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I

Familia

La familia es una de las instituciones más golpeadas en el mundo contemporáneo. Al mismo tiempo, paradójica y trágicamente, es de las más relevantes para que el individuo sea feliz y la sociedad funcione. Sin temor a exagerar, podemos decir que una familia enferma produce sociedades enfermas y es muestra de que las personas están enfermas.

En efecto, no es por ser pesimistas, pero las personas están enfermas de individualismo, lo que las hace estar heridas. De esta forma, se incapacitan para formar una familia, misterio de comunión, modelo de la relación. El resultado es una sociedad compuesta por individuos aislados, cual puntos autónomos, pendientes de su libertad, pero ineficaces para crear lazos estables y relevantes, de forma que van a la deriva en su soledad, incapaces de crear la necesaria comunión comunitaria. “El malestar en el Estado del bienestar y una epidemia de tristeza” es el resultado de tan hondas heridas.

Por eso, es fundamental ofrecer un análisis y una reflexión sobre la familia, pues nos va en ella el futuro de la sociedad y la felicidad de sus integrantes. Para eso es preciso señalar las causas de la crisis y resaltar el atractivo de una familia sólida, estable, bien constituida, tanto para los individuos como para las colectividades. No sobra, en este empeño, evidenciar también la componente de fe que puede animar a los hogares, o ayudarles a resolver sus crisis. Las siguientes líneas están encaminadas en esa dirección.

La oración de las familias

Poco se ha escrito acerca de la fuerza de la oración en familia. Mucho se habla, en cambio, de la batalla de la familia; es decir, del empeño decidido por defender la auténtica identidad de la institución familiar, aquella que ha mostrado su eficacia, biológicamente para la supervivencia de la especie, antropológica y psicológicamente para brindarle un hogar al ser humano, de forma que pueda desarrollarse plenamente y tenga menos obstáculos para alcanzar su felicidad. Dicha batalla es improrrogable y cada día más urgente, pues una estudiada campaña mundial difunde, continua y masivamente, una inmensa cantidad de mentiras al respecto, suficientemente bien urdidas, de forma que tienen apariencia de verdad. Es fácil dejarse engañar y ser víctima de la manipulación; no es sencillo descubrir, entre la abrumadora cantidad de datos equívocos, dónde está el engaño y dónde la verdad sobre el amor y la familia.

Pero, junto a esa necesidad que tiene la familia por defender su identidad y promoverla, es preciso difundir “El Evangelio de la Familia: Alegría para el Mundo”, lema del Encuentro Mundial de las Familias, celebrado en Dublín, Irlanda. Es decir, además de señalar los errores, de hacer oír nuestra voz sobre lo que no estamos de acuerdo, es preciso también ser propositivos. No basta quedarse en una crítica negativa, en general, no es bueno ser “anti-nada”. No podemos olvidar que tenemos una identidad precisa, que ofrecemos un producto probado y atractivo, que la verdad en el fondo es anhelada por todo corazón humano, y si bien a veces resulta ardua, dolorosa o difícil, siempre es bella y libera. Por ello, no podemos quedarnos en señalar los errores contemporáneos que amenazan con diluir la identidad de la institución familiar, es preciso también cantar la belleza de la familia y difundir, en forma atractiva, su verdad.

Esta última idea es fundamental: “decir la verdad, con caridad”, resaltar la belleza y el atractivo de la verdad, pues también puede hacerse de ella una herramienta arrojadiza para zaherir a quien no comparte la propia perspectiva. Sería una forma de traicionar la verdad sirviéndonos de ella misma; una sutil forma de prostituirla, haciéndola instrumento de violencia, división, o detentándola con orgullo y suficiencia, menospreciando a quienes la desconocen. Por eso la batalla de la familia se complementa con la evangelización sobre ella misma. Una estudiada forma de predicar el evangelio de la familia, el evangelio del amor, de forma atractiva, amable, de hacer que la belleza del ideal cristiano luzca por sí misma. Para ello ideó san Juan Pablo II los encuentros mundiales de la familia, para eso fue Francisco a Irlanda, a presidir su versión 2018.

Pero junto a la belleza del ideal familiar cristiano, ideal a la par realista, arduo y atractivo, a veces se soslaya la fuerza de la oración familiar. Si siempre ha sido “poderosa” la oración de las madres (de la Virgen Santísima a santa Mónica –el encuentro concluyó en la víspera de su fiesta– tenemos abundantes ejemplos), lo es más la oración de toda la familia unida. ¿Cómo será la fuerza de la oración de centenares de miles de familias reunidas en torno al Papa, para pedir por el santuario de la vida, que es la familia?, ¿cómo será la fuerza de esa oración para preservar la identidad de esa institución, absolutamente imprescindible para que el hombre pueda alcanzar su felicidad en esta vida y también en la otra?

Por ello, el Encuentro Mundial de las Familias, que tuvo lugar en Dublín del 21 al 26 de agosto, culminó con la santa Misa precedida por el Papa. La eucaristía sirvió para recordarnos: está muy bien todo lo que hacen por la familia, toda su lucha para preservar su identidad, todos sus esfuerzos cotidianos para vivir conforme a un ideal tan elevado, bello y atractivo; pero no olviden que lo principal no es lo que el hombre hace, sino lo que hace Dios. Por eso, para que el hombre de hoy redescubra la belleza de la familia, es fundamental difundir el evangelio de la familia, más importante vivirlo, pero lo esencial y definitivo es, y lo será siempre, rezarlo, la oración. Una oración que se enriquece exponencialmente si se realiza en familia, y cuyo efecto multiplicador y esperanzador es grandioso, si a los centenares de miles de familias, que en torno al Papa claman a Dios por defenderla, nos unimos, alrededor del mundo, todos aquellos que valoramos y aspiramos a preservar la belleza y el valor de tan maravillosa institución; mejor aún si lo hacemos en familia.

La maternidad en la encrucijada

Es lugar común considerar el Día de la Madre como una “pequeña Navidad”, por la impresionante actividad comercial que genera. En efecto, pienso que a todos nos da alegría poder celebrar a nuestra madre y, en general, si hay algo sagrado para nuestra cultura es la madre, de forma, por ejemplo, que nadie tolera, justamente, que le falten al respeto. La expresión comercial de ese fenómeno cultural cristaliza en la efervescencia consumista característica de estos días.

Sin embargo, la cultura contemporánea mantiene una actitud ambivalente, cuando no ambigua frente a la maternidad. Se da, en efecto, una paradoja: lo más valioso para alguien suele ser su madre, pero cada vez menos mujeres quieren ser mamás. O, formulado diversamente, siendo la maternidad en principio lo más grande, lo más reconocido, lo más querido (por lo menos cuando se acerca el Día de la Madre), para muchas mujeres viene a ser también, en ocasiones, “lo más temido”, un obstáculo para su “realización”.

La cultura hodierna ofrece dos mensajes discordantes sobre la maternidad: como algo invaluable, que debe aprovecharse en clave consumista, y como una limitación en el proyecto personal de una mujer, un límite a su “realización”. Esto último está lejos de ser una impresión subjetiva, sino que se materializa incluso en los usos del lenguaje. En efecto, actualmente cuando a una mujer le preguntan “¿te cuidas?”, “¿te estás cuidando?”, no se refieren a los ladrones, los violadores, los estafadores… La pregunta se refiere a los hijos. En realidad, es la expresión abreviada y eufemística de “¿te estás cuidando para no tener hijos y no ser madre?”.

Ese “cuidarse” de la maternidad y de los hijos va mucho más allá de un uso lingüístico generalizado, pues se convierte muchas veces en una presión social, familiar, profesional e incluso médica. La esquizofrenia social resulta patente: la madre es lo más sagrado y, a la vez, lo más temido, evitado, minusvalorado. Existen de hecho “estándares de maternidad” o, por llamarlo de algún modo, “criterios políticamente correctos de lo que debe ser la maternidad”. Entre estos criterios se pueden mencionar: no ser madre demasiado pronto, es decir, mejor en la década de los treinta. No ser demasiado fecunda, pues se ve mal tener más de dos hijos. Uno, o dos como máximo, mejor si es “la parejita”, y párale de contar, pues tener más puede ser calificado de “irresponsabilidad” (¡somos tantos en el mundo!, ¡hay tan poca agua!, ¡depredamos las otras especies!), olvidando que con tan estrechos estándares no garantizamos ni siquiera el relevo generacional que es de 2.1 hijos por pareja (suena horrible esta expresión, pero, en fin, es la que está en boga). Lo “políticamente correcto” en este tema nos conduce lenta, pero inexorablemente, a la extinción como especie.

Antes era normal celebrar un nuevo embarazo. Ahora puede dar lugar a burlas, comentarios irónicos o sarcásticos en el entorno familiar o social. Algunas empresas preguntan durante las entrevistas de trabajo a las mujeres si tienen pensado embarazarse, para descartarlas como candidatas al puesto si la respuesta es afirmativa; es decir, se da de hecho una auténtica discriminación laboral para la mujer que aspire a ser mamá. Los médicos no se quedan atrás, pues si la mujer ya cumplió con la “meta ideal” de los dos hijos, le preguntan insistentemente, muchas veces durante los trabajos del parto –es decir, en un momento claramente inoportuno, de gran vulnerabilidad y angustia– si no quieren aprovechar para ligarse, aun cuando antes hayan dicho expresamente que no, y la misma escena se repite cada nuevo parto. La presión médica a la maternidad suele servirse muchas veces de un terror provocado: se fomentan las cesáreas (más cómodas, mejor remuneradas), y después se amenaza con peligro de muerte a las mujeres si se vuelven a embarazar. Es como para tenerle terror a la maternidad, pues nadie quiere dejar una estela de huérfanos.

Por ello, al celebrar el Día de la Madre, más allá de la consabida invitación a comer y el regalo caro, quizá compense “recuperar culturalmente” el invaluable valor de ser madre y volver a proponerlo como “la más alta realización de la mujer” y el “mejor servicio a la sociedad”. Y lo ideal, obviamente, es que enarbolara dicha empresa a la par magnánima y contracultural, el auténtico feminismo, el feminismo verdadero que se interesa por la mujer y valora a la mamá.

Recuperar al padre

El eclipse del padre ha producido el eclipse de Dios en la sociedad. El resultado es un sentimiento de orfandad manifestado en la falta de referencias firmes, lo que vivencialmente se experimenta como un ir a la deriva. Cuando muchos individuos viven así, a la deriva, la sociedad entera se encuentra sin rumbo, presa del primer hábil que logre imponer su ley, su visión de la realidad.

No es una metáfora, es la conclusión a la que ha llegado el psicólogo Paul C. Vitz en su estudio: “La fe de los que no tienen padre. Psicología del ateísmo”, donde señala que un elemento común entre los grandes promotores del ateísmo de los siglos xix y xx, es una relación conflictiva o carencia de relación con su padre. La ausencia de la figura paterna o, peor aún, su encarnación perversa, conducen a dudar de Dios. Esa ausencia de lo sobrenatural nos deja sin criterios claros para orientar nuestra existencia en particular y la sociedad en general. La espiral del permisivismo se desenfrena, propicia el fracaso existencial de muchas personas, y el naufragio moral de sociedades enteras.

Por ello, a pesar de ir contracorriente, a pesar de ser “políticamente incorrecto”, a pesar de que finalmente sea sólo una excusa comercial para aumentar las ventas en junio, es muy conveniente revalorizar el papel del padre. Incluso para la fe cristiana, pues estamos acostumbrados a tratar a Dios como Padre, y ello no por capricho sino por revelación divina; sin embargo, al oscurecerse la figura paterna, uno no sabe finalmente qué significa eso. No comprendo a Dios porque no entiendo el papel y la función del padre en la vida. Y, a la inversa, nadie nace sabiendo ser padre. Es un arte que debe aprenderse y del que nunca se puede llegar a la cima, pues el modelo es Dios mismo. Para ser un buen padre, resulta muy conveniente tratar a Dios, hacer oración, pues ello ayuda a descubrir la envergadura de la misión recibida y la confianza depositada por Dios para hacer amable y accesible la figura divina.

Paternidad quiere decir origen, origen significa identidad. Saber quién soy y de dónde vengo es imprescindible para tener puntos de referencia estables y decidir, con conocimiento de causa, hacia dónde quiero ir, qué es lo mejor y más conveniente para mí. Carecer de esa referencia deja a las personas sin ese respaldo, ese suelo firme que les permite proyectar la propia existencia.

Pero, ¿cuál es la causa de la crisis de la paternidad? En realidad, es muy profunda, más de lo que podría apreciarse superficialmente. No es sólo resultado de la crisis de autoridad, por ver a la figura paterna como represiva e inhibidora de las propias potencialidades, llegando en casos patológicos a suplantar la personalidad del hijo por imponerle los propios valores y el propio ideal de vida. Ese paternalismo patológico conduciría a que los hijos no vivan sus vidas auténticas, sino que opresivamente cumplan un guion ajeno fijado por sus padres. Pueden darse abusos en este sentido, de hecho, se han dado, pero hacerlo regla general e incluso necesaria en el ejercicio de la paternidad es una falacia, un gran engaño.

Perdida la autoridad, se pierde la referencia y la orientación. La crisis de autoridad refleja la crisis de la verdad. No se acepta la verdad, pues se percibe como imposición; no tolero algo previo a mí que pretenda condicionar en modo alguno mis decisiones; no me agrada la realidad, prefiero mi capricho. La figura paterna es imagen de esa realidad que me precede y no depende de mis deseos; si quiero darle prevalencia a estos últimos, debo prescindir del padre, de la autoridad, de la verdad que condiciona mi libertad. Si hay verdad, mi libertad no es absoluta; la autoridad se percibe como límite de mi libertad. El error de esta visión es contraponer verdad con libertad, pues “la verdad nos hace libres” como reza el evangelio. Somos libres, pero nuestra libertad está situada, no es absoluta, aunque nos pese. La autoridad no necesariamente es represiva –puede llegar a serlo–, encauza muchas veces nuestra libertad para que no se malogre víctima del propio capricho. El padre es necesario para que sepamos armonizar ambos valores: libertad y verdad, y la autoridad unida al cariño imprescindible para hacernos amable, atractiva y asequible la virtud, como ejercicio pleno de nuestra libertad. Allí estriba el arte de ser padre.

Dinkys

No kids double income es el leitmotiv de un grupo creciente de profesionales jóvenes y no tan jóvenes que han renunciado a procrear para poderse dedicar más intensamente a su labor profesional y a su relación amorosa. Amor, trabajo y éxito, en definitiva, no serían compaginables con las onerosas tareas propias de la crianza. La difusión de este modelo social pone en evidencia un inquietante cambio de paradigma, cuyas consecuencias económicas, políticas, sociales, psicológicas y antropológicas apenas alcanzamos a entrever.

Obviamente, sin inmiscuirse abusivamente en la vida de los demás, como sociedad podemos reflexionar sobre la dirección que estamos tomando y adelantar algunas observaciones críticas en orden a mejorarla o, por lo menos, prever las consecuencias de las nuevas formas de organización.

Además, si uno es existencialista, como Sartre, sabe que sus propias decisiones no sólo lo deciden a uno mismo y su libertad, sino que en cierta forma elegimos a la humanidad entera, pues al elegirnos, señalamos aquello que consideramos mejor, valioso, excelente, rechazando en cambio lo que nos parece sin valor. Al elegirme, elijo a la humanidad entera y ofrezco un modelo y una escala de valores determinada. Si uno es cristiano sabe que no puede vivir de espaldas a la sociedad y a las grandes cuestiones de la humanidad. Nada ni nadie me debería resultar indiferente, deben encontrar acogida en mi corazón y en mi vida todas las legítimas inquietudes que anidan en el corazón humano, de forma que el corazón cristiano tome la forma del de Cristo. Es decir, sea un ateo existencialista o un cristiano coherente, debo interesarme por el rumbo que toma mi sociedad y ofrecer responsablemente mi libre contribución ciudadana al debate social.

Una primera observación al proyecto Dinky es que descansa en un error, tiene un punto de partida cuestionable. Antropológicamente es falso su presupuesto. ¿El fin de la vida es el éxito profesional? ¿Son los hijos enemigos del amor de la pareja? ¿La felicidad es algo exclusivamente personal, es decir, los otros son sólo o peldaños o estorbos? Interesantes estudios antropológicos, como la investigación de campo realizada por la Universidad de Harvard por más de 75 años, sobre una base de 724 hombres acerca de su vida y su felicidad, han mostrado cómo no es el éxito ni el dinero lo que hace felices a las personas, sino el tener relaciones estables de calidad. Entre más amplio sea mi entorno de personas relevantes, es decir, familia y amigos cercanos, más probabilidades tengo de tener una ancianidad feliz y, a la inversa, entre más solo me encuentro y con menos vínculos sociales, más proclive soy a la desdicha. El proyecto Dinky parece haber cedido acríticamente a un modelo individualista y consumista de felicidad, políticamente correcto, pero con graves inconsistencias.

El eslabón más débil dentro del proyecto Dinky es la mujer. El hombre puede replantearse su voluntaria esterilidad mucho más tiempo que la mujer. Si una mujer a los 40 años decide cambiar de paradigma, ya llegó tarde, o tendrá que recurrir a cuestionables prácticas, como a la congelación de óvulos o a vientres de alquiler. Al elegir este proyecto, en un momento de embriaguez, energía y vida, propias de la juventud, olvida los aciagos años en los que no tendrá tanta energía y padecerá en cambio una inmensa soledad.

Para la sociedad es también un problema esta elección, si se va difundiendo masivamente, pues no garantiza el relevo poblacional y crea situaciones injustas, porque finalmente serán los hijos de quienes no asumieron el modelo Dinky quienes carguen con el peso de los dinkys en su vejez.

La solución no es sencilla. Ha habido tantos años de propaganda en contra de la maternidad (Ahora los Ministerios de la Mujer eliminan el Día de la Madre, ¿a cuál mujer representarán?), que no resulta sencillo invertir la tendencia. Culturalmente nos hemos encargado de transmitir un mensaje claro: “los hijos son una carga”. Por ello, resulta indispensable volver a proponer la maternidad como una forma de auténtica realización femenina y un invaluable servicio para la sociedad. No hace mucho Carlos Slim sugería retribuir económicamente a las amas de casa. Es urgente dotar a la maternidad y a la familia de más apoyos económicos, políticos y culturales.

Ancianos y millennials

Todos nosotros hemos tenido abuelos y es probable que convivamos con personas ancianas. ¿Qué papel despliegan en nuestras vidas?, ¿qué valor otorgamos a sus vidas?, ¿qué riqueza y oportunidad esconde su existencia? El Papa Francisco se ha tomado muy a pecho rescatar la figura del anciano, del abuelo, defendiéndola de lo que expresivamente llama “cultura del descarte”. Y es que, efectivamente, pareciera que en la cultura contemporánea no hay lugar para ellos, más incluso, es como si estorbaran e hiciera falta alguien con el valor y la audacia suficientes para reclamar su eliminación. Si bien todavía no llegamos a tanto, con frecuencia podemos excluirlos o, simplemente, darles la espalda. ¿Es lo correcto? ¿No estoy cometiendo una tremenda injusticia y dejando pasar una maravillosa oportunidad si lo hago?

La presente reflexión surge del contacto directo con los ancianos. He tenido la fortuna de vivir, puerta a puerta durante varios años, con uno de noventa años. Me ha tocado acompañar a varios en la recta final de su vida, y acabo de disfrutar de la maravillosa compañía de uno, que estos días cumple 94 primaveras. Reflexionando un poco sobre estos hechos, he caído en la cuenta de lo muchísimo que me han aportado, de lo que he apren-

dido, de lo que me han humanizado. Ellos casi no se daban cuenta, al contrario, solían estar agradecidos por algún sencillo servicio material que les prestaba, sin darse cuenta del inmenso servicio espiritual que me aportaban, muchas veces reviviendo, literalmente, a mi alma que parecía muerta. Las pocas cosas en las que podía serles de utilidad colmaban de contenido la trama de unos días vacíos.

Ahora bien, la aportación invaluable que daban a mi vida, muy bien puede ser una enseñanza válida y perenne para la sociedad. Lo que individualmente me beneficia, puede también ser una valiosa aportación sobre el sentido de la vida y el reconocimiento de lo auténticamente humano, en una sociedad desbocada que ha perdido su brújula moral al caminar alegremente por la vía del nihilismo. La sociedad competitiva a ultranza, de la eficacia, de la apariencia, del culto al vigor físico y a la belleza superficial, del individualismo salvaje, nada tiene que decirle ni aportar a un anciano. Lo rechaza como a un cuerpo extraño, lo ignora, lo esconde en la nebulosa de lo que aparentemente no existe. Quizá se deba a que su sola presencia desmiente los postulados básicos sobre los que se edifica, muestra lo falaz de sus fines, pone en evidencia que, en realidad, se trata de una inhumana cultura construida por humanos.

El sentido de la vida, el valor inconmensurable de la misma, el descubrimiento de lo auténticamente humano son algunas de las cosas que, como por ósmosis, transmite el contacto cercano y habitual con un anciano. No es únicamente la extraordinaria ayuda que supone su sola presencia, como memoria viva, para saber quiénes somos, de dónde venimos, para así proyectarnos, de modo realista y con los pies en el suelo, a un futuro esperanzador. No es sólo el valor de su experiencia, que nos ayuda a no cometer los mismos errores o aprender de las oportunidades, confrontando nuestras proyecciones ideales con la agreste realidad. Es también, su ritmo vital, su forma de vida, su sola presencia la que nos impulsa a meditar, a cuestionarnos, a valorar…

Recientemente he tenido la fortuna de convivir estrechamente con el feliz anciano que estos días cumple 94 años. Subrayo lo de feliz, pues también es cierto que alguien puede sumirse en la amargura al llegar a la vejez y volverse un “viejo cascarrabias”. Tampoco se puede idealizar al anciano por ser anciano, pues los hay de todos los tipos, como existen personas de todo género, no siempre edificantes. Pero nada más maravilloso que un anciano feliz, alegre, optimista, pues su sola presencia grita que la vida vale la pena y es bella. Tanto este anciano de 94, como el otro de 90 con el que conviví largo tiempo, tienen esta característica fundamental: su carácter positivo, animante, el disfrutar con las historias y las vidas de los demás, sin darle importancia a las limitaciones propias. Quizá hago trampa, pues pienso que ambos no sólo son ancianos, sino también santos, y por ello transpiran alegría y deseos de vivir en medio de sus lógicas limitaciones.

Pero, volviendo al de 94, con su paso lento, sosegado; con sus limitaciones: casi no ve, casi no oye; con su empeño en participar de la vida y el esfuerzo de los demás por integrarlo y hacerlo partícipe, transmitía una sabiduría invaluable: Los ritmos de la vida, la paciencia, el valor de la espera, la felicidad en medio de la limitación. Eso nadie te lo enseña ahora, únicamente los ancianos buenos, si los sabes observar y acompañar; por eso es imprescindible redescubrir este tesoro y transmitirlo a millennials y generación Z, para que no equivoquen su camino en la vida, pues tenemos sólo una.

Heridas e ideales juveniles

Hemos sido testigos del incremento de protestas estudiantiles. Podemos estar en favor o en contra, indignarnos o secundar su causa, en cualquier caso, pienso que podemos sacar, por lo menos, dos cosas en claro: el incremento en el activismo supone necesariamente un resurgimiento de los ideales; grandes sectores de la juventud están heridos, comienzan la vida en un clima de conflicto y experimentan un enorme hueco en el corazón.

Podríamos cuestionarnos si los ideales que enarbola la juventud activista en la actualidad son correctos, podríamos sospechar que en realidad están siendo manipulados, piloteados a distancia, utilizados como tontos útiles por oscuros e inconfesados sistemas de poder político y económico. Es verdad. El tiempo lo dirá y pondrá en evidencia los sucios manejos, el teje y maneje, y quién sale beneficiado de todo este barullo. Pero, en cualquier caso, pienso que es mejor tener una juventud embriagada de ideales, aunque sean equivocados, que una masa abúlica de jóvenes, igualmente manipulados y domesticados, como dóciles consumidores, carentes de una visión crítica sobre la realidad. El ideal supone pensamiento, el pensamiento implica una actitud crítica, el activismo supone salir de la propia comodidad y descubrir que la vida tiene un sentido, que es preciso descubrirlo y que vale la pena luchar por algo.

Ahora bien, ¿cómo corregir el ideal equivocado? No hay recetas, algunos nunca saldrán de su error, otros lo abandonarán por cansancio, pero a muchos más la vida misma les dará experiencia, los despojará de su ingenuidad, los llevará a ser críticos también de su ideal y del modo de reivindicarlo. Podrán, en ese momento, corregir el rumbo, rectificar o de plano cambiar, si descubren que estaban absolutamente equivocados. Cuando enseñas a un joven a pensar y cuando éste descubre que la vida vale y se saborea si se tiene un compromiso y un ideal por el cual luchar, no puedes prever los resultados, pues entra en juego la creatividad de la libertad y lo indeterminado de la existencia.

Aunque la libertad es un riesgo, siempre es mejor que la pasividad. Se puede exagerar en el espíritu crítico, pero supone ejercitarse y pensar, y el resultado de ello es imprevisible. Ahora bien, los jóvenes que comienzan a despertar, que enarbolan ideales en la época de la post-verdad están heridos. Y no porque su vida haya sido muy difícil o hayan estado sometidos a profundas privaciones, más bien al contrario: porque han crecido solos y en un ambiente falso, ideologizado, artificialmente creado al servicio de intereses políticos, económicos y culturales soterrados. Se les ha desvinculado de su entorno natural, la familia y se les ha arrojado prematura e inmisericordemente a una sociedad de la apariencia, que los pisa y los corroe por dentro, y que aumenta ese dramático vacío interior.

¿Por qué afirmo esto? Cada vez es más frecuente encontrar jóvenes depresivos, medicados, que necesitan ir al psiquiatra o al psicólogo. Jóvenes que no pueden dormir, que sufren en soledad, que han crecido en un entorno familiar disfuncional, carentes de modelos cercanos de lo que significa ser padre, madre e incluso persona. Jóvenes que en su inmadurez han tenido que enfrentar decisiones dramáticas, y así, personas que no pueden comprar una cajetilla de cigarros en la tienda han tenido que decidir si abortan o no, o han aconsejado a sus amigos al respecto. Personas que no pueden viajar sin el permiso expreso de sus padres han tenido que decidir sobre la vida de terceros. Han contemplado el daño y los estragos que el alcohol y las drogas causan en ellos o sus amigos. Han sido inducidos prematuramente a la vida sexual sin que nadie les haya explicado su sentido, a lo más sus madres les han dado un par de condones para que tengan en su cartera. Chicas que han tenido que recurrir a la prostitución para pagar sus estudios universitarios, chicos que han sido testigos de la violencia en las calles o han enfrentado el suicidio de amigos cercanos, etcétera.

El resultado de todo ello es una juventud carente de un modelo claro de lo que significa ser persona, de lo que es la vida y la familia. Han crecido en un entorno hostil, donde sólo se busca hacer de ellos consumidores, dependientes de una multitud de productos superfluos. Les han prometido una felicidad espuria y sin sentido. Las protestas sacan a la luz algo que se cuece dentro, llevan a la superficie toda esa efervescencia interior, ese malestar del alma mal gestionado. Por ello, más allá del contenido concreto de sus reclamos, con los que podemos estar más o menos de acuerdo, quizá podamos poner atención en todo ese dolor reprimido e inconfesado, en la situación dramática y confusa en la que han comenzado a vivir, en intentar comprender lo que llevan dentro buscando crear empatía; esforzarnos por desmentir el refrán que sentencia: “árbol que crece torcido, su tronco jamás endereza”.

Género: perspectiva, ideología y educación

La Congregación para la Educación Católica, organismo de la Santa Sede que ayuda al Papa en la dirección y orientación de las universidades y colegios católicos, publicó, recientemente, el documento “Varón y Mujer los creó”, como una vía para dialogar sobre el tema del gender en la educación. Se trata del segundo documento magisterial que aborda expresamente la cuestión del género. En el año 2004 apareció la “Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración entre el hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo”. Un documento señala los límites teológicos y antropológicos de la ideología de género, el otro ofrece un discernimiento de sus elementos en orden a proporcionar una adecuada educación de la afectividad.

El texto se sitúa en la tradición del más genuino espíritu cristiano, desea “transformar positivamente los desafíos actuales en oportunidades”. En vez de descalificar en bloque, busca reconocer las aportaciones valiosas que las diferentes teorías pueden aportar, distingue con precisión los elementos que no son compatibles con la doctrina de la Iglesia o entrañan manipulación, error o engaño. Para ello se sirve del clásico esquema triple, al estilo Francisco: primero “escuchar”, después “razonar”, para finalmente “proponer”.

La sabiduría bimilenaria de la Iglesia sabe reconocer los elementos positivos y las legítimas demandas que laten en las diversas corrientes de pensamiento. En este caso, procura resaltar las aportaciones de la “perspectiva de género”. Esto supone un gran paso, ya que es el primer documento magisterial que la acepta como legítima. Distingue la “perspectiva de género”, que puede ser muy valiosa, de la perniciosa “ideología de género”. Mientras que la ideología se muestra dogmática, exclusivista e impositiva, la perspectiva se propone simplemente ahondar en las diferencias culturales que tienen su origen en el dimorfismo sexual, propio de la naturaleza humana.

¿Cuáles serían los elementos positivos de la “perspectiva de género”, compartidos por la visión católica de la persona? Fundamentalmente “luchar contra cualquier expresión injusta de discriminación”. Esto se concreta, en la tarea educativa, al enseñar a niños y jóvenes a “respetar a cada persona, de modo que nadie pueda convertirse en objeto de acoso”. La correcta “perspectiva de género” rescata los valores de la feminidad y los considera aportaciones fundamentales para la sociedad, como son la “capacidad de acogida del otro” y el “sentido y respeto por lo concreto”.

El texto también incluye un valiente examen de conciencia y reconoce las limitaciones que, en este tema, de alguna manera ha fomentado la visión religiosa a lo largo de la historia. Entre ellas están las “injustas formas de subordinación” de la mujer respecto del varón, las cuales han producido “cierto machismo disfrazado de motivación religiosa”.

A su vez tiene el valor de señalar con nitidez aquellos puntos incompatibles con la doctrina cristiana y con la recta razón y señala con claridad sus peligrosas consecuencias. El problema está no tanto en la distinción entre sexo y género, sino en su separación dialéctica, la cual supone una innecesaria contraposición entre naturaleza y cultura. El género sería más importante que el sexo, que termina por ser irrelevante. El resultado es una visión negativa del matrimonio entre un hombre y una mujer, de los vínculos y obligaciones que produce, por considerarlos herencia de una cultura patriarcal y un límite a la libertad. Ignora así que “la decadencia de la institución matrimonial está asociada a un aumento de la pobreza y de numerosos problemas sociales, los cuales afectan particularmente a las mujeres, los niños y los ancianos”.

El texto denuncia los peligros de la imposición por vía educativa de una forma de “pensamiento único”, la cual hábilmente manipula a la opinión pública: “A menudo, de hecho, el concepto genérico ‘de no discriminación’ oculta una ideología que niega la diferencia y la reciprocidad natural entre el hombre y la mujer”. Se instrumentalizan así los injustos sufrimientos de la mujer o de algunas minorías para imponer la propia agenda política. Al hacerlo, se priva a los padres de su legítimo derecho a educar la prole, y se otorga al Estado, desordenada y totalitariamente, un poder absoluto.

Para subsanar este abuso propone “reconstruir la alianza educativa entre la familia, la escuela y la sociedad” y brindar una auténtica educación de la sexualidad y la afectividad. Dicha enseñanza debe profundizar en “el significado del cuerpo” y del sexo, fomentar un sano “sentido crítico en niños y jóvenes ante la pornografía descarada y los estímulos que pueden mutilar su sexualidad”.

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