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México ante el conflicto centroamericano, 1978-1982.

Las bases de una política de Estado

Mario Vázquez Olivera 1 y Fabián Campos Hernández 2

Durante los años ochenta el desarrollo del conflicto centroamericano motivó gran interés en México. Para el distinguido internacionalista Mario Ojeda, el rompimiento de relaciones con el gobierno de Anastasio Somoza en mayo de 1979, la Declaración Franco-Mexicana de agosto de 1981 y el impulso a la conformación del Grupo Contadora en enero de 1983, implicaron un rompimiento con la tradicional política exterior de nuestro país.3 ¿Por qué el gobierno mexicano decidió involucrarse de manera tan activa en los procesos centroamericanos? Las explicaciones que ofrecieron en aquel momento tanto el propio gobierno como voceros del partido oficial, académicos, periodistas y analistas políticos subrayaban al respecto los siguientes elementos: gracias al auge petrolero, México había adquirido una capacidad inédita para actuar en el plano internacional, dando lugar a una política exterior activa;4 esa capacidad era propia de una “potencia media” y por lo tanto su actuación debía encaminarse a propiciar la distención y la negociación de los conflictos internacionales.5 En el caso específico de los conflictos centroamericanos, la internacionalización de la guerra y una posible intervención directa de tropas estadounidenses acarrearía consecuencias muy graves para México; ello obligaba al gobierno a buscar una salida política, aprovechando su prestigio internacional, para respaldar los esfuerzos por el diálogo y la negociación entre las partes enfrentadas, promoviendo el respeto a los derechos humanos, dando acogida a refugiados y asilados políticos y haciendo contrapeso a la política intervencionista de la administración Reagan.

Los trabajos más importantes y significativos sobre la actuación de México ante la crisis centroamericana fueron publicados durante el sexenio de Miguel de la Madrid.6 Se trataba de análisis elaborados al calor de los acontecimientos; tenían como base documentos y declaraciones oficiales de carácter público e información periodística, y al parecer no consideraban –o al menos no referían–datos o informes de carácter confidencial. En general, la atención de estos trabajos estaba puesta en los esfuerzos del gobierno mexicano en favor de la negociación y la solución pacífica de los conflictos, y tendían a considerar las acciones previas a enero de 1983 como “aisladas y casuísticas”,7 meros antecedentes de una política de Estado atinada y congruente con nuestros principios tradicionales de política exterior, cuya expresión más notoria era la iniciativa de paz de Contadora. Esta explicación se ha mantenido desde entonces, tanto en la academia como en la propia Cancillería mexicana, como la versión definitiva sobre los fines y las pautas del involucramiento en Centroamérica.8

Nosotros consideramos que esta versión mantiene cierta vigencia. Obras como las ya mencionadas de Mario Ojeda y Olga Pellicer constituyen desde luego referencias obligadas para el estudio del tema; representan una valiosa fuente de información y son ejemplos claros de la capacidad y agudeza de los observadores de la época. Sin embargo, a más de no considerar información relevante de carácter confidencial o reservado, y de su sesgo oficialista, dicha interpretación adolece de una visión de corto plazo, se limitó a dilucidar la coyuntura sin ponderar debidamente los intereses estratégicos del Estado mexicano y el trasfondo histórico de su involucramiento en la región.9

Trazos de una vieja historia

En años recientes se ha desarrollado un renovado interés por estudiar la historia de las relaciones entre México y Centroamérica. Quienes nos hemos dedicado a esta labor coincidimos en destacar la importancia estratégica que tuvo la región centroamericana dentro de los proyectos de Estado desde la consumación de la Independencia en 1821, cuando se buscó anexar a México la capitanía general o reino de Guatemala. Lejos de ser una ocurrencia caprichosa de Agustín de Iturbide, como muchos han supuesto, aquella iniciativa obedecía a consideraciones estratégicas relativas a la defensa, al orden interior, al interés económico y a la proyección regional del naciente país. Tras el fracaso de dicho experimento, México y Centroamérica emprendieron por separado el camino de la consolidación nacional. Aun así se preservó la noción de que México debía ejercer un influjo político permanente en las repúblicas del Istmo en aras de salvaguardar ciertos intereses territoriales y de seguridad estratégica.10

Los problemas del Estado mexicano para consolidarse internamente le impidieron consumar sus aspiraciones con respecto a Centroamérica. Más aún, el manejo poco empático del diferendo territorial con respecto a Chiapas y el Soconusco le enajenaron las simpatías de las élites de la región. Esta situación se vio agravada cuando un poco más adelante, al perfilarse Estados Unidos como potencia continental, consideró a Centroamérica como un área vital para consolidar su hegemonía.

Durante la primera mitad del siglo XX, los gobiernos emanados de la Revolución experimentaron nuevas formas de proyección política en el Istmo, desde la llamada “diplomacia sindical”, distintas iniciativas de enlace radiofónico y cooperación cultural, técnica y militar, hasta el apoyo logístico a los liberales nicaragüenses durante la Guerra Constitucionalista (1926-1927). Aunque estos esfuerzos resultaron infructuosos e incluso motivaron el recelo de dictadores y gobiernos autoritarios, el México revolucionario (real o imaginario) se convirtió en un referente para la disidencia antiimperialista centroamericana que buscaba impulsar reformas políticas y sociales en la región. En este contexto, un buen número de centroamericanos perseguidos en sus países de origen encontraron aquí un lugar de refugio y no tardaron en aprovecharlo como plataforma para emprender sucesivos intentos revolucionarios.

Durante la Segunda Guerra Mundial, México tuvo la oportunidad de intentar en Centroamérica un acercamiento diplomático basado en el petróleo. Durante 1942, Manuel Ávila Camacho envió representantes ante los gobiernos del área ofreciendo sustituir con petróleo nacional el faltante que resultaba del racionamiento impuesto por Estados Unidos a sus exportaciones del energético. Pemex hizo estimaciones de las necesidades de petróleo de los países centroamericanos, las capacidades nacionales de producción y distribución, las posibles vías de embarque y mecanismos políticos para conseguir que México aprovechara la situación internacional para convertirse en proveedor de petróleo para el área. Una comunicación del embajador en Guatemala al presidente Manuel Ávila Camacho ilustra el sentido de esta iniciativa:

Contrarrestando la política que lleva a cabo el Ministro Americano en ésta, en la que se ve a las claras que la llamada “política del buen vecino” [...] se traduce en política de aprovechar la situación para vender las mercancías americanas al precio más alto posible, debemos nosotros que demostrar que la política de México hacía sus hermanos del sur –los que deben de constituir nuestra natural esfera de influencia espiritual y material– es la cooperación sincera, sin ventajas transitorias ocasionadas por el desequilibrio mundial, y así se cimentaría una base sólida para que poco a poco reconquistara México, como tiene derecho y obligación de hacerlo, la dirección material y espiritual que en otro tiempo tuvo y su influencia política cuando menos hasta Panamá.11

Sin embargo, el gobierno de Washington no tardó en echar abajo aquel ambicioso proyecto ejerciendo presiones políticas y comerciales sobre México y Centroamérica para asegurarse que las empresas estadounidenses mantuvieran en exclusiva dicho mercado.12

Cabe preguntar en qué medida este fracaso influyó en el retraimiento mexicano con respecto a Centroamérica durante los años subsiguientes, pues no sería sino hasta el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), y más bien bajo el mandato de Luis Echeverría, que se volverían a formular iniciativas de acercamiento económico hacía nuestros vecinos del sur. Conocido por su activismo “tercermundista” poco se ha reparado en que su campaña de proyección internacional estuvo acompañada de planes económicos. Agotado el modelo de desarrollo por sustitución de importaciones, la forma en que su gobierno previó afrontar la crisis del sistema fue mediante la reestructuración de la economía nacional estimulando las exportaciones a países con menor desarrollo. Para ello publicó la Ley para la promoción de las exportaciones mexicanas y la regulación de la inversión extranjera.13 Y en dicho plan, obviamente, Centroamérica ocupaba un lugar fundamental. Empero, el hecho de que su “tercermunismo” se percibía como personalista y altamente costoso, aunado a su enfrentamiento con el capital nacional, la fuga de capitales, la devaluación del peso y la crisis económica del fin de sexenio, terminaron por abortar este intento. Habría que esperar otra oportunidad.

México entra en el conflicto centroamericano: Nicaragua

A la luz de lo anteriormente expuesto, nos interesa problematizar dos aspectos de la interpretación convencional sobre el involucramiento del gobierno mexicano en Centroamérica durante la década de 1980. ¿Es válido considerar las decisiones del presidente López Portillo como “acciones aisladas y casuísticas”? ¿Y acaso la actuación de nuestro gobierno buscó exclusivamente la solución negociada de un conflicto muy sensible para nuestro país, en razón de su proximidad geográfica, o en un inicio tuvo también otros propósitos?

El conflicto centroamericano en su dimensión internacional inició propiamente en 1977. Tras la muerte del comandante Carlos Fonseca Amador en octubre de 1976, el Frente Sandinista de Liberación Nacional se fracturó en tres organizaciones separadas y enfrentadas entre sí. Estas tenían dirigencias, estructuras y estrategias distintas. Una de ellas, la tendencia Insurreccional o Tercerista, propició un cambio trascendental al impulsar una política de alianzas amplias en lo interno y lo externo. Por primera vez una guerrilla centroamericana se propuso obtener el respaldo político, económico y militar de personalidades, organizaciones y gobiernos no socialistas. En el marco de esa nueva estrategia fue que el gobierno mexicano inició su involucramiento en el conflicto centroamericano.

Al concluir el sexenio de Luis Echeverría Álvarez, México se encontraba en una profunda crisis. Además de ya encontrarse agotado el modelo económico por sustitución de importaciones, por primera vez en décadas el tipo de cambio respecto al dólar había variado, pasando de 12.50 a 20 pesos por dólar, y la deuda externa creció de 53 mil a 300 mil millones de pesos entre 1970 y 1976, lo cual sumado a la crisis política resultante del enfrentamiento del poder político con la clase económica y la presión de otros sectores sociales por el agotamiento de las expectativas de movilidad, mantenían al régimen priísta en un permanente cuestionamiento.

Producto de lo anterior es que el nuevo presidente, José López Portillo, inició su mandato buscando paliar la crisis económica. Los primeros pasos fueron tratar de recomponer las relaciones con Estados Unidos y renegociar con los organismos financieros internacionales la deuda externa. México firmó su entrada al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), con lo cual se comprometió a eliminar las disposiciones proteccionistas que resguardaban la industria nacional y renegoció la deuda externa sobre la base de una transformación profunda: fincaría sus finanzas en la exportación de petróleo. De este modo México recuperó la confianza de los organismos financieros internacionales. El flujo de capitales y las promesas de negocios dinamizaron la economía nacional haciendo que se olvidaran los meses de crisis.

Para agosto de 1977, los Terceristas del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) ya habían conformado una propuesta de nuevo gobierno para Nicaragua, integrado exclusivamente por empresarios, intelectuales y personalidades que no podían ser tachadas en el plano internacional de comunistas o guerrilleros. Bajo el nombre de Junta Revolucionaria de Gobierno, estas personas empezaron a visitar a gobiernos de Centro y Sudamérica solicitándoles apoyo político para derrocar a Somoza, presentándoles un plan de gobierno de cinco puntos: régimen democrático de libertades civiles, desaparición de la Guardia Nacional y conformación de un nuevo ejército, expropiación de los bienes de Somoza y sus allegados, economía mixta, no alineamiento internacional y fin de la dependencia de Estados Unidos. Se proyectaba instaurar este nuevo gobierno como resultado de la insurrección popular que los Terceristas planeaban iniciar en octubre de ese año.14

Dicha acción militar no logró el derrocamiento de Somoza. Los propuestos miembros de la Junta de Gobierno pasaron a llamarse Grupo de los Doce, y bajo esa denominación, el 30 de octubre realizaron una primera visita a López Portillo en Los Pinos. En ese momento el presidente rechazó involucrarse de manera directa en el conflicto nicaragüense aduciendo el principio de no intervención, pero se comprometió a brindarles asilo en caso de necesidad.15

Las cosas cambiaron poco después. El giro en las perspectivas económicas de corto plazo impactó directamente en la política interior y exterior mexicana. En el plano interno, López Portillo propuso una reforma del Estado que incluía por primera vez a las fuerzas de izquierda y otorgaba libertad a los presos políticos. En lo internacional, si al inicio del sexenio López Portillo había mostrado un acercamiento con los Estados Unidos, para 1978 diferendos alrededor de la construcción de un gasoducto transnacional tensaron la relación y permitieron al presidente un giro nacionalista. Poderío económico, renovación del discurso político de la Revolución Mexicana y el alejamiento respecto a Estados Unidos abonaron el terreno para que el Grupo de los Doce encontrara una mejor recepción en su siguiente visita.

El nivel del compromiso subió en septiembre de 1978, cuando ya los elementos internos señalados iban muy avanzados y en Nicaragua se desarrollaba la segunda insurrección. En ese mes, López Portillo designó como Encargado de Negocios en ese país al joven diplomático Gustavo Iruegas. Santiago Roel, en ese momento canciller mexicano, le dijo: “vaya usted a Nicaragua a hacer todo lo que pueda por esa gente y su revolución, cuidando las formas, esas son sus instrucciones”.16

La situación económica se terminó de transformar. Muy lejos aparecían los días de la crisis, y para finales de 1978 se empezó a conformar la necesidad de “administrar la abundancia”. Para lograr esto último, José López Portillo instaló la Dirección de Proyectos Especiales de la Presidencia, un organismo cuya tarea era generar diagnósticos y planes de desarrollo sectoriales que debían proyectarse en un horizonte de veinte años plazo y tener un carácter intersecretarial. Para la Dirección el panorama era muy claro: estimaba la población mexicana en el año 2000 en 104 millones de habitantes, lo que significaba crecer un 50% en dos décadas; proyectaba que en dicho plazo México creciera a un ritmo anual del 8% sostenido para alcanzar la meta presidencial de incrementar el ingreso por habitante al nivel de Italia,17 perfilando al país como una potencia regional. ¿Cómo se conseguiría esa meta? La idea era aprovechar el boom petrolero para desarrollar la industria nacional y transformarnos en un país exportador de manufacturas. En estos nuevos planes, Centroamérica tendría un papel fundamental.

El 17 de enero de 1979, López Portillo recibió al Ministro de Relaciones Exteriores de Panamá, quien le comunicó una propuesta del general Omar Torrijos y del presidente venezolano Carlos Andrés Pérez para que México encabezara un movimiento internacional para invadir Nicaragua. Este emisario le hizo saber que ambos estaban dando armas y apoyo a los sandinistas, pero que temían un cambio de actitud en el nuevo gobierno de Venezuela y que se concretara una invasión de Somoza a Costa Rica. López Portillo se negó aduciendo nuevamente el principio de no intervención.18 En ello pesaban, sin decirlo, las posibles consecuencias que una acción de este tipo pudiera tener en la relación bilateral con Estados Unidos.

Un día después de su entrevista con el canciller panameño, el mandatario recibió la visita del coronel Carlos Humberto Romero, presidente de El Salvador. Para López Portillo la situación era clara: Carter le “había movido el tapete” a Somoza y ahora no sabía cómo salir de la crisis. Por su parte, Romero consideraba que para los gobiernos centroamericanos era necesario que Somoza dejara el poder; de no ser así cabría esperar que la crisis política en Guatemala y El Salvador también se agravara, abriendo la puerta a la implantación de “gobiernos castristas” en toda la región. En dicha visita el presidente salvadoreño fue galardonado con el Águila Azteca.19

Por esos mismos días aumentó la tensión con Estados Unidos a raíz de la insistencia norteamericana en adquirir gas y petróleo mexicanos a precios más bajos que los estándares internacionales. En febrero de 1979 Carter visitó México y fue recibido con expresiones tajantes por López Portillo. En sus memorias el mandatario hizo la siguiente reflexión al respecto:

Fui seco y duro en las entrevistas y en discurso. Tanto en el análisis multilateral como en el bilateral: el mundo de influencia de Norteamérica, el mundo libre, no tiene salida para el desarrollo. No hay esperanza y su cancelación es grave. No tienen esquemas substitutivos y eso crea problemas irresolubles como los de Vietnam, Irán y hasta Nicaragua. Insistí mucho en una política superior de energéticos que, ante el pragmatismo norteamericano, sonó a ingenuidad romántica.20

El giro nacionalista en la relación bilateral tomó tintes de enfrentamiento. Incluso se llegó a afirmar que, al terminar aquel discurso, López Portillo musitó un orgulloso: “me lo chingué”.21

El 4 marzo de 1979, en el marco del 50 aniversario de la fundación del Partido Revolucionario Institucional, López Portillo saludó públicamente a los “legítimos representantes del pueblo nicaragüense” y después los invitó a Los Pinos donde se acordó un apoyo económico a la lucha armada a través del PRI.22 Hay que decir que hasta ese momento el involucramiento mexicano en Nicaragua se dio en los círculos más cerrados del poder. Nada de esto fue público y aún hoy son datos no suficientemente ponderados cuando se escribe sobre México y Centroamérica. Poco después vendría el destape.

El 20 de mayo López Portillo anunció el rompimiento de relaciones con el gobierno de Somoza debido a las matanzas que perpetraba contra sus ciudadanos. Mario Ojeda, afirmó al respecto:

El rompimiento de relaciones constituía una importante desviación respecto de la política exterior tradicional. En primer lugar, porque la medida iba dirigida en contra de un gobierno establecido y que había llegado al poder mediante un proceso electoral. Claro está que dicho proceso había sido de dudosa legitimidad. Sin embargo, esa razón no era suficiente para el rompimiento, dado lo común que era ello en América Latina, incluido el caso de México y del propio López Portillo. Pero no fue éste sino otro el argumento que sirvió de base para el rompimiento, el cual fue también novedad. Al basar su decisión no en el origen del gobierno de Somoza sino en sus actos, México se apartaba de su tradición de evitar calificar acciones de otros gobiernos. En opinión del gobierno mexicano, la violación reiterada de los derechos humanos, representada por un evidente genocidio, hacía necesario aislar diplomáticamente a Somoza a fin de apresurar su caída. De ese mismo pecado habían sido acusados Díaz Ordaz y Echeverría por los hechos de Tlatelolco en 1968, pero al parecer el gobierno de López Portillo lo había olvidado.23

Después de romper relaciones con Somoza, el gobierno de López Portillo maniobró en distintos foros internacionales para hacer fracasar los planes de Estados Unidos respecto a Nicaragua. Ejemplo de ello fue la postura que asumió el secretario Jorge Castañeda de la Rosa en la reunión de la Organización de Estados Americanos (OEA) en junio de 1979 donde se discutió la posible conformación de una fuerza multinacional que interviniera en Nicaragua.24 La rotunda negativa mexicana, seguida de los otros países que apoyaban a los sandinistas orillaron a cancelar esta iniciativa. A partir de ese momento quedó en evidencia que el gobierno mexicano respaldaba la inclusión de los guerrilleros en la solución del conflicto.

Al parecer, el apoyo a los sandinistas no se redujo a maniobras diplomáticas y entrega de dinero. Si le damos credibilidad a ciertos testimonios, en junio de 1979 (circa) en el momento final de la crisis nicaragüense, el gobierno mexicano entregó armas y municiones al Frente Sandinista de Liberación Nacional.25 De haber sido así, se habría tratado en todo caso de un aporte muy menor al que brindaron otros países como Cuba, Venezuela y Panamá, en materia de logística militar, a la guerrilla sandinista, sin embargo, habría tenido un sentido simbólico digno de considerar.

Tomando en cuenta el respaldo político, diplomático, monetario y probablemente también militar proporcionado por el gobierno mexicano a la causa antisomocista difícilmente se sostiene la noción de que se trató solamente de “hechos aislados y casuísticos”. Quizá no se trató de un plan fraguado con anterioridad, pero hay sólidos indicios de que el involucramiento mexicano en el conflicto nicaragüense, tuvo la clara intención de favorecer un cambio político de signo revolucionario.

Apoyar a los sandinistas de Nicaragua representaba un cambio inesperado en la política de México hacia los movimientos revolucionarios centroamericanos. En el marco del alineamiento continental con Estados Unidos a partir de la Segunda Guerra Mundial, México implementó un discurso de Guerra Fría en múltiples áreas. Una de las instituciones que condensan este alineamiento fue la Dirección Federal de Seguridad. En sus labores internas la Dirección Federal de Seguridad (DFS) se dedicó a vigilar, perseguir, detener, torturar y desaparecer a disidentes internos, especialmente a los grupos guerrilleros marxistas leninistas, bajo el argumento de que representaban riesgos para la seguridad nacional. Se trató de la llamada guerra sucia.26 Pero esa política también se amplió a los extranjeros. Así, mientras por un lado se daba acogida a numerosos exiliados y se les permitía realizar actividades públicas de denuncia política, por el otro, desde 1960 las instituciones de seguridad mexicanas –el ejército, las policías, migración y la propia DFS– redoblaron su seguimiento a las actividades políticas y conspirativas de los centroamericanos residentes o en tránsito por nuestro país. Durante años, en colaboración con la Agencia Central de Investigaciones estadounidense (CIA), las fuerzas de seguridad mexicanas persiguieron, detuvieron, encarcelaron, expulsaron y en ocasiones entregaron a sus respectivos gobiernos a militantes centroamericanos que usaban el territorio nacional para preparar proyectos revolucionarios socialistas, dando lugar a lo que Fabián Campos Hernández ha llamado la otra guerra sucia mexicana.27

Para el tema que nos ocupa es importante mencionar lo anterior, pues cuando el gobierno de López Portillo decidió apoyar la causa sandinista aún se hallaba inmerso en una sorda confrontación con diversos grupos armados mexicanos y reprimía sin demasiadas contemplaciones a otras organizaciones guerrilleras de Centroamérica que tenían presencia en México. En este sentido el respaldo a la instauración de un gobierno revolucionario en Nicaragua representó también un punto de inflexión en materia de política interior y de seguridad nacional. No se trató de una decisión circunstancial. Muy pronto esta postura se hizo extensiva para el caso de El Salvador y más tarde también para Guatemala.

Un Riesgo Mayor: El Salvador

El triunfo de la revolución nicaragüense tuvo un impacto inmediato en El Salvador. En este país la guerrilla enarbolaba un programa mucho más radical que el Frente Sandinista y ejercía influencia directa sobre sindicatos, asociaciones estudiantiles, centrales campesinas y agrupaciones populares. Durante 1979 la movilización beligerante puso en jaque al gobierno del coronel Romero. En ese contexto, el 15 de octubre se produjo un golpe de estado encabezado por militares reformistas y políticos e intelectuales de centro-izquierda. No obstante, la extrema derecha enquistada en el ejército y los cuerpos de seguridad boicoteó las acciones de la Junta Revolucionaria de Gobierno y recrudeció la represión contra los grupos insurgentes y el movimiento popular. A su vez, la guerrilla incrementó su actividad armada, alentando un estallido insurreccional semejante al de Nicaragua. En enero de 1980, ante la incapacidad de la Junta para contener los excesos de la extrema derecha, el gobierno perdió el respaldo de importantes dirigentes y agrupaciones reformistas. Incluso algunos funcionarios abandonaron sus cargos y se sumaron a la insurgencia. Sin embargo, el Partido Demócrata Cristiano se mantuvo en la Junta en alianza con la cúpula castrense y contando con el respaldo de Estados Unidos y otros gobiernos latinoamericanos como los de Venezuela, Argentina, Honduras y Costa Rica.

Ante la agudización de la crisis salvadoreña, López Portillo declaró en febrero de 1980 durante su visita a Managua: “Ya El Salvador está viviendo su propio proceso definitivo. Creo que hay una buena oportunidad para que ese país centroamericano aproveche la experiencia nicaragüense sin necesidad de extremarla”.28

Esta declaración era un indicio de que el gobierno mexicano iniciaba su involucramiento en este otro conflicto. En abril de aquel año se conformó el Frente Democrático Revolucionario de El Salvador. Bajo sus siglas se aglutinaron socialdemócratas y disidentes demócrata cristianos así como las organizaciones sociales ligadas a las organizaciones guerrilleras; juntos conformaban la cara civil del movimiento revolucionario que buscaba derrocar al gobierno. Según reportes de la cancillería salvadoreña, el 16 de junio el embajador de México en la República Federal de Alemania, Octavio Campos Salas, ofreció una recepción al cuerpo diplomático acreditado en dicho país con un solo objetivo: presentar al Frente Democrático Revolucionario como “legítimo representante” del pueblo salvadoreño.29 Gestos como este hacían evidente que hacia mediados de 1980 el gobierno mexicano ya había tomado partido en la confrontación interna que desangraba a El Salvador.

La decisión del presidente López Portillo de desarrollar una política activa ante los conflictos centroamericanos fue acompañada por intentos de incrementar la presencia económica de México en el área. El 3 de agosto de 1980, México y Venezuela firmaron el Acuerdo de San José. Mucho se ha escrito sobre el papel de este pacto como una iniciativa latinoamericana para solventar la crisis energética de Centroamérica y el Caribe.30 Pero poco se ha dicho sobre dos aspectos fundamentales de este acuerdo: primero, que la no discriminación política para proveer petróleo no dejó nunca de ser meramente discursiva; el gobierno democristiano de Venezuela no estuvo dispuesto a venderle petróleo a Cuba ni a la Nicaragua sandinista, por lo que México asumió totalmente esos rubros y, a la vez, nunca intentó suministrar hidrocarburo a aquellos países del Caribe que tenían una relación privilegiada con Venezuela. En este sentido, el Acuerdo de San José debe de verse como un reparto del mercado regional entre dos países que delimitaban de esta forma sus áreas de influencia. En segundo lugar, debe de señalarse que una de las clausulas para lograr plazos de crédito favorables a los países compradores –uno de los aspectos más afamados del acuerdo– estaba ligado a proyectos de desarrollo energético que debían de consumir un alto porcentaje de materias primas de los países proveedores, es decir que mediante el acuerdo se buscaba impulsar los intereses comerciales de los dos gobiernos que patrocinaron este acuerdo.

En ese mismo mes el presidente López Portillo dejó en claro la visión de su gobierno sobre el futuro político de la región. En el discurso que dio en la Plaza José Martí durante una visita que hizo a Cuba, el mandatario declaró que no había dos modelos de revolución en América Latina, el mexicano y el cubano, como podrían pensar algunos, sino una sola necesidad histórica de la región: hacer la revolución. Y ahora en Centroamérica se presentaba la oportunidad de aprovechar las virtudes y superar las limitaciones de ambos modelos. Se trataba de impulsar una propuesta de futuro exclusivamente latinoamericana, sin injerencias imperialistas, refiriéndose obviamente a Estados Unidos.31

En cuanto a El Salvador, a finales de ese mismo mes, López Portillo nombró como encargado de negocios a Gustavo Iruegas, el mismo diplomático que había desempeñado un papel fundamental en la instrumentación de la política mexicana hacía Nicaragua durante el curso de la insurrección sandinista.32 El hecho de que un diplomático de rango menor y simpatizante de la insurgencia fuera colocado al frente de aquella legación indicaba la intención de mantener un perfil bajo en las relaciones con el gobierno salvadoreño y a la vez asegurar un enlace directo en dicho país con los grupos guerrilleros y la oposición civil. En palabras del propio Iruegas:

A diferencia de Nicaragua, no íbamos a hacer contactos, ya estaban hechos, la misión era clara. Antes de partir ya había concertado con mis contactos con Carmen Lira dos reuniones: una con dos guerrilleros que estaban aquí y otra con los jefes de un movimiento de personalidades democráticas, entre las que se encontraba un exministro de Agricultura que se habían reunido privadamente con el canciller Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa.33

Ciertamente, según su propio testimonio y el de diversos jefes guerrilleros de El Salvador, Iruegas jugó un destacado papel como enlace entre el gobierno mexicano y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, proporcionando al primero información de primera mano sobre la consolidación militar de la insurgencia y brindándole a la vez un importante apoyo político y operativo al movimiento revolucionario hasta mediados de 1981 en que finalizó su gestión en aquella Embajada.34

Este nivel de involucramiento en el conflicto salvadoreño por parte del gobierno mexicano evidenciaba una decisión mucho más arriesgada que con respecto al proceso insurreccional de Nicaragua. En el caso nicaragüense, la participación mexicana se había producido en el marco de una alianza muy amplia de gobiernos latinoamericanos y cuando ya el conflicto estaba cerca de su desenlace, de manera que los riesgos asumidos por el gobierno mexicano fueron menores. En cambio, para mediados de 1980, cuando se decidió respaldar a las fuerzas revolucionarias de El Salvador, ya habían tenido lugar cambios importantes en el escenario regional. Un año antes el gobierno de Carter había jugado un papel activo en la crisis nicaragüense, retirándole su apoyo a Somoza; asimismo, en el caso de El Salvador la administración estadounidense había respaldado el golpe de estado de los militares reformistas. En cambio, ahora no estaba dispuesto tolerar un nuevo triunfo revolucionario en Centroamérica por lo que apoyaba de manera decidida al gobierno salvadoreño. Del mismo modo los nuevos mandatarios de Venezuela y Costa Rica se habían distanciado del gobierno sandinista y respaldaban la política norteamericana con respecto a El Salvador. En este contexto México se convirtió en el principal simpatizante no socialista de la insurgencia salvadoreña, solo secundado en su postura por el gobierno panameño.

El riesgo que conllevaba asumir esta decisión puede llevarnos a considerar que probablemente el gobierno mexicano se había formado una alta expectativa sobre las posibilidades de la guerrilla para poner en jaque al gobierno salvadoreño y capitalizar la efervescencia insurreccional del movimiento de masas. Ciertamente, durante 1980, a pesar de la violenta represión desencadenada por la extrema derecha contra el movimiento popular, las agrupaciones revolucionarias incrementaron notoriamente su capacidad operativa gracias a la incorporación masiva de nuevos combatientes, así como al entrenamiento y respaldo logístico proporcionado de manera ostensible por Cuba y Nicaragua.35

En el mes de diciembre, ante el agravamiento del conflicto y la inminente llegada de Ronald Reagan a la presidencia estadounidense, la administración Carter consideró seriamente entablar negociaciones con la guerrilla. La cancillería mexicana no fue ajena a dicha iniciativa. Sin embargo, una lectura equivocada de la coyuntura y el desacuerdo entre los propios dirigentes del FMLN echaron por tierra esta opción.36 En cambio en los primeros días del año siguiente las fuerzas revolucionarias lanzaron su primera ofensiva general. Dicha acción no logró sus propósitos de dividir al ejército, poner en crisis al gobierno y extender la insurrección. Pero, aunque el FMLN no contaba con la fuerza necesaria para tomar el poder, a partir de entonces la guerra de guerrillas se generalizó en el país y amplias áreas rurales quedaron bajo control rebelde. La prolongación del conflicto salvadoreño y el cambio de administración en Estados Unidos hacían prever un escenario regional de mayor confrontación. Aun así México sostuvo su decisión de respaldar por diversos medios al gobierno sandinista y al movimiento revolucionario de El Salvador.

“Va a ser una época sumamente difícil para México, para nuestra política exterior”

Del 9 al 12 de febrero de 1981 tuvo lugar una reunión a puerta cerrada entre el secretario Castañeda y Álvarez de la Rosa y los embajadores mexicanos en Centroamérica y el Caribe. En la sesión inaugural, el canciller subrayó la importancia de este evento que, en su opinión, “no podría ser más oportuno ya que de acuerdo con la Política Exterior trazada por el señor Presidente de la Republica, nuestras relaciones con los países de Centroamérica y el Caribe ocupan un lugar de máxima prioridad en nuestro quehacer internacional”. Para el secretario, “la dinámica de los acontecimientos en el exterior” y “la impresionante evolución de México” obligaban a revisar la “forma y nivel” de la presencia mexicana en la región.37

Para explicar los principales elementos de aquella “impresionante evolución” del país a que hacía referencia Castañeda y Álvarez de la Rosa, y que era el trasfondo de la diplomacia activa propia del sexenio de López Portillo, a la reunión de embajadores fueron invitados tres de los principales responsables de señalar el rumbo económico de México: el secretario de Patrimonio y Fomento Industrial, José Andrés de Oteyza, el subsecretario de Comercio Exterior, Héctor Hernández, y Rodolfo Moctezuma Cid, encargado de la Dirección de Proyectos Especiales de la Presidencia. Ellos expusieron ante los diplomáticos las proyecciones del desarrollo nacional a los cuales nos hemos referido, así como ciertos aspectos que dificultaban su concreción.

El secretario Oteyza subrayó que el proceso de industrialización llevaba casi cuatro décadas. En dicho lapso se había desarrollado una industria protegida y subsidiada, ­modelo que no era funcional para impulsar la exportación de manufacturas. Lo ­ejemplificaba de la siguiente manera: DINA, la empresa estatal fabricante de automotores, producía tractores con tecnología japonesa que se vendían en el mercado mexicano, pero que resultaba imposible exportarlos ya que, aun considerando el costo de transportación, a los países de Centroamérica y el Caribe les era más barato comprar tractores directamente a Japón. Lograr que la producción mexicana fuera competitiva implicaba llevar a cabo transformaciones estructurales, pero México necesitaba empezar a exportar para cambiar las dinámicas de producción. Un ejemplo era la forma en que se aprovechaba la relación especial que había con Cuba, que compraba tractores mexicanos a pesar del sobreprecio. La lección era clara: el establecimiento de nuevas alianzas podría permitirle a México incrementar y diversificar sus exportaciones a Centroamérica y el Caribe.

Esta expectativa en el terreno económico se correspondía con lo expresado por el secretario Castañeda acerca de la posibilidad que se planteaba para México, si no de ejercer un liderazgo regional, cuando menos sí de “influir positivamente para que algún día haya en esos países Gobiernos que sean para nosotros interlocutores básicos, que si bien puedan no estar de acuerdo con todas nuestras posiciones, por lo menos permitan con México un dialogo constructivo”. Y como ejemplo de estas relaciones, mencionaba los casos de Nicaragua, Venezuela y Cuba.

Es de notar que estos ambiciosos proyectos en materia económica y política tuvieran como escenario de instrumentación una zona en conflicto. Pero en la perspectiva del canciller, la turbulencia política que experimentaba Centroamérica había que interpretarla como una coyuntura histórica; la crisis anunciaba “una etapa de transformaciones fundamentales [...] una época que podría propiciar profundas transformaciones de carácter social”. Si bien Castañeda fue muy cuidadoso al expresar sus puntos de vista al respecto, algunos de los representantes mexicanos en Centroamérica que asistían a la reunión manifestaron abiertamente su convicción de que dicha circunstancia configuraba un escenario de oportunidad que podría permitirle a México impulsar sus objetivos económicos, forjar nuevas alianzas y fortalecerse políticamente.

“Si estamos fortaleciendo y ayudando a la Revolución sandinista estamos fortaleciendo la nuestra”, sentenció el embajador en Nicaragua, Julio Zamora Bátiz, al definir el carácter del apoyo mexicano: “Entre más Gobiernos democráticos y progresistas existan en América Latina, mayor ayuda tendremos en nuestra tarea de desarrollarnos y de defendernos de las acometidas del imperialismo”. Por su parte Gustavo Iruegas, destacado en El Salvador, también señalaba sin ambages:

Por razones morales, por motivos de seguridad, por conveniencia económica, porque es necesario frenar al imperialismo y porque el imperativo histórico así lo exige, México debe alentar la existencia en la región de gobiernos democráticos de amplio respaldo popular, de carácter nacionalista, y comprometidos en la búsqueda de la justicia social para sus propios pueblos.

El apoyo mexicano al gobierno sandinista, la situación de Guatemala y la postura ante el proceso revolucionario salvadoreño fueron materia de interesantes discusiones a lo largo de la reunión. El embajador Zamora Bátiz destacó la magnitud de la ayuda brindada a Nicaragua desde la caída de Somoza. Según sus datos, México era, sin lugar a dudas, el principal apoyo económico del régimen revolucionario, aunque ciertamente la ayuda fluía de manera desordenada por la propia descoordinación de las instancias mexicanas. Este apoyo era altamente ponderado por los dirigentes sandinistas que profesaban hacia México y su presidente “gran respeto... gran consideración” y no dejaban de expresar “su interés por vincularse más, económicamente” a nuestro país. No obstante el diplomático se mostraba un tanto escéptico con respecto a sus resultados a más largo plazo, señalando el riesgo de que el esfuerzo mexicano pudiera ser capitalizado por “el otro imperialismo”, refiriéndose a la creciente influencia cubana y del bloque socialista en el país centroamericano, para lo cual proponía “ser más consistentes” en buscar que el respaldo a la revolución en Centroamérica abonara efectivamente al establecimiento de “gobiernos representativos... que no se deterioren hacia una dictadura”.

En cuanto a la situación guatemalteca, los registros de la reunión hacen evidente que aún no se hacía manifiesta una política de apoyo al movimiento revolucionario como en los casos de Nicaragua y El Salvador, aunque al parecer desde el año anterior instancias del gobierno habían establecido un acuerdo inicial con las Fuerzas Armadas Rebeldes.38 Como militar de carrera, el embajador Rafael Macedo Figueroa expresó una opinión autorizada sobre los avances de la guerrilla en el terreno militar, pero no profundizó en el conflicto social ni expresó mayor simpatía por la insurgencia. Su principal interés fue exponer algunas características del gobierno guatemalteco, como su carácter represivo, la enorme influencia en su interior de intereses oligárquicos y el poder político adquirido por el ejército. Acerca de la relación bilateral, esta se hallaba afectada por opiniones antimexicanas características de la extrema derecha de dicho país, cuestionamientos al respaldo de México a la independencia de Belice y acusaciones de que la guerrilla que operaba en la región fronteriza se movía con libertad en territorio mexicano.

Sobre esto último el secretario Castañeda señaló que el presidente había ordenado darle seguridades al gobierno guatemalteco de que no había rebeldes de su país en territorio nacional, pero que de ninguna manera México cooperaría “en la guerra contra las guerrillas de oposición y la oposición que tienen allá”. Y asimismo hizo mención de que las recientes maniobras del ejército mexicano en la frontera sur habían tenido también el propósito de “mandar una señal a Guatemala muy directa, muy sutil”.

En cuanto al caso salvadoreño, el análisis de Gustavo Iruegas se enfocó en las consecuencias inmediatas de la “Ofensiva final” lanzada por la guerrilla apenas un mes antes. Según su opinión, aunque esta acción militar no había culminado con una victoria, el FMLN había mostrado que tenía capacidad para derrotar al gobierno. A partir de enero el conflicto se desarrollaba en el campo como un “enfrentamiento entre dos ejércitos”, e incluso la insurgencia contemplaba la instalación de un gobierno provisional en alguno de los territorios que tenía bajo su control. Pero el curso del conflicto era incierto. El ejército salvadoreño estaba recibiendo armamento y asesoría estadounidense. Iruegas preveía que, si los rebeldes no alcanzaban el triunfo en los próximos tres meses, podría generarse un escenario catastrófico:

Se iniciará entonces una guerra popular que rebasará las fronteras de El Salvador, acelerará y modificará el proceso revolucionario guatemalteco, se complicará con la programada independencia de Belice, se extenderá a territorio hondureño, involucrará al gobierno revolucionario de Nicaragua, amenazará al gobierno revolucionario de Cuba y beneficiará a la economía de guerra norteamericana. México no podrá considerarse ajeno al conflicto.

Según Iruegas, la insurgencia salvadoreña consideraba al gobierno mexicano como su aliado político más importante. Él estaba convencido de que nuestro país estaba “llamado a protagonizar momentos difíciles en el desarrollo del proceso revolucionario”. Los rebeldes salvadoreños necesitaban urgentemente el “solidario aporte de la nación y el Estado mexicanos en su proceso de legitimación internacional”. Y, ante la creciente intervención de Estados Unidos, México debía empeñar su “gran fuerza moral que tantos años de actuación internacional justa y valiente le han permitido acumular, para fustigar y, de ser posible, expulsar al intruso”.

En efecto, el reciente cambio de administración en los Estados Unidos anunciaba una mayor complicación del escenario centroamericano. El secretario Castañeda preveía que el nuevo gobierno republicano concentraría sus esfuerzos en impedir que en El Salvador y Guatemala triunfara la insurgencia; también probablemente buscaría derrocar a los regímenes revolucionarios de Cuba y Nicaragua. “Va a ser una época sumamente difícil para México, para nuestra política exterior”, anunciaba preocupado. Muy pronto la “fuerza moral” del país, su prestigio internacional, iba a ser sometida a “una prueba muy dura” en Centroamérica. Pero no había marcha atrás:

Tenemos cierta obligación de ser consistentes, de no abandonar ciertos principios que [...] han definido a la nación desde su independencia; pero no va a ser fácil [...] porque al hacerlo –y tendremos que hacerlo– [...] nos vamos a encontrar en un plano de confrontación con los Estados Unidos y habrá que mantener esa posición como nos ha ocurrido en el pasado en muchas otras ocasiones [...] a pesar de todos los riesgos que pudiera representar [...].

Hacer valer el principio de la no intervención en esta coyuntura era una decisión política pero también una definición histórica. No hacerlo “afectaría profundamente nuestro ser nacional” sostenía el secretario de Relaciones Exteriores. “Dejaríamos de ser México”, sentenciaba categórico.

Intentos de mediación

En los meses que siguieron a la reunión de embajadores, el gobierno mexicano resolvió dar un paso decidido en relación al conflicto salvadoreño, que tras la ofensiva guerrillera de enero había caído en cierto impasse. Aunque las acciones de guerra se extendieron a amplias zonas del país, era claro que el FMLN no tenía capacidad para lanzar una nueva ofensiva general en el corto plazo y enfrentaba los embates del ejército gubernamental. Por su parte, Estados Unidos y la Junta de Gobierno se negaban a entablar cualquier tipo de negociación con la insurgencia. Ante esta situación el presidente López Portillo dio paso a una propuesta que conjugaba un llamado a la solución negociada del conflicto y lo planteado por Iruegas en la reunión de embajadores en el sentido de respaldar la “legitimación internacional” del FMLN. En el impulso de esta iniciativa se consideró también otra idea esbozada por Castañeda en el encuentro de febrero: la de impulsar una acción colectiva, junto con otros gobiernos de la región, en aras de “restablecer cierto grado de paz” en Centroamérica.39 Aunque al no encontrar otro gobierno latinoamericano que acompañara su propuesta, el secretario Castañeda buscó el respaldo del gobierno de Francia que encabezaba el socialista François Mitterrand.40

El 28 de agosto de 1981 se dio a conocer la famosa Declaración Franco-Mexicana sobre el conflicto salvadoreño firmada por los cancilleres de ambos países. En ella se establecía que El Salvador estaba urgido de cambios sociales, económicos y políticos “fundamentales” y se reconocía a la coalición insurgente como una “fuerza política representativa”, avalando su disposición a “asumir las obligaciones y ejercer los derechos” derivados de dicha condición. Francia y México hacían un llamado a la comunidad internacional para evitar “toda [...] injerencia en los asuntos internos de El Salvador”, pero a la vez manifestaban con claridad que la solución del conflicto debía contemplar el establecimiento de “un nuevo orden interno”, la reestructuración de las fuerzas armadas y la celebración de elecciones “auténticamente libres”.41

Así como en su momento la ruptura de relaciones con el régimen somocista había mostrado la disposición del presidente López Portillo a asumir un acompañamiento activo del proceso nicaragüense, esta declaración sobre El Salvador estableció las definiciones fundamentales que regirían la actuación mexicana ante el conflicto regional de allí en adelante, señalando que los procesos revolucionarios tenían su origen en causas internas, que la solución de los conflictos pasaba por la negociación entre las partes enfrentadas y debía conducir a transformaciones sustantivas sociales y políticas y que, en la medida en que el bando insurgente asumiera este compromiso, contaría con el apoyo del Estado mexicano.

Consecuentemente con ello, poco después, el gobierno mexicano auspició la instalación de la representación oficial del FMLN-FDR en el Distrito Federal. Con el transcurso de los años esta suerte de “embajada” llegó a contar con diversas oficinas, personal operativo y cuadros especializados en la gestión diplomática. Este fue un recurso estratégico que los rebeldes aprovecharon con singular habilidad a todo lo largo de la guerra. A la vez, las embajadas mexicanas, no solo en la región sino en otras partes del mundo, prestaron apoyo de muy distinto tipo a la movilidad, las comunicaciones y las gestiones internacionales de los “diplomáticos” guerrilleros.42

En un artículo publicado recientemente la profesora Ana Covarrubias destaca un aspecto poco mencionado sobre la Declaración Franco-Mexicana: el fuerte contraste entre la recepción favorable que tuvo por parte de gobiernos europeos como los de Noruega, Suecia, Holanda, Irlanda y la República Democrática Alemana, mientras que en América Latina únicamente Nicaragua y Granada se adhirieron a ella. Covarrubias señala que, en el ámbito regional, la declaración tuvo como consecuencia el aislamiento de México, pues además de la reacción airada de El Salvador y los Estados Unidos, el gobierno venezolano encabezó una postura de rechazo tajante a la misma, la llamada Declaración de Caracas, que secundaron Colombia, Argentina, Bolivia, Chile, Guatemala, Honduras, Paraguay y República Dominicana. Al parecer, esta reacción ya había sido prevista por el secretario Castañeda, quien la minimizó al declarar: “No es la primera vez que México se encuentra aislado de sus hermanos latinoamericanos, ni tampoco será la última”.43

Ciertamente el gobierno mexicano se mantuvo firme y no cejó en su empeño de contener la agresiva política estadounidense. Con este fin propuso diversas iniciativas en pro del diálogo y la negociación entre las partes enfrentadas. En noviembre de 1981 tuvieron lugar en territorio mexicano pláticas secretas entre el secretario de Estado estadounidense, Alexander Haig, y el vicepresidente cubano, Carlos Rafael Rodríguez. Para lograr que se sentaran a la mesa el presidente López Portillo había echado mano de todos sus argumentos, llegando inclusive a pedirle a Ronald Reagan que “le devolviera el favor que le había hecho al dejar de invitar a Castro” a la Cumbre del Diálogo Norte-Sur. Sin embargo, durante las pláticas quedó claro que para Estados Unidos resultaba inaceptable la alianza de Cuba con la Unión Soviética, su intervención militar en África, la presencia de asesores cubanos en Nicaragua y el apoyo a las guerrillas de Guatemala y El Salvador. El secretario Haig cerró las pláticas con una demanda: “Si quieren hablar en serio, nosotros también. Pero necesitamos un contexto para las discusiones, y algún tipo de señal de su parte de que lograremos resultados”.44 Estados Unidos no abandonaría tan fácilmente su postura, y eso se confirmó cuando, de manera casi simultánea a dichas pláticas, fueron asignados 20 millones de dólares para acciones encubiertas contra Nicaragua.

No obstante la reticencia de Reagan, México lo volvería a intentar. El 21 de febrero de 1982, durante su segunda visita a Nicaragua, López Portillo definió la situación en el Circuncaribe como un problema de tres nudos: la relación Cuba-Estados Unidos, Estados Unidos-Nicaragua y el conflicto en El Salvador. Señaló que la forma de resolverlos estaba condicionada a negociaciones bilaterales y paralelas, y se ofreció como intermediario para facilitar las conversaciones. Cuba y Nicaragua aceptaron de inmediato, pero Washington solo aceptó luego de fuertes presiones de la oposición demócrata: “No estábamos interesados en la iniciativa desde el principio... pero el Congreso y la opinión publica nos emboscaron. Teníamos que acceder a negociar o parecer poco razonables”.45

En marzo, Fidel Castro escuchó de voz de Vernon Walters las condiciones de Estados Unidos para la normalización de la relación bilateral. Cuba debía cesar su apoyo a las guerrillas en Centroamérica y Colombia, retirarse de Angola y Nicaragua y aceptar el regreso de los delincuentes enviados en El Mariel. La respuesta de Castro fue que el regreso de los “excluibles” era un tema sencillo, que desde hacía un año Cuba había suspendido el abastecimiento logístico a Nicaragua y al FMLN y que estaba dispuesto “a apoyar constructivamente el plan de López Portillo para llegar a un acuerdo en El Salvador”. Sin embargo, ni Walters ni Reagan quisieron confiar en el líder cubano y en consecuencia este nuevo encuentro propiciado por México culminó también con un fracaso.46

El camino a Contadora

Al no fructificar las iniciativas de negociación se exacerbó el conflicto en Centroamérica. Para 1982 la Junta de Reconstrucción Nacional de Nicaragua había perdido a la mayor parte de sus miembros moderados, algunos de los cuales se integraron a las filas contrarrevolucionarias. Los sandinistas, por su parte, firmaron un acuerdo de cooperación económica con la Unión Soviética y estrecharon lazos con el Bloque Socialista. Esta alianza era vital para consolidar sus fuerzas armadas y defender el proyecto revolucionario. Desde luego Estados Unidos tuvo en ello el pretexto ideal para endurecer sus medidas económicas y políticas contra el gobierno nicaragüense y redoblar su apoyo a los grupos contrarrevolucionarios instalados en Honduras, Costa Rica y la Costa Atlántica.

En El Salvador, el FMLN había logrado resistir las ofensivas del ejército contra sus bastiones rurales en el centro y oriente del país a pesar de la campaña de tierra arrasada emprendida por las fuerzas gubernamentales que cobró miles de vidas y provocó la salida de masiva de refugiados hacia México, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Belice. Gracias a la asesoría y al armamento recibido de países como Cuba, Vietnam y Libia, la guerrilla salvadoreña pudo consolidar sus fuerzas e iniciar acciones ofensivas de mayor envergadura. De manera paralela, la ayuda estadounidense permitió al ejército gubernamental multiplicar sus efectivos e incrementar su arsenal (incluyendo la renovación total de su fuerza aérea). Asimismo, un centenar de asesores y agentes de inteligencia norteamericanos fueron desplegados en El Salvador. Su presencia fue clave para cohesionar al ejército y redefinir la estrategia contrainsurgente.

De manera paralela al recrudecimiento de la guerra tuvieron lugar en El Salvador importantes procesos de transformación política auspiciados por Estados Unidos. En marzo de 1982 se celebraron elecciones generales para elegir una Asamblea Constituyente y aunque la guerrilla intentó boicotear las votaciones estas se llevaron a cabo. En este proceso quedó de manifiesto que la Democracia Cristiana y el naciente partido Alianza Republicana Nacionalista (Arena), de ultraderecha, no eran solo los principales referentes del juego electoral, sino que tenían gran poder de convocatoria y contaban con un efectivo respaldo social. En esta medida, la rebelión popular daba paso a una auténtica guerra civil. Cuando en mayo la Junta encabezada por José Napoleón Duarte entregó el poder al presidente provisional Álvaro Magaña, El Salvador se hallaba en guerra pero también estaban en curso cambios fundamentales de carácter social, como la reforma agraria, y había iniciado la renovación “democrática” del sistema político.

En Guatemala las cosas siguieron un rumbo muy distinto. A pesar de contar con amplio respaldo popular, la guerrilla no alcanzó a consolidar sus fuerzas militares y sufrió graves reveses en el campo y la ciudad desde mediados de 1981, cuando el ejército inició su gran ofensiva contrainsurgente. La represión y las masacres se recrudecieron tras el golpe de Estado de marzo de 1982 que llevó al poder al general Efraín Ríos Montt. Además de cobrar miles de víctimas civiles, la campaña de tierra arrasada provocó la huida en masa de campesinos indígenas hacia territorio mexicano dando lugar a una crisis humanitaria de grandes proporciones que colocó a nuestro gobierno en una situación sumamente comprometida.

En cuanto al resto del Istmo, Panamá había sufrido un duro golpe con la sospechosa muerte del general Omar Torrijos en un accidente de aviación. Si bien el gobierno panameño se mantuvo al lado de Nicaragua y de los revolucionarios salvadoreños, su activismo regional se redujo notoriamente. Costa Rica se alineó plenamente con Estados Unidos. El presidente Luis Alberto Monge entabló una dinámica de confrontación con el gobierno sandinista y toleró que la Contra nicaragüense operara en su territorio.

Honduras era un caso extremo. Se había convertido en pieza fundamental de la estrategia estadounidense para combatir la revolución en Centroamérica. No solo su gobierno estaba plegado a los designios de Washington, sino que, desde el año anterior, el territorio nacional albergaba instalaciones militares estadounidenses donde se coordinaban misiones de inteligencia y operaciones especiales contra Nicaragua y el FMLN. Además, el ejército y las fuerzas de seguridad colaboraban abiertamente con la Contra nicaragüense que había sentado sus reales en zonas aledañas a la frontera con Nicaragua. A la vez libraban una “guerra sucia” contra las pequeñas agrupaciones guerrilleras de Honduras y las guerrillas de El Salvador que trasegaban armas a través del país.

Dada la situación, el panorama catastrófico descrito por Gustavo Iruegas en la reunión de embajadores parecía concretarse. La guerra comenzaba a desbordar las fronteras. Inevitablemente la intromisión de Estados Unidos y sus aliados por un lado, y de Cuba y el bloque socialista por el otro, situaba el conflicto regional en el marco de la confrontación Este-Oeste. Por si fuera poco, que Estados Unidos tuviera tropas y aeronaves estacionadas en Honduras y realizara periódicamente maniobras navales en los litorales centroamericanos, hacían patente la amenaza de una intervención militar directa, la cual incluso se podría extender a Cuba.47 En este escenario los espacios de acción de la diplomacia mexicana se estrechaban críticamente.

En agosto de 1982 se presentó la oportunidad de impulsar otra vez una acción colectiva con respecto a Centroamérica, cuando el presidente venezolano Luis Herrera Campins propuso a México impulsar de manera conjunta una nueva iniciativa de diálogo. Ambos gobiernos acordaron convocar por escrito a cada una de las partes confrontadas con quien tuvieran, respectivamente, mayor cercanía política. De esta manera quedaba atrás el distanciamiento que se había producido a raíz de la Declaración Franco-Mexicana. Si bien ante la negativa de algunos gobiernos alineados con Estados Unidos dicho esfuerzo no rindió frutos en lo inmediato, unos meses después, iniciando el sexenio de Miguel de la Madrid, habría de dar lugar a la iniciativa de paz del Grupo Contadora.

Consideraciones finales

Hemos visto que la política de López Portillo hacía Centroamérica no se constituyó de hechos aislados ni de acciones casuísticas, sino que de manera sistemática se propuso respaldar los procesos de cambio sociopolítico que apuntaban a la instauración de gobiernos revolucionarios en el Istmo. Esta decisión estuvo determinada por la evolución de los conflictos internos en los propios países centroamericanos y la actitud adoptada ante ello por la administración Carter. Pero también gravitaron en ella de manera específica los ambiciosos planes de desarrollo económico planteados por la presidencia de la república, el contrapunto con Estados Unidos en torno a la cuestión petrolera y la intención de renovar la legitimidad interna del régimen priísta en concordancia con la reforma política de 1977.

Entre 1978 y 1981 se establecieron las principales pautas del involucramiento mexicano en Centroamérica, a saber:

 La interpretación de los conflictos en Nicaragua, El Salvador y Guatemala como procesos de origen interno que expresaban la necesidad apremiante de cambios políticos, económicos y sociales.

 Respaldo económico y político al gobierno sandinista de Nicaragua y establecimiento de relaciones, acuerdos políticos y mecanismos de colaboración con grupos insurgentes de El Salvador y Guatemala.

 Acogida de asilados y refugiados y denuncia de violaciones graves a los derechos humanos.

 Oposición abierta a la política intervencionista de Estados Unidos.

 Promoción y acompañamiento de soluciones negociadas tanto en el caso de la confrontación regional y como de los distintos conflictos nacionales.

Es de subrayar que todas las iniciativas en pro del diálogo y la negociación presentadas por México desde la Declaración Franco-Mexicana en adelante fueron planteadas cuando el país enfrentaba la peor crisis económica que había sufrido después de la Revolución. Esto significaba entrar “en un plano de confrontación con los Estados Unidos”, a decir del canciller Castañeda, pero al mismo tiempo debía considerarse que dicho país era el principal acreedor y socio comercial de México, y que tenía un peso decisivo en los organismos financieros internacionales, por lo cual una buena relación con Washington resultaba crucial para paliar la crisis. Sobre esta situación paradójica los estudiosos del tema han dicho poco. Convendría explorar más a fondo cómo enfrentó este desafío la diplomacia mexicana pues, a pesar del riesgo que ello implicaba y actuando muchas veces en el filo, México siguió involucrado a fondo en el conflicto centroamericano sin voltear jamás la espalda a sus amigos revolucionarios.

Finalmente cabe recalcar que durante el sexenio de José López Portillo se definió una política de Estado con relación a los conflictos centroamericanos. Inclusive considerando que buena parte del cuerpo diplomático y funcionarios de otras dependencias gubernamentales desconocían los entretelones de esta política, en particular en cuanto se refiere a la dimensión y los alcances que tuvo el apoyo a la insurgencia centroamericana, es un hecho que el rumbo trazado por López Portillo y Jorge Castañeda asumió a la larga un carácter transexenal, pues en sus pautas generales, señaladas arriba, se mantuvo vigente durante los gobiernos de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari, alcanzando su momento culminante con la firma de los Acuerdos de Chapultepec, que consignaron el fin de la guerra civil en El Salvador.

Repositorios

Archivo Histórico “Genaro Estrada” de la Secretaria de Relaciones Exteriores de México.

Archivo Diplomático de la República de El Salvador.

Archivo de la Comisión Político-Diplomática del FMLN.

Entrevistas

Entrevista al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Rebeldes de Guatemala, Pablo Monsanto, marzo de 2014.

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Notas del capítulo

1 Doctor en Estudios Latinoamericanos. Investigador del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM.

2 Maestro y candidato a Doctor en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Profesor de la Universidad Iberoamericana y del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey.

3 Mario Ojeda, México y Cuba revolucionaria: cincuenta años de relación, México, El Colegio de México, 2008, pp. 116 y 117.

4 Mario Ojeda, México: el surgimiento de una política exterior activa, México, SEP, 1986.

5 Olga Pellicer (ed.), La política exterior de México: desafíos de los ochenta, México, CIDE, 1983.

6 Además de los ya citados libros de Mario Ojeda, México. Surgimiento de una política exterior activa y Olga Pellicer, (eds.), La política exterior de México, el Fondo de Cultura Económica publicó en esos años otros dos libros importantes sobre el tema: Miguel Messmacher, Santiago Genovés, Margarita Nolasco, et al., Dinámica maya: los refugiados guatemaltecos, México, FCE, 1986, y Víctor Flores Olea, (ed.), Relación de Contadora, México, SRE-FCE, 1988. Asimismo, el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) publicó la colección Relaciones Centroamérica-México, coordinada por Adolfo Aguilar Zínser y Rodrigo Jauberth Rojas, en la que participaron destacados investigadores de diversas instituciones nacionales.

7 Mario Ojeda al hacer un balance del rompimiento de relaciones con Somoza y la Declaración Franco Mexicana, señalaba: “Ante esta situación, el gobierno de México decidió involucrarse activamente en la política de la región, en forma diplomática, como gestor de una paz negociada. En un principio las acciones de México fueron aisladas y más bien casuísticas”, Mario Ojeda, Retrospectiva de Contadora. Los esfuerzos de México para la paz en Centroamérica (1983-1985), México, Colmex, 2007, pág. 14.

8 Como un ejemplo reciente puede referirse el evento conmemorativo del vigésimo aniversario de los Acuerdos de Paz de El Salvador organizado por la Cancillería, cuyas ponencias fueron publicadas en el número especial de 2013 de la Revista Mexicana de Política Exterior.

9 Una excepción en este sentido la constituye el libro monumental de Luis G. Zorrilla, funcionario de la Cancillería, Relaciones de México con la república de Centro América y con Guatemala, México, Editorial Porrúa, 1984, que documenta ampliamente el desarrollo de las relaciones diplomáticas con el vecino país.

10 Este planteamiento se desarrolla con amplitud en el libro de Manuel Ángel Castillo, Mónica Toussaint y Mario Vázquez Olivera, Centroamérica, México, SRE, 2010, (Historia de las Relaciones Internacionales de México, 2).

11 Carta de Francisco del Río y Cañedo a Manuel Ávila Camacho, 5 de marzo de 1942, en Archivo Histórico Genaro Estrada de la Secretaría de Relaciones Exteriores, en adelante se citará como AHGE, 34-6-13, folio 4.

12 AHGE, expedientes LE-592 y 34-6-13.

13 Héctor Guillén Romo, Orígenes de la crisis en México. 1940/1982, México, Ediciones Era, 1990, p. 40.

14 Ortega, La epopeya de la Insurrección, Managua, Editorial LEA, 2004, p. 320

15 López Portillo escribió en sus memorias “Delicado para mí el problema, por nuestro principio de no intervención. Sin embargo, les di aliento, simpatía y seguridades de refugio. Me gustaría ayudarlos. Pero imposible. Vamos a ver como se vienen las cosas”, Mis tiempos. Biografía y testimonio político. Parte primera, México, Fernández Editores, 1988, p. 642.

16 Cit. en Manuel Ángel Castillo et al., op. cit., p. 138.

17 AHGE, Expediente III-7092-3 (1ª parte), Conferencia de Rodolfo Moctezuma Cid.

18 José López Portillo, Mis tiempos. Biografía y testimonio político, Segunda parte, México, Fernández Editores, 1988, p. 802.

19 Ibid. p. 803.

20 Ibid. p. 811.

21 S/A, ¿Buenos vecinos?: López Portillo y Carter, Wikiméxico, disponible en www.wikimexico.com/articulo/Carter-y-Lopez-Portillo.

22 Ernesto Cardenal, Memorias III. La revolución perdida, México. FCE, 2005, p. 132-133.

23 Mario Ojeda, México y Cuba revolucionaria: cincuenta años de relación, México, Colmex, 2008, pp. 116 - 117.

24 Dato proporcionado por la doctora Mónica Toussaint Ribot a los autores.

25 El dato de transporte de armas mexicanas a Nicaragua fue revelado por el ex agregado cultural de México en Nicaragua en esos años, Gerardo Camacho Vaca, en una entrevista que aparece en este mismo libro.

26 Sobre esto hay una amplia bibliografía, referimos solamente una de ellas. En el año 2000, el entonces presidente Vicente Fox ordenó la constitución de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp) que tuvo entre sus tareas la de hacer una investigación documental a partir de los archivos de la DFS y otras instituciones de seguridad, para establecer los mecanismos y formas de la represión durante la guerra sucia. Resultado de dichos trabajos se realizó un informe que únicamente abarca el periodo de 1964 a 1982, pero que establece claramente las intenciones, métodos y formas de operar de la guerra sucia. El informe completo se encuentra disponible en <http://nsarchive.gwu.edu/NSAEBB/NSAEBB180/index2.htm>.

27 Una revisión de la política de seguridad nacional respecto a la presencia de guerrilleros guatemaltecos en México puede verse en el artículo de Fabián Campos Hernández al respecto en este mismo libro.

28 Antecedentes del enfriamiento de las relaciones diplomáticas México-El Salvador, Archivo Diplomático de la República de El Salvador, sección 700. La fecha del documento puede situarse entre agosto y septiembre de 1980 por los datos que incorpora.

29 Antecedentes del enfriamiento de las relaciones, op. cit.

30 Un ejemplo de la valoración positiva que ha tenido el Acuerdo de San José, en los términos señalados en el texto puede verse en Mario Ojeda, Retrospectiva…, op. cit., págs. 18 y 19.

31 José López Portillo, Discurso en la Plaza José Martí, Cuba, 2 de agosto de 1980, (mimeografiado).

32 Véase el libro de Mónica Toussaint, Diplomacia en tiempos de guerra. Memorias del embajador Gustavo Iruegas, México, Instituto Mora/La Jornada-CIALC-UNAM, 2013.

33 Ibid. p. 230.

34 Ibid. pp. 245-247.

35 Al respecto, véase Mario Vázquez Olivera, “Del desafío revolucionario a la reforma política. El Salvador 1970-1992”, en Ignacio Sosa, coord., Insurrección y democracia en el Circuncaribe, México, CCyDEL-UNAM, 1998, pp. 195-227.

36 Los contactos entre funcionarios del Departamento de Estado y representantes del FMLN tuvieron lugar en Tegucigalpa, Honduras. La propuesta norteamericana contemplaba un cese al fuego, reorganizar el gobierno y el ejército, disolver los cuerpos de seguridad y convocar a elecciones. Oscar Martínez Peñate, El Salvador. Del conflicto armado a la negociación, 1979-1989, San Salvador, Editorial Nuevo Enfoque, 2007, pp. 57-59.

37 Las transcripciones de todas las intervenciones realizadas en dicha reunión se encuentran resguardadas en el Archivo Histórico Genaro Estrada de la Secretaria de Relaciones Exteriores de México, AHGE III-7092-3 (1ª parte), Reunión de embajadores de México en Centroamérica y el Caribe con el Canciller Jorge Castañeda de la Rosa y Álvarez.

38 Entrevista de Fabián Campos Hernández al comandante guerrillero Pablo Monsanto, marzo de 2014.

39 AHGE III-7092-3 (1ª parte), Reunión de embajadores de México en Centroamérica y el Caribe con el Canciller Jorge Castañeda de la Rosa y Álvarez.

40 Jorge G. Castañeda, Amarres perros. Una autobiografía, México, Alfaguara, pp. 210-211.

41 Raúl Benítez Manaut y Ricardo Córdova Macías, comps., México en Centroamérica. Expediente de documentos fundamentales (1979-1986), México, CEIICH-UNAM, 1989, pp. 45-46.

42 Las gestiones diplomáticas del FMLN-FDR y la colaboración con que contaron por parte de la Secretaría de Relaciones Exteriores y otras instancias del gobierno mexicano se encuentran documentadas extensamente en el archivo de la Comisión Político-Diplomática del FMLN.

43 Ana Covarrubias, “La Declaración Franco-Mexicana sobre El Salvador”, en Revista Mexicana de Política Exterior, número especial, México, Instituto Matías Romero/SRE, 2013, pp. 49-53 y 58-59.

44 William LeoGrande y Peter Kornbluh, Diplomacia encubierta con Cuba. Historia de las negociaciones secretas entre Washington y La Habana, México, Fondo de Cultura Económica, 2015, pp. 262-267.

45 Idem, p. 268.

46 Idem, pp. 268-270.

47 Sobre los planes para invadir Cuba, véase William LeoGrande y Peter Kornbluh, op. cit. p. 264.

México ante el conflicto Centroamericano: Testimonio de una época

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