlamento. La rama femenina tenía también sus propios locales y sus propias estructuras de dirección. Ellas eran frecuentemente manipuladas por Perón, pero el hecho es que la rama femenina, nutrida con mujeres venidas generalmente de las clases bajas, era la más decidida, la más dura, la abanderada del peronismo. Pero mi madre no era peronista, y ella se quedaba en casa cocinando, cosiendo, limpiando.

Cuando yo tenía nueve años, ella aceptó finalmente tener un segundo hijo. La situación de mi padre en la fábrica había mejorado. De obrero había sido promovido a un cargo "técnico", ganaba más y mi madre ya no necesitaba trabajar. Entonces...

* * *

Me encontré con Mario en su casa en Recoleta. Lo había prevenido, una vez más, de la reunión con Cristina. Me recibió con un particular saludo.

—¡Segundo round!

Había preparado café. Al regresar del exilio, al que lo había forzado la dictadura, reinició su carrera científica en el país. Vivía con su mujer que era psiquiatra y psicoanalista. Ella estaba en su consultorio en la parte posterior del mismo piso. Sus dos hijos, ya grandes, hacía años que habían levantado vuelo.

—Cuando yo me fui del país después de la noche de los bastones largos en el sesenta y seis vos te quedaste. Saliste en el sesenta y ocho con una beca para volver en el setenta. Te exilaste después del golpe. ¿Estabas metido en la pesada? Nunca me contaste.

—Para nada. Algún amigo se comprometió con la ultraizquierda, otros se engancharon con la vuelta de Perón. Participé en reuniones, me asocié a ellos en la Facultad. Pero no tuve nada que ver, ni de cerca ni de lejos, con la lucha armada. Después del golpe los fachos del sistema lograron que me echaran de la Facu y del Conicet. Sin otra perspectiva y también por seguridad decidí salir de Argentina. En esa época era suficiente estar en la agenda de alguien “non santo” para ser boleta.

Le pregunté:

—¿Seguís pensando en publicar el libro?

—Lo siento como una necesidad. No me interesa quién lo va a leer ni cuantos lo van a leer. Vos sabés que nuestra amistad va más allá de los más de 50 años de vida en paralelo y compartís muchas de mis vivencias y sentimientos.

Mario tenía razón. A veces tenía la sensación de que éramos un caso de desdoblamiento de la personalidad. Quizás por ello yo había acordado en que usara mis (nuestros) recuerdos en su obra.

—¿Cuándo calculás que lo podrás hacer imprimir?

—No lo sé. No es fácil encontrar un editor interesado. Hay que dedicarle tiempo y laburo. Yo no soy García Márquez que metió su manuscrito en un sobre, lo mandó por correo y de allí a la gloria. Pude hacer contacto con Ricardo Piglia. Le di a leer el texto, para intentar con Sudamericana. Ayer nos encontramos en el Foro de Callao y Corrientes. Lo leyó, lo encontró potable, pero en estos momentos no entra en los planes de la editorial. El consejo fue que me presente al concurso del Fondo Nacional de las Artes. No creo que lo haga. Implica otra vez una inversión de tiempo y trabajo que no le puedo restar a mi tarea de docencia e investigación. Quizás para liberarme del tema la edite personalmente en Dunken.

—Pero no es gratis.

—No. Pero una tirada pequeña está dentro de mis posibilidades y me saco el peso de los hombros. Serían unos 200 ejemplares.

—Es además un enterramiento a mediano plazo…

Mientras revolvía lentamente el pocillo de café al que no le había agregado azúcar, decidí cambiar de tema.

—¿Cómo ves venir el gobierno de Kirchner?

—No tengo una opinión definitiva. Confirmó a Lavagna como ministro de economía, pero Prat Gay en el Banco Central es establishment liberal puro. A Alberto Fernández no lo conozco. Con Néstor a cargo no veo cual es el rol de un Jefe de Gabinete.

—La economía parece empezar a crecer si bien venimos de la brutal caída del 2001 y de una variación prácticamente nula en 2002. La deuda externa sigue en default. Todo esto en medio de la batalla por modificar la composición de la Suprema Corte.

Sobre la mesa había un ejemplar del Cronista Comercial. Sin mucho interés leí que el 14 de septiembre de 2003 se había creado el grupo denominado “países en desarrollo”. Le comenté la noticia a Mario y le di mi opinión sobre el tema.

—Este grupo va a evolucionar sin pena su gloria hasta su extinción. Hay posiciones totalmente opuestas. Si no están los que cortan el bacalao no hay posibilidad de decisiones significativas. Se está hablando mucho del G–20, creado en 1999. Allí están Estados Unidos, China, Rusia, Inglaterra, Francia, Japón, Alemania. También estarían los países en desarrollo con más peso geográfico, poblacional y económico. Argentina es uno de ellos. No sería de extrañar si del nivel ministerial pasa al de Jefes de Estado.

—Pareces bien informado. El futuro dirá una vez más.

De Eva a Cristina

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