Читать книгу Psicología de la esperanza - Mario Pereyra - Страница 4

Оглавление

2

Fundamentos epistemológicos de la esperanza


Resumen

Se formula el marco teórico. Se ofrece una reseña de una investigación bibliográfica sobre las concepciones filosóficas de la esperanza, desde las ideas de los antiguos griegos a los autores contemporáneos, pasando por pensadores cristianos, del medioevo y de la época moderna. Al evaluar las concepciones elpídicas (derivado del griego elpís = esperanza) desde la perspectiva epistemológica se observan dos tendencias semánticas contrastantes u opuestas axiológicamente. Ya decía Sófocles que “la vagarosa esperanza que para muchos hombres es una ayuda, es para otros engaño de fútiles anhelos...”. También la Biblia reconoce dos tipos de esperanza, cuando declara: “La esperanza de los justos es alegría; más la esperanza de los malos fracasará.” (Proverbios 10:28; BJ). Ese carácter anfibológico de la elpidología se encuentra presente a lo largo de toda la historia, como se ilustra en forma más detallada en el siguiente capítulo. Específicamente esa ambivalencia deriva de dos cosmovisiones diferentes, proveniente una de la concepción greco-romana y la otra, del pensamiento judeo-cristiano. Se analizan ambas vertientes en sus presupuestos ideológicos fundamentales para concluir valorando como un enfoque más positivo la propuesta epistemológica derivada de la concepción bíblica de la esperanza.

La ambivalencia conceptual

“Pues, en verdad, la vagarosa esperanza que para muchos hombres es una ayuda, es para otros engaño de fútiles anhelos...”.


Sófocles (1968, 641)

La idea de esperanza es ambivalente. Hay quienes la conciben como algo virtuoso y benéfico, en tanto otros la entienden como peligrosa y dañina. Esa ambigüedad se observa también en las diferentes acepciones que tiene la esperanza en el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española.

Esperanza. (De esperar.) f. Estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos || 2. Virtud teologal por la que esperamos en Dios con firmeza que nos dará los bienes que nos ha prometido || 3. V. ancla de la esperanza. || 4. Mat. Valor medio de una variable aleatoria o de una distribución de probabilidad. || Alimentarse uno de esperanzas. fr.fig. Lisonjearse con poco fundamento de conseguir lo que desea o pretende. || dar esperanza, o esperanzas, a uno. fr. Darle a entender que puede lograr lo que solicita o desea. || llenar una cosa la esperanza. fr. Corresponder el efecto o suceso a lo que se esperaba (Real Academia Española, 1984, 593).

Como puede apreciarse, la primera acepción es una definición neutra, carente de juicio de valor, en tanto las dos siguientes poseen una clara valoración positiva o virtuosa, a diferencia de la figura del quinto apartado que tiene una significación peyorativa, ya que se asocia a una actitud jactanciosa “con poco fundamento”. También la palabra “espera” contiene significados de valores opuestos.

Esperar. (Del lat. sperare.) tr. Tener esperanza de conseguir lo que se desea.|| 2. Creer que ha de suceder alguna cosa, especialmente si es favorable.|| 3. Permanecer en sitio adonde se cree que ha de ir alguna persona o en donde se presume que ha de ocurrir alguna cosa.|| 4. Detenerse en el obrar hasta que suceda algo. Esperó a que sonase la hora para hablar.|| 5. Ser inminente o estar inmediata alguna cosa. Mala noche nos espera.|| esperar en uno. fr. Poner en él la confianza de que hará algún bien.|| sentado. Dícese cuando parece que lo que se espera ha de cumplirse muy tarde o nunca (ibíd.).

La primera es una definición objetiva. La segunda tiene un carácter positivo. La tercera y cuarta acepciones tienen un sentido pasivo, en tanto la última presenta un matiz negativo, ya que espera una “mala noche”. Igual ocurre con las aplicaciones del término que recoge el diccionario, donde puede significar la “confianza” de “algún bien” como esperar algo que difícilmente se cumplirá o jamás ocurrirá.

Esos matices contrastantes del Diccionario también se encuentran en los dichos, las coplas, los proverbios y las expresiones populares. Por ejemplo, la Enciclopedia Larousse (1865, T.VII, 912) recoge algunas expresiones ilustrativas. Mme de Saint decía: “La esperanza nos grita sin cesar ¡adelante!, ¡adelante! y nos atrae así hasta la tumba”, reconociendo que tiene un poder motivador y alentador de superación, pero concluye con términos extremadamente pesimistas. Por su parte, Catalina (1947, 152) la define en forma paradojal y con alto grado de ironía, declarando: “La esperanza es una adorable enemiga del hombre, y una amiga pérfida de la mujer” (obsérvese el contraste entre adorable y amiga, con enemiga y pérfida). Muy parecido es un bello poema del poeta español José Zorrilla (Marías, 1985, 26), quien asocia la ilusión y la esperanza con la muerte: “¡Blanca ilusión! ¡Benéfica esperanza! Triste y última luz del corazón, a cuyo tibio resplandor se alcanza un más allá en el hondo panteón”.

Cuando recorremos las páginas de la literatura, encontramos que predominan las opiniones críticas o desvalorizantes de la esperanza. Nicolás de Chamfort, por ejemplo, afirmaba: “La esperanza no es más que un charlatán que nos engaña sin cesar” (Larousse, ibíd.). “Peor que desesperar, peor que la amargura a la muerte, es la esperanza”, dice en forma más contundente Shelley, el gran poeta inglés (cf. Menninger, 1959, 483). También, la esperanza suele ir acompañada de adjetivos tales como “seductora, presuntuosa, temeraria, funesta, fatal, peligrosa, loca, ciega, ridícula, incierta, engañosa, fugitiva, efímera, frágil, vana, vaga, falsa, pérfida” (Larousse, 1865, T. 7, 912), que como puede apreciarse, no hablan bien de ella, sino por el contrario, manifiestan descrédito. Estas expresiones están muy lejos de la esperanza virtuosa y benéfica, que es un “ancla del alma”, es decir, algo que sustenta y asegura a quienes atraviesan circunstancias tormentosas o turbulentas.

A esta altura de la exposición podemos decir que hay una ciencia de la esperanza, una disciplina dedicada a su estudio, denominada elpidología, cuyo nombre proviene del griego, elpís, esperanza. La elpidología reconoce ese rasgo ambivalente entre los contenidos semánticos que tiene el concepto. Así, por ejemplo, hay pensadores que postulan una falsa esperanza y otra genuina. Por ejemplo, el filósofo y teólogo germano Paul Tillich (1965) refiere que hay una esperanza engañosa, que atrapa a los necios, en tanto, hay otra que es patrimonio de los sabios. Por su parte, el investigador Silberfeld (1981, 415-417) distingue ambos tipos, al observar las reacciones de los pacientes oncológicos cuando reciben el diagnóstico de cáncer y encuentran las posibilidades de expectativas de vida disminuidas. La “falsa esperanza” se revela con rabia y deseos de venganza. Ocurre frecuentemente cuando las expectativas de la muerte mueven a aferrarse a propósitos inalcanzables o exagerados, lo que produce desconsuelos y desesperación. Por su parte, la “esperanza real”, como la llama Silberfeld (1981), aparece cuando se alcanza un profundo desilusionamiento sin caer en exageradas idealizaciones. Ella emerge de sí mismo cuando las lecciones de vida no son impedidas sino enfrentadas, cuando se libera de las cadenas de la desilusión. Un adecuado sentido de la esperanza proporciona la habilidad para aceptar la pérdida y la vulnerabilidad en el enfrentamiento de la incertidumbre.

Por nuestra parte, sostenemos que existe un solo tipo de esperanza. La llamada “falsa esperanza” es una de las tantas manifestaciones de la desesperanza. Muchos confunden la verdadera esperanza con actitudes y conductas que son expresiones de desesperanza. Así, la ilusión, los anhelos o los sueños futuros irrealizables o dudosos, la negación de la realidad, el optimismo exagerado o las fantasías futuras de omnipotencia y éxitos desmedidos son formas de desesperanza más que de esperanza. Eso es debido a que existe una gran confusión acerca de lo que es verdaderamente la esperanza, de cuáles son sus contenidos o reales dimensiones. A su vez, la confusión sobre lo que realmente es la esperanza y la desesperanza tiene orígenes muy antiguos; proviene de los mismos comienzos de la cultura occidental.

Los fundamentos de nuestra cultura provienen de dos fuentes históricas básicas: el pensamiento greco-latino —derivado de la filosofía y la literatura griega— y la tradición judeo-cristiana, que proviene de las enseñanzas bíblicas. Procuraremos demostrar que la ambivalencia semántica y la confusión responden a la concepción negativa proveniente del pensamiento griego, en tanto el movimiento que rescata sus valores positivos emerge de la cosmovisión bíblica. Por tales motivos, se hace indispensable investigar los fundamentos teóricos históricos de esas tendencias semánticas, a fin de definir con precisión las dimensiones de la esperanza/desesperanza.

Pensamiento greco-romano

“La esperanza era para los griegos un mal salido de la caja de Pandora y sembrado en el espíritu humano para confundirlo y abatir su orgullo”.


J. Moltmann (1971, 182)

En sus orígenes más remotos, la idea de esperanza surge del pensamiento mitológico procedente de la antigua Grecia. Según Hesíodo (1964), Prometeo robó el fuego a los dioses para favorecer a los hombres que habitaban las noches oscuras y frías de la tierra. Cuando Zeus, padre del universo, advirtió lo acaecido, juró venganza. Entonces formó a Pandora, la más hermosa mujer jamás creada, y la envió a Epimeteo, hermano de Prometeo, junto con una caja que traía el presente del cielo. Epimeteo no dudó en casarse con ella. Pero la mujer era tan hermosa como necia y curiosa. A pesar de la prohibición que pesaba sobre la caja, la abrió. De ella salieron todos los males que desde entonces han venido afligiendo a la humanidad: enfermedad, locura, dolores, vicios. Cuando las calamidades empezaron a salir de la maléfica caja, “sólo la Esperanza se quedó en el interior de la infranqueable prisión, sin rebasar los bordes de la jarra, porque Pandora había puesto nuevamente la tapa, siguiendo la voluntad de Zeus” (ídem, 45-47).

En esta concepción, la esperanza es la última de las desgracias —que vino a sumarse a las desgracias que el hombre ya poseía— o la peor de las calamidades, pues en forma engañosa encubriría el duro presente con una vestidura de fantasías de incierto cumplimiento. La iconografía greco-romana representaba la esperanza con la figura de una joven ninfa, que los griegos reverenciaban bajo el nombre de Elpís y los romanos llamaban Spes. Era de rostro sereno y sonriente, alado, coronado de flores y cargada de frutos. El color verde era su emblema, ya que anunciaba la cosecha. Una “deidad alegórica, hermana del Sueño y de la Muerte” (Ruiz, 1963, tomo 1, 505), que exhibía las flores promisorias de un mañana fructífero que vuela más allá de todo presente. De ahí su parentesco con el sueño o con el ensueño, como afirma Ernst Bloch (1980), y su fraternidad con la muerte, la luctuosa realidad que palpita en sus negras entrañas revestidas de rosas.

En esencia, el mito hace de la esperanza el último de los males, un mal esquivo, oculto, que tiene apariencia benéfica, pero en su corazón tiene un carácter maléfico. ¿Por qué se la concibe así? Porque engaña con sus ilusiones, colocando un imaginario manto de ficción sobre los padecimientos, alargando los dolores e incapacitando para enfrentarlos.

“No sólo el mito, sino también los historiadores griegos clásicos, como Heródoto y Tucídides, participan de una visión fundamentalmente pesimista ante el futuro”, afirma el profesor Juan Noemi (2005, 23). Igualmente ocurre con las ideas filosóficas que tenían los griegos de la antigüedad. ¿Qué entendían los filósofos al respecto?

Para Ferrater Mora (1965, T.1, 569) el concepto de esperanza no fue tematizado por la filosofía griega clásica, aunque la noción está presente en relación con las ideas de tiempo, de futuro o destino, en ciertas comprensiones ontológicas y en la cosmovisión general de la existencia. En líneas generales, los filósofos siguen las significaciones míticas y su concomitante actitud desvalorizante. Por ejemplo, para Platón, las esperanzas o “elpídes” son producidas por las anticipaciones de los deseos y las fantasías grandiosas. En el Filebo (Platón, 1966, 1259), expone esas ideas representativas de la noción griega, cuando expresa:

SÓCRATES: Ahora bien: acabamos de decir que todo hombre está lleno de esperanzas, ¿no?

PROTARCO: ¿Cómo negarlo?

SÓCRATES: Y, en cada uno de nosotros, lo que llamamos esperanzas son discursos, ¿no?

PROTARCO: Sí.

SÓCRATES: Y las imágenes que las acompañan son pinturas: hay quien a menudo ve caer sobre él una gran profusión de oro y, como consecuencia del oro, una gran multitud de placeres; mucho más aún, él se percibe a sí mismo en esta imagen interior, desbordando de alegría y contento.

PROTARCO: Naturalmente.

Como puede apreciarse, Platón equipara la esperanza a la ilusión. Afirma que las “esperanzas” son “discursos”, “opiniones”, “reflexiones” o una “escritura” producida por la percepción de las impresiones sensoriales del medio externo. Estas “esperanzas” se acompañan de “imágenes” que representan “fabulosas cantidades de oro” tan abundantes que hacen rebosar el alma “de alegría y contento”. Se infiere que cuando la impiadosa realidad hiera los sentidos con la pobreza de la desnudez y tantas otras carencias, aparecerá la desilusión, seguida de frustración y decepción. Así lo reconoce el mismo Platón cuando escribe que si las esperanzas son falsas o no se pueden satisfacer se convierten en dolor (Filebo 36b). Por eso, las “elpídes” de los necios son engañadoras (Demócrito, Fragmentos 58 y 292; cf. Platón [1966, 1259]). Solo los dioses pueden no ser engañados por las esperanzas, dice Píndaro (ibíd).

Por su parte, Aristóteles (1964, 1235) definió la esperanza como el “sueño de un hombre despierto”. Dice el estagirita en la Retórica que la esperanza es propia de los jóvenes, porque son “ingenuos” y “crédulos”. En razón de su edad, “no han sido testigos de muchas maldades” y por lo tanto “aún no han sufrido desengaños en muchas cosas”. Así, pues, son “fáciles de engañar, por lo dicho; porque esperan fácilmente” (ídem, 169). En contraste, los ancianos “maliciosos” y “suspicaces”, son “desesperanzados” (ídem, 170-171). No obstante, reconoce que “el esperar algún bien es algo que inspira resolución” (ídem, 169), confianza y valentía. Aristóteles compara la actitud del cobarde y el valiente, y destaca la virtud de la osadía. “El cobarde y el tímido es, de alguna manera, refractario a la esperanza. ¿Acaso no lo teme todo? El hombre valiente se conduce muy de otra manera, pues la confianza nace en él de una esperanza firme” (ídem, 1206).

Los filósofos posteriores conservaron los temores y precauciones hacia elpís y aconsejaron no tomarla en cuenta, para sustraerse a sus engaños. Tanto los estoicos como los epicuros propusieron el paradigma ético de la existencia sin zozobras e inquietudes presentes como futuras. El ideal de la “ataraxia”, la “tranquilidad de ánimo” o la “imperturbabilidad”, enunciado tanto por Epicuro como por Epicteto, persigue “no sufrir y no agitarse”, eludir el dolor absteniéndose de lo que pueda producirlo. “Prudencia” es la palabra clave. Hay que vivir sin esperanzas para no sufrir la decepción y el cruel desengaño. Epicuro aconseja a Meneceo:

A cada deseo es menester preguntarse: ¿Qué sucederá si se satisface? ¿Qué pasará si no se lo atiende? Sólo el cuidadoso cálculo de los placeres puede conseguir que el hombre se baste a sí mismo y no se convierta en esclavo de las necesidades y de la preocupación por el mañana (Abbagnano, 1975, t.1, 155).

Mejor vivir bien en el presente y desconfiar de todo hipotético porvenir por más atractivo que parezca.

Uno de los estudios más serios y profundos sobre el concepto griego de la espera (ἐλπίξειv) y de la esperanza (ἐλπίς) fue realizado por el teólogo y erudito alemán Rudolf Bultmann, publicado en el Diccionario Teológico de G. Kittel (1974). Bultmann resume el concepto griego de esperanza y afirma que “contiene la imagen del futuro que el hombre se ha forjado” de acuerdo a sus deseos. Concluye que se basa en las imágenes o “proyecciones que el hombre se forma de su futuro”. Se fundamenta en el deseo y se identifica con la ilusión y el sueño. Reitera la idea de los peligros de su engaño e inseguridad, y la conveniencia de prescindir de ella, aunque reconozca la capacidad para hacer actuar con resolución y tenga una importante función de consuelo.

Pensamiento judeo-cristiano

“… tengamos un fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros. La cual tenemos como segura y firme ancla del alma…”.


Hebreos 6:18-19

Muy distinta es la concepción de la esperanza en el pensamiento judeo-cristiano. En la Biblia, la esperanza se representa con un arco policromático que se dibuja en el amplio firmamento del cielo, después del diluvio universal, con la promesa de que nunca más la civilización sería destruida por el agua (Génesis 9:11-17). Es un hombre anciano que confía en la promesa divina de tener un hijo a pesar de su avanzada edad, mirando las noches estrelladas, con la confianza de que su descendencia sería tan numerosa como los astros del universo (Génesis 15:1-6). Es un pueblo que atraviesa el desierto buscando los nuevos horizontes de una tierra que “fluye leche y miel” (éxodo de Israel). Es un enfermo atormentado por terribles dolores que afirma con absoluta convicción que ha de ver a Dios aun después de muerto (Job 14:7-15). La Biblia identifica a la esperanza como un lugar de refugio (Sal 62:5-8), un castillo (Sal 91:2), una puerta que se abre “en el valle de la desgracia” (Os 2:17; el texto reza: “el valle de Akor lo haré puerta de esperanza”, donde “Akor... significa valle de desgracia”, BJ, 1978, 1301), un ancla para el alma (Hb 6:18-19). En esencia, la esperanza bíblica es sinónimo de confianza en Dios (Sal 14:6; 39:7; 71:5; 91:9; Rom 15:13; Col 1:27), creer que él cumplirá sus promesas. Por eso, dice el salmista: “Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Mi esperanza se halla en ti” (Salmos 39:7).

Esa es la gran diferencia con la esperanza griega, que es la espera en el cumplimiento de sueños, ilusiones o deseos que se depositan en el futuro, basada en las “proyecciones que el hombre se forma de su futuro” (Kittel, 1974, 26). En cambio, la esperanza bíblica no espera algo, espera a Alguien, no espera cosas. Espera a una persona que vendrá, el regreso glorioso de Cristo a la tierra por segunda vez. Mientras que la esperanza humana es confiar en las propias expectativas —lo que significa confiar en uno mismo—, la esperanza bíblica confía en Dios y en su hijo Jesucristo, que según el apóstol Pablo, es “entre vosotros, la esperanza de la gloria” (Col 1:27, BJ).

En el Antiguo Testamento

“Porque tú, oh Señor Dios, eres mi esperanza, mi confianza desde mi juventud”.


Salmo 71:5

En un estudio más pormenorizado, la esperanza en el Antiguo Testamento, a diferencia del concepto griego que se elabora a partir del sustantivo, prioriza el verbo (Westermann, 1985, 783). Por lo tanto, se presenta como un “proceso más que un estado de cosas” (Shildenberger, 1963, 176). Tanto en griego como en hebreo, el sustantivo enfatiza el objeto de la expectativa, “mientras que el verbo más frecuentemente acentúa la actitud humana de esperar” (Minear, 1962, 640). Asimismo, la esperanza bíblica siempre indica la expectativa de un bien futuro, especialmente la salvación (Hoffmann, 1966), a diferencia del uso griego que puede “significar la expectación de un bien o de un mal”, según De Ausejo (Haag et al., 1981, 602).

En forma más específica, el término ἐλπίς (elpís), empleado en la versión griega de la Septuaginta o versión de los Setenta (LXX), translitera 17 vocablos hebreos, en tanto, el verbo ἐλπίξειv (élpizein = esperar) traduce 15 palabras diferentes del Antiguo Testamento (Hatch y Redpath, 1998, vol. I, 453-454). Por lo tanto, la idea de esperanza veterotestamentaria cubre un amplio espectro de significados (Hubbard, 1983). En una investigación que recoge las diferentes traducciones de elpís de la Septuaginta (Pereyra, 1995), se encontró que el universo lingüístico que comprende la esperanza en el Antiguo Testamento contiene 75 referencias que son traducidas por 15 términos diferentes. Estos últimos se citan en la totalidad del canon bíblico hebreo en 1274 ocasiones, que en la versión inglesa reproducen 84 expresiones, muchas de ellas repetidas. En la evaluación cuantitativa porcentual de las acepciones, encontramos que los significados de mayor peso estadístico son las siguientes:

1. Seguro o seguridad (25 %)

2. Confianza o confidencia (24 %)

3. Esperanza (22 %)

4. Resguardo o refugio (9 %)

5. Expectación (8 %).

Completan el cuadro otras 57 acepciones de significados muy diversos.

Con relación a la actitud del hombre del Antiguo Testamento hacia el futuro, Wolf (1983, 202-203) asegura que esta es descripta por medio de cuatro raíces básicas, a saber:

1. kwh, “aguardar tenso”, por ejemplo, Isaías 5:2,4,7.

2. chkh, “expectativa paciente”; ver 2 Reyes 9:3, Isaías 64:3 y el caso de los “bienaventurados” que tienen la capacidad de “esperar” pacientemente hasta el cumplimiento del tiempo profético anunciado, según Daniel 12:12.

3. jchl, “aguardar perseverante con confianza”; hay 48 referencias de esta acepción, por ejemplo, el caso de Noé que esperó pacientemente que las aguas del diluvio bajaran, Génesis 8:10,12. En Proverbios 10:28 se contrasta la raíz jchl con kwh, al decir: “La esperanza —tochêlet— de los justos es alegría; mas la esperanza —tikwah— de los impíos perecerá”. La primera mención es confianza perseverante, en tanto, la segunda —de kwh—, expectación ansiosa o angustiada.

4. sbr, “esperar escrutador”; por ejemplo, los ojos escrutadores que esperan el alimento de Dios, según declara Salmos 145:15.

Es de hacer notar que la mayor parte de los textos del Antiguo Testamento se refieren a la esperanza religiosa. Aproximadamente dos tercios de los textos referidos a “esperar” tienen un sentido teológico (Westermann, 1978, 1002). Los autores bíblicos enfatizan la idea de la esperanza orientada y fundamentada en Dios (v. gr., Sal 39:7; 38:15; 130:5-7 y Lam 3:24), por ser el único digno de confianza, que otorga seguridad (Sal 71:5), protección y amparo (Sal 119:114). Frecuentemente, la palabra confianza (bth) y refugio (chsh) aparecen en paralelo con los términos de esperanza. Los derivados de la raíz bth aparecen en paralelo sinonímico con aguardar (jchl) en Salmos 33:20,21 y con esperar (kwh) en Salmos 40:2,4s y 52:8,9. En Salmos 25:20,21, el paralelismo se realiza entre chsh (procurar refugio) y kwh. Según Zimmerli (Wolff, 1983), la Septuaginta traduce 47 veces bth con elpízein y 20 veces chsh con la misma palabra elpízein. Los traductores de la Septuaginta “usan bth en sentido negativo predominantemente con pepoithénai, ‘confiar en, creer en, poner confianza en’, pero cuando un texto usa bth para traducir la idea de descansar en Dios, ellos ordinariamente emplean elpízein, ‘esperar’” (Jepsen, 1990, 89). Por ejemplo, en Salmos 115:8 se emplea pepoithótes, pero en los versículos 9-11, elpízein.

Dios es reconocido como la “esperanza de Israel” (Jr 24:8) y la razón principal de la espera humana. Minear (1962, 641), distingue cuatro actitudes del hombre en respuesta a ese Dios que personifica la esperanza humana, actitudes que constituyen la esperanza como respuesta. Ellas son las siguientes:

a.una confianza en Dios, a través de la cual uno transfiere su causa al Señor, se asegura en El, y vive en serenidad y paz debajo de su presente protección (aquí bth es la palabra clave; cf. Job 11:18; Salmos 9:10; 22:8,9; 40:4; Proverbios 22:19; Isaías26:3; Jr 17:7);

b.el pronto anhelo de refugiarse en El de los enemigos, y confiar en la pronta liberación (aquí hch es la palabra clave; cf. Salmos 5:11; 7:1; 16:1; 17:7; 18:2,30; 25:20; 36:7; 37:40);

c.la confiada expectación de lo bueno, de un futuro dichoso el cual traerá la ocasión para el presente regocijo (Salmos 13:5; Proverbios 10:28; 11:23);

d.una espera paciente y fortalecida en que el Señor traerá su salvación. El reconocimiento de la demora de la promesa de la pronta ayuda, fortalece en medio de la presenta adversidad (aquí yhl es la palabra clave; cf. Salmos 31:24; 33:18-22; 38:15; 42:5,11; 69:3; 71:12-14; 119:114-116; 130:6-8; Isaías51:5).

Por eso, se considera una esperanza falsa como aquella que sustituye la confianza en Dios por la riqueza (v. gr., Salmos 52:9 y Job 31:24), la fuerza del hombre (ver Jr 17:5), el poder político (por ejemplo, 2 Re 18:24; Isaías31:1; 36:6; Jr 2:37; Ez 29:16; Os 10:13) y aún las cosas religiosas (v. gr., Jr 7:4; 48:13; Hab 2:18).

En síntesis, la noción veterotestamentaria de esperanza incluye las siguientes ideas básicas:

1. espera un bien;

2. tiene un futuro fundado en la promesa;

3. está centrada en la confianza;

4. el objeto principal es Dios;

5. contiene las ideas de aguantar, resistir, perseverar (v. gr., Job 6:11; 13:15; 14:14; 30:26; Sal 71:14);

6. abre la posibilidad de cambios en medio de la crisis;

7. aparece en un estado de tensión dialéctica con respecto a la desesperanza; dice David que clamó desde el pozo cenagoso de la desesperación y fue liberado por Dios, debido a que “pacientemente esperé a Jehová”, Salmos 40:1-4.

En el Nuevo Testamento

“Y el Dios de esperanza os llene de toda gozo y paz en el creer, para que abundéis en esperanza por el poder del Espíritu Santo”.


Apóstol Pablo (Rom 15:13)

La palabra elpís se encuentra 53 veces en el Nuevo Testamento (Petter, 1976, 187-188) y con una sola excepción (donde traduce como “fe”: Hebreos 10:23), la versión Valera la reproduce siempre como esperanza. Valera traduce la palabra esperanza de cuatro términos griegos:

•elpís, en 52 oportunidades;

•elpizö, 3 veces; Lucas 23:8, 1 Timoteo 3:14 y 6:17;

•ekdoquë, 1 vez; Hebreos 10:27 y

•prosdokaö, 1 mención, en 2 Pedro 3:14.

Estos términos aparecen en los escritos paulinos y pospaulinos. No aparecen en los evangelios, en la carta de Santiago y tampoco en el Apocalipsis. Esa ausencia no significa ausencia de la realidad de la esperanza, dice Minear (1962). Por su parte, el verbo elpizö, esperar, comprende 31 referencias. Sus contenidos presentan un alto grado de continuidad con el Antiguo Testamento (Minear, 1962, 640), aunque con matices e intensidades diversas.

Los distintos autores novotestamentarios, más allá de sus diferencias individuales, hacen un uso secular y otro teológico del término esperanza. En el lenguaje profano, la palabra connota un sentido de expectación en conformidad con los intereses del sujeto. Es el caso del sembrador que espera los frutos de su trabajo (1 Co 9:10) o del prestamista que aguarda la devolución de su dinero (Lucas 4:34). También esa espera puede responder a propósitos y planes determinados. Así, pues, el fin de las Escrituras es “mantener la esperanza” (Rom 15:24) y Pablo espera que los destinatarios lean sus cartas (1 Tim 3:14). Es cierto que a veces esta esperanza puede fracasar o desvanecerse, como ocurrió con la “esperanza de ganancia” que perdieron los amos de una muchacha poseída que adivinaba, al ser exorcizada (Hch 16:19) o la “esperanza de salvarnos que iba desapareciendo” (Hch 27:20) en medio de una tormenta marítima que padecieron Pablo y sus compañeros cuando viajaban en un barco que naufragó.

En el contexto teológico, igual que en el Antiguo Testamento, Dios emerge como el autor y la fuente de toda esperanza. Dice Pablo en Romanos 15:13: “Y el Dios de esperanza os llene de todo gozo y paz en el creer, para que abundéis en esperanza por el poder del Espíritu Santo”. Siempre se trata de la espera de un bien, jamás de un mal (en Hb 10:27 la “horrenda expectación de juicio”, no utiliza elpís, sino ekdoquë). Se asienta en la fe, ya que la esperanza nace de la fe con la que abraza su objeto. Precisamente, “la fe es la firme seguridad de lo que esperamos, la convicción de las cosas que no vemos” (Hb 11:1). Los ejemplos que presenta el capítulo 11 de Hebreos demuestran esa conexión e intercambio entre fe y esperanza (ver Ga 5:5 y Col 2:23). Para Hoffmann (1966, 15), la esperanza “acentúa el ‘todavía no’ de la experiencia cristiana de la fe”, sin dejar de reconocer la “dura realidad” (ver Romanos 8:23), que es percibida como “pruebas” (δoκιμή = dokimë; ver 1 Pe 1:6,7; 2 Co 8:2 y Rom 5:2-5).

La esperanza en el Nuevo Testamento también se encuentra estrechamente unida a la paciencia (ὑπομονή = hupomoné; ver Romanos 12:12; 15:4; 1 Tes 1:3; 5:8; Hebreos 6:11-12). Por ejemplo, San Pablo declara: “Porque nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos, es aguardar con paciencia” (Romanos 8:24-25). Asimismo, se apoya en las promesas, como es el caso de Abraham, citado en Romanos 4:17-21. En ese sentido, el autor del libro de Hebreos exhorta: “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa” (Hebreos 10:23). Entre las promesas, la más importante es la parusía (“presencia”, término técnico para significar el regreso de Cristo a la tierra por segunda vez; BJ, 1423), la cual es reconocida como la esperanza bienaventurada o feliz (Tt 2:13 y 1 Tes 4:13s), de lo cual trataremos en el capítulo tres. Por último, junto con la fe y la caridad (v. gr., 1 Co 13:13; Colosenses1:4; 1 Tes 1:3,5; 5:8.), la esperanza ha sido catalogada de “virtud teologal”.

La virtud teologal de la esperanza se define como ‘hábito sobrenatural infundido por Dios en la voluntad, por el cual confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella, apoyados en el auxilio omnipotente de Dios’. De la definición se deducen las propiedades de esta virtud: a) es sobrenatural, por ser infundida en el alma por Dios (cf. Rom 15:13; 1 Cor 13:13), y porque su objeto es Dios que trasciende cualquier exigencia o fuerza natural...; b) se ordena primariamente a Dios, bien supremo y secundariamente a otros bienes necesarios o convenientes para llegar a El (cf. Mt 6:33); c) es una disposición activa y eficaz, que lleva a poner los medios para alcanzar el fin, no es mera pasividad; d) es actitud firme, inquebrantable, porque se funda en la promesa divina de salvación (cf. Romanos 8:35; Fil 4:13) (Peláez y Monge, 1981, 170).

Por otra parte, el concepto de esperanza se vincula con el tema de mirar hacia adelante, como se enseña al establecer los requisitos para ejercer el ministerio apostólico. “Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios” (Lucas 9:62). Esta idoneidad “para el reino de Dios” sobreviene por empuñar el arado y apuntar al objetivo futuro. La metáfora alude a las prácticas rurales de aquellos tiempos cuando había que roturar un campo, entonces se colocaba una señal en el extremo del mismo, para dibujar imaginativamente el trazo por donde pasaría el surco. Hacia allí dirigía el agricultor su arado sin voltear a izquierda ni derecha, para no desperdiciar terreno. Darse vuelta a contemplar los surcos abiertos era una imprudencia que fácilmente llevaba al desvío y se pagaba con tierra improductiva. Por tanto, era imprescindible mantener la mirada fija en el blanco si se quería abrir toda la tierra a la fecundación de la semilla. Esa misma idea aparece en el consejo paulino de olvidar “lo que queda atrás” y aplicarse a “lo que está delante”, “la meta” o el “premio” del cristiano (Filipenses 3:13,14).

Por el contrario, la desesperanza se relaciona con la exhortación a no “volverse atrás”, como refiere Jesús cuando advirtió: “Acordaos de la mujer de Lot” (Lucas 17:32), quien se volvió a mirar hacia atrás (v. 31). La referencia está en el contexto de la destrucción de Sodoma y Gomorra. Un mensajero celestial había sido comisionado para salvar a Lot y su familia. La orden fue la siguiente: “Escapa por tu vida; no mires tras ti, ni pares en toda esta llanura; escapa al monte, no sea que perezcas” (Génesis 19:17). Lot y su familia huyeron. Mientras corrían por las colinas, escucharon el estruendo del fuego celestial que destruía las ciudades condenadas. La mujer de Lot no pudo contenerse. Volvió su cabeza para mirar el espectáculo. Allí quedaban sus afectos, propiedades, bienes, útiles y tantas otras cosas. Probablemente la fuerza de esos intereses provocó la desobediencia al mandato divino. Inmediatamente, quedó transformada en una estatua de sal. Ese monumento salitroso de la mujer erigido sobre la colina de Sodoma fue el símbolo al que aludió Jesús para referirse a la fijación al pasado, ejemplo que configura una metáfora de la desesperanza.

El mensaje bíblico enfatiza que la vida está en el futuro, y desaconseja la valoración de los tiempos pasados. Por eso, Salomón enfatiza: “Nunca digas: ¿cuál es la causa de que los tiempos pasados fueron mejores que estos? Porque nunca de esto preguntarás con sabiduría” (Ecl 7:10). Las tendencias a privilegiar el pasado o el futuro plantean un dilema existencial, donde la orientación prospectiva, la esperanza, significa maduración y desarrollo, y la dirección retrospectiva, la desesperanza, la regresión y el estancamiento. Por ejemplo, en el libro de Jeremías, el andar hacia adelante significa escuchar la voz de Dios y alcanzar prosperidad (7:23), mientras que ir hacia atrás es dejarse llevar por “la dureza del corazón malvado” (v. 24) y sufrir los juicios divinos. La misma idea aparece en el Nuevo Testamento cuando Pablo trata del “viejo hombre”, que se refiere a “la pasada manera de vivir” (Efesios 4:22), del cual hay que despojarse (Colosenses3:9) para revestirse del “nuevo hombre” (Ef 4:24; Colosenses3:10). Hay un llamado a ir “adelante a la perfección” (Hebreos 6:1) para alcanzar un nivel de plenitud y excelencia en Cristo. Quienes desoyen la exhortación adoptan una conducta regresiva que los retrotrae a formas superadas de creencia y vida (Hebreos 6:6-8), como volver a ser “niños” (Ef 4:14). De ahí la exhortación a tomar el camino prospectivo del crecimiento, “para plena certeza de la esperanza” (Hebreos 6:11).

En conclusión, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento, la esperanza se expresa a través de varios términos, y comprende un rico campo semántico que incluye diferentes dimensiones. Se trata de la espera confiada en un bien futuro, que en su forma más realizada tiene un carácter trascendente y escatológico. No es el resultado de la imaginación humana, sino de las promesas de Dios, por lo tanto, se asienta en la fe y en la confianza en la Proverbiosidencia. Involucra una relación personal que privilegia al Dador más que al don. Es en ese vínculo religioso donde se desarrolla la textura anímica de la esperanza, que contiene valentía, empuje, fortaleza, paciencia y paz. Desde las sombras del presente, la esperanza ilumina el mañana de un “todavía no” feliz, que aguarda a quien espera confiadamente. No impide el sufrimiento de las tragedias actuales, pero abre las posibilidades del cambio. Es la idea de que “a pesar de” la adversidad y el acoso del mal, “todas las cosas ayudan a bien” (Romanos 8:28).

En esencia, la esperanza cristiana es una orientación prospectiva de vida, que abre las puertas a un nuevo y excelente futuro, una posibilidad construida por las promesas de Dios, que es accesible por la fe. Se centra precisamente en la confianza en Dios. Surge del entramado vital y dramático de la vida cotidiana, cuando la tentación al abatimiento y la melancolía invade, para despertar la conciencia de lo divino y del destino glorioso, en un acto de libertad, que proporciona fortaleza moral, un espíritu de desafío y afrontamiento, diseñando un sentido productivo de vida, movido por el amor.

Dos cosmovisiones contrastantes

“El mundo griego es un mundo cerrado, sin trascendencia; este mundo es todo lo que es, y eso incluye a los dioses que rigen los destinos de los hombres; en un mundo tal, enmarcado por las coordenadas de la necesidad, determinismo y fatum, no es posible la esperanza. Así como la esperanza dilata el tiempo, la desesperación lo cierra impidiendo su progresión”.


López Escalona (1988, 320)

La cosmovisión metafísica griega privilegia el presente sobre el futuro en base a presuposiciones gnoseológicas que sostienen un pensamiento temporal cíclico repetitivo, el “eterno retorno” a las cosas (ver Nietzsche y Eliade). Aunque Lloyd (1979, 132) dice que “oponer una concepción griega del tiempo a una concepción judía y considerar a la primera como esencialmente cíclica y a la segunda fundamentalmente lineal, es, al menos en el caso de los griegos, adoptar una actitud completamente errónea”, por la razón de que “la concepción llamada ‘cíclica’ del tiempo tenía... significaciones muy diferentes según los autores griegos”. Sin embargo, es un hecho, que a pesar de esas diferencias, la noción cíclica fue una idea propia de la cosmovisión griega. El mismo Lloyd reconoce:

El pensamiento griego conforma, expresiva y profundamente, dos maneras opuestas de vivir el tiempo. Por una parte, el ciclo de las estaciones y los movimientos diarios y anuales de los cuerpos celestes son los ejemplos más evidentes de un proceso repetitivo y, a nivel social, la celebración de las mismas fiestas religiosas en los años sucesivos confirma, o da valor, a esta idea del tiempo. (1979, 139).

Las reflexiones de los filósofos abundan en ideas cíclicas. Por ejemplo, Anaximandro se refería al “eterno ciclo de generación y de disolución de los seres” (Mondolfo, 1959, T.1, 43). Heráclito afirmaba: “Este mundo... que siempre fue, es y será fuego eternamente vivo, que se enciende con medida y se apaga con medida” (Mondolfo, ídem., 49). Empédocles también aseguraba que la “eternidad e inmutabilidad de los elementos en la vuelta cíclica de unión y de separación” (ibíd.). Los pitagóricos y órficos creían en la doctrina de la transmigración (Widengren, 1976, 417), que era compartida por Platón (1966, 852-857). Para Mircea Elíade (1985, 7-8) la “nostalgia de un retorno periódico al tiempo mítico de los orígenes” es un principio de la ontología arcaica de las sociedades tradicionales, diferente de la concepción lineal e histórica que emerge del pensamiento bíblico.

Otras características de la cosmovisión griega, según López Escalona, son el inmanentismo, el determinismo, la predestinación y el fatalismo. “El destino lo ha encadenado a ser todo enteramente e inmóvil”, sentencia Parménides en el Fragmento 8. El destino no se madura desde la decisión y la libertad, ya que su trama está prefijada en forma irrevocable por los dioses; lo único que puede hacer el hombre es descifrar sus signos con la ayuda de los oráculos. Un personaje de Sófocles, Antífona (1968, 627), dice: “… vengo fortalecido con la esperanza de que no me podrá pasar nada fuera de lo que me tenga reservado el destino”. Aquí la esperanza no abre nuevos horizontes ni construye futuros posibles; solo obedece dócilmente el destino inexorable que ha diseñado el mapa de la vida.

El tiempo está convertido en un muro infranqueable, donde la suerte es aciaga, proliferante de la ruina; un espacio aterrador, vacío, que no tiene salida (aporeo). Fernando Canale (1987) considera el presupuesto de la atemporalidad parmenidiana y el ahistoricismo —que fuera retomado y profundizado por Platón— como una dimensión básica en la estructuración del pensamiento filosófico y teológico, tanto antiguo como moderno. Asimismo, debido al carácter irreversible del ciclo vital y el paso inexorable del tiempo que sucumbe en la muerte, “a partir de Homero la literatura griega abunda en pasajes emotivos a propósito del carácter transitorio de la juventud y la marcha ineludible del tiempo” (Lloyd, 1979, 139). Un ejemplo sintomático de ese pesimismo es la declaración de Edipo en Colono, de Sófocles (1968, 570): “Para solos los dioses no hay vejez ni muerte jamás; que todo lo otro, lo destruye el omnipotente tiempo: se esquilma la fuerza de la tierra, se arruina la del cuerpo, muere la fe, nace la perfidia...”.

El logos (razón) griego es “la epifanía del presente eterno de ser”, apunta Moltmann (1969, 49.) a diferencia del kerygma (mensaje) cristiano que está urdido por la promesa. Por estas y otras razones, la visión griega de la esperanza está saturada de desconfianza y ha favorecido la tendencia descalificadora que hemos descrito más arriba.

El mismo Moltmann (1971, 182) contrasta y resume las categorías epistemológicas griegas y bíblicas que fundamentan la elpidología al decir:

La esperanza era para los griegos un mal salido de la caja de Pandora y sembrado en el espíritu humano para confundirlo y abatir su orgullo. Según ellos, el sentido y la verdad sólo pueden hallarse en lo constante, en lo intemporal, en lo eternamente presente, pero no en la historia y en lo sujeto a mutación. Para el cristiano y el israelita, en cambio, la verdad se halla en la venida de lo nuevo que Dios ha prometido. Su actitud ante la verdad, es por tanto, la de la esperanza. La transformación en la historia así como la transformación de la historia misma tienen perfecto sentido, puesto que la esperanza sabe que la nueva realidad prometida ha de venir por los cauces de la historia...

La cosmovisión judeo-cristiana contiene otro fundamento para la idea de esperanza. Los judíos fueron los “constructores del tiempo”, señala Abrahán Heschel (1957). Entendieron la historia como experiencia y el futuro como meta. “Aquí se siente la existencia como historia”, asegura Maag (Moltmann, 1969, 126) y agrega que

este Dios conduce hacia un futuro que no es mera repetición y ratificación del presente, sino que es la meta de los sucesos que ahora están desarrollándose. La meta es lo que da sentido a la peregrinación y a sus penalidades; y la decisión actual de confiar en el Dios que llama, está preñada de futuro. Tal es la esencia de la promesa, desde la perspectiva de la migración.

La concepción bíblica del tiempo es lineal, no especulativa (Cullmann, 1947; Frisque, 1966, 92-96), percibida en términos de maduración biológica y de crecimiento” (Tresmontant, 1961). Para Maag, esta percepción del tiempo fue adquirida en la vivencia migratoria del pueblo hebreo durante el éxodo, guiados por la promesa de una “tierra que fluye leche y miel” (Ex 3:8; 33:3; Lv 20:24). Moltmann lo comprendió de la siguiente manera:

La religión de los nómadas es religión de la promesa. El nómada no vive inserto en el ciclo de la siembra y la cosecha, sino en el mundo de la migración. Este Dios de los nómadas, que es un Dios que inspira, guía y protege a sus fieles, se diferencia de manera básica, en distintos aspectos, de los dioses de los pueblos agrarios. Los dioses de los pueblos son dioses vinculados a un lugar. El Dios transmigrado de los nómadas, en cambio, no está atado a ningún territorio ni a ningún lugar. Peregrina con los nómadas, está siempre en camino. (Moltmann, 1969, 125).

Neher (1979, 176) expresa: “El hombre bíblico, inmerso en el flujo de la historia, sintiendo esta orientación, conociendo el origen, tras sí mismo, era consciente de avanzar hacia un fin”. Esa conciencia “de avanzar hacia un fin” se gesta en la voluntad humana y en la libertad como aptitud dada para moldear la vida y modificar el destino. Incluso el propio destino aparece como una laboriosa arquitectura edificada sobre la decisión tenaz y aun la rebeldía. De allí, también, surgen las ideas de continuidad y progreso. “Continuidad y progreso son las características del tiempo histórico, hecho posible por la interpretación bíblica de la creación” (ibíd.). En este contexto, emerge lo contingente, la “improvisación”, el carácter de “inseguridad radical” (ídem, 177) y el “infinito campo de lo posible” (ídem, 180), algo semejante a lo que Heidegger llamó “la fuerza silenciosa de lo posible”. De este modo, se entiende la naturaleza de la conciencia como un lanzarse delante de sí mismo al futuro, con sus incertidumbres y riesgos, comprendiéndose lo que se es por lo que será, ya que el ser actual es resultado de sus propias posibilidades.

Otra nota característica del pensamiento bíblico es el fenómeno del profetismo. Esto “supone una relación muy especial con el tiempo, una ruptura de la ineludible sucesión temporal, una irrupción en la vida diaria de los puntos de tangencia del tiempo y de un más allá, una lectura de los hechos ligados al acontecimiento bajo una luz que los trasciende” (Marcel, 1979, 232). Se trata de algo muy diferente a los oráculos griegos que leían los signos del destino en las vísceras de un animal, en los ataques de una histérica o en el movimiento de los astros. En los profetas, el mensaje se “halla cargado de futuro” y aún los juicios condenatorios son “portadores de esperanza” (ídem, 237). “Los profetas bíblicos son los heraldos del Mesías esperado” (ibíd.), están absolutamente orientados hacia el futuro y son la voz de la conciencia escatológica. Gabriel Marcel (1951, 169-171) definió los mensajes proféticos como la negación del pesimismo fatalista y la afirmación del optimismo progresista. Es la visión de las realidades dolorosas de la vida con un sentido de proyección hacia el eschaton de la parusía.

Afirma Tresmontant (1973, 221-222) que

la visión hebrea del mundo, aportada por los profetas de Israel y finalmente por Yeshúa, está absolutamente orientada hacia el futuro. La plenitud, el pleroma, no está situado en el pasado, sino en el futuro, hacia adelante. La creación, en los comienzos, no quedó acabada. Y no está hoy acabada. No lo estará hasta más tarde, al término de este proceso doloroso en el que una libertad creada coopera —o se opone— al acto creador progresivo. No se trata en modo alguno de regresar al pasado, al ‘paraíso terrestre’. Los profetas jamás hablaron en este sentido. Se trata de trabajar activamente por una consumación futura.

El profeta es un líder o guía inmerso en la dramática realidad cotidiana, pero siempre con su insistente llamado al cambio y a la renovación. Es de consignar que la esperanza mesiánica tiene un carácter general, que comparte todo el pueblo, y por otro lado, un sentido individual que “se refiere a la participación personal en el mundo venidero, sobre cuya concesión caerá la decisión de Dios” (Rengstorf, 1964, 527). Es precisamente esa tarea de realización, desarrollo y consumación, de cara al futuro, la que identifica a la esperanza.

Desde el marco de estos presupuestos epistemológicos, la visión bíblica de la esperanza, más allá de su amplio campo semántico, es fe en el porvenir —no importa cuán lejano esté—, es la “disponibilidad a entrar confiadamente en las tinieblas del futuro”, como decía Martín Lutero (Bultmann, 1970, 54). En contraste, los griegos desconfiaban y temían el futuro, patrimonio exclusivo de los dioses del destino.

Psicología de la esperanza

Подняться наверх