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Introducción

¿Por qué los temas del feminismo, el aborto, la eutanasia o el sexo acaparan la atención mediática y la agenda pública? ¿En qué estriba su particular interés, su prioridad, el hecho de que capten la atención de los jóvenes? ¿Qué hay en esas realidades o por qué despiertan interés? En el presente libro se intenta hacer un recorrido, a manera de collage fotográfico, sobre estos temas y su desarrollo histórico reciente, mediante una colección de artículos periodísticos que los abordan. Pero, primeramente, en este breve ensayo introductorio, nos damos a la tarea de reflexionar acerca del motivo por el cual despiertan tanto interés.

Ahora bien, otro elemento disonante, que suele despertar alboroto al tratar esta temática, es la doctrina de la Iglesia Católica al respecto. Para muchos las posturas eclesiásticas oficiales resultan escandalosas. No se trata sólo de que muchas personas las consideren superadas, anacrónicas y obsoletas. Bastantes se consideran agredidos con su sola enunciación; es decir, no aparece únicamente como una doctrina trasnochada y superada, apta solamente para engrosar el arcón de la historia. No, se considera una realidad viva que ofende y provoca, levanta polémica, y por ello el interés de los medios, pues viven del escándalo. Pero el hecho de que todavía suscite incomodidad manifiesta que, pese a quien le pese, continúa siendo algo vivo, discordante con la opinión de la mayoría, o por lo menos, con la opinión oficial, canónica.

Quizá la clave del escándalo estriba en dos extremos que implícitamente cuestionan a la opinión dominante o, como se le denomina habitualmente, “políticamente correcta”. El primero es que no se trata en realidad de una posición superada, no es una reliquia del pasado, una pieza de museo que se contempla con indiferencia. En cambio, todavía es algo vital para muchas personas, presente en multitud de sociedades, con diversos grados de intensidad, pero vivo y operante. En segundo lugar, porque presenta un modelo de vida, sociedad, persona y cultura alternativos al generalmente aceptado. Es decir, se trata de un conjunto coherente de doctrina, que ofrece una visión completa y armoniosa de lo que es el hombre, la vida, la familia, la cultura y la sociedad, diferente del políticamente correcto y, por ello mismo, se puede comparar con él. Es, en definitiva, un modelo alternativo y las comparaciones son inevitables. Su viabilidad cuestiona a la visión canónica, políticamente correcta y las comparaciones resultan incómodas.

Son dos visiones alternativas del mundo. En muchos extremos antagónicas, en algunos complementarias. ¿Pueden continuar manteniendo vigencia ambos modelos? Parece ser que sí, pues muchas veces la vía para descalificar a uno de ellos es la violencia y la mentira, lo que manifiesta la falta de herramientas intelectuales de la posición políticamente correcta. Cuando elijo la violencia –quemar iglesias, vandalizar símbolos religiosos– significa que se me acabaron las razones o son menos sólidas que las de mi contraparte. Significa que estoy inquieto, pues se cuestionan legítimamente los fundamentos de mi cosmovisión y eso me incomoda.

Cuando existen unos cauces culturales y públicos civilizados, adecuados para el debate académico, y éstos no se utilizan, quiere decir que se carece de argumentos sólidos para esa discusión y se opta por abortarla con la violencia. Tanto en el lado cristiano en general, como católico en particular, ha estado siempre abierta la puerta y extendida la mano para sostener un debate público y racional sobre los fundamentos de la cultura y la sociedad.

Una muestra de ello, reciente, es la iniciativa promovida durante el pontificado de Benedicto XVI denominada “Atrio de los Gentiles”, donde se promovía positivamente un debate público con no creyentes, sobre los temas estructurantes de la sociedad y la cultura. El entero pontificado de Francisco puede verse como un continuo intento de tender puentes con los temas emergentes de la sociedad contemporánea. Muchas personas, en vez de recoger el guante y aceptar el desafío, han optado por el cobarde expediente de la violencia. Pero ello manifiesta que o no tienen razones sólidas para sustentar su postura, o no están muy seguros de ellas.

En cualquier caso, como todo mundo sabe, nunca ha sido buena idea prescindir de la historia, hacer como si todo comenzara el día de hoy, pues ello nos convierte en manipulables, proclives a repetir los errores de antaño. Estamos a mitad de un proceso cultural relevante, de consecuencias incalculables, es importante no perder conciencia de nuestra identidad, saber quiénes somos. Y, en este proceso, una parte fundamental de la construcción de nuestra identidad la constituye el ser conscientes de quiénes hemos sido. En este ámbito, resulta indispensable una madura reflexión histórica sobre los puntos y valores rescatables de nuestro común pasado cristiano. Sería irresponsable descartarlo todo, con las rápidas etiquetas de “pedofilia”, “inquisición”, “evangelización”, “colonización”, “cruzadas”, etc. Se requiere un ejercicio de discernimiento, donde se descarta lo superado y negativo, mientras se hace un positivo esfuerzo por mantener aquello que arroje luz acerca de quiénes somos ahora, y hacia dónde nos queremos dirigir.

Por lo pronto, el hecho es que el cambio de paradigma cultural nos ha conducido a una actitud revisionista y crítica con respecto a nuestra propia cultura, nuestras raíces y nuestra identidad. Nos encontramos a la mitad de un doloroso proceso a través del cual cambiamos el relato que nos da una explicación coherente sobre nosotros mismos. En el relato anterior, se partía de la visión según la cual occidente representa desarrollo, cultura y progreso. Sería el encargado de llevar la luz de la civilización al resto de la humanidad, como una especie de abanderado de la raza humana. Ahora, en cambio, se está adoptando, en ocasiones de forma traumática, un relato alternativo, donde Occidente, a lo largo de la historia, ha sembrado sólo opresión y violencia, pues desea exclusivamente su propio interés y el sometimiento de lo diverso.

En este relato alternativo, Occidente tiende a exculparse de sus pecados y busca un chivo expiatorio para tal efecto. Lo ha encontrado en quien, hasta hace no mucho tiempo, era el alma de la cultura occidental: la civilización cristiana. Sería el cristianismo el culpable de los excesos de Occidente, al desembarazarnos de él, todavía podemos rescatar algo del bagaje cultural de toda una civilización. El núcleo de la cultura suele estar constituido por la religión. El núcleo de la civilización occidental es el cristianismo.

Por lo tanto, dar un paso definitivo hacia el nuevo modelo cultural exige, como requisito previo, despojarnos de nuestra herencia cristiana, pues en caso contrario, todo sería, en última instancia, más de lo mismo. Pero desembarazarnos de esta herencia cultural requiere, por estar insertado en su núcleo, rechazar el cristianismo; no basta abandonarlo y cambiarlo por otro relato, se precisa su repudio público. Dicho repudio ha cristalizado, por ejemplo, en la recurrente quema de iglesias y destrucción de símbolos religiosos en Estados Unidos, Francia, Inglaterra y España. Se opta por un ejercicio agresivo de rechazo que exprese cabalmente y sin lugar a equívocos nuestro repudio por el pasado y la disposición para asumir un nuevo modelo de vida y de cultura.

Se trata, en definitiva, de realizar una revisión generalizada de la cultura, de sustituir un relato que da sentido a la vida por otro diferente. Para hacerlo, se modifican en sus raíces los fundamentos de la sociedad, como éstos eran religiosos, se ataca al fenómeno religioso como tal o, por lo menos, se le discrimina, intimida, controla y recluye.

No es para menos, pues se trata de modificar, por ejemplo, la noción de persona, sirviéndose de una antropología de referencia distinta de la utilizada hasta el momento, y que estaba “contaminada” por principios cristianos. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 es un buen ejemplo de los frutos de esa “antropología trasnochada”; de ahí los sucesivos intentos de reinterpretarla o de añadirle derechos de “segunda y tercera generación”, más acordes con la antropología en boga. Como es sabido, ya en su tiempo, dicha declaración fue tildada de excesivamente cristiana.

Recientemente, a modo de ejemplo, y en un tema que podría parecer marginal, y no lo es, la Comisión Teológica Internacional señalaba cómo la antropología de referencia en la actualidad no es cristiana y por ello no se puede dar por descontado que las personas, cuando se quieren casar, desean contraer “matrimonio natural”, como la tradición y la antropología cristianas lo consideraban. Es decir, por provenir de una antropología diversa, las nociones de persona, matrimonio y familia son diferentes. Ya no es, siquiera, que no se desee acceder al matrimonio religioso; es que por matrimonio se entiende algo distinto de lo que se ha entendido toda la historia, desde la Roma clásica hasta hace pocos años. Vale la pena citar por extenso el documento:

Sin embargo, sin caer en lamentaciones catastrofistas, una mirada sincera a nuestro contexto cultural no puede dejar de constatar cómo se van consolidando cada vez más, como axiomas incuestionables en la cultura posmoderna, aspectos que llevan a cuestionar en su raíz antropológica la base natural del matrimonio. Así, sin ánimo de exhaustividad, la tendencia predominante incluye como evidentes, por ejemplo, estas convicciones extendidas, arraigadas y en ocasiones sancionadas por la legislación, claramente contrarias a la fe católica.

a) La búsqueda de la autorrealización personal, centrada en la satisfacción del yo, como la meta mayor de la vida, que justifica las decisiones éticas más sustantivas, también en el ámbito matrimonial y familiar. Esta concepción se opone al sentido del sacrificio amoroso y la oblación como el logro mayor de la verdad de la persona, que la fe cristiana propone, alcanzando así de modo magnífico su sentido y cumplimiento.

b) Una mentalidad de tipo “machista”, que minusvalora a la mujer, dañando la paridad conyugal ligada al bien de los cónyuges, entendiendo el matrimonio como una alianza entre dos que no serían iguales por designio divino, naturaleza y derechos jurídicos, frente a la concepción bíblica y la fe cristiana. La postura contracultural de Jesús, en contra del divorcio (cf. Mt 19,3-8), supuso una defensa de la parte más débil en la cultura de la época: la mujer.

c) Una “ideología de género”, que niega cualquier determinación biológica de carácter sexual en la construcción de la identidad de género, socavando la complementariedad entre los sexos inscrita en el plan del Creador.

d) Una mentalidad divorcista, que mina la comprensión de la indisolubilidad matrimonial. Al contrario, lleva a considerar los vínculos conyugales, más comúnmente denominados “de pareja”, como realidades esencialmente revisables, en contradicción directa con la enseñanza de Jesús al respecto: Mc 10,9 y Mt 19,6 (cf. Gn 2,24).

e) Una concepción del cuerpo como propiedad personal absoluta, a libre disposición para la obtención del máximo placer, especialmente en el ámbito de las relaciones sexuales, desligadas de un vínculo conyugal institucional y estable. Pablo, sin embargo, afirma la pertenencia del cuerpo al Señor, excluyendo la inmoralidad (πορνεία), de tal modo que el cuerpo se convierte en cauce de glorificación de Dios (cf. 1Cor 6,13-20).

f) La disociación entre el acto conyugal y la procreación, en contra de toda la tradición de la Iglesia católica, desde la Escritura (Gn 1,28), hasta nuestros días.

g) La equiparación ética, y a veces jurídica, de todas las formas de emparejamiento. Así, se propagan no solamente las uniones sucesivas, las uniones de hecho, sin contrato matrimonial formal, y también las uniones de personas del mismo sexo. Las uniones sucesivas niegan de hecho la indisolubilidad. Las convivencias temporales o a prueba desconocen la indisolubilidad. Las uniones de personas del mismo sexo no reconocen el significado antropológico de la diferencia de sexos (Gn 1,27; 2,22-24), inherente a la comprensión natural del matrimonio, según la fe católica.

Aunque el documento se plantea propiamente la cuestión de la necesidad de la fe para recibir válidamente matrimonio como sacramento, deja constancia, para mostrar la profundidad del problema, de sus raíces antropológicas. Es decir, hemos cambiado de “antropología de referencia” para explicarnos las cosas más inmediatas y elementales, como lo es el matrimonio, pero, derivadamente, lo que significa familia, persona y, necesariamente, sociedad. El texto sirve entonces como atestación del cambio cultural que estamos viviendo, del cambio de paradigma, de lo que sucede cuando se abandona un relato de referencia para adoptar otro discordante y crítico respecto del anterior.

La actitud de repudio a lo precedente es lógica, nuevamente nos sirve el símil del matrimonio: es como preguntarle a una persona casada por segunda vez sobre cómo fue su primer matrimonio; normalmente tenderá a exaltar las deficiencias del primero, para enaltecer al segundo, pero ¡cuidado!, no nos vaya a salir como Enrique VIII o Liz Taylor, que terminaron cambiando de matrimonio como si se tratara de calcetines. Si comenzamos a experimentar con modelos antropológicos, cuando lo único que tenemos claro es que no queremos el anterior, el resultado puede ser desastroso, pues no es banal cambiar de paradigma de persona, familia y sociedad con ligereza y rapidez.

Por ejemplo, si se cambia la noción de persona, se adopta una antropología de referencia diferente. Tal modificación afecta profundamente la idea de los derechos humanos que tenemos, modifica lo que es socialmente aceptable y lo que no lo es. Para ejemplificarlo gráficamente, resulta socialmente aceptable practicarse un aborto, pero no resulta aceptable no recoger las heces de tu mascota por la calle. Es perfectamente moral, según este esquema, quien aborta a su propio hijo, pero recoge los excrementos de su perro en la vía pública. Resulta incluso algo maleable, pues probablemente, dentro de poco, resulte reprobable éticamente no ser vegano u oponerse a la eutanasia, por haberse modificado en su raíz lo que se entiende por derecho y moralidad.

El presente cambio de relato no supone solamente abandonar una noción de persona humana y sustituirla por otra. Es, en realidad, más profundo, pues implica el abandono del paradigma de la verdad, es decir, de considerar la verdad como uno de los bienes fundamentales de la sociedad, la vida y el mundo. Se cambia el paradigma de la verdad por otro antagónico, de la libertad sin responsabilidad y de los derechos sin obligaciones. No es solamente que ya no se entienda ahora a la verdad como valor supremo y que se sustituya por la libertad, finalmente otro bien fundamental, sino que actualmente se recela y se sospecha de la verdad, se la considera enemiga de la democracia, del pluralismo y de la tolerancia. Encierra en sí misma cripto-violencia, cerrazón e intolerancia. Ya no se puede disentir, ya no se puede corregir, ya no se puede aconsejar, pues todo ello supone la orgullosa posición de considerar que uno está en posesión de la verdad, mientras que los demás adolecen del error. Sería una postura orgullosa y poco cívica.

Obviamente, la postura de rechazar a la verdad y ensalzar la libertad y la diversidad es revisable. No resiste los mismos argumentos que se emplean para defender el principio de no-contradicción. Es decir, “es verdad que no hay verdad”. No se puede vivir ni pensar sin la aspiración a la verdad, supuesto de cualquier diálogo coherente. Pero resulta una sutil forma tendenciosa de manipular e imponer por decreto y sin el debate algún tipo de ideología subrepticia, en este caso, perfectamente identificable con los dogmas de lo políticamente correcto. Terminas siendo libre solamente de pensar como todos deben pensar. La disidencia es castigada con el linchamiento mediático o con la ley del hielo: nadie está dispuesto a escucharte ni a transmitir tu mensaje. Tu libertad queda reducida al estrecho espacio de tu interioridad, al mejor estilo de las dictaduras fascistas, nazistas o comunistas, sin nada del aparato de represión política. Se trata de una represión limpia.

Modificada profundamente la noción de “familia” y exaltado el individualismo, las personas deambulan excesivamente solas en la sociedad. El individuo ya no tiene intermediarios críticos frente al Estado o, más precisamente, frente a lo “políticamente correcto”. Toda la estructura de medios de comunicación y redes sociales ejercen un fuerte control sobre aquello que puede o no decirse. La dictadura de lo políticamente correcto termina por restringir drásticamente las libertades de expresión y religiosa. El individuo está solo, ya no tiene un hogar, es más controlable, si no por el Estado, sí por el algoritmo de la inteligencia artificial y el political correctness. Las formas de control superan ahora las fronteras de los países, sirviéndose de los medios tecnológicos de comunicación. Puedes ser despedido de tu trabajo por una publicación en Twitter o Facebook. O pueden borrarte de Twitter y Facebook si tus opiniones son excesivamente discordantes con el canon socialmente aceptado.

En efecto, los medios de comunicación, las redes sociales, los algoritmos propios de la Inteligencia Artificial, los monopolios tecnológicos pueden ejercer un fuerte influjo sobre los individuos, una especie de exhaustivo y extenuante marcaje personal, del cual resulta poco menos que imposible evadirse, dado que los necesitamos prácticamente para todo. De esta forma, ya no es el Estado quien te controla; de hecho, el sistema de control es supranacional.

Las temáticas abordadas en estas páginas atraen el interés de la opinión pública y de los jóvenes, porque representan manifestaciones de la crisis del cambio de paradigma. Son los puntos conflictivos, donde se evidencia la ruptura entre un modelo de hombre, familia, sociedad y cultura, que es sustituido por otro. Sencillamente, en estos temas aflora la factura dolorosa que deja el cambio de relato encargado de dotar de significado a la vida y el mundo. No se configura como algo inocuo, sino como una dolorosa metamorfosis. De alguna forma, la polémica pone en evidencia lo doloroso que suele ser tomar conciencia de abandonar una forma de vida y de ver al mundo, para ser sustituida por otra, y el proceso crítico que aquello comporta. Por eso, estos temas no suelen dejar indiferente al auditorio, pues de fondo se pregunta, más o menos conscientemente, si el nuevo modelo es realmente mejor que el anterior, y hasta dónde nos llevará todo este cambio.

¿Qué tan honda es la factura? ¿Son definitivamente irreconciliables los modelos? ¿Las narrativas son necesariamente antagónicas o cabe alguna mediación? En las páginas siguientes se exploran algunas líneas de sutura, se intenta proponer algunos puentes de diálogo entre las diversas versiones de la vida. No resulta sencillo, pero puede tomarse como punto de partida el valor de verdad que suele tener cualquier postura. Todo error, si busca convencer de alguna forma, tiene que adoptar la apariencia de verdad. Es decir, el cambio de paradigma obedece a algunos motivos más o menos serios, a diversas intuiciones, tiene detonantes. ¿Tienen algún valor de verdad? Parece ser que sí, si no, no serían capaces de convencer y cautivar.

Es decir, el presente texto busca, conscientemente, generar una empatía, intentar comprender las razones de quien no comparte nuestro punto de vista, ver si es posible encontrar un punto intermedio, un punto de unión, una causa común, un reclamo conjunto. ¿Por qué? Porque en la dimensión humana no solemos funcionar con un sistema binario: verdadero/falso, bueno/malo, correcto/erróneo; por el contrario, hay matices y un amplio margen de indeterminación. Es posible que quien no piensa como yo haya descubierto algún aspecto de verdad que yo desconozca y que felizmente podamos compartir y resultar finalmente enriquecidos ambos. En un debate no necesariamente hay vencedor y vencido, pues ambos contendientes pueden estar en búsqueda del único galardón común y compartirlo, la verdad.

Para tender puentes resulta de gran utilidad tener una sana autocrítica y una actitud abierta a comprender las razones diferentes de quien piensa distinto. Las líneas que siguen a continuación se proponen hacer ese esfuerzo. ¿Utopía? ¿Irenismo? ¿Sincretismo? ¿Ingenuidad? Lo podrá juzgar el amable lector al final del breve libro. De todas formas, adelanto una interesante observación crítica que se me ha hecho durante el proceso de redacción final. Un agudo intelectual me ha hecho notar que es vano todo intento de tender puentes entre ambas narrativas para llegar a una visión de consenso común, donde ambas visiones salgan ganando, y se mantenga una cierta vigencia de algunas perspectivas clásicas de la cosmovisión cristiana del mundo. ¿Por qué? Porque parten de dos visiones metafísicas y antropológicas inconciliables en la práctica.

La visión cristiana parte de una metafísica de la comunión, donde día a día cobra más relevancia el accidente “relación”. El hombre es un ser relacional, que encuentra su plenitud en el encuentro con los otros y alcanza su plenitud y felicidad con el don de sí, muchas veces generoso y sacrificado. Reconoce en consecuencia un valor ético y existencial a la renuncia, al sacrificio, a la entrega. En esta perspectiva el infierno es la soledad, el cerrarse a los otros, pues se clausura así la trascendencia y por tanto el sentido. Desde esta antropología, por ejemplo, la vida de una mujer que se ha gastado formando una familia numerosa, criando a sus hijos, es plena, está colmada de sentido y significado, es feliz, no a pesar de las renuncias y sacrificios, sino precisamente por ellos.

Por contrapartida tenemos la metafísica y la antropología de la narrativa ascendente. Es marcadamente individualista y subjetiva. El valor absoluto es la realización personal, a cualquier costo, la cual se va consiguiendo a través de experiencias, a ser posible intensas. El único criterio es evitar el sufrimiento, el dolor, el sacrificio. Se trata de una libertad pura, que no se vincula a nada, no se ata, conserva siempre su plena capacidad de decisión y determinación. Desde esta perspectiva sólo se admite el máximo placer, la máxima utilidad, la vivencia personal. Aquí no encuentra cabida la vida cargada de sacrificio que supone sacar adelante una familia, las renuncias que comporta, ni el vínculo que crea, porque finalmente resulta opresivo, odioso, impone obligaciones, crea lazos, limita la libertad. Se trata de un individualismo radical y de una libertad incondicionada; nada puede limitarla, ni nuestras propias palabras o decisiones anteriores, siempre está abierta a cambios. El sujeto no se concibe como relacional, la relación es un límite que se puede tornar opresivo, sino como un sujeto libre, una pura individualidad.

Como el punto de partida está en la raíz, finalmente serían visiones inconciliables. ¿Es posible tender un puente? ¿Se trata de una quimera? El lector lo juzgará. Considero valida la observación, no sé si la comparto plenamente, sin matices. De la perspectiva que se adopte se desprende el papel que se va a jugar frente a la narrativa imperante. ¿Es de radical rechazo?, ¿de denuncia persistente? ¿No se puede hacer nada en conjunto, no hay puntos en común? Nuestro papel en la sociedad sería entonces exclusivamente de crítica, denuncia y rechazo. Nos configuramos entonces como una resistencia cultural, impermeable, que progresivamente se convierte en un ghetto irrelevante, cada vez más estrecho. ¿Se configura acaso como una resistencia política, que sólo busca patear el tablero, porque en las condiciones actuales resulta imposible el diálogo?

En cambio, si se adopta la postura del diálogo, el desafío está en entender hasta dónde puedo llegar, sin perder mi identidad, y si finalmente ello resultará valioso para la sociedad, pues permitirá rescatar algunos elementos de la tradición precedente, así como crear una fecunda sinergia en otros ámbitos sociales. Al mismo tiempo, supone el aprendizaje de vivir en un mundo distinto respecto del que hasta ahora hemos tenido, con unas reglas que no dependen de uno, y muchas veces uno no comparte. Parece no quedar otra opción que aprender a manejarse con esas reglas nuevas o caer en el ámbito de lo aislado e irrelevante.

Corresponde al paciente lector hacer su elección de alternativa teórica y práctica. Lo que parece no depender de nosotros es el cambio de narrativa, lo que sí depende es nuestra posición y actitud frente a la nueva historia que da sentido a las distintas historias.

Ahora bien, el dolor y la crisis que suscita el cambio de modelo, pueden hacernos reflexionar sobre su carácter necesario. ¿Es la historia un proceso inexorable o se puede revisar y reconducir? El presente texto intenta formular una reflexión crítica acerca del ambiente que estamos viviendo, con el deseo de mitigar sus efectos nocivos, al descubrir sus legítimos reclamos, cribándolos de elementos menos idóneos, para configurar así el mundo en el que queremos vivir.

Se parte del presupuesto de que no se trata de un proceso necesario e inevitable, quedando todavía la capacidad en los individuos para reconducirlo, de la razón para criticarlo y de la libertad del sujeto para dirigirlo. No estamos inermes frente a un proceso impersonal y necesario. Podemos limitar los elementos nocivos del cambio de paradigma y rescatar aún los elementos positivos, útiles para la convivencia y para la vida, del esquema anterior, sin necesidad de ser calificados de reaccionarios o revisionistas, sino más bien, de humanistas.

Se busca discernir cuáles son los “signos de los tiempos”, los reclamos legítimos del cambio de paradigma, para asimilarlos desde una perspectiva cristiana y humanista de fondo. En este proceso, es fundamental el diálogo, la empatía, intentar comprender los motivos del cambio de perspectiva, para mostrar cómo la visión cristiana de la realidad puede ofrecer todavía respuestas reales. Es fundamental mantener abiertas las puertas del diálogo, no dar por zanjada la discusión, porque de esa forma la gente puede comparar y decidir cuáles elementos siguen siendo valiosos.

La vida misma nos muestra que es mejor la alternativa de la comunión, la relación, el don de sí, aunque incluya el ingrediente del sacrificio. El individualismo a ultranza no da más de sí y produce una sociedad desencantada y triste, cuyos macabros frutos maduros son la caída de la natalidad y la eutanasia, ambas realidades que manifiestan el hastío de vivir. Es preciso evidenciarlo, para que por ella misma la sociedad vaya, poco a poco, progresivamente, rectificando, sanando. Es verdad que siempre queda la duda, ¿cuál será el costo del error?, ¿estamos todavía a tiempo de rectificar? O si acaso el mal ya es irreparable. No nos queda sino confiar en la conciencia del hombre y en su capacidad de verdad, sin olvidar que “la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas” (Concilio Vaticano II, Dignitatis humanae, n. 1).

La intuición cristiana es que sólo Cristo “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 22). Es decir, el hombre de cualquier época, independientemente del paradigma o la narrativa vigente, encuentra en Cristo las respuestas más profundas para su existencia. Sólo Él comprende lo que hay en el fondo del corazón humano. En ese sentido, el paradigma puede cambiar, pero sea cual fuere, Cristo siempre podrá ofrecer una respuesta relevante al hombre concreto, en sus circunstancias históricas.

Por ello es de suma importancia mantener abiertas las puertas del diálogo e intentar una fusión de paradigmas, donde los nuevos problemas y las nuevas visiones del mundo puedan encontrar una respuesta oportuna en las verdades del evangelio. Ahora bien, cada persona debe descubrir si la luz del evangelio arroja luces a su vida; el presente texto intenta reflexionar sobre los problemas acuciantes de la realidad contemporánea desde una racionalidad cristiana. Jesús es el “Verbo”, el “Logos”, la “Razón”, y por ello, el camino del cristianismo es el de la racionalidad humana que se adecua a los reclamos de cada momento histórico. Aspira a ser, en consecuencia, un espacio de diálogo y un intento de tender puentes entre dos narrativas antagónicas en busca de una común verdad.

Distopía

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